martes, 1 de noviembre de 2016

El robo del monte Fuji

El robo del monte Fuji

Sí, fui yo el que robó el monte Fuji. El que hay ahora no es más que una burda imitación del original, una maqueta de tamaño natural hecha con papel maché, cartón piedra y tecnopor, cuyas imágenes son retocadas con photoshop o reemplazadas por computer graphics.
Todo empezó con una de esas fiebres recurrentes que cada cierto tiempo me atacan, a las que me entrego con una pasión desmedida y que luego abandono con sorprendente displicencia, razón por la cual, mi hermano mayor me llamaba “Flor—de—un—día”, lo que en Japón llaman “Mikka bouzu” (monje por tres días); es decir, inconstante.
Aquella vez, era la fotografía.
Me habían regalado un libro de fotografías del monte Fuji. Decenas de fotografías tomadas por distintos fotógrafos, desde diversos ángulos, a diferentes horas y en distintas épocas del año: el Fuji, acompañado de unos sakura, en primavera; pelado, en verano; con las hojas rojas del momiji, en otoño; completamente blanco, en invierno; alumbrado por la luna llena; con el sol naciente engastado en su cráter brillando como si fuera un diamante de un millón de kilates; reflejado en uno de sus cinco lagos formando un doble juego de imágenes. Para cuando terminé de leer el libro, estaba enamorado del monte Fuji y quería, yo también, materializar, a través de una cámara, las fotografías que ya tenía en la cabeza.
Lo primero que tenía que hacer era conseguir una cámara. Fui a Akihabara y casi me vuelvo loco por la inmensa variedad de marcas, modelos y precios que había. Estaban las cámaras compactas con lente fijo y flash incorporado; las reflex de 35mm con lentes intercambiables y empezaban a aparecer, aunque a precios prohibitivos y con una calidad de resolución tan mala que sus fotos parecían mosaicos o cuadros pintados con la técnica del puntillismo de Georges Seurat, las primeras cámaras digitales. Aunque yo era consciente de que, si quería aprender de verdad, necesitaba una cámara reflex de 35mm, de lentes intercambiables y totalmente manual, como la Nikon FM2, me había bastado una sola mirada a la Nikon F5 para enamorarme de ella. La F5, una automática con función manual, concebida para uso profesional, no era una cámara sino un camarón, una camaraza, el orgullo de la marca Nikon y el sueño de cualquier fotógrafo. Fue un amor a primera vista fulminante: me bastó verla, para saber que la compraría. Medio millón de yenes por el cuerpo y un lente de 50mm era caro, pero con ella me sentía capaz de hacer cualquier cosa, ella me permitiría plasmar en el papel toda la belleza que yo llevaba dentro, porque, para mí, fotografiar podía llegar a ser casi como pintar, arte para el cual poseía un talento innato y al que me hubiera dedicado de no ser porque me aqueja un ligero temblor en el pulso —grado 9 en la escala de Parkinson—, secuela de un largo romance con doña Manuela Pajares —sólo superado en intensidad y frecuencia por el protagonista de “El lamento de Portnoy”, creo—, debido al cual lo más aproximado a una línea recta que soy capaz de dibujar es una en zigzag. Fui corriendo al banco y saqué el dinero, pero, en el último momento, un ataque de cordura me impidió realizar la compra. Me di una semana para pensarlo bien. Esa noche soñé con la F5 y estuve a punto de tener una polución nocturna.
A mitad de semana, pasé por casualidad frente al local de un prestamista que había en una callejuela cerca de la estación de Minami Rinkan, donde los viciosos del pachinko de la esquina iban a empeñar sus joyas y relojes cuando se quedaban sin dinero para seguir jugando. Iba en bicicleta, así que sólo la vi de pasada, pero algo en su vitrina llamó poderosamente mi atención. Regresando sobre mis pasos, me detuve frente al pequeño establecimiento y, grande fue mi sorpresa cuando descubrí, entre el más heterogéneo revoltijo de cachivaches, una F5 y a sólo ¡cien mil yenes! Fui corriendo a traer el dinero, pero, cuando regresé, ya no estaba. El prestamista, un viejo enjuto y encorvado, de mirada rapaz y aspecto ladino y taimado, como un buitre al acecho, que, a pesar de tener los ojos rasgados, los pómulos salientes, la nariz ñata y la piel amarilla, algo tenía del arquetípico usurero judío, me dijo que su propietario acababa de recuperarla hacía sólo cinco minutos. Maldije mi suerte.
—Tal vez le interese esto —dijo alcanzándome un estuche de cuero—. Me lo dejó un marine borracho hace ya más de un año y nunca más volvió.
Abrí el estuche y me encontré con un objeto de una forma muy peculiar, una mezcla de cámara y filmadora, que tenía una robustez inusual y el aire típico —acabado tosco, de aparente fabricación casera— de los prototipos, de los modelos de prueba, cuya forma recordaba vagamente la un teodolito.
—Como no creo que nadie quiera esa cosa y yo sólo quiero recuperar mi dinero, déme diez mil yenes y es suya —dijo el prestamista frotándose las manos con una sonrisa mefistofélica en los labios.
Iba a devolvérsela, cuando vi que la especie de manual manuscrito que acompañaba a la cámara estaba firmado por Stephen Hawking. Como no hacía mucho yo había leído su libro “Agujeros negros y pequeños universos” y aquella cámara no era a todas luces una cámara convencional, sentí una gran curiosidad por saber de qué se trataba. Así que la compré.
Ya en mi apartamento, después de leer el manual, quedé anonadado. Si había entendido bien la jerigonza cientificista y la enmarañada “letra de doctor” de Hawking —en cuyo caso, los postulados de la grafología según los cuales la letra de una persona refleja no sólo los rasgos de su personalidad sino hasta su aspecto físico, sí se cumplían—, y si mis conocimientos de inglés —que, aunque es cierto que eran muy superiores a los del comunero quechua hablante monolingüe promedio de las alturas de Uchuraccay, me parece que no alcanzaban para ser considerado bilingüe, pues mi vocabulario sólo constaba de unas treinta palabras—, habían sido suficientes, la cámara contenía una partícula de una estrella colapsada, es decir, un pequeño agujero negro cuyo poder de absorción estaba regulado, al igual que en una cámara convencional, por la apertura del diafragma, la velocidad de obturación y la sensibilidad ISO, capaz de capturar no imágenes sino los objetos en sí mismos. Indudablemente, había sido concebida con fines bélicos y por eso había llegado a manos de aquel marine. Hawking advertía del peligro que implicaba “fotografiar” con ella a seres humanos. Poniendo como ejemplo su propio caso, reconocía que su discapacidad se debía a los años de experimentación con la cámara en los que en muchas ocasiones se había expuesto a los efectos de la misma “autorretratándose” y no a la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), como se había divulgado públicamente. Me sentí, de pronto, en posesión de un poder ilimitado. Según el dictum de Acton, “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe de modo absoluto”. Sin que pudiera evitarlo, empezó a afluir lo peor de mí.
Hasta cierto punto era comprensible que en el Perú me hubiesen tratado despectivamente por ser “chino”, pero que aquí, en la tierra de mis abuelos, fuera discriminado por ser extranjero era algo que escapaba a mi entendimiento. Ahora podía vengarme del maltrato recibido, los golpearía donde más les dolía: en el orgullo. ¡Les robaría el monte Fuji!
En el libro que me habían regalado, al pie de cada foto, no sólo figuraban los datos técnicos como modelo de la cámara empleada, tipo de lente, sensibilidad de la película, velocidad de obturación y tamaño de la apertura del diafragma sino también, desde dónde habían sido tomadas y hasta cómo llegar a esos lugares en tren o automóvil. Estuve observando las fotografías y después de decidirme por una, reservé por teléfono una plaza en el camping del lago Motosuko, uno de los cinco lagos del Fuji, desde donde se accedía al Panorama Dai, un observatorio natural situado a 1325 metros de altura, desde el cual había sido tomada la foto que más me había gustado. El viernes por la noche, metí en una mochila el libro, la cámara, un trípode, una bolsa de dormir y una tienda de campaña unipersonal, y el sábado temprano salí hacia la prefectura de Yamanashi. Esa noche, en el campamento, después de una frugal comida consistente en un trozo de carne y unas papas asadas en una parrilla portátil, me dormí temprano abrigado por los rescoldos de la fogata, y, al alba del domingo, ya estaba apostado en la cima de la colina aguardando la salida del sol. Apenas alumbrado por la tenue luz sonrosada de la aurora, como una insinuante bailarina de la sensual Danza de los siete velos, el monte Fuji se fue despojando lentamente, con provocadora indolencia, del sutil y vaporoso manto que lo cubría y fue mostrando, poco a poco, sus encantos, sus curvas, sus redondeados contornos, dejando entrever su difuminada y esbelta silueta, y, cuando el sol llegó a su cenit, se mostró, de pronto, en todo su desnudo y hermoso esplendor, y yo quedé obnubilado por la majestad de su serena belleza. El blanco veteado que, como cera derretida, bajaba del casquete de nieve que lo coronaba, contrastaba vivamente con el azulado gris de sus faldas y con el azul celeste del cielo, como en un colorido ukiyoe de Hokusai.
Había llegado el momento. No había ni una sola nube.
Saqué la cámara de su estuche, la monté en el trípode y, para asegurarme de que no se moviera, le conecté un cable disparador de aguja.
Como lo que me interesaba era “capturar” al Fuji, pensé que lo mejor era hacer un enfoque selectivo limitando la profundidad de campo, así que escogí una gran apertura (f1.2), y, como había mucha luz, me pareció necesaria una velocidad de obturación alta, así que giré la rueda hasta 1/4000 Mirando a través del visor, compuse el encuadre y, haciendo girar el anillo del lente, ajusté el enfoque: el monte Fuji se veía con una nitidez irreal, parecía al alcance de mi mano. Conteniendo la respiración, apreté el disparador y entonces el tiempo se congeló: aquellas 25 cienmilésimas de segundo parecieron transcurrir en cámara lenta. Pude ver como el Fuji se dividía en pequeños fragmentos, como en la pintura “Desintegración de la persistencia de la memoria” de Dalí, que fueron ingresando por el objetivo de la cámara como un enjambre de abejas regresando a su colmena, acompañados por un ruido de succión como el que produce el agua de una tina al irse por el desagüe, y por un fuerte viento que peinó mis cabellos hacia atrás. Era increíble: el monte Fuji había desaparecido. En su lugar sólo quedaba una enorme meseta de piedra volcánica llena de pequeños cráteres, que recordaba un paisaje lunar y donde no quedaba ni siquiera el consuelo de un pedruzco.
Cuando me repuse del shock, miré la pequeña pantalla de la cámara y, aunque lo estaba viendo, no lo podía creer: ahí estaba el monte Fuji tal como lo había visto antes de apretar el disparador. Fui presa del pánico y, antes de que alguien me viera, huí de la escena del crimen.
***
Demasiado concentrados en sus trabajos o porque estaban acostumbrados a que se hallase oculto tras una espesa capa de nubes, los japoneses tardaron increíblemente más de una semana en darse cuenta de que el Fuji, el monte sagrado, había desaparecido. En realidad, había sido un extranjero, Mr. Smith, un fotógrafo americano que había venido al Japón con el único propósito de fotografiarlo, quien había dado la voz de alarma. Después de haberlo acechado sin éxito desde todos los lugares desde los cuales le dijeron que se podía verlo, y, equipado con su mapa, su brújula y sus binoculares, haberlo buscado por todas partes sin encontrarlo, a Mr. Smith no le había quedado más remedio que ir a la Oficina de información turística de la estación de Fujiyoshida, uno de los puntos de partida para la ascensión del monte Fuji, donde, después de consultar su Pocket interpreter, pues no confiaba mucho en el inglés de los japoneses, dijo en un japonés perfecto: “¡Se me perdió el Fuji!”
“¡Mierda!”, suspiró Yamamoto Manabu, el encargado de la oficina. “Por más señales que ponemos y panfletos en inglés que repartimos, estos extranjeros tontos no logran encontrar lo que buscan”.
Sin embargo, dos horas después, cuando, exasperado ante la insistencia de Mr. Smith, decidió, para darle una lección, acompañarlo personalmente, el funcionario no pudo creer lo que veía: el monte Fuji, con sus 3776 metros de altura y sus más de mil millones de toneladas de peso, había, efectivamente, desaparecido y, en su lugar, sólo había quedado una meseta pelada en la que se estaban soleando unas lagartijas.
La noticia conmocionó al país. Muchos murieron de la impresión. Otros optaron por el suicidio haciéndose el harakiri. Al día siguiente, cientos de miles de personas se congregaron frente al Palacio Imperial para esperar las palabras del Emperador. Sin embargo, a éste no se le ocurrió otra cosa que repetir las mismas palabras que su padre había pronunciado cincuenta años antes en su discurso de rendición:
—Hemos de soportar lo insoportable.
Lo primero que se pensó fue que era una represalia del MRTA por Chavín de Huántar, la exitosa operación de rescate efectuada en la residencia del embajador japonés en Lima en la que murieron los catorce miembros del grupo terrorista. Isaac Velazco, el portavoz internacional de la agrupación, declaró en Hamburgo que, aunque no había sido informado al respecto, ésta era sin duda una operación digna de la audacia de sus camaradas. “Les advertí que la sangre derramada jamás sería olvidada”, dijo. Por su parte, la jefa del comando sur del MRTA, Aída Ochoa, presa en Bolivia, anunció, desde la cárcel, que la primera letra de la Deuda de sangre había sido cobrada. “¡Comandante Cerpa, descansa en paz!”, exclamó.
Otros responsabilizaron al Aum Shinrikyou de lo sucedido. Pronto comenzó a circular el rumor de que los miembros de la Secta de la Verdad Suprema exigían la libertad de su líder a cambio de la devolución del monte. Sin embargo, Shoukou Asahara dijo que él no sabía nada al respecto, pero que no descartaba la posibilidad de que fuera cierto. “Mis amigos son tan locos”, declaró en un perfecto español que desconcertó a los miembros del tribunal que lo estaba juzgando.
Los okinawenses por su parte le echaron la culpa a los militares americanos. Los acusaban de haber desaparecido el monte con el único propósito de tener un terreno donde instalar una base más.
Se sospechaba también del prefecto de Shizuoka, quien, presionado por poderosos grupos económicos que deseaban que Shizuoka fuera una de las sedes del Campeonato mundial de fútbol del 2002, había estado buscando desesperadamente un terreno apropiado para construir un estadio.
También volvió a salir a la luz, una vez más, la versión según la cual los Yakuza cobraban una prima de protección sobre el monte. Se especulaba que debido a la recesión, el gobierno no había podido pagar la cuota correspondiente a ese año y que los mafiosos habían cumplido su amenaza. Se decía que el aumento del impuesto a las ventas había sido un último intento desesperado por recaudar fondos para pagar la prima y que el Primer Ministro responsabilizaba a los miembros de la Dieta no sólo de haber demorado la aprobación del proyecto con inútiles debates sino también de haberlo modificado postergando su poder ejecutivo al año en curso en vez del plan inicial según el cual hubiera tenido una retroactividad de seis meses. Es decir, que la gente hubiera tenido que pagar la diferencia de los bienes adquiridos en ese lapso de tiempo, única forma de la que se habría podido recaudar la suma requerida por los mafiosos.
Algunas personas responsabilizaron a David Copperfield, que hacía unos días había estado de gira por Japón. Cuando fue interrogado, el conocido ilusionista norteamericano estuvo tentado por un momento a responder afirmativamente, pero recordando que le pedirían que volviera a hacerlo aparecer, reconoció apenado que él no había sido.
Incluso Mr. Marikku, famoso mago japonés conocido también por sus apariciones en un programa de televisión en las que hacía alarde de su famosa “Tejikara” (el poder de sus manos), fue citado para ser interrogado. Dijo que se trataba de un truco muy sencillo, pero que por ética profesional se veía imposibilitado de revelar el secreto.
El propietario de una joyería de la ciudad de Isesaki, en la prefectura de Gunma, afirmó que sin duda los responsables de la desaparición del Fuji eran los dekasegi peruanos (su negocio había sido asaltado por peruanos en tres oportunidades).
Los primeros afectados económicamente por la desaparición del Fuji habían sido los propietarios de los bienes inmuebles y terrenos de los alrededores. Aunque su valor se depreciaba cada día más, los propietarios se negaban a vender, pues pensaban que sólo se trataba de una maniobra de las grandes inmobiliarias para comprar sus propiedades a precios irrisorios y luego volverlas a vender, una vez hubieran devuelto el monte a su lugar, quedándose con una apreciable diferencia.
Pero hubo también gente que se benefició. La desaparición del Fuji generó una ola de inseguridad tan grande (porque se pensaba que, si habían podido robarse un monte, de qué cosa no serían capaces), que la gente, presa del pánico, había ido corriendo a comprar candados, cerraduras, cadenas, cercos, alambradas, alarmas, reflectores, etc.
***
Casi un mes después de la desaparición del monte, la policía no había descubierto absolutamente nada, pues no tenían ninguna pista que seguir.
—Debe haber habido un testigo —rugió el teniente de policía en la reunión que celebraba todas las mañanas con los oficiales encargados del caso—. Nadie puede haberse robado el monte sin que haya habido un testigo. Quiero ese testigo. Búsquenlo.
El teniente de policía se llamaba Yamashita y, debido a su inoperancia, los medios de comunicación empezaban a burlarse de él. Aprovechando que los kanji de su apellido significan “monte” y “abajo”, un diario sensacionalista había publicado una caricatura en la que el teniente aparecía mirando en todas las direcciones mientras el monte estaba sobre su cabeza.
Pocos días después, un anciano se había presentado en un puesto policial diciendo que tenía algo que tal vez fuera una pista. Inmediatamente, había sido conducido donde el teniente Yamashita. Sin decir nada, el anciano le entregó una fotografía. El teniente la miró y sólo vio una mancha oscura, de forma alargada y aguzada en uno de sus extremos, que le hizo recordar la escultura que adorna el edificio de la cerveza Asahi en Asakusa, más conocido como “Edificio de la caca”.
—¿Qué es esto? —inquirió, perplejo, el teniente—. ¿Una nube?
—No —dijo el anciano sin inmutarse—. Es el monte Fuji. La tomé el día que desapareció. No había una sola nube. En ese momento creí que había sido víctima de una ilusión óptica, pero no fue así. Estoy seguro, porque estuve esperando el momento propicio para tomar la fotografía. Busqué el ángulo apropiado, escogí la apertura del diafragma y la velocidad de obturación adecuadas y enfoqué. Todo estaba perfecto. Sin embargo, en el preciso momento en el que disparaba, alguien aspiró el monte. Yamashita se fijó nuevamente en la fotografía. En efecto, la mancha se alargaba hacia un lado perdiendo su forma original como si hubiera sido aspirada. ¿Pero era el monte Fuji? Parecía más bien un enorme genio salido de las Mil y una noches volviendo a su lámpara.
—Ésta fue tomada un minuto antes —dijo el anciano alcanzándole otra fotografía.
El teniente Yamashita las comparó. Había sido tomada sin duda desde el mismo ángulo. Todos los detalles secundarios coincidían. Pero en ésta el monte Fuji aparecía con una nitidez sobrenatural, más que una fotografía aquella parecía una ventana y al teniente Yamashita le vinieron muy gratos recuerdos a la memoria, porque en uno de los hoteles con vista al Fuji había pasado su luna de miel. ¿Hacía cuánto? ¿Quince, dieciséis años?
—Como le dije hace un momento —lo regresó al presente el anciano—, ese día no había una sola nube.
El teniente Yamashita le pidió al anciano que lo llevara hasta el lugar desde donde había tomado la fotografía. Desde ahí, el teniente observó que si alguien había, como decía el anciano, “aspirado” el Fuji, debía haberlo hecho desde el este, desde la zona comprendida entre los lagos Shojiko y Motosuko, y, probablemente, desde un lugar alto, tal vez, desde alguna de las montañas de la zona.
En una operación bautizada con el nombre de “La aspiradora”, miles de agentes de la policía rastrearon la zona durante los siguientes días en busca del más mínimo indicio.
La encargada del Camping del lago Motosuko declaró a uno de los agentes que la tarde del sábado 3 de mayo, un hombre había solicitado un lote para acampar y que había preguntado insistentemente por el Panorama Dai, un punto de observación del monte Fuji, porque quería tomar algunas fotografías. Había preguntado, además, a qué hora salía el sol, porque quería hacerlo a esa hora. Al día siguiente, en la mañana, su tienda de campaña ya no estaba.
—Me olvidaba de algo —agregó la mujer—. El hombre, aunque tenía cara de japonés, no hablaba bien el japonés, lo hablaba como… como un extranjero.
***
El primer ministro chino, a su paso por Tokio, declaró con sorna que, si el ladrón del monte Fuji se animaba a ir a la China, sería detenido por la Gran Muralla. Sin embargo, pocas semanas después, los chinos reportaron que la Gran Muralla China, la única construcción humana que se distinguía a simple vista desde la Luna, había desaparecido.
Pero, como para el resto del mundo, los chinos y los japoneses eran prácticamente la misma cosa, nadie los tomó en serio. Se habló de fiebre amarilla.
Perdidas las esperanzas de recuperar el Fuji, los japoneses necesitaban llenar el vacío que éste había dejado. Justo cuando estaban por culminar las negociaciones para la adquisición y posterior traslado a suelo japonés del monte Everest, por la fabulosa suma de 900 billones de yenes (11 millones de millones de dólares), el presupuesto japonés de 10 años, llegó a Tokio la noticia de que no sólo el Everest sino que toda la cadena montañosa del Himalaya, con los catorce ocho miles, había desaparecido, lo cual desplazó el eje de rotación de la tierra haciendo que girara más rápido, de manera que los días se acortaron en un microsegundo (una millonésima de segundo), hecho que alegró a algunos, especialmente a los que no les gusta su trabajo, porque vieron recortarse su jornada laboral de forma significativa.
Sólo después de que desaparecieron el Taj Mahal de la India, la Esfinge y las Pirámides de Egipto, el resto del mundo tomó en serio la amenaza.
En Nueva York, la Estatua de la Libertad fue cubierta con una cúpula de una fibra transparente capaz de resistir una explosión atómica diez veces mayor que las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Mientras que en París, la Torre Eiffel era electrificada para que nadie pudiera tocarla. Todas las ciudades que poseían algo valioso tomaron las medidas necesarias para evitar que el ladrón se llevara sus tesoros. El presidente del Perú, Alberto Fujimori, que no dejaba escapar ninguna oportunidad para aumentar su popularidad con miras a las Elecciones del año 2000, declaró en Lima que, a partir de ese momento, le encargaba la presidencia de la república a su primer vicepresidente para asumir personalmente el cargo que acababa de crear: Guachimán de Machu Picchu.
***
Habiéndome convertido en el Enemigo público número uno del mundo y siendo buscado no sólo por la policía nacional de varios países sino también por la Interpol, yo me escudaba en mi no hacía mucho adquirida nacionalidad japonesa. Mientras todo el mundo se hallaba tras la pista de aquel misterioso extranjero que —según las declaraciones de la encargada del Camping del lago Motosuko—, había pernoctado en sus instalaciones aquella noche y que era, hasta ese momento, el principal sospechoso, yo viajaba tranquilamente, porque gracias a mi cara y a mi pasaporte japonés —mientras no hablase—, era considerado para todos los efectos como japonés.
Por eso, el día que fui a visitar las Líneas de Nazca, María Reiche no sospechó nada y hasta me felicitó por hablar tan bien el español y sólo cuando me acompañó hasta la avioneta desde la que tomaría las fotos, no pudo dejar de observar que era la primera vez que veía una cámara tan rara, aunque no vivió lo suficiente para contarlo.
Y, por eso, he podido llegar sin problemas hasta el Cuzco y ahora me encuentro frente a la ciudadela de Machu Picchu (“La ciudad suspendida en el aire”, como la llaman los japoneses) y estoy a punto de presionar el disparador.


domingo, 23 de octubre de 2016

Trick or treat

Trick or treat

El otro día, como todas las mañanas, mi chica y yo estábamos preparando las tostadas de pan integral para el desayuno (Cada vez que como tostadas, no puedo evitar acordarme de los versos iniciales del poema Casti connubii de mi profe Marco Martos: “Cada mañana, marido y mujer, sentados y limpios, /comiendo tostadas, ruido de rata,...”), cuando, de pronto, del microondas (que también es tostador), empezó a brotar un agudo chirrido que recordaba vagamente al Capricho No. 24 de Paganini, aunque sonaba como si sobre el plato del horno, en vez de la tajada de pan, estuviera girando no un disco compacto sino un viejo elepé de 33 rpm que hubiera sido usado mucho tiempo como frisbee en la playa o estuviera siendo reproducido por una radio AM con mucha interferencia. ¿No sería un poltergeist? Tal vez Paganini, conocido también como El violinista del Diablo por su tétrica costumbre de tocar de noche en el cementerio, su aspecto fantasmagórico y por su sobrenatural habilidad para tocar el violín, atribuida por algunos a un pacto con el diablo (Aunque lo más probable es que, debido al Síndrome de Marfan, enfermedad que causa un aumento inusual de la longitud de los miembros, tuviera los dedos-y presumiblemente otras partes de su cuerpo-más largos de lo normal, lo cual le habría permitido tocar acordes imposibles, además de explicar su popularidad entre las damas y la envidia que le tenían los caballeros), con su viejo Guarnerius ya algo estropeado por el paso del tiempo, nos quería hacer una broma macabra desde ultratumba ahora que se acercaba Halloween y también su cumpleaños, el 27 de octubre: él también quería su caramelito. Al principio no nos asustamos porque antes de mudarnos habíamos hecho bendecir la casa con el padre Humberto de la iglesia católica de Yamato y también, por si las moscas, con el monje del templo Shōkokuji de Zama y hasta habíamos pegado en la sala un póster de Jesucristo (aunque como no era El Cristo crucificado de Velázquez o el de Goya sino El Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí tal vez no tuviera mucho efecto).  
Pero dos o tres días después, mientras tostábamos el pan, con el melódico chirrido como música de fondo, se escucharon unas pequeñas explosiones (como cuando a Paganini, por la febril pasión con la que lo hacía, se le iban reventando sucesivamente las cuerdas del violín y terminaba tocando con una sola cuerda) y el chirrido fue reemplazado por un extraño ruido que cuando escuchamos bien y logramos identificar-o, mejor dicho, cuando logró identificar mi chica, porque yo no entiendo ni michi de inglés-, se nos pusieron los pelos de punta: “Trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat...”.
Horrorizada, mi chica pegó un salto y me dijo que hiciera algo. Yo no sabía qué hacer, a quién reclamar. ¿Debía llevar el horno a la iglesia para que el padre lo exorcizara, al templo para que el monje lo purificara o a la tienda para que un técnico lo revisara? Además, me daba cosas agarrarlo. Pero un nuevo grito de mi chica hizo que me pusiera en acción y no me quedó más remedio que cargar con el horno e ir a Yamada Denki, la tienda de artefactos electrodomésticos donde lo habíamos comprado y que felizmente no estaba muy lejos.
En la tienda, antes de que pudiera explicar el problema, me dijeron que hubiera sido mejor no llevarlo, que si lo dejaba tardarían por lo menos dos semanas en devolvérmelo, que era mejor que me lo llevara nuevamente a mi casa. Ellos se comunicarían con el fabricante quien posiblemente mañana mismo enviaría a alguien a mi casa y que, de ser posible, lo arreglaría allí mismo. No me costaría nada porque, felizmente, todavía no había vencido el plazo de la garantía.Yo, con mi cosmovisión tercermundista, había olvidado que estaba en Japón: hubiera bastado con llamar por teléfono. Aunque me causaba repelús, tuve que volver a llevar el horno a la casa (Tardé más de dos horas en convencer a mi chica de que me dejara entrar y esa noche, para que pudiéramos dormir tranquilos, tuve que atrancar la puerta del horno con un gran crucifijo, ponerle encima, por si acaso, varias cabezas de ajo y rociarlo con un poco de agua bendita que, aprovechando un descuido del padre Humberto, robé de la iglesia católica de Yamato). Efectivamente, tal como me había dicho el empleado de la tienda, esa misma tarde me llamaron de la Sharp y al día siguiente vino a mi casa un técnico de la empresa que después de deshacerse en disculpas (No olvidemos que en Japón el cliente es Dios), encendió el horno y, luego de escuchar con indiferencia-tal vez porque tampoco entendía inglés-el maléfico ruido que producía y de darle aquí y allí unos golpecitos profesionales como un médico auscultando a un paciente, declaró apesadumbrado que tenía que llevárselo al taller. Cuando le pregunté cuánto tiempo tardarían en repararlo me respondió:
-No menos de dos semanas.
¡Dos semanas sin poder tostar mi pan! Sentí que la sangre me subía a la cabeza y la única duda que tenía en ese momento era a cuál de los dos matar primero: al empleado de la tienda o al técnico.
Éste, tal vez alertado por mi mirada asesina, se apresuró a agregar:
-Pero no se preocupe: le dejaremos otro a cambio para que no se quede sin horno.
Suspiré, aliviado: una vez más había olvidado que estaba en Japón.
Después de embalar el horno con más cuidado y delicadeza que una madre al ponerle el pañal a su bebé, lo llevó al camión y regresó con el horno que me iban a prestar. Lo instaló disculpándose porque no era tan bueno, aunque, en realidad, era un modelo más nuevo, más sofisticado y, por supuesto, mucho más caro que el mío, que era el más barato de todos.
A la hora de despedirse, me dijo que teniendo en cuenta que yo era extranjero, que, a diferencia de la mayoría de japoneses, seguramente para mí el pan era algo imprescindible en el desayuno y que extrañaría tostarlo en mi propio horno al que ya estaba acostumbrado, harían un esfuerzo especial para arreglarlo lo más rápido posible. Pensé que me lo decía por pura formalidad, pero era cierto: sólo tardaron dos días (Por detalles como éste es que me gusta vivir en Japón).
Antes de irse, el técnico se permitió advertirme jocosamente que la próxima vez que hiciera pollo al horno tuviera cuidado de que el jugo no se rebalsara, porque habían encontrado que el motorcito que hace girar el plato estaba lleno de una mezcla de ají panca, ajos molidos, vinagre, sal, pimienta y comino a la que le hacía falta un poco más de aceite para ser un buen lubricante.
Felizmente, todo había terminado bien. Al menos, eso pensamos entonces, pero, a la mañana siguiente, cuando estábamos tostando el pan, empezó a sonar:
-“Trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat...”.



domingo, 16 de octubre de 2016

La prima Yukie


La prima Yukie *

Como todos los años, el nengajō (tarjeta postal de Año Nuevo) de Yankumi-como la llamo yo desde que hizo Gokusen, porque, a pesar de la imagen de niña buena que han vendido de ella, para mí, es su personaje que mejor la retrata-, es el último en llegar. Para que no sepan que es de ella, ha firmado como Uchinānchu’s Princess, que es como yo la llamaba para burlarme de que se avergonzara de ser okinawense y de que hiciera todo lo posible por pasar como naichāLa conocí en una reunión familiar que mis parientes de Okinawa organizaron para recibirme y presentarme a la familia y me bastó verla para quedar fulminantemente enamorado de ella. Y no fue porque me pareciera muy bonita sino porque creía haber reconocido al verla a mi alma gemela-o, por lo menos, melliza-, o, quizás, simplemente, por la atracción fatal que ejercían sobre mí mis primas. Por entonces, la prima Yukie era una chiquilla engreída y caprichosa que aún no había cumplido los quince años y, aunque tenía su gracia y ya había ingresado a la Okinawa Talent Academy, nada hacía presagiar que, pocos años después, se convertiría en una hermosa mujer y en una estrella de la televisión japonesa, en la Reina de los comerciales y en una de las más queridas y admiradas Novias del Japón. Como a todas las actrices (¿o debo decir simplemente como a todas las mujeres?), a ella le gustaba ser el centro de la atención y aquella noche me miró con cara de pocos amigos cuando nos presentaron porque ese día le había robado el show. Sin embargo, poco a poco, como todos los presentes, no pudo evitar sucumbir al encanto de aquel exótico primo que había regresado de allende el mar y que los estaba encandilando con sus extravagantes historias contadas en su rudimentario japonés, y, al final, parecía que nos habíamos criado juntos. Una de las primeras cosas que me preguntó fue cuándo era mi cumpleaños y, no sé por qué, se alegró mucho cuando supo que yo también había nacido en octubre. Por mi parte, yo me alegré de que fuéramos de la misma estatura: ya teníamos dos cosas en común. Nos pasamos el resto de la noche conversando bajo la mirada cómplice de los demás familiares que veían con buenos ojos lo bien que habíamos simpatizado. Se ofreció a mostrarme la isla y pasamos unos días maravillosos, al final de los cuales estuvieron a punto de expulsarla de la academia por haber faltado a clases y porque se había bronceado, contraviniendo las indicaciones de los asesores encargados de diseñar su imagen para que gustara al japonés promedio. La última noche me llevó a la playa y cantó para mí Shima uta-canción que ese año se había puesto de moda-, acompañada de su sanshin, que tocaba con una habilidad insospechada para su edad. Sentado sobre la arena, viendo recortarse su esbelta silueta contra el cielo estrellado mientras escuchaba aquella voz un poco quejumbrosa que a mí me sonaba a música celestial, no supe a quién agradecer tanta dicha y me emocioné tanto que se me salieron las lágrimas. Ella me consoló dándome un casto beso que nunca olvidaré. Al día siguiente, cuando nos despedimos en el aeropuerto de Naha, me dijo apretándome fuertemente la mano: “Te escribiré todos los días”. No tuve noticias de ella en casi cinco años. Pero debo reconocer que cuando volvió a comunicarse conmigo fue para proponerme que le sirviera de guía en Machu Picchu, que yo conocía tan bien. Fue la única vez en mi vida que viajé en jet privado y pasé por las salas VIP de los aeropuertos y pude por fin conocer Machu Picchu. La prima Yukie se puso furiosa cuando se dio cuenta de que yo nunca había puesto los pies allí antes (aunque en Japón le había descrito a mucha gente, con pelos y señales, La ciudadela suspendida en el aire, como la llaman los japoneses). Pero conseguí que se le pasara el colerón diciéndole que así: renegona, con aquel pelo tan lacio, brillante y tan negro que parecía azul; con aquella boca tan grande, aquellos pies enormes y esos andares de pato, me recordaba a la bruja Amelia de Disney, lo que le encantó (a veces firma sus nengajō con este nombre). Al final fue ella-que se había informado mucho sobre el tema-la que me guió a mí. No he vuelto a verla desde entonces. Pero siempre espero sus nengajō que, aunque tardan, siempre llegan. 

*"La prima Yukie" es un relato de ficción. Se me ocurrió escribirlo porque, como mi abuela materna se apellidaba igual: Nakama-aunque la actriz es de Urasoe y mi obā era de Itoman-, cada vez que estábamos viendo televisión y aparecía en la pantalla el bello rostro de Nakama Yukie, mi chica, que, además, sabía que me gustaba porque-según ella-, cuando la veía ponía una cara de más opa (expresión de origen quechua para referirse a los cortos de entendederas) de la que suelo tener normalmente y se me caía la baba, me decía:
-Ahí está tu prima.
Hasta ahora no he conocido a mis parientes por parte de mi abuela. Así que, aunque es muy poco probable, aún existe una remota posibilidad de que la actriz y yo estemos de algún modo emparentados y de que lo que cuento en este relato hubiera podido ocurrir.

lunes, 10 de octubre de 2016

Celebrando con Dalí y langostas

Celebrando con Dalí y langostas

Ayer, para celebrar mi cumpleaños, mi chica y yo fuimos a una exposición de Salvador Dalí en el Centro Nacional de Arte de Tokio. Así como los fanáticos de Star Wars van a los estrenos disfrazados de Luke Skywalker, Darth Vader, Han Solo, la princesa Leia y hasta de Yoda y del mismo modo que los que van a Disney se disfrazan del capitán Jack Sparrow o se ponen vinchas con las orejas de Minnie, yo quise ponerme unos bigotes postizos de Dalí que había comprado especialmente para la ocasión en Amazon, pero tuve que desistir porque mi chica no sólo me amenazó con no acompañarme sino que, además, blandiendo un grueso y polvoriento libro en octavo que no sé de dónde había sacado, me advirtió perentoriamente que aquello podía ser considerado causal de divorcio.
Felizmente llegamos antes del mediodía y, como había estado lloviendo, no había tanta gente haciendo cola, aunque adentro ya estaba lleno, por lo que, a paso de procesión, tardamos más de 3 horas en ver todas las pinturas. Pudimos ver pinturas como el Autorretrato con cuello rafaelesco, La Madonna de Port Lligat o Uranium and Atomica Melancholica Idyll (inspirado en las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki). Después de buscar sin encontrarla, le pregunté a una de las chicas que hacía de guía si podía mostrarme dónde estaba La persistencia de la memoria. A lo cual ella me contestó que iba a ser un poco difícil porque esa pintura se encontraba en el MoMA de Nueva York. Aparte de las pinturas, estaba la Venus de Milo con cajones (cuando me paré al lado de la escultura para que mi chica me tomara una foto, al ver mi prótesis, algunas personas pensaron que yo era un maniquí hecho por Dalí y empezaron a tomarme fotos) y algunas joyas. También se podían ver las películas Un perro andaluz y La edad de oro. Cuando salimos, se habían formado largas colas para comprar las entradas y para entrar en la sala de exhibición. La entrada costaba 1600 yenes, pero, para los inválidos y un acompañante, es gratis. Así que con el dinero que nos ahorramos nos fuimos después a comer al Red Lobster donde, por ser mi cumpleaños, nos invitaron el postre y nos tomaron una foto con unos guantes en forma de pinzas de langosta (también te cantan Happy Birthday, pero yo no quise y menos mi chica). Olvidándome de que no debía hacerlo, me había puesto una camisa azul que es igualita al uniforme del Red Lobster y fui al baño con cierto temor de que de alguna mesa me llamaran para que les tomara el pedido como, por lo demás, ya me había sucedido antes. Al regresar del baño y cuando ya estaba cerca de mi mesa y creía haberme librado por esta vez de ser confundido con uno de los mozos, un gringo que seguramente aún no estaba al tanto de las costumbres del país (En Japón, en la mayoría de restaurantes se paga la cuenta en la caja), me extendió su cuenta acompañada de 2 billetes de 10 mil yenes al mismo tiempo que, sonriendo, me decía:
-Keep the change.
Comprendiendo al instante la confusión, me encontré de pronto bajo el peso de un grave dilema moral, atosigado alternativamente por mi ángel de la guarda bueno que, posado sobre mi hombro derecho, me instaba a devolver el dinero y por mi ángel de la guarda malo que, parado en mi hombro izquierdo, me instigaba a no hacerlo. Ambos eran igualitos a mí, pero el bueno tenía una especie de lámpara fluorescente circular encima de la cabeza y alas, y el malo era colorado, tenía cachos, dientes afilados, un rabo terminado en punta de flecha y portaba un tridente. Se enzarzaron en una gran pelea. Era una furiosa lucha entre el bien y el mal. Finalmente el ángel malo le asestó un tridentazo en la cabeza al ángel bueno apagándole la luz y dejándolo KO y, bajo sus mala influencia, yo que, después de 27 años de vivir en Japón, me creía al fin librado de aquella manifestación de la idiosincrasia peruana conocida como viveza criolla, caí en la tentación. Lo que parecería probar que es algo que todos los peruanos-salvo los huancaínos, según la imparcial opinión de mi chica-llevamos inscrito en el ADN y, por lo tanto, fatalmente indeleble. Recibí el dinero, tiré la cuenta del gringo en el acuario donde tienen a las langostas vivas, jalé a mi chica hacia la caja y, después de pagar nuestra cuenta, nos dirigimos rápidamente a la salida.
Lo malo es que la próxima vez que vaya al Red Lobster no sólo voy a tener que evitar ponerme esa camisa azul sino que además será mejor que me ponga el bigote de Dalí para que no me reconozcan.

sábado, 8 de octubre de 2016

El amigo karateka de mi ojī

El amigo karateka de mi ojī

Mi ojī y mi obā tenían muchos parientes y amigos y por eso recibían muchas visitas durante todo el año. Una cosa que siempre llamó mi atención es que, aunque la mayoría de estas visitas ya tenía edad suficiente para ser considerados como obasan u ojisan (tía o tío), mis tías se referían a ellos como nēsan o nīsan (hermana o hermano mayor). Yo mismo, en la época del colegio, llamaba nēsan a las mamás de mis amigos, quienes, por la diferencia de edad, de ninguna manera podían ser consideradas mis hermanas mayores). A uno de estos nīsan, que era uno de los más asiduos visitantes de mi ojī (aunque no sé si por amor al chancho o a los chicharrones: mis tías), yo le tenía terror, porque-no sé si era karateka o judoka-cuando me acercaba a saludarlo, tenía por costumbre usar mi barriga como makiwara para practicar sus golpes o me hacía volar por encima de la mesa, no sé si para practicar sus lanzamientos o para que yo aprendiera a caer. Creo que mi ojī y mi obā no veían con muy buenos ojos estas rudas demostraciones de afecto porque yo terminaba todo magullado y a veces hasta algo se rompía, pero no decían nada porque se supone que el nīsan lo hacía por mi bien, para que me volviera hombre y, cuando yo trataba de esconderme para no tener que salir a saludar al nīsan, siempre iban a buscarme al dormitorio y me decían que tenía que saludarlo. Encima-y tal vez esto era para mí peor que los golpes-, cuando llegaba el oshōgatsu, no me daba de otoshidama un crujiente billete anaranjado nuevecito de 10 soles con la efigie del Inca Garcilaso de la Vega en una cara y el lago Titicaca en la otra-como casi todos los que iban a saludar a la casa por el Año Nuevo-sino sólo uno verde de 5 soles con la cara del Inca Pachacutec en un lado y la fortaleza de Sacsayhuamán en el otro (estoy hablando, por si acaso, de fines de los sesenta y principios de los setenta, cuando el sol todavía no había perdido ningún cero). Ese día conseguía juntar una pequeña fortuna, efímera riqueza que apenas si tenía tiempo de contar porque-ya se sabe que lo que fácil llega, fácil se va-mi obā me la quitaba apenas se habían ido las visitas para dársela a mi mamá para que ella me la fuera dando poco a poco cuando venía a visitarme los domingos.
Ante esta situación, mis tías solteras-las que aún vivían con mi ojī y mi obā y que me engreían mucho-, aunque la verdad es que no estoy muy seguro de si fue para evitar que el nīsan continuara vapuleándome mínimo tres veces por semana o para evitar sus cortejos, decidieron tomar cartas en el asunto y una de ellas-ya no recuerdo cuál-dijo que no quedaba más remedio que recurrir a la escoba. Por un momento me imaginé a mis tías sacando al nīsan de la casa a escobazos, pero no era eso. Se trataba de poner una escoba invertida detrás de la puerta que auyentaría a los visitantes inoportunos o no bienvenidos. No sé si mis tías eran medio brujas y nunca supe tampoco si se trataba de un maleficio peruano o de un sortilegio okinawense, pero, a partir de ese día, cada vez que el nīsan iba a la casa de visita, ponían una escoba al revés detrás de la puerta y, aunque parezca increíble, el nīsan, que normalmente se quedaba horas y horas conversando con mi ojī, de pronto, como impulsado por un resorte, se ponía de pie y balbuceando la primera excusa que se le venía a la cabeza, partía raudo. Quien se quedó preocupado por si había cometido alguna falta de cortesía o no había hecho honor a la proverbial hospitalidad okinawense fue mi ojī, porque el nīsan fue espaciando cada vez más sus visitas hasta que terminó por no aparecer por la casa.
Fue así cómo me libré de las lecciones gratuitas y obligatorias de judo y karate (aunque-unas son de cal y otras de arena-empecé a recibir 5 soles menos en oshōgatsu).


domingo, 25 de septiembre de 2016

Volviendo a descubrir América

Volviendo a descubrir América

El fin de semana pasado, mi chica y yo fuimos a comprar kamaboko de Okinawa a la tienda Okinawa Takarajima del mall LaLaport de Yokohama. Al salir de la tienda, bebí un sorbo de sanpincha heladito (¡Qué delicia!) y, de pronto, con esa lucidez que sólo se consigue cuando se está bajo los efectos del ayahuasca, tuve una intuición: que el sanpincha no era nada más ni nada menos que el vulgar té jazmín que tomábamos en la casa de mi obā. Siempre me había preguntado por qué tomaban té jazmín chino (era una de las cosas que más se regalaban: té jazmín en su lata cuadrada amarilla que estaba en cuatro idiomas: chino, inglés, francés y japonés) en vez de té verde japonés. Ahora lo sabía, claro: en la época del Reino de Ryūkyū, antes de la invasión de los Satsuma, Okinawa tenía un comercio casi exclusivo con China, así que no es de extrañar que se hubieran acostumbrado a beber el té jazmín chino. (¡Y yo que todos los años le mando té verde de Shizuoka a mi tía de Kumejima! ¿Qué habrá hecho con él? ¿Habrá rellenado una makura?).
No sin cierto orgullo, le comuniqué mi descubrimiento a mi chica y ella, que no tiene mucha paciencia, me espetó:
-¡Colón! ¿Recién te das cuenta?
No queriendo pasar por ignorante, le dije:
-No, sólo era una broma.

Lo cuento por si hubiera alguien tan despistado como yo: sanpincha es té jazmín en uchināguchi y viene del chino shanpiencha o shanpienshā o shanpenshā (no se sabe muy bien: la cosa es que viene del chino).

domingo, 18 de septiembre de 2016

Apología del sōmen irichī

Apología del sōmen irichī

Cuando uno escucha “Comida okinawense” la primera imagen que se nos viene a la cabeza es la de un sōki soba o un gōyā chanpurū y es indudable que ambos pueden ser considerados sus platos más representativos. En los casi veintisiete años que vivo en Japón, he visto cómo-mientras en todo el mundo la comida japonesa se iba poniendo de moda-aquí en naichi iban apareciendo cada vez más restaurantes de comida okinawense, desde modestos restaurantes de barrio (como los de Little Okinawa, en Tsurumi), grasientos y cochinitos, pero donde se puede saborear el verdadero aji, hasta los más pitucos como el Gachimayā de Omotesandō (una de las zonas más exclusivas de Tōkyō), donde los platos ya están un poco estilizados, son caros y encima juegan a la comidita. Incluso en algunos family restaurant (restaurantes de cadena) es posible hallar en su menú gōyā chanpurū y, a diferencia de hace algunos años, ahora se consigue gōyā en cualquier supermercado de barrio (lo que no se consigue así nomás es kamaboko de Okinawa y shimadōfu, el tōfu de Okinawa).
En todos estos restaurantes, el sōki soba y el gōyā chanpurū son los amos de la carta.
Pero hoy yo quiero romper una lanza por el más modesto pero no por ello menos rico sōmen irichī. Un puñado de sōmen hervido, unas gotas de aceite, un par de huevos batidos, un poquito de cebollita china bien picada y una pizca de sal, se revuelve todo en una sartén bien caliente y-en menos de lo que nuestro cerebro tarda en traducir al español ippē māsan-ya está listo.
¿Hay algún plato más minimalista que éste? (Bueno, sí, un huevo frito). Pero cómo lo disfrutaba yo de niño (época en la que, tal vez, para mi paladar infantil el gōyā era demasiado amargo).
Y no sólo yo, también mi ojī y sus amigos. Manjares como el ashi-teibichi se preparaban para las grandes ocasiones, pero había un grupo de amigos que iban a visitar a mi ojī casi a diario y para ellos mi obā preparaba platos sencillos y rápidos como el sōmen irichī. Yo los veía celebrar con alborozo cuando mi obā llegaba con la fuente humeante y comer con muchas ganas y apetito.
Emociona pensar que aquellos hombres que, aunque en su Okinawa natal habían sido muy pobres, a pesar de que ya estaban bien establecidos en Perú (todos tenían ya su propio negocio), siguieran conservando sus austeras costumbres y se contentaran con un plato tan humilde. No hay duda de que seguían siendo buenos pobres.
¿Máquina del tiempo? ¡Pamplinas! A mí me basta un bocado de sōmen irichī-o un sorbo de Kola Inglesa, la chaposa más sabrosa-para regresar a aquella época y volver a ser aquel chiquillo con los puños de la chompa tiesos de moco, las manos sucias por jugar con el trompo y las bolitas y que tardó tanto para dejar el chupón que cuando lo hizo fue para coger su primer cigarrillo.

Y quizás sea por eso que me gusta tanto.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Al que quiera celeste, que le cueste

Al que quiera celeste, que le cueste

Cuando mi papá falleció en Perú, no alcancé a llegar al velorio ni al entierro y sólo pude asistir a las primeras misas, porque en la fábrica sólo me dieron tres semanas de permiso.
Cuando regresé a Japón, a pesar de que yo era (y lo sigo siendo) muy ignorante en todo lo referente a las prácticas relacionadas con el butsudan, me encargaron que comprara un ukōru (el recipiente donde se ponen los senkō) y que lo enviara lo más rápido posible porque tenía que llegar antes de la misa de los cuarenta y nueve días.
Apenas llegué a Japón, aprovechando que estaba en el turno de noche, lo primero que hice fue ir al local más cercano a mi apāto de las tiendas Hasegawa (especializadas en butsudan y sus accesorios) y el primer problema que surgió fue que allí no sabían lo que era un ukōru. ¿Era posible? ¿No me estaría tomando el pelo el vendedor? ¿Había varias mesas llenas de ellos de todos los modelos y tamaños y me decía que no sabía lo que era un ukōru? Me acerqué a las mesas y, tomando uno de los recipientes, le dije: “Quiero uno de éstos”.
-¡Ah!-exclamó el vendedor sonriendo-. Lo que usted quiere es un “kōro”.
-¿No se llama “ukōru”?-pregunté mirando el papelito arrugado donde había apuntado el nombre.
-No-aseguró el vendedor-. Se llama “kōro”.
Pensé que debía haber escuchado mal cuando apunté el nombre y no le di mayor importancia al asunto. Yo había ido directamente de la fábrica y todavía estaba con mi uniforme. El vendedor me echó una ojeada de pies a cabeza y, tal vez juzgando por mi aspecto zarrapastroso que yo era muy pobre, me ofreció el kōro más barato: costaba 10 mil yenes y era liviano y parecía muy frágil. Yo recién había cobrado mi sueldo (nos pagaban en efectivo) y cuando saqué mi sobre y el vendedor vio que éste contenía más de 300 mil yenes, inmediatamente fue a traer otro kōro y me dijo que ése era mucho mejor, tenía un alma de acero inoxidable bajo la capa de cerámica, lo cual lo hacía más pesado, estable y duradero. Lo sopesé y de verdad que era muy pesado y parecía muy resistente. El vendedor me aseguró que duraría el triple que el barato. “Sí, pero vale seis veces más”, pensé.
El vendedor, que tenía un alma tan aceradamente comercial y era tan pesado como el kōro que me estaba ofreciendo, consiguió en base a insistencia, a que yo lo único que quería en ese momento era irme a dormir y finalmente con el argumento de que el espíritu de mi papá partiría hacia el otro mundo más feliz si era incensado con ese kōro, que le comprara el más caro (“Todo sea para que el viejo se vaya contento y no se queje cuando venga a visitar en obon”, pensé mientras sacaba del sobre los 6 billetes de 10 mil yenes). Lo mandé por Nippon Express (una empresa de transporte internacional) y, como era muy pesado, me cobraron 45 mil yenes..
Cuando, ese fin de semana, después de hacer cola en el teléfono internacional de la estación, llamé a Perú para comprobar si ya había llegado, mi mamá me dijo:
-No sirve: la yuta dice que tiene que ser azul. Además, es muy chico.
Parece que, como los okinawenses ponen tres senkō (a diferencia de acá en naichi, donde sólo ponen uno), el kōro tenía que ser más grande.
¡No lo podía creer! El bendito kōro con el envío me había costado más de 100 mil yenes y ¡no servía!
No pude ir nuevamente a la tienda de Hasegawa hasta el sábado. Pero allí me dijeron que no tenían ningún kōro azul. Le conté al vendedor que mi familia provenía de Okinawa y a él se le ocurrió la idea de llamar a la tienda de Naha para consultar. Regresó después de unos minutos diciendo que allá si había, pero que tardaría varios días en llegar. Miré el calendario: quedaba ya menos de una semana. No podía esperar. Saqué dinero del banco y así como estaba fui a Haneda. Una hora después, salió mi vuelo y dos horas y media más tarde, ya estaba en Naha. Tomé un taxi y en menos de 10 minutos me dejó en la puerta de la tienda de Hasegawa de Naha.
Dije que quería un “kōro” y el vendedor abrió aún más sus grandes ojos okinawenses y me miró con extrañeza. En ese momento lo entendí: seguro que en naichi lo llamaban “kōro” y que en Okinawa le decían...¿Cómo era? Busqué mi papelito arrugado y dije pronunciando bien cada sílaba: “u-kō-ru”.
-¡Ah!-exclamó el vendedor sonriendo-. ¡Un ukōru!
Cuando salí de la tienda con mi ukōru azul bien empaquetado, ya estaba atardeciendo. En una de las esquinas de kokusai dōri, una chica con muy poca ropa y mucha piel bronceada a la vista empezó a jalonearme de la mano hacia una de las callejuelas y a duras penas conseguí evitar caer en la tentación poniendo entre ella y yo, como si fuera un detente, el ukōru azul. Además, sólo quedaba media hora para que saliera mi vuelo de regreso. Era la primera vez que había ido a Okinawa y sólo había conocido el aeropuerto.
El día de la misa llamé a Perú y mi mamá me dijo que no habían podido recoger el ukōru porque el servicio de aduanas estaba de huelga.
-¿Y cómo han hecho?-pregunté preocupado.
-La yuta se ha comunicado con el espíritu de tu papá y ha dicho que no hay problema en usar el ukōru negro.
Y ¿qué habría sido del bonito ukōru azul que compré? Con todo el ajetreo de las misas se habían olvidado de ir a recogerlo. ¿Seguiría acumulando polvo en uno de los depósitos de la aduana? Pero, lo más importante: ¿habría quedado realmente satisfecho mi papá con el ukōru negro? 
¡Un momento! Ahora que me acuerdo, mi papá era daltónico (por eso, de mi salón del colegio, yo fui el último en tener televisor a colores), así que tal vez no haya notado la diferencia.

sábado, 10 de septiembre de 2016

La dama de hierro

La dama de hierro

No, no me refiero a Margaret Thatcher sino a esa humilde mujer pero de una gran fortaleza física y moral que fue mi obā, quien, en su Kyan natal, tenía que caminar una gran distancia llevando a cuestas su carga de seda cruda, que cruzó el océano Pacífico impulsada por la esperanza de ahorrar un poco de dinero, que después de mil sacrificios llegó a tener su panadería en Perú y que, más de treinta años después, luego de haber visto nacer a sus nueve hijos en Perú, regresó de visita a su tierra-antes de la devolución de Okinawa al Japón-, llevando toda clase de regalos a su empobrecida parentela.
Mi obā, en los primeros tiempos de la panadería (yo no había nacido aún cuando tenían la chacra), cuando todavía no tenía muchos clientes, para balancear el presupuesto familiar, no vaciló en criar patos en la azotea de su casa y luego venderlos vivos a las afueras del mercado de Jesús María, teniendo, a veces, que pelearse con los policías municipales por no tener permiso (¿Me vendrá de ahí la vocación de vendedor ambulante? Una vez, en que estuve desempleado aquí en Japón, se me ocurrió ir a vender aretes artesanales peruanos a Omotesandō, que, por entonces, no era todavía la exclusiva zona comercial que es ahora. Tenía que pagar la cuota de protección a los yakuza por ser vendedor ambulante. Como yo soy un poco lento para los números, sólo después de tres meses, en los que no vendí ni siquiera medio par de aretes y acumulé un déficit de 300 mil yenes, me dí cuenta de que ese negocio no era rentable).
Porque, aunque mi ojī era el león, el que rugía o, mejor dicho, carajeaba por doquier, la que cazaba, es decir, la que llevaba las cuentas de la panadería y llevaba las riendas de la casa era mi obā (¿sería porque el reino de Ryū Kyū había sido una sociedad matriarcal donde la yuta tenía un protagonismo mucho mayor que el simple papel de adivina al que prácticamente está relegada en la actualidad?).
Ya se sabe que comer bastante es el único lujo que se pueden permitir los pobres.
Después de haber pasado hambre en su tierra natal, la filosofía de mi obā parecía poder resumirse en el dicho: “Barriga llena, corazón contento” (A propósito, ¿tendría llena la barriga Marisol cuando cantaba “Tengo el corazón contento?).
Cada vez que acá, en Japón, me invitan a comer y me dicen: “Nanimo nai desuga, dōzo, takusan tabete kudasai” (No hay nada, pero coma bastante por favor), me acuerdo de mi obā, porque no bien entrabas a su casa, lo primero que te preguntaba era: “¿Ya ha comido?”. Y, antes de que pudieras responder, ya te estaba empujando hacia el comedor: “En la cocina hay bastante comida”, decía. “Come bastante que en tu casa no hay así”, agregaba en un tono pícaro y se reía, orgullosa de su buena mano para la cocina. Lo gracioso es que, a veces, se escuchaba al fondo la voz de una de mis tías que decía:
Okā! ¡No hay nada de comida, ah!
Pero no había problema. Por la cantidad de visitas que recibían, la casa de mi obā parecía un restaurante. En una época en la que era normal cocinar dos veces al día, allí estaban acostumbrados a cocinar tres, cuatro o todas las veces que fuera necesario para atender a las visitas. Nunca conocí una casa tan hospitalaria como la de mi obā.
Decir que la casa de mi obā estaba abierta para todo el mundo es casi literal. La Jesús María de fines de los años sesenta y principios de los setenta era tan tranquila que en la casa de mi obā nadie tenía llave: bastaba con meter la mano por la ventanita de la puerta y uno mismo abría la cerradura (y eso que, como mi obā no confiaba en los bancos, en el ropero de su cuarto se guardaba toda la fortuna familiar). Claro, era otra época: la del televisor en blanco y negro y el tocadiscos; la del teléfono negro, pesado y con dial, y la de la máquina de escribir mecánica (todo lo que ahora llevamos en el iPhone); el hombre acababa de llegar a la Luna y todos creían que, para el año 2000, estaríamos tan adelantados que nos alimentaríamos con píldoras y que no sería necesario caminar porque habría zapatos voladores o que, en su defecto, sería el fin del mundo (yo ya había sacado mi cuenta: sólo viviría hasta los 35 años y, tal vez, por eso, fui precoz en todo desde mi nacimiento, menos en dejar el chupón).
Así las cosas, no es de extrañar que yo fuera un niño rechoncho y consentido hasta los cinco años, cuando me fui a San Isidro a vivir con mis padres.
En 1990, cuando ya tenía un año en Japón, mis padres vinieron de paseo y les pedí que trajeran a mi obā, pero su estado de salud no lo permitió y se quedó sin poder volver a ver una vez más su-ahora remozada, pacífica y, por fin, relativamente próspera- querida tierra de Okinawa (snif, snif).