miércoles, 14 de septiembre de 2016

Al que quiera celeste, que le cueste

Al que quiera celeste, que le cueste

Cuando mi papá falleció en Perú, no alcancé a llegar al velorio ni al entierro y sólo pude asistir a las primeras misas, porque en la fábrica sólo me dieron tres semanas de permiso.
Cuando regresé a Japón, a pesar de que yo era (y lo sigo siendo) muy ignorante en todo lo referente a las prácticas relacionadas con el butsudan, me encargaron que comprara un ukōru (el recipiente donde se ponen los senkō) y que lo enviara lo más rápido posible porque tenía que llegar antes de la misa de los cuarenta y nueve días.
Apenas llegué a Japón, aprovechando que estaba en el turno de noche, lo primero que hice fue ir al local más cercano a mi apāto de las tiendas Hasegawa (especializadas en butsudan y sus accesorios) y el primer problema que surgió fue que allí no sabían lo que era un ukōru. ¿Era posible? ¿No me estaría tomando el pelo el vendedor? ¿Había varias mesas llenas de ellos de todos los modelos y tamaños y me decía que no sabía lo que era un ukōru? Me acerqué a las mesas y, tomando uno de los recipientes, le dije: “Quiero uno de éstos”.
-¡Ah!-exclamó el vendedor sonriendo-. Lo que usted quiere es un “kōro”.
-¿No se llama “ukōru”?-pregunté mirando el papelito arrugado donde había apuntado el nombre.
-No-aseguró el vendedor-. Se llama “kōro”.
Pensé que debía haber escuchado mal cuando apunté el nombre y no le di mayor importancia al asunto. Yo había ido directamente de la fábrica y todavía estaba con mi uniforme. El vendedor me echó una ojeada de pies a cabeza y, tal vez juzgando por mi aspecto zarrapastroso que yo era muy pobre, me ofreció el kōro más barato: costaba 10 mil yenes y era liviano y parecía muy frágil. Yo recién había cobrado mi sueldo (nos pagaban en efectivo) y cuando saqué mi sobre y el vendedor vio que éste contenía más de 300 mil yenes, inmediatamente fue a traer otro kōro y me dijo que ése era mucho mejor, tenía un alma de acero inoxidable bajo la capa de cerámica, lo cual lo hacía más pesado, estable y duradero. Lo sopesé y de verdad que era muy pesado y parecía muy resistente. El vendedor me aseguró que duraría el triple que el barato. “Sí, pero vale seis veces más”, pensé.
El vendedor, que tenía un alma tan aceradamente comercial y era tan pesado como el kōro que me estaba ofreciendo, consiguió en base a insistencia, a que yo lo único que quería en ese momento era irme a dormir y finalmente con el argumento de que el espíritu de mi papá partiría hacia el otro mundo más feliz si era incensado con ese kōro, que le comprara el más caro (“Todo sea para que el viejo se vaya contento y no se queje cuando venga a visitar en obon”, pensé mientras sacaba del sobre los 6 billetes de 10 mil yenes). Lo mandé por Nippon Express (una empresa de transporte internacional) y, como era muy pesado, me cobraron 45 mil yenes..
Cuando, ese fin de semana, después de hacer cola en el teléfono internacional de la estación, llamé a Perú para comprobar si ya había llegado, mi mamá me dijo:
-No sirve: la yuta dice que tiene que ser azul. Además, es muy chico.
Parece que, como los okinawenses ponen tres senkō (a diferencia de acá en naichi, donde sólo ponen uno), el kōro tenía que ser más grande.
¡No lo podía creer! El bendito kōro con el envío me había costado más de 100 mil yenes y ¡no servía!
No pude ir nuevamente a la tienda de Hasegawa hasta el sábado. Pero allí me dijeron que no tenían ningún kōro azul. Le conté al vendedor que mi familia provenía de Okinawa y a él se le ocurrió la idea de llamar a la tienda de Naha para consultar. Regresó después de unos minutos diciendo que allá si había, pero que tardaría varios días en llegar. Miré el calendario: quedaba ya menos de una semana. No podía esperar. Saqué dinero del banco y así como estaba fui a Haneda. Una hora después, salió mi vuelo y dos horas y media más tarde, ya estaba en Naha. Tomé un taxi y en menos de 10 minutos me dejó en la puerta de la tienda de Hasegawa de Naha.
Dije que quería un “kōro” y el vendedor abrió aún más sus grandes ojos okinawenses y me miró con extrañeza. En ese momento lo entendí: seguro que en naichi lo llamaban “kōro” y que en Okinawa le decían...¿Cómo era? Busqué mi papelito arrugado y dije pronunciando bien cada sílaba: “u-kō-ru”.
-¡Ah!-exclamó el vendedor sonriendo-. ¡Un ukōru!
Cuando salí de la tienda con mi ukōru azul bien empaquetado, ya estaba atardeciendo. En una de las esquinas de kokusai dōri, una chica con muy poca ropa y mucha piel bronceada a la vista empezó a jalonearme de la mano hacia una de las callejuelas y a duras penas conseguí evitar caer en la tentación poniendo entre ella y yo, como si fuera un detente, el ukōru azul. Además, sólo quedaba media hora para que saliera mi vuelo de regreso. Era la primera vez que había ido a Okinawa y sólo había conocido el aeropuerto.
El día de la misa llamé a Perú y mi mamá me dijo que no habían podido recoger el ukōru porque el servicio de aduanas estaba de huelga.
-¿Y cómo han hecho?-pregunté preocupado.
-La yuta se ha comunicado con el espíritu de tu papá y ha dicho que no hay problema en usar el ukōru negro.
Y ¿qué habría sido del bonito ukōru azul que compré? Con todo el ajetreo de las misas se habían olvidado de ir a recogerlo. ¿Seguiría acumulando polvo en uno de los depósitos de la aduana? Pero, lo más importante: ¿habría quedado realmente satisfecho mi papá con el ukōru negro? 
¡Un momento! Ahora que me acuerdo, mi papá era daltónico (por eso, de mi salón del colegio, yo fui el último en tener televisor a colores), así que tal vez no haya notado la diferencia.

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