sábado, 25 de abril de 2015

Contacto en Colombia

Contacto en Colombia

No es la primera vez que me he visto obligado a tomar medidas extremas para conseguir trabajo: hace unos años-después de que se venciera mi seguro de desempleo y de haber buscado infructuosamente trabajo durante varios meses-, la necesidad me obligó a recurrir a un vecino-cuya escasez de modales y poco elegante forma de hablar, su característico peinado, la perenne expresión de perdonavidas que llevaba pintada en el rostro y su fornido cuerpo enteramente tatuado-, delataban inmediatamente que pertenecía a la célebre organización criminal de los yakuza. “Te advierto que primero tendrás que pasar por unas duras pruebas de iniciación”-me dijo cuando le expresé mi deseo de ingresar a la organización. Y que, una vez que hubiera jurado fidelidad, respeto y obediencia al código yakuza, ya no podría salirme, a no ser que fuera para irme al otro barrio. Después de pasar exitosamente por una serie de pruebas (que incluían tanto exámenes teóricos como prácticos), que el secreto profesional me impide describir detalladamente, fui aceptado en un acto solemne que se celebró con gran pompa en un lujoso hotel de Roppongi Hills durante el cual recibí muy orgulloso un puñalito simbólico que antiguamente se utilizaba para hacer el yubitsume-cortarse un dedo cuando uno fallaba en un trabajo-, costumbre que había quedado en desuso por la falta de coraje y sentido del honor de los actuales miembros de la mafia japonesa y que había sido reemplazada por el callejón oscuro, el cargamontón y el apanado.
-Ten paciencia-me dijo el oyabun mientras me hacía personalmente a la altura del corazón mi primer tatuaje: el kanji de kokoro, que, aparte del significado simbólico, tenía por objeto facilitarle el trabajo al sicario de turno, indicando la ubicación exacta del corazón, en caso de traición-. Pronto te llamaremos para un trabajo importante.
Ese “pronto” demoró, en realidad, casi un año, durante el cual me dediqué-yo, que había esperado vivir excitantes y peligrosas aventuras-, a vender yakitori, takoyaki y yakisoba en los matsuris, mientras que, paulatinamente, la superficie de mi cuerpo se iba cubriendo de coloridas y llamativas figuras que acabaron por darme el aspecto de un abigarrado ukiyoe ambulante en el que proliferaban los dragones, los tigres y las serpientes y entre las cuales destacaba, en medio de la espalda, una que desconcertó a mis compinches: un surrealista reloj blando de Dalí, y con las que me gané el respeto y la admiración de los otros miembros de la banda por mi reciedumbre para aguantar el dolor. Sólo mi compadre ñaja-ñaja (un barranquino cuyo vacilón era el graffiti y que se recurseaba pintando letreros con “letras incaicas” y decorando con machu picchus, líneas de Nazca y tumis los locales de los restaurantes y discotecas peruanos) y yo sabíamos que no eran tatuajes sino pinturas hechas con aerógrafo. Mi chica se sorprendió mucho de que de la noche a la mañana me hubiera vuelto tan vergonzoso, cuando-para que no descubriera que estaba “tatuado” de pies a cabeza-, dejé de desnudarme “en su delante”, de bañarme con ella y me mostré dispuesto a “hacerlo” sólo de noche y con la luz apagada y las cortinas bien cerradas.
Cuando el oyabun mandó decir que quería verme y me citó en su oficina ubicada en lo alto de la Torre Mori de Roppongi Hills, supe que el gran día había llegado: ¡por fin un trabajo importante!
El oyabun me recibió muy amablemente en su oficina del piso 50, desde cuyo ventanal semicircular se tenía una visión panorámica de 180 grados del centro de Tokio. Me dijo que el trabajo era simple pero muy importante: sólo tenía que ir a Colombia, recoger “algo” y traerlo a Japón. Agregó que me habían escogido porque hablaba español y porque era ligero de peso. Ya me imaginaba yo qué era ese “algo”, pero no podía negarme. Además, aprovecharía el viaje para asistir a un acto cultural con fines caritativos que mis amigos Gabo, Botero y Shakira habían organizado en el Centro Cultural Skandia, en Usaquén, al norte de Bogotá. Ante mi chica, justifiqué mi viaje diciéndole que la empresa para la cual trabajaba quería vender no sólo yakitori y takoyaki y yakisoba sino poner también puestos de café caliente y que me estaban enviando a mí para que hiciera los primeros contactos con los cafetaleros colombianos porque sabía español.
Después de recibir el “encargo” en Cali (me pusieron una especie de chaleco antibalas relleno del polvillo blanco destinado a animar la vida loca en las discotecas de Roppongi que pesaba como 50 kilos y lo forraron con una película plástica impermeable de color carne que sellaron herméticamente con un pegamento especial en mi cuello, brazos y cintura, de modo que los perros aduaneros no pudieran olfatearlo), me dirigí con grandes esfuerzos (de pesar 50 kilos, me había convertido de pronto en un gordo de 100 kilos), a Bogotá, donde me encontré con mis amigos, quienes al principio no me reconocieron. Botero, que había pensado retratarme, al ver, sorprendido, lo mucho que había engordado, exclamó frustrado: “¡Así ya no tiene gracia!”. Fuimos juntos al Centro Cultural Skandia, que quedaba en el barrio de San Patricio y, después de que Gabo leyera un cuento inédito, Botero expusiera unos bocetos y Shakira cantara Waka Waka haciendo bailar a todo el mundo, tras lo cual los tres firmaron muchos autógrafos, decidimos ir a comer algo por ahí. Gabo quería ir al Carbón de Palo, Botero a La Estampa del Chalán y a Shakira le había provocado una mousse de guanábana de Sabrosuras Pastelería Light, pero, al final, terminamos en un restaurante de pescados y mariscos de cuyo nombre no quiero acordarme-¿Pescaderías Maestre?-, donde degusté-o me disgusté-, de un “ceviche colombiano” con su tomate y palta más. Al salir, con la barriga llena, pero el corazón no tan contento, descubrí al lado un local, cuya colorida, alegre y luminosa decoración me recordó los de Toys “R” Us (¿cómo chuma harán para poner la “R” al resve?). Tenía un nombre muy extraño-Baobab o algo así- y, al parecer, era un foto estudio para niños. Iba a continuar mi camino, cuando al mirar al interior, a través de las puertas de cristal, me pareció ver un rostro conocido. Casi me desmayo al reconocerla. Habían pasado casi 30 años desde la última vez que la había visto, pero yo recordaba como si hubiera sido ayer aquella tarde del undōkai en la que, después del baile de la promoción, todos nos mezclamos y, cogidos de la mano, posamos para la foto y a mí me había tocado la suerte de estar a su lado. Varias horas después, como aún no la había soltado, ella se quejó:
-Suéltame ya, tarado. ¿No ves que ya todos se han ido y que ya se está haciendo de noche?
Como dice el refrán: “Donde hubo fuego, cenizas quedan”. De pronto, la llama de la pasión empezó a arder más vigorosa que nunca. Mi corazón enpezó a latir como loco. Traté de serenarme. La observé bien: estaba igualita. Por eso mismo, me dije, no podía ser ella. El parecido era innegable, pero, si fuera ella, habría envejecido. Sería ya una señora madura y no esta tierna jovencita que, enfundada en una malla multicolor que hacía juego con la decoración y sobre unos tacones de aguja No. 20 (misma Lady Gaga), iba de un lado a otro con una sonrisa irresistible y una paciencia infinita atendiendo a sus pequeños clientes. Era increíble que 30 años después todavía me asaltara su recuerdo. Me acordé de aquellos versos del Poema 20 de Neruda:
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Mis amigos, que ya se habían adelantado, me llamaron. Me alejé de allí preguntándome dónde estaría, qué habría sido de su vida...
Poco después, mientras esperaba un taxi, después de despedirme de mis amigos, dos aspirantes a sicario me cuadraron y, como me resistí, uno de ellos me hizo un tajo en el abdomen con su cuchillo y, al ver salir el valioso polvo blanco, abrió los ojos de sorpresa y luego, después de humedecerse con la lengua la punta del dedo y llevárselo a la boca, saltó de alegría y le dijo algo a su compinche, quien lanzó un largo silbido y pronto aparecieron tres individuos más con sendos cuchillos y en pocos minutos me aligeraron de mi carga dejándome desnudo de la cintura para arriba.
Cuando regresé a Japón y le expliqué lo sucedido al oyabun, éste casi me parte en dos con una katana. “¿Sabía cuántos oku de yenes valía esa remesa?”. Pero, gracias a Dios, se contuvo y me dijo que me daría otra oportunidad: viajaría nuevamente. Sin embargo, por haber fallado, merecía un castigo. Al escuchar esto, sus esbirros se frotaron las manos preparándose para el apanado. Pero yo me adelanté y le dije al oyabun que en prueba de mi arrepentimiento, como señal de respeto y para agradecer su generosidad por haberme perdonado la vida, yo quería, como mandaba la antigua usanza, ofrecerle un dedo. Todos me miraron admirados. Le rogué que me concediera tiempo hasta el día siguiente para prepararme anímica y espiritualmente. El oyabun no sólo me lo concedió sino que hasta me puso de ejemplo ante sus hombres. Apenas salí del cuartel general de los yakuza, me comuniqué con Olluco-un amigo de mi compadre ñaja-ñaja del que se decía que era el único que tenía koseki de Manco Cápac-que trabajaba cortando muertos en un crematorio de la ciudad de Yamato y le dije que necesitaba urgentemente un dedo meñique. Esa misma tarde me lo entregó envuelto en un pedazo de papel periódico. Sin verlo-porque me daba asco-, lo envolví en un fino pañuelo de hilo blanco y, al día siguiente, me presenté ante el oyabun, quien me condujo hasta una mesa baja como un kotatsu donde ya estaba todo preparado para la ceremonia del yubitsume. Apoyé la mano izquierda sobre una tabla como las que se usan para picar carne, la tapé con una servilleta blanca de tela para que no salpicara la sangre e hice el ademán de cortarme el dedo mientras fingía hacer un gran esfuerzo para aguantar el dolor al mismo tiempo que pinchaba la bolsita de ketchup que tenía preparada y embadurnaba con su contenido el dedo que había llevado envuelto en el pañuelo. Me acerqué al oyabun y se lo ofrecí, después de hacer una profunda reverencia. El oyabun me lo recibió evitando mirarlo y, con una mal disimulada mueca de asco, inclinó ligeramente la cabeza en señal de que aceptaba mis disculpas. Con un gesto, indicó a uno de sus hombres que se llevara el dedo y a otro le dijo que me sirviera un vasito de sake. Levantando nuestros vasos, brindamos en silencio. Apenas terminamos de beber, pedí permiso para retirarme. Mientras me alejaba, vi que el hombre que se había llevado el dedo aparecía corriendo y que le decía algo al oyabun, quien inmediatamente ordenó a gritos que me detuvieran, pero logré escaparme por un pelo. No entendía cómo me habían descubierto. ¿Qué había sucedido?
Esa noche le invité unas chelas a Olluco para agradecerle por lo del dedo y, mientras me preguntaba cómo habían hecho los yakuzas para descubrirme, casi lo mato cuando me dijo que el dedo que me había dado pertenecía a un africano.


domingo, 19 de abril de 2015

Buscando trabajo

Buscando trabajo

Si ya es bastante complicado para un joven apuesto y bien preparado encontrar en el competitivo mundo actual un puesto de trabajo, imagínense lo que será para alguien como yo que está a punto de cumplir la cincuentena, que en su currículum sólo puede poner poco más que su foto (foto que denota además una no muy buena presencia y que algunos hasta confunden con su huella digital), que es un extranjero casi analfabeto buscando trabajo en el xenófobo mercado laboral japonés y que, encima, todas las mañanas, para levantarse de la cama, sólo puede apoyarse en su mano derecha. Les aseguro que es una misión casi imposible, porque-si bien es cierto que hasta antes del accidente yo era conocido gracias a mis polifacéticas habilidades como Javier Almighty Takara-, ahora-para los empleadores-, al parecer, no sirvo ni como trabajador manual ni como intelectual.
En la última entrevista de trabajo a la que había acudido antes de tener la mano biónica-respondiendo a un aviso que decía: “Se necesita una persona muy hábil y rápida con las manos”-, declaré que yo con una sola mano podía trabajar tan rápido como si tuviera dos. El jefe de personal me dijo que lo sentía mucho, pero que necesitaba una persona que tuviera dos manos y pudiera trabajar tan rápido como si tuviera tres. No se animó a contratarme ni siquiera cuando resalté como una ventaja inigualable frente a los otros aspirantes-por el gran ahorro que significaría para la empresa-el hecho de que yo gastaría la mitad de guantes que los demás trabajadores.
Y la cosa no mejoró mucho cuando por fin recibí la mano biónica, porque, aunque ésta puede aventajar a la mano natural en asuntos puntuales como cascar nueces, estrujar una lata de bebida hasta dejarla como un churro o dejarle la mano hecha puré a alguien que no te cae bien y que te dice; “A ver, aprieta duro”; en general, no se puede comparar de ninguna manera con la versátil capacidad de la mano humana, sobre todo, en asuntos delicados y de importancia vital como, por ejemplo, acariciar a una mujer.
Después de haber sido rechazado en innumerables entrevistas-en algunos casos simplemente por ser extranjero, en otros por pasarme de maduro, en otros por ser analfabestia en japonés, en otros por federico y en todos los casos por ser, además, inválido, discapacitado, minusválido o bueno para nada-, revisando una mañana una revista de empleos de distribución gratuita llamada Town Work-que había recogido en el supermercado del barrio-, encontré un aviso que llamó poderosamente mi atención. Decía: “Trabajo fácil y liviano: sólo hay que apretar un botón”. Pensé que era el típico anuncio engañabobos y que se trataba en realidad de un duro trabajo en fábrica operando alguna máquina, pero leyendo más detenidamente el anuncio, me enteré de que el trabajo era de ascensorista y no de cualquier edificio sino del local principal de la tienda por departamentos Isetan. ¿No era el trabajo ideal para mí? No había que cargar peso ni se requería una gran habilidad manual ni rapidez. Lo único que había que hacer era preguntar al usuario el número del piso en el que deseaba bajar, oprimir el botón correspondiente y listo: cualquiera lo podía hacer. Es cierto, eso de estar subiendo y bajando todo el santo día debía hacer que nuestra masa encefálica rebotara dentro del cráneo entre su base y la tapa como si estuviera dentro de una coctelera, algo que a la larga algún perjuicio debía causar al cerebro y también que aquel trabajo no era el más adecuado para una persona con el alto coeficiente intelectual, el dilatado bagaje cultural, la fértil creatividad y la hipersensibilidad artística de Yoni Pacheco, pero, como decía Shakira-la colombiana que conocí en el hospital y que se ganaba el pan con el sudor no precisamente de su frente-: de algún modo había que ganarse los fríjoles. Entusiasmado, llamé inmediatamente, pero grande fue mi decepción cuando el encargado me dijo que el aviso estaba dirigido exclusivamente a las mujeres. Yo, que ya me hacía trabajando en el elegante ambiente de Isetan, me había quedado con la mirada perdida en el vacío, cuando-en el estante de libros que tenía enfrente-mis ojos enfocaron una foto en el canto de un viejo cassette de VHS: Dustin Hoffman vestido con traje de noche rojo y de fondo la bandera de los Estados Unidos. Era Tootsie, una de mis películas favoritas. Entonces se me prendió el foco. Pero, claro, ahí estaba la solución: si el narizón de Dustin Hoffman había podido hacerse pasar por una mujer, ¿por qué yo no?
No hacía mucho había visto la película “Her” y, sin pensarlo dos veces, volví a llamar al número del anuncio, pero esta vez lo hice imitando la sensual voz de Scarlett Johansson. El encargado me contestó con un tonito muy acaramelado y me dio cita para esa misma tarde, a las tres. El problema ahora era: ¿cómo hacía para disfrazarme de mujer? Entonces me acordé de Fito, un espigado muchacho argentino al que había conocido en mi vía crucis por las fábricas japonesas y con el que me había vuelto a encontrar hacía pocas semanas en la puerta de la estación de Minami-Rinkan, después de no habernos visto durante por lo menos 10 años (encuentro que para ambos había sido traumático: para él, por verme manco y, para mí, por verlo vestido de mujer). Qué duda cabía que los designios del Señor eran inescrutables: este muchacho que-cuando lo conocí-soñaba en convertirse en futbolista profesional, que no se perdía nunca la pichanguita de los fines de semana con los muchachos de la fábrica y que hablaba de fútbol con la pasión y la sabiduría con las que sólo saben hacerlo los argentinos, trabajaba ahora cantando y bailando, vestido de geisha, en el Newhalf show de un cabaret de Shinjuku.
-Pero, che, ¿vos sos boludo o te hacés?- me aclaró con su perdonavidas tonito porteño-. Lo del fútbol era sólo para ver a la muchachada en pelota.
Por otro lado, la verdad es que no estaba nada mal: un par de pechereques como se pide chumbeque y un ta bien culantro pero no tanto bastante apetecible. Lo que no podía entender era cómo hacía para cantar con aquella voz de narrador de fútbol argentino hasta que Fito me explicó que era pura finta, que sólo hacía fonomímica. No pudimos conversar mucho porque lo había pescado camino a su trabajo, de modo que, entre otras cosas, no me enteré si bajo el acampanado vuelo de su corta falda aún colgaba el badajo. Me había dado su tarjeta de presentación, un par de entradas gratis para su show y, después de ofrecerme la mejilla para que la besara, lo vi alejarse y subir las escaleras de la estación contoneando sus caderas como si lo hiciera al ritmo de Wipe Out de The Surfaris (como Jennifer Grey en Dirty Dancing). Me había deshecho de las entradas apenas se marchó, pero, felizmente, había conservado su tarjeta: la encontré en uno de los compartimientos de mi billetera. Lo llamé y le conté mi problema. Me dijo que no me preocupara, que conocía a alguien que podría ayudarme y me dio un número de teléfono.
Llamé y pregunté-como me había indicado Fito-por María José pensando por el nombre que era una mujer, pero me contestó una varonil voz con acento español. Me dijo que acaba de recibir un mensaje de Fito, que estaba dispuesto a ayudarme y me citó en la salida principal de la estación de Shinjuku, donde, por una feliz coincidencia, también quedaba el local principal de la tienda por departamentos Isetan donde se realizaría mi entrevista de trabajo.
Lo primero que hizo María José cuando nos encontramos en Shinjuku fue felicitarme por haberme animado a salir del armario y, aunque le aclaré que quería disfrazarme de mujer sólo por motivos laborales, no pareció quedar muy convencido. Al igual que su vozarrón, su varonil aspecto-se parecía un poco al futbolista Sergio Ramos-en nada dejaba sospechar que se le escapaba el aire. Vestía sencillamente: noté que toda su ropa era de la marca española Mango. Mientras me guiaba por las callejuelas de Shinjuku, que parecía conocer como la palma de su mano, me contó que hacía mucho que estaba en Japón y que, aunque ya había perdido su esbelta silueta y lucía ahora, como la mayoría de los cuarentones, una redondeada cintura de huevo, había sido bailarín y enseñado flamenco en una afamada escuela de danzas de Tokio. También había trabajado como profesor de español en la Berlitz Japan y puesto después un pequeño restaurante de comida española llamado Pa’ ella y Pa’ el, cuya especialidad-cómo no-era la paella, pero donde también se podía degustar-algo más raro en Japón-lo mejor de la comida andaluza, como unos huevos a la flamenca, un pescaito frito o un gazpacho andaluz, y donde los fines de semana ofrecía shows en vivo en los que él mismo cantaba y bailaba, y al que acudían sus ex alumnos de flamenco y español. Finalmente-la vida daba muchas vueltas-, había terminado por convertirse en el estilista más reputado de Shinjuku 2-chōme, el internacionalmente conocido barrio gay de Tokio famoso por tener la mayor concentración de bares gay del mundo. Para ser atendido en su centro de estética y belleza El Macho Menos-donde sus musculosas “muchachonas” trabajaban al ritmo de Macho Man de Village People-había que hacer la reservación con varios meses de anticipación. Pero María José me condujo directamente a la sala VIP del quinto piso de su edificio-que estaba decorada con pósteres de las películas de Almodóvar-donde atendía personalmente a sus clientes más importantes y, antes de empezar a trabajar en mi transformación-como buen hijo de la Movida Madrileña que era-, puso para animar el ambiente rock español de los ochenta.
Primero me cortó el pelo muy corto y me afeitó, luego me depiló casi hasta hacerlas desaparecer mis tupidas cejas okinawenses y con un lápiz volvió a dibujarlas imprimiéndoles una seductora curva, después de lo cual me tarrajeó la cara hasta que quedó tan lisa como cuando tenía 12 años (antes de que el acné convirtiera mi cutis en algo parecido a la superficie lunar) y me puso un poco de rubor bajo los pómulos para que no se viera tan paliducha y también para adelgazarla un poco- mientras por los parlantes salía la canción de Mecano “Maquillaje”:
“Sombra aquí y sombra allá
maquíllate, maquíllate...”
Después me delineó los ojos, me puso unas largas pestañas postizas y las embadurnó de rímel y finalmente me puso unas sombras para ojos que les dieron un aire misterioso.
-Miarma, con esa mirada matadora no habrá tío que se te resista.
Luego me encasquetó una peluca de largos, brillantes y ligeramente ondulados cabellos negro azabache-tan negros que lanzaban reflejos azulados y que-según María José-estaba hecha con auténticos pelos de gitana importados del sevillano barrio de Las Tres Mil Viviendas.
-Joder, quillo, qué lástima que tengas tan poca nariz sino estarías exacto a la Pe-exclamó María José  orgulloso de su arte.
Me observé en el espejo: yo no estaba tan seguro de que mi parecido con Penélope Cruz fuera tan extraordinario; pero, por la cantidad de maquillaje, una p sí que lo parecía.
Como el protocolo de la tienda exigía el uso obligatorio de falda, tuve que depilarme las piernas-lo más peludo que tengo-, aunque tomé la precaución de guardar los pelitos-como había hecho también con los de las cejas- para volver a pegármelos más tarde antes de regresar a mi apāto, porque, a estas alturas del partido, mi chica-que no aguanta pulgas-no me iba a atracar que me hubiera dado por volverme metrosexual (que no es, por si acaso, tenerla de a metro sino la tendencia masculina a preocuparse exageradamente por el cuidado personal y la apariencia física ejemplificada por el metrosexual por antonomasia: el futbolista David Beckham) y mucho menos que me travistiera para ir a trabajar. ¡Ay de mí si se enteraba!
María José me prestó también un calzón levanta poto con cámara inflable incorporada que permitía regular el volumen del trasero a voluntad en una escala que iba desde un discreto tamaño Keira Knightley hasta el máximo posible: el Jennifer López size, unos sostenes con relleno de silicona a prueba de balas con los que podías hacerle la competencia a Sofía Vergara, unas pantis negras, una blusa blanca y un traje sastre con una falda más ceñida y corta de lo normal que con los rellenos me quedaba al cuete (muy entusiasmado, María José había sacado primero un traje de flamenca rojo con lunares blancos y un mantón de Manila que más parecía un capote con el cual hizo un par de verónicas muy toreras, pero tuve que recordarle-cosa que lo entristeció-que yo estaba yendo a una entrevista de trabajo y no a la Feria de Abril). Por último, hizo que me calzara unos zapatos de tacones muy altos (“para que te levanten más las ancas, criatura”) y yo, que no había vuelto a usar tacos desde los makarios con tacos de 10 centímetros de mi adolescencia ocultos por mis amplios pantalones palazzo, tuve que ejercitarme con paso titubeante por más de media hora antes de llegar a caminar como una modelo de pasarela.
Ya camino al lugar de la entrevista había tenido pruebas del milagro obrado por María José-los hombres se quedaban mirándome con la boca abierta, se volteaban sin disimulo para mirarme el trasero, un conductor estuvo a punto de chocarse por seguirme con la mirada-, pero sólo cuando llegué al local de la elegante y exclusiva tienda por departamentos Isetan y sentí cómo el jefe de personal me comía con los ojos y vi cómo se le caía la baba apreciando mis exuberantes atributos, fui consciente de lo que eran capaces de hacer un poco de maquillaje y algo de relleno.
El jefe de personal-un viejo verde que apenas me tuvo al alcance de sus desvergonzadas manos me pellizcó el poto como acostumbrado a comprobar el grado de potabilidad de las futuras empleadas-me dijo que, aunque era un poco madurita, serviría, especialmente para las primeras horas de la mañana, horario en el que acudían a comprar muchos ancianos algunos de los cuales se sentían intimidados por las empleadas demasiado jovencitas y que mi conocimiento del español podría suponer una gran ventaja con los clientes extranjeros, sobre todo, de cara a los próximos juegos olímpicos a celebrarse en Tokio (“si es que aún estaba viva la viejita” me contaron que había comentado el supervisor de las ascensoristas, quien-como la mayoría de mis compañeras de trabajo-se puso celoso por el trato de favor que recibía por parte del jefe de personal). Para disimular la prótesis, me había puesto unos largos guantes de algodón que me llegaban hasta por encima del codo cuyo uso justifiqué aduciendo tener una fea cicatriz causada por una quemadura con agua caliente, pero el viejo libidinoso ni se preocupó por ello ocupado como estaba en observarme el pecho y las piernas.
Tenía que ir muy temprano al establecimiento de María José para que me maquillara, me pusiera la peluca y me ayudara a vestirme y volver en las tardes, después del trabajo, para quitarme la peluca, lavarme la cara, ducharme, pegarme los pelos de las cejas y las piernas y cambiarme, para poder regresar a mi apāto antes de que mi chica volviera del trabajo.
-¿Qué te pasó en la cabeza?-se sorprendió al verme la primera noche.
Le dije que había ido a una de esas peluquerías económicas en las que te cortaban el pelo en 10 minutos por 1000 yenes y que me había tocado un principiante.
Luego, durante la cena, se me quedó mirando y comentó:
-Tus cejas cada día se parecen más a las del abuelo de los Monsters.
Los primeros cinco días me enseñaron a dar la bienvenida, agradecer y despedirme de los clientes en lenguaje honorífico así como todas las fórmulas de cortesía y etiqueta comercial y los gestos y posturas que las acompañaban, haciendo mucho hincapié en la forma y el ángulo en que uno debía inclinarse para reverenciar a los clientes, ya que-como es bien sabido-aquí, en Japón, el cliente es Dios. También me enseñaron todo lo concerniente al funcionamiento del ascensor y qué debía hacer en caso de emergencia. Hasta recibí un cursillo acelerado de primeros auxilios que no entendí por qué el jefe de personal se empeñó en impartírmelo personalmente hasta que llegó el momento de aprender a hacer la respiración artificial boca a boca y el masaje cardíaco, que el viejo mañoso aprovechó para meterme un chape con lengua y ganarse con mis tetas. Una vez que hube terminado mi entrenamiento, me dijeron que descansara el sábado y que el domingo-el día más ocupado de la semana-sería mi prueba de fuego. Si la pasaba, empezaría oficialmente el lunes.
El domingo tuve la oportunidad de comprobar en carne propia lo que ya me habían advertido mis compañeras: el flujo de gente era tan constante que no se podía ni respirar. La marea de viejos encopetados y viejas petulantes era interminable. ¿De dónde salía tanto carcamal? Por turnos, para que las demás chicas pudieran tomar su descanso de diez minutos cada dos horas o ir al baño, una hacía de volante y, si ésta estaba ocupada, como último recurso, podíamos recurrir al supervisor que siempre estaba por los alrededores vigilándonos. Pero ahora hasta él había desaparecido. Llevaba ya bastante tiempo con ganas de ir al baño y no aparecían ni la volante ni el supervisor. ¿Y ahora qué hacía? Aunque la primera regla decía que el servicio no se abandonaba ni muerta, no pudiendo aguantar más, fui corriendo al baño y una vez adentro, apenas si tuve tiempo de levantarme la falda frente al urinario. Cerré los ojos mientras sentía un gran alivio y cuando volví a abrirlos me di cuenta de que no estaba solo, de que alguien orinaba a mi lado. Sólo en ese momento me di cuenta de que en mi desesperación por llegar a tiempo, en vez de entrar al baño de damas, me había metido al de caballeros. Presintiendo una desgracia, me volví lentamente: era el jefe de personal, quien al reconocerme, abrió mucho los ojos y se quedó mudo de la impresión. Me miró a la cara con incredulidad y luego allá abajo, volvió a mirarme a la cara y otra vez abajo, y, como yo-no sabiendo qué hacer-me la seguía sacudiendo maquinalmente, se quedó subiendo y bajando la cabeza-como si estuviera asintiendo-al ritmo de mis sacudidas mientras seguía con una mirada estupefacta las oscilaciones del cuerpo del delito.
Ni yo mismo sé cómo conseguí salir vivo de allí. Lo que sí sé es que-aunque el 2020 no estaré en Isetan como quería el jefe de personal-tal vez sí pueda participar en los Paralímpicos de Tokio en la carrera de 400 metros con vallas con falda y sobre tacones de 15 centímetros, y que, aunque no pude cobrar la semana trabajada y vuelvo a estar desempleado, en vez de quejarme, debería dar gracias a Dios, porque, al menos, no se enteró mi chica.




lunes, 13 de abril de 2015

Yo fui ambulante

Yo fui ambulante

Ahora que estoy desempleado y que es tan difícil encontrar trabajo, he sentido una vez más la tentación de “ganarme alguito” de vendedor ambulante, pero el recuerdo de mi estrepitoso fracaso hace más de 15 años, me disuade de ello. Aquella vez, me había dicho que, si por la estación de Shinjuku pasaban tres millones y medio de personas al día, no era descabellado pensar que unas veinte personas (sólo el 0.0005%), me comprara algo. No hacía mucho, a mi chica le habían mandado de Perú unos aretes artesanales muy bonitos. Estaban hechos con semillas, conchas, espinas, piedras no preciosas y todo tipo de materiales naturales. Se veían muy exóticos. Pensé que harían furor entre las kōkōsei. Puestos aquí, con los gastos de envío incluídos, me costaban unos 500 yenes cada par. Calculé que, si conseguía vender 20 pares a 1000 yenes cada uno, ganaría 10000 yenes, casi lo mismo que en una fábrica.
Sin embargo, no era tan fácil.
El primer día estuve parado desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde y no vendí nada. Ya me iba a ir, cuando llegó Caupolicán, también conocido por su flacura y su rala barba como Jesucristo Pobre, un trotamundos chileno que se ganaba la vida vendiendo quenas por todo el mundo, y me dijo: “Los peruanos son unos huevones, mi hijo. Nosotros les hemos robado el Pisco sour y el cebiche y mira: yo vendo quenas y tú aretes”. Le bastó darme una ojeada para saber por qué no había vendido nada. Me dijo que, si quería vender algo artesanal en la calle, tenía que cambiar de look, debía disfrazarme de indio o de hippie. Así que esa noche-después de sufrir las burlas de mi chica por no haber vendido nada-, saqué de su encierro el poncho y el chullo que me habían servido para darle la sorpresa a mi chica en Narita cuando regresé de Perú y, al día siguiente, fui con mi nuevo look-chullo, poncho colorinche, yanquis, una zampoña colgada del cuello-, y me instalé en el mismo sitio del día anterior. Había llevado unos alicates y unas pinzas para hacer la finta que estaba armando los aretes. Pero igual no vendí nada. Caupolicán llegó al atardecer y se rió a carcajadas al verme: el hábito no hacía al monje. No se sorprendió cuando le dije que no había vendido nada. Me dijo que el problema era mi cara. “¿Qué pasa con mi cara?”, le dije. “¿Tan feo soy?”. Me dijo que no era eso sino que tenía cara de japonés y por más que me disfrazara no iba a pasar por un indio. Para probarme que todo se debía a la pinta, al día siguiente, cambiamos de puesto. Él se puso a vender los aretes y yo las quenas. En menos de dos horas, vendió más de veinte pares de aretes y yo no vendí ninguna quena (él, en un par de horas, vendía 5 quenas a tres mil yenes y ganaba dos mil por cada quena; o sea, diez mil yenes en total). La noche anterior ya me había advertido sobre los policías y esa noche me estaba diciendo que también tuviera cuidado con los yakuzas, cuando en ese preciso momento, sentí unos golpecitos en el hombro y, al girarme, me encontré con dos mafiosos. “¿Cuánto vendes al día?”, me preguntó el que parecía el jefe. “¡Pero si hasta ahora no he vendido nada!”, me quejé. Ambos matones miraron mi mercancía, me miraron a mí y luego se partieron de la risa. “Me pregunto si habrá alguien tan tonto para comprar esta basura!, reflexionó el que mandaba y luego me dijo: “Como no has vendido nada, sólo te cobraré 1000 yenes”. Estuve en total un mes desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y no vendí ni un solo arete. Caupolicán llegaba, vendía sus 5 quenas, cerraba su chiringuito y me esperaba hasta que terminara para tomarnos un trago antes de que tomara mi tren. A veces teníamos que escaparnos de la policía y todas las noches, sin falta, aparecían los yakuzas para cobrar sus mil yenes. “No te cobramos más, porque estamos seguros de que no has vendido ni uno”, se burlaban antes de irse.
A pesar de lo ocurrido, aún no renuncié a ganarme la vida de esta manera, pero una vez que me hube convencido de mi estrepitoso fracaso como vendedor ambulante en la estación de Shinjuku, Caupolicán, que conocía el mercado callejero japonés como la palma de su mano, me recomendó ir a Harajuku. Aunque me advirtió que mi objetivo no serían las Gothic Lolitas, los punks o los rocanroleros que bailaban al lado del Yoyogi kōen sino las chicas pitucas de la Aoyama Gakuin Daigaku que, después de sus clases, bajaban callejeando desde Omotesandō hasta Harajuku antes de regresar a sus casas. Caupolicán me aconsejó que me instalara en Omotesandō dōri, a la altura de la Tokyo Union Church, porque frente a la puerta de la iglesia cristiana tanto la policía como los yakuzas eran más permisivos. Omotesandō dōri, aunque ya por entonces era conocida como los Champs-Elysées de Tokio y era el lugar donde la gente bohemia y esnob iba a pasear bajo sus árboles o a tomar algo en sus cafés con mesitas al aire libre-pobre imitación de los de París-, aún no se había convertido en la meca del glamour y la elegancia que es ahora ni en la avenida donde las marcas famosas pondrían sus lujosas tiendas una vez que salió Omotesandō Hills. Que yo recuerde, apenas si estaba el Oriental Bazaar-donde alguna vez compré algún omiyage para mandar a Perú-, y en la misma avenida, yendo hacia Harajuku, en la esquina con Meiji dōri, Condomania, la tienda especializada en condones donde podías encontrarlos de toda clase: desde los ya clásicos condones con sabor a frutas (¿para qué? ¿alguien podría explicármelo?), pasando por los psicodélicos, luminosos, con crestas y protuberancias estimulantes, orgánicos (hechos de tripa), hasta unos con hueco para los que les gusta el riesgo y la aventura (la primera vez que fui pensé que por fin allí encontraría unos de mi talla, pero, cuando, con el dedo índice y el pulgar ligeramente separados, le indiqué el tamaño a una de las vendedoras, me dijo que todavía no habían salido los condones para bebes, así que me tuve que resignar a seguir usando dedales de goma), y “El Pollo Loco”, donde podías comer lo más parecido a un pollo a la brasa que se podía encontrar en Japón en ese tiempo.
Como ya había fracasado tratando de pasar por indio, esta vez adopté un aspecto entre hippie y rastafari bastante llamativo. Las chicas de la Aoyama Gakuin pasaban, se detenían a mirar un momento, alguna hasta me pidió permiso para tomarnos una foto juntos y, en un par de ocasiones, con un par de ellas que estaban estudiando en la facultad de arte y literatura y que me habían sorprendido leyendo La casa verde o una biografía de Van Gogh, nos enzarzamos en un debate sobre Vargas Llosa o el impresionismo, pero luego todas seguían de largo y nadie me compraba nada. Hasta hubo una señora ya mayor, elegante, muy bien conservada y bastante ebria que me abordó con propósitos indudablemente equívocos y a la que tuve que aclararle que yo no estaba en venta.
Me quejé con Caupolicán de mi mala suerte y éste me dijo que, como parecía que lo de las ventas no era mi fuerte, debíamos pensar en otra cosa. Fue así como se le ocurrió que me volviera adivino.
-¿Adivino yo?-le dije cuando me lo propuso. ¡Pero si ni siquiera sé lo que voy a comer más tarde!
-No te preocupes-me tranquilizó-. Lo único que tienes que hacer es aprender a escribir unos cuantos kanjis.
Kanjis!-exclamé sin entender la relación.
-Sí-confirmó él-. Los kanjis de amor, salud, dinero, suerte...
-¿Y qué tienen que ver los kanjis con volverme adivino?-quise saber.
Entonces Caupolicán me lo explicó: esta vez tendría que adoptar un aspecto “esotérico” e instalarme en la calle con una mesita, un tétrico lamparín forrado con celofán rojo, una resma de papel grueso y barato, un pedazo de carbón, una botella llamativa (usé una de esas botellas de pisco Inca en forma de huaco que tenía en mi apāto) y un letrerito con la palabra “uranai” (adivinación). Cuando la víctima...este...perdón, quise decir el cliente, cuando éste solicitara mis servicios, tomaría un trago de ayahuasca (en realidad ginger ale Canada dry), fingiría entrar en trance y en este supuesto estado escribiría un kanji, el de amor, por ejemplo: luego, fingiría volver en mí mismo y no acordarme de nada, así evitaría tener que asumir la responsabilidad de la predicción y sólo me limitaría a sugerir que si había salido el kanji de amor era porque el cliente sería afortunado en el amor. Pensé que no funcionaría, pero, contra toda probabilidad, inexplicablemente, no había transcurrido aún una semana cuando ya la gente hacía cola delante de mi mesita. Para evitar aglomeraciones y que mucha gente esperara en vano y se quedara sin ser atendida, puse un cuaderno para que la gente hiciera su reservación. Sólo el primer día, la gente reservó citas para los próximos tres meses. Algunas personas adineradas y poderosas solicitaron mis servicios particulares, pero, como yo no había conseguido aprender a escribir ningún kanji y para poder hacerlo los había escrito en grandes caracteres en la pared-como si fueran un grafiti-, de donde los copiaba con trazo tembleque sin que nadie se diera cuenta amparado en mis perennes anteojos oscuros, no era capaz de obrar el milagro en otro lugar.
Trabajaba desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y sólo paraba unos minutos para comer algo o para ir al baño. Atendía a unas cien personas diarias y por cada consulta sólo cobraba mil yenes (Caupolicán me reprendió por cobrar tan barato). Aún así, todas las noches regresaba con la mochila llena de billetes y en mi apāto se estaba juntando tanto dinero que ya parecía la Casa de la moneda.
Pronto, otros adivinos empezaron a imitarme dando inicio a lo que las revistas sensacionalistas y los programas de moda bautizaron como el fenómeno de los “karisuma uranai”, que, en realidad, no eran más que otros jóvenes vagonetas como yo, que se limitaban a decirle a la gente lo que ésta quería escuchar. Pero yo no me preocupé por la competencia, porque, a pesar de la creciente proliferación de adivinos, mi clientela no disminuía.
Todo iba viento en popa hasta que al cabeza de la “familia” yakuza que controlaba la zona-un poderoso hombre de negocios-, se le antojó solicitar mis servicios. Una noche, cuando acababa de atender a mi último cliente del día, una enorme limusina negra con las lunas polarizadas se detuvo con un gran chirrido de frenos, bajaron cuatro tipos enternados, con lentes oscuros y grandes como sumotoris, y, ante la estupefacción de la gente que pasaba por allí en ese momento, me levantaron en peso con toda mi parafernalia y me introdujeron en el vehículo, cuyo interior era tan amplio como una casa. En el camino, me informaron que su jefe-el yakuza más poderoso de la zona-,  requería mis servicios, que éste tenía muy malas pulgas y me advirtieron que, por mi propio bien, mi pronóstico fuera de buen agüero, por que él mantenía la antigua usanza de matar a los portadores de malas noticias. No querían verse obligados a sembrarme en el fondo de la bahía de Tokio con una base de concreto en los pies. Poco después, de la misma abrupta manera, me introdujeron en un galpón abandonado desde el cual se veía el Rainbow Bridge. En medio del amplio local-completamente vacío-, esperaba sentado un hombre que, cuando me descargaron frente a él, pude darme cuenta de que tenía un gran parecido con el actor Toshiro Mifune.
El hombre se limitó a ordenarme con una voz grave y perentoria:
Hayaku yare!
Con mano temblorosa cogí la botella, bebí un largo trago de la falsa ayahuasca, hice la finta de entrar en trance poniendo los ojos en blanco y me revolví en mi asiento como si estuviera poseído por el demonio. El hombre me miraba fijamente esperando que escribiera su kanji. Busqué con la mirada mis modelos en la pared para copiarlos y sólo al no hallarlos recordé que no estaba en mi sitio. ¡Estaba perdido! ¡Sin mis modelos, nunca podría escribir un kanji! El hombre parecía impacientarse. Su mirada era tan penetrante que pensé que me leería el pensamiento. Haciendo de tripas corazón, traté de recordar el kanji de dinero, que-supuse-era lo que más le interesaba, pero me confundí y, sin querer, escribí el de muerte.
El hombre primero pareció no impresionarse, pero luego se puso de pie, me señaló y les gritó a sus hombres:
-¡Mátenlo!
Tuve que correr para salvar la vida: perseguido por los cuatro hombres, llegué a unos muelles y, al quedar acorralado, no me quedó más remedio que arrojarme a las frías aguas y no sé cómo-porque yo no sé nadar-, llegué a lo que ahora es Odaiba y que en aquellos días recién estaba en construcción.

Después de eso-para felicidad de mi chica-, se me quitaron las ganas de volverme ambulante y ahora, cuando voy a Omotesandō dōri, me disfrazo, por si acaso.

miércoles, 8 de abril de 2015

Doctor honoris causa

Doctor honoris causa

Mientras que la mayoría de mis ex compañeros de promoción del colegio exhibe con merecido orgullo y debidamente enmarcados sus diplomas de bachiller, licenciado, máster o hasta de doctor en las paredes de sus elegantes bufetes, de sus bien iluminados estudios, de sus pulcros consultorios, de sus modernas oficinas, o, si no ejercen, para consolarse pueden pegarlos junto a la licencia de funcionamiento de su puesto en el mercado, en la parte posterior del respaldar del asiento de su taxi o junto a la foto de su esposa y de sus hijos en la puerta de su locker de la fábrica, o, aunque los tengan refundidos o se hayan traspapelado entre otros documentos inútiles, pueden al menos sentir la satisfacción y sacar pecho de haber cursado estudios superiores y poseer un grado académico, yo a duras penas si puedo mostrar-para probar que alguna vez pisé la universidad-, mi carnet universitario, que ni siquiera fue obtenido por la vía ortodoxa.
Aquel verano de 1983, mientras mis ex condiscípulos se preparaban para el examen de admisión en academias preuniversitarias como la Trener o la San Ignacio de Loyola, yo, siguiendo el consejo de mi hermano mayor-que en paz descanse (está de vacaciones en Hawai)-, que en ese tiempo era lo que por aquel entonces se conocía como un “alumno vitalicio de San Marcos”, quien me dijo que para qué iba a perder mi tiempo yendo a una academia-que eran puro negocio-, si podía-aunque siguiendo un método no tradicional, es cierto-, convertirme en un alumno de facto, lo pasé en la playa soleándome, comiendo cebichito bien picante y refrescándome con unas chelitas bien al polo mientras leía a mis autores favoritos y, cuando llegó la hora del examen, recomendado por mi hermano, fui a “El país de las maravillas”, una imprenta ubicada en la cuadra 10 del jirón Azángaro, en el centro de Lima (cuyo dueño, que respondía a los apelativos de “Monseñor Bambarén”, “Don Trucho” o “San Trafa”, se jactaba de tener la habilidad para confeccionar los más verídicos y auténticos títulos de propiedad de Machu Picchu para vendérselos a los turistas despistados, de poder fabricar con lana el testamento de Manco Cápac con la misma habilidad que el más veterano quipucamayoc inca para quienes quisieran reclamar su herencia (por cierto, ahora podría pasar por inca: Manco Takara) , de improvisar la letra de Pizarro y de ser capaz de imitar con una perfección que superaba la del original-o crearlo de la nada si éste no existía-, cualquier documento, manuscrito o impreso, público o privado, con sus sellos, firmas y hasta huellas digitales, si era necesario), y, por un precio módico que pagué con sencillo porque no quería arriesgarme a que me dieran el vuelto en billetes falsos, obtuve, en menos de 10 minutos, mi flamante carnet universitario. Esa noche, cumpliendo con la liturgia tradicional, algunos amigos del colegio, armados de una tijera que por su tamaño parecía de jardinero, me volaron, entre risas y aplausos, algunos mechones dejándome la cabeza como un erizo de mar medio mocho o una escoba vieja y, al día siguiente, luego de que me raparan a cero en la peluquería, pudo verse que mi cráneo no sólo era más voluminoso de lo aceptable sino que, además, estaba tan lleno de protuberancias y cráteres que recordaba la superficie lunar y que hubiera hecho las delicias del anatomista y fisiólogo alemán Franz Joseph Gall, el padre de la frenología. Me presenté el primer día de clases y como San Marcos era por entonces un caos total y de los sesenta postulantes que “habíamos” ingresado al programa de literatura sólo se habían presentado la mitad y como entre los ausentes dio la feliz casualidad que había uno que se llamaba Javier Tacora, nadie dudó de que se trataba de un error tipográfico y todos creyeron que yo era el susodicho. En nuestra primera clase, el profesor, un renombrado poetastro de alcance nacional, que parecía uno de los personajes de “Los geniecillos dominicales” del gran Julio Ramón Ribeyro, frenó de golpe nuestro entusiasmo:
-Los conozco como si los hubiera parido: ustedes son “arrancada de caballo, parada de burro”.
Me prometí graduarme aunque sólo fuera para no darle la razón y durante dos siglos-perdón, quise decir ciclos, lo que pasa es que en San Marcos un ciclo, con las huelgas (períodos que yo aprovechaba para irme a sembrar café a un pueblito de la ceja de selva de Cerro de Pasco llamado Villa Rica, aunque lo que en realidad quería era sembrar mi semilla en una pushuca), podía alargarse ad infinitum-, me esforcé y, a pesar de los múltiples contratiempos (a veces faltaban las carpetas y/o las sillas porque los alumnos de otros programas se las llevaban; si se quemaba el fluorescente, había que hacer “una chancha” para comprar uno y una vez terminada la clase, sacarlo y esconderlo para que no se lo robaran; había que ir a buscar a algunos profesores que por su bajo sueldo se habían conseguido otros trabajos a la misma hora; los baños siempre estaban atorados), rápidamente me convertí en uno de los primeros de la clase, lo cual tampoco tenía mucho mérito porque la mayoría de mis compañeros, que sólo usaban literatura como trampolín para luego pedir su traslado a otros programas, jamás había leído un libro y, muchos de ellos, no porque no hubieran querido sino porque eran casi analfabetos. Con un muchacho descendiente de italianos y otro de origen alemán, conformamos un triunvirato al que el Camarada Aduce-un aspirante a revolucionario que tenía predilección por la palabra aduce y que solía repetir durante su discurso con una frecuencia sólo superada por la regularidad con la que empleaba las palabras “capitalismo”, “imperialismo” y “revolución”-, bautizó como “el Eje”, en alusión al pacto tripartito firmado por Alemania, Italia y Japón durante la Segunda Guerra Mundial.
Todo iba viento en popa. De seguir así, todo hacía presagiar que-aunque fuera para las calendas griegas-algún día me graduaría summa cum laude. Sin embargo, por uno de esos imponderables del destino, cuando íbamos a empezar el tercer ciclo, aquel sujeto que respondía al improbable nombre de Javier Tacora apareció de improviso para reclamar su puesto y a mi me botaron de una patada en donde termina la espalda. Mientras parado en la puerta de la ciudad universitaria blandía amenazadoramente mi dedo índice derecho-con el cual escribo estas líneas-, ante el grupito que me había echado a la calle encabezado por el rector, y con la mano izquierda-que ahora ya no tengo-me sobaba disimuladamente mi adolorido trasero, les advertí:
-Ya verán cuando quieran nombrarme Doctor honoris causa...
Ellos recibieron mis palabras con una sonora carcajada y, dándose la vuelta, regresaron al interior del campus.
Es extraño, pero ya han pasado más de 30 años y aún no me han llamado.



lunes, 6 de abril de 2015

Nihongo no kiso I o uno que no quiso estudiar nihongo

Nihongo no kiso I o uno que no quiso estudiar nihongo*

Mediados de 1982.
Estoy leyendo subrepticiamente una novela en la clase de japonés, cuando me pesca la sensei Tanahara:
-¡Oye, Chato! (es la única de los profes que me llama por mi apodo). ¿A ti no te interesa aprender la lengua de tus ancestros?
-No, profe-contesto yo-. No me interesa. Japón es el último país del mundo al que me gustaría viajar.
Mi franqueza parece sorprenderla.
-Bueno-dice la sensei Tanahara después de reflexionar un momento. Entonces es mejor que aproveches el tiempo de otra manera: puedes seguir leyendo.
Ante la incrédula, sorprendida y envidiosa mirada de los demás, continúo leyendo mi novela.

10 años después.
Estoy en la ventanilla de consultas para extranjeros del Kanagawa Kenmin Center, en Yokohama, para pedir información sobre clases de japonés. El encargado me dice que espere un momento, que la traductora al español llegará en cualquier momento. Unos minutos después, aparece la traductora y, al verme y después de recuperarse de la sorpresa, lanza una sonora carcajada. Es la sensei Tanahara.


*Nihongo no kiso I era un libro de texto para aprender japonés traducido a varios idiomas muy empleado por los extranjeros en Japón.

sábado, 4 de abril de 2015

El secreto de la vida eterna

El secreto de la vida eterna

Salvo para dejar el chupón, yo siempre fui un niño muy precoz-sobre todo para las cosas malas-y ya desde muy joven había sentido también un olímpico desprecio por la vida. Hacia los 15 años, lo que más quería era llegar a ser escritor y sentía una exagerada urgencia por conseguirlo: me decía que, si hasta los 30 años no había logrado escribir algo decente, lo mejor era dejar este valle de lágrimas y mudarme al otro barrio. Trataba de vivir intensamente-el emblema de mi escudo era un reloj de arena y mi lema carpe diem-y pensaba que había que vivir no durar. En resumidas cuentas, era un joven inexperto, idealista y nefelibata. Poco a poco, sin embargo, la vida me fuebajando a mi realidad y, cuando cumplí los treinta, tuve que admitir que las cosas no eran tan fáciles y que, al fin y al cabo, no todos podíamos ser como Rimbaud, Mozart o Van Gogh. Además, sucedió algo que me reconcilió definitivamente con la vida y que terminó por convencerme de que la vida era bella y de que valía la pena vivirla: conocí a mi chica. No quiero provocarles una hiperglucemia con el empalagoso relato de nuestro romance. Me limitaré a decir que, a partir de ese momento, empecé a preocuparme por mi salud (entre otras cosas, dejé de fumar y de beber) para poder pasar una vejez feliz al lado de mi chica. Por eso, ahora que ya estoy a punto de llegar a la base 5, que empiezan los primeros achaques o que-como dice mi chica-ya estoy doblando la esquina o con una pata en el cajón-me sorprendía cada vez con mayor frecuencia maldiciendo porque los alquimistas no hubieran logrado crear el Elixir de la vida o la Panacea universal, con ganas de ir a Bimini o a la Florida para buscar la Fuente de la eterna juventud en cuya búsqueda se perdió Sequene (un cacique de los arahuacos de Cuba) y envejeció Ponce de León, o lamentando no poder hacer como Fausto, porque ya tengo una arruga con el Diablo. Precisamente estaba pensando en esto el otro día, cuando por asociación de ideas-no por nada dicen que más sabe el Diablo por viejo que por ser Lucifer-se me ocurrió tratar de sonsacarle a Yamada-san-mi nonagenario vecino que a sus 90 años parece que todavía es capaz de montar no sólo su bicicleta, porque no hace mucho que se casó por segunda vez y ahora su treintañera y muy potable esposa está esperando bebé-, dando muchos rodeos para no despertar su suspicacia, su secreto para llegar a tan viejo y, sobre todo, tan bien parado. Aventuré que seguramente se debía a la dieta sana y a la disciplinada vida que también lo había llevado a ser campeón de karate (ya se sabe: mens sana in corpore sano), pero, agitando la mano con la punta de los dedos hacia abajo, como si fuera una escoba barriendo mis palabras, me dijo:
-Nada de eso. Si quieres llegar a viejo, lo único que tienes que hacer es comer cada 7 años un kuro tamago de Ōwakudani. 
Ahora comprendía el tremendo éxito de los huevos negros de Ōwakudani y me explicaba la sorprendente longevidad de los japoneses: la leyenda decía que por cada huevo negro que te comías prolongabas tu vida por 7 años más. ¡Y yo que había perdido mi tiempo fantaseando con el mítico Elixir de la vida, alucinando con la legendaria Panacea universal, desvariando con la improbable existencia de la Fuente de la eterna juventud y hasta ilusionándome vanamente con la posibilidad de volver a venderle mi alma al Diablo, cuando la solución había estado prácticamente al alcance de mi mano, a menos de tres horas en tren de donde vivo. A Ōwakudani yo ya había ido una vez, apenas llegado a Japón, pero en ese entonces tenía 23 años y a esa edad uno se cree inmortal o piensa que la muerte es un accidente grave que le ocurre sólo a los demás, especialmente a los viejos. Así que se podría decir que por aquellos días, a mí, los huevos negros de Ōwakudani-con perdón por la expresión-me llegaban al huevo.
El problema era justificar ante mi chica (que, aunque es una ferviente católica-casi tanto como yo cuando tenía 8 años y todos apostaban que sería el próximo monaguillo de la iglesia San José de Jesús María-, es, al mismo tiempo, muy escéptica con estas creencias populares), mi repentino interés en visitar nuevamente Ōwakudani. Ya me imaginaba la cara que pondría y lo que diría si le decía que quería ir Ōwakudani para alargar mi vida 7 años comiendo un huevo negro. Casi podía verla burlándose de mi ingenua credulidad y riéndose a carcajadas. Lo hice aduciendo que desde allí se tenía una vista privilegiada del monte Fuji-lo cual es verdad-y que quería ir a fotografiarlo. Aceptó inmediatamente porque-al igual que yo-ella es también una gran admiradora del monte Fuji, aunque puso como condición sine qua non que nos quedaríamos el tiempo mínimo indispensable para tomar las fotos, ya que a ella-como es hipersensible a los malos olores-, le parecía insoportable el olor a huevo podrido característico de la zona.
Partimos muy temprano el sábado por la mañana de la estación de Minami-Rinkan, cambiamos de tren en Sagamiōno, luego en Odawara, después en Hakone-Yumoto y finalmente llegamos a Gora, allí subimos al cable car y bajamos en Sounzan, donde subimos al teleférico y, después de casi tres horas de un viaje cuyo único inconveniente había sido la gran oleada de turistas chinos (se zamparon en las colas, nos ganaron los asientos en el tren y se agarraron los mejores sitios del teleférico), llegamos por fin a Ōwakudani, donde, al ver la humeante y maloliente ladera invadida por tantos turistas chinos, me pareció que si Ōwakudani era conocido también como El valle del infierno se debía no tanto a su aspecto tétrico y sobrecogedor ni a las sulfurosas emanaciones que flotaban en el aire sino a la masiva presencia de los chijaukays.
Como quien no quiere la cosa, me acerqué al estanque donde se cocían los huevos para observar el procedimiento: los huevos de gallina puestos en jaulas de metal eran sumergidos en las sulfurosas aguas termales que estaban a una temperatura de 80 grados durante una hora y, cuando los sacaban, ya estaban negros. El encargado me explicó que el sulfuro de hidrógeno presente en las aguas termales reaccionaba con el hierro produciendo sulfuro de hierro y que éste se adhería a la porosa cáscara de los huevos tiñéndolos de negro. Lo que no entendí fue-porque la explicación era en japonés o quizás porque a mí me jalaron en física y química en el colegio-por qué luego los sometían a un baño de vapor a 100 grados durante 15 minutos. Una vez listos, los vendían en bolsas de cinco por 500 yenes en un kiosko que estaba al lado del estanque o en la tienda de souvenirs de la entrada. La cantidad de huevos que se vendía era tal que habían tenido que montar un pequeño teleférico para transportar los huevos crudos al estanque de agua termal donde los cocían y enviar los huevos cocidos a la tienda de souvenirs. Después de tomarnos la foto de rigor con el enorme huevo negro que había en la puerta de ésta, de fotografiarnos con el monte Fuji a nuestras espaldas y de fotografiar al mismo Fuji desde varios ángulos con fingido interés (aunque su vista desde allí es realmente impresionante), no pasó mucho tiempo antes de que mi chica comenzara a quejarse del mal olor y, cuando ya empezaba a resignarme a tener que regresar sin haber podido prolongar mi vida ni siquiera un mísero segundo mientras miraba con disimulada envidia cómo los otros turistas se atiborraban de huevos, mi chica dijo:
-Voy un ratito al baño.
¡Había llegado mi oportunidad! En los baños para damas de los sitios turísticos aquí en Japón-a diferencia de los de los hombres-solían formarse largas colas: mi chica podría tardar tranquilamente media hora en regresar. Fui corriendo al kiosko mientras sacaba del bolsillo secreto de mi pantalón una moneda de 500 yenes que ya tenía preparada, pero se me adelantó un bullicioso grupo de chinos. ¡Qué pesados eran estos chinos! Eran como diez y como cada uno compraba dos o tres bolsas de huevos, cuando llegó mi turno, éstos ya se habían acabado y tuve que esperar a que alistaran el siguiente lote. No tardaron mucho, pero, a mí, la espera se me hizo interminable. Por fin recibí mi bolsa de huevos negros y corrí a una de las rústicas mesitas y, quemándome malamente los dedos, pues estaba muy caliente, descascaré uno de los huevos y, soplando para que se enfriara, me lo tragué. Aunque negra sólo era la cáscara y por dentro era un huevo duro normal y no había sentido nada especial al tragármelo, “Ya está”-pensé con regocijo-: viviría 7 años más. Luego miré los cuatro huevos restantes. ¿Y ahora qué hacía con ellos? Yo había ido con la intención de comer sólo un huevo-tal como me había recomendado Yamada-san, mi vecino-, pero, al ver a los otros turistas se me despertó la codicia y yo también empecé a pelar y a comer los demás huevos como loco.
De pronto, escuché a mi espalda la voz de mi chica que con su pausado acento huancaíno decía:
-¡Mira esos chinos opas! ¡No se contentan con un solo huevo!
Sin dejar de darle la espalda, me volví hacia el grupo de chinos, pero no comenté nada, porque es de mala educación hablar con la boca llena.



miércoles, 1 de abril de 2015

Un encuentro inesperado en Okinawa

Un encuentro inesperado en Okinawa

La primera vez que mi chica y yo fuimos a Okinawa-después de ser agasajados por la innumerable parentela con opíparos banquetes de la deliciosa comida okinawense seguidos de interminables libaciones del infaltable awamori (licor de arroz) que terminaban, cómo no, con la eufórica alegría carnavalesca del k
achāshī (danza festiva) final y cansados ya de poner senkō (varillas de incienso) en los grandes tōtōmē (altares budistas okinawenses que por su tamaño parecían albergar a todos nuestros antepasados desde antes de que el Reino de Ryūkyū cayera en manos del Dominio de Satsuma) de cada casa que visitamos-, nos dijimos que no podíamos irnos sin conocer el Acuario de Churaumi-el segundo más grande del mundo después del Georgia Aquarium de Atlanta-, y ver a su tiburón ballena. Como estábamos en la temporada alta, el carro que alquilamos era el último que quedaba en la oficina del Rent a Car y nos advirtieron además que el navegador estaba medio malogrado, que debíamos hacer lo contrario de lo que indicara. Así, si el navegador indicaba el sur, debíamos ir hacia el norte y si decía que teníamos que doblar a la derecha, debíamos hacerlo a la izquierda, lo cual, en vez de guiarnos por el buen camino, nos creaba una gran confusión. Para colmo, a la altura de Motobu, tal vez debido al salto que pegamos en un bache, el navegador parece que se arregló, pero como nosotros seguíamos dándole la contra, cuando señaló que debíamos doblar a la izquierda para entrar a la península de Motobu, nosotros hicimos lo contrario, y nos dirigimos hacia Ogimi. Y luego, como ya nos habíamos pasado, cuando el navegador indicó que debíamos girar en “U” y dar media vuelta, nosotros seguimos de frente y pronto llegamos a Kunigami, donde poco después, ya al pie de las montañas de Yanbaru, el carro fue perdiendo velocidad hasta que, después de toser dos o tres veces, se detuvo completamente. ¡Nos habíamos quedado sin gasolina! Recién en ese momento caí en la cuenta de que lo que decía el letrero del último grifo por el que habíamos pasado hacía más de una hora (“Last chance to fill your tank”), significaba “Última oportunidad para llenar su tanque” y no “Última oportunidad para achicar la bomba”, como erróneamente había pensado en ese momento, y, como cuando le pregunté a mi chica si quería ir al baño ella dijo que no, había seguido de largo. ¿Y ahora qué íbamos a hacer en medio de aquel paraje agreste y desolado? De pronto, de entre la espesura, apareció un individuo y, como no podía ser de otra manera, seguro que también se parecería a algún conocido o pariente: en los pocos días que estábamos en Okinawa, ya me había cruzado con la doble de mi obā (abuela) y el de mi ojī (abuelo) y los de varios conocidos, amigos y familiares. Conforme el hombre se fue acercando, me pareció notar que tenía un extraordinario parecido a Tico-tico, un amigo al que no había vuelto a ver desde que salimos del colegio hacía más de veinte años (habíamos estudiado en el colegio La Unión donde por lo menos la mitad de los alumnos era de origen okinawense y le decíamos así por su irrefrenable pasión por los Tico-ticos de Chipy, esas bolitas de maíz de todos los colores que traían de regalo unas rueditas ranuradas de plástico que se podían ensamblar hasta formar diversos objetos), pero, cuando estuvo frente a mí, descubrí que no se parecía a Tico-tico: ¡Era Tico-tico! No había nada qué hacer: el mundo era un pañuelo. Tico-tico y yo habíamos sido como uña y mugre-no me pregunten quién era quién-durante la primaria, pero luego nos habíamos alejado de golpe al lanzarle yo una piedra que le rompió la cabeza en mi afán por llamar su atención para que me soplara las respuestas durante un examen. Aún lucía la cicatriz en su frente, pero ahora su rostro estaba muy atezado por el sol tropical-lo cual acentuaba sus rasgos okinawenses-, y había echado cuerpo y parecía más seguro de sí mismo, aunque yo sospechaba que en el fondo seguía siendo el niño paliducho y flacuchento que yo había conocido. En un primer momento, pareció asustarse mucho y exclamó: “¡Mabuyā! ¡Mabuyā!” (fórmula mágica que los okinawenses emplean para devolver el alma al cuerpo después de un gran susto), pero luego me reconoció y se tranquilizó. Parecía muy contento de verme, aunque lo primero que me preguntó, después de los consabidos saludos y abrazos, fue: “¿A qué hora se quitan?”. Le explicamos nuestro problema y él, muy amable, ofreció darnos un bidón de gasolina, pero antes debíamos acompañarlo a recoger algunos implementos de trabajo. Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que era cazador de habu, la mortífera serpiente okinawense. Me dijo que las cazaba para extraerles el veneno y fabricar con él un antídoto contra su picadura. Se necesitaba el veneno de nueve habus para preparar una dosis. Le pregunté si luego lo vendía. Me dijo que esa era la idea, pero, como, de cada diez que cazaba, una le picaba, se veía obligado a destinar todo el antídoto que producía para su propio consumo. Las pieles las vendía a un artesano fabricante de sanshin (instrumento musical okinawense predecesor del shamisen japonés). Había construído además un pequeño escenario junto a la cabaña donde vivía en el que, todos los días-matiné, vermú y noche-, presentaba un show con Miss Jave, su habu amaestrada. Cuando le pregunté si no era peligroso, me dijo que no había problema, que Miss Jave era tan vieja que se le habían caído los colmillos y que él los había reemplazado con unos dientes de plástico de esos que usan los chibolos para disfrazarse de Drácula. Me dijo que, como el negocio no daba para invertir en publicidad, desde que había inaugurado su teatrín, haría un par de años, no había tenido todavía un solo espectador. Avanzábamos por una estrecha trocha, cuando sentí de pronto un vivo dolor en la pantorrilla de la pierna derecha: ¡Me había picado una habu! No me alarmé tanto sabiendo que Tico-tico y su antídoto estaban a mi lado.
–¡Rápido, Tico-tico!-lo llamé-. ¡El antídoto! ¡Que me ha picado una habu!
-¡El antídoto!-exclamó Tico-tico-. ¡Me he olvidado de traerlo!
-¡Cómo!-estaba a punto de desmayarme.
-¡No te asustes!-dijo Tico-tico sonriendo por primera vez desde que nos encontramos-. ¡Es una broma!
Solté un suspiro de alivio.Buscó en su mochila y luego en sus bolsillos y no lo encontró. ¡Lo había olvidado de verdad! Para entonces yo ya me había puesto de un color rojo fosforescente y me daban tales convulsiones que parecía que estaba bailando un ritmo inédito, una mezcla de hip hop con merengue. Felizmente, a duras penas, entre mi chica y Tico-tico consiguieron arrastrarme hasta su cabaña donde bebí el antídoto y me salvé por un pelo de una muerte segura. Tico-tico puso frente a nosotros un plato con piqueo y, como la aventura me había abierto el apetito, aproveché que mi chica estaba conversando con él, para comerme todo el plato yo solo. Le pregunté a Tico-tico cómo hacía, en aquel paraje dejado de la mano de Dios, para conseguir Chizitos. “¿Cuáles Chizitos?, me dijo. “Esos son unos gusanos gordos que crecen en los troncos podridos fritos en grasa de rata almizclera. Además, no son para comer. Se usan para espantar a los zancudos”.
Antes de despedirnos, le propuse a Tico-tico tomarnos una foto para perpetuar nuestro reencuentro.
-¿Estás loco?-me dijo visiblemente alarmado-. ¿No sabes que esas cosas-agregó señalando la cámara-, te roban el alma?
De esto ya han pasado varios años. A veces me pregunto qué habrá sido de su vida.