domingo, 2 de septiembre de 2018

40 aniversario de Grease



40 aniversario de Grease

El otro día fui con mi chica a la función conmemorativa que por el cuadragésimo aniversario del estreno de la película Grease organizó en Japón la cadena de cines Toho.
Hace 40 años-al igual que millones de jóvenes en todo el mundo-, yo también había caído presa del ritmo contagioso de su música, sucumbido al encanto angelical de Olivia Newton-John y soñado con ser John Travolta. Todavía recuerdo como si fuera ayer ese sábado de hace 40 años en que fui a ver la película. Por aquellos días, yo ya vivía con mis padres en su casa de San Isidro, pero todos los fines de semana los pasaba en la casa de mis abuelos en Jesús María, con los que había vivido hasta los cinco años. Así que fui al cine Diamante de la Av. Brasil que quedaba a pocas cuadras de la casa de mis abuelos. Se formó una larga cola desde muy temprano para comprar las entradas y antes de cada función los revendedores hacían un gran negocio. La película me gustó tanto que ese día fui a las tres funciones: matiné, vermú y noche. Como propaganda, en la entrada te regalaban un frasquito de brillantina marca Glostora. Peinado con tupé, con mi infaltable peine negro de plástico en el bolsillo trasero del pantalón y vestido con una casaca negra de cuero heredada de mi hermano mayor que me quedaba enorme y en cuya espalda había mandado bordar “T-Birds”, y que aún conservo, yo me quedaba parado en la puerta del cine después de la función con la ilusión de que alguien comentara señalándome: “Mira: igualito a Travolta”. Pero en todo el tiempo que la película estuvo en cartelera-yo fui a verla todos los fines de semana-nadie lo hizo porque, por lo demás, el cine se llenaba de falsos Travoltas: había Travoltas blanquiñosos, Travoltas cobrizos, Travoltas negros y hasta Travoltas amarillos como yo, y todos nos poníamos verdes de envidia cuando el verdadero Travolta desaparecía con Olivia en la última escena de la película. La vi tantas veces que me aprendí de memoria las letras de las canciones y hasta los diálogos, y llegué a juntar varias docenas de frasquitos de Glostora.
Y no hablemos de mi chica: baste con decir que ella había sido una de las Pink Ladies del colegio Andino y una de las fundadoras del Grease Fan Club de Huancayo.
Por todo ello, no podíamos faltar a la celebración de su 40 aniversario.
Para la ocasión, yo me teñí el pelo de negro azabache, sufrí un poco para hacerme el tupé (porque, como decía Tulio Loza, ya se me está “destejiendo el chullo”), rescaté del fondo del clóset-bajo la mirada reprobatoria de mi chica que, desde que es miembro activa de PETA, no se pone ninguna prenda de origen animal-aquella vieja casaca negra de cuero modelo Elvis Presley mientras que ella fue corriendo a H & M a comprarse una de imitación. El día de la función, mi chica fue a la peluquería con su aspecto sencillo de siempre y, cuando regresó, había sufrido la misma radical transformación que la Sandy ingenua en la Sandy sexy del final de la película. Regresó con el pelo ondulado y teñido de rubio, los ojos delineados con lápiz negro y las pestañas untadas de rímel, los labios y las uñas de manos y pies pintadas del mismo tono rojo que sus zapatos de tacón de aguja y vestida con una camiseta negra que dejaba sus hombros al aire, un pantalón de cuero de imitación al cuete también negro tan ceñido que debía habérselo puesto con calzador y la casaca negra con forro rojo de H & M. En la boca-ella, que no nunca había fumado-, tenía un cigarrillo electrónico.
Antes de partir al cine del shopping mall Vina Walk de Ebina en nuestro pequeño auto azul de escaso cilindraje, pensé que lo único que nos faltaba para que todo estuviera perfecto era el carrazo descapotable rojo con el capó transparente que salía en la película. Cuando llegamos, el cine estaba repleto. Aparte de que era la última función, supuse que lo que había animado a tanta gente a ir al cine un día de semana en horario de trabajo era la peregrina esperanza de encontrarse en persona con sus ídolos. Días antes de la función, había circulado el rumor de que John Travolta y Olivia Newton-John aparecerían por sorpresa en alguna de las salas donde se proyectaba la película y, aunque yo estaba seguro de que si el rumor era cierto irían a alguna de las grandes salas de Tokio o Yokohama y no a una pequeña sala de una anodina ciudad como Ebina, muchos no perdían la esperanza de encontrarse con ellos. La noticia había corrido como reguero de pólvora o-como diríamos ahora-se había vuelto viral y convertido en trending topic en las redes sociales de Japón (entre los cincuentones). Bueno, al menos esa era la edad que aparentaba la mayoría de los presentes. Creo que-salvo la vez que fuimos a ver Mamma mia!-nunca había visto tanto cocho junto. En mi conteo personal, yo me había quedado en los cuarenta y ocho y se me hacía algo extraño verme rodeado de tantos tíos panzones y canosos o medio calvos, pero ese día descubrí con estupor que yo también ya era cincuentón. Fue a la hora de comprar las entradas. Normalmente, mi chica y yo obtenemos un descuento en el precio de las entradas presentando mi Tarjeta de inválido, pero ese día me había olvidado de llevarla y siendo el último día, no me quedaba más remedio que pagar la entrada completa. Pero entonces la boletera me dijo:
-Sr. cliente, ¿Ud. debe tener más de 50 años, no?
La pregunta me había arragado por sorpresa y no pude contestar inmediatamente. Lamentando no tener una calculadora a la mano, tardé en sacar la cuenta y sólo cuando lo hube hecho descubrí con alarmada sorpresa que ya era cincuentón como la mayoría de los que me rodeaba. Asentí resignadamente con la cabeza.
-Entonces tiene derecho al descuento de parejas de más de 50 años-dijo sonriendo la boletera.
La verdad es que no supe si alegrarme o no con la noticia.
La función transcurrió muy animada. La gente se había esmerado con los disfraces, coreaba las canciones, aplaudía y algunos hasta se animaban a bailar. Cuando terminó la película, a diferencia de lo que sucedía habitualmente, nadie se movió de su asiento y todos se quedaron viendo los créditos hasta el final como queriendo aprovechar hasta la última gota y, cuando se encendieron las luces, un grito de asombro estalló al fondo de la sala. ¡Dios mío! ¡No lo podía creer! Aunque estábamos un poco lejos, los reconocimos de inmediato: ¡Eran John Travolta y Olivia Newton-John! Salieron de la sala saludando con las manos y lanzando besos volados deslumbrados por los flashes y escoltados por la multitud que alargaba las manos para tocarlos, les pedía autógrafos y se hacían selfies con ellos. Todos salimos detrás de ellos como en procesión.
Sin embargo, grande fue nuestra decepción, cuando-luego de hacer cola durante más de media hora en el vestíbulo del cine-, llegamos por fin frente a nuestros ídolos para pedirles sus autógrafos y tomarnos juntos la foto de rigor y descubrimos que no eran los verdaderos John Travolta y Olivia Newton-John sino unos imitadores. A pesar de los disfraces, los reconocimos inmediatamente: era una pareja de gringos sesentones que tienen una pequeña academia de inglés llamada Grace English School cerca de nuestra casa y que, ayudados por la penumbra de la sala (ya se sabe: de noche, todos los gatos son pardos), estaban aprovechando su vago parecido con los protagonistas (o que para los japoneses todos los gringos son iguales) y que Grace en japonés suena parecido a Grease para promocionar sus clases de inglés.
Salvo por este incidente, la función fue memorable. Lo único que eché en falta fue que no me regalaran mi frasquito de Glostora.