jueves, 20 de agosto de 2015

El ladrón de sake

El ladrón de sake

Hace ya varios meses que estoy buscando una casa para mudarnos porque-aunque a mí no me disgustaba la idea de seguir viviendo en nuestro viejo apāto (un estrecho 2K, que en la jerga profesional de las inmobiliarias japonesas significa un departamento de dos habitaciones con una pequeña cocina, que en su día yo escogí por su posición-está en un segundo piso y tiene grandes ventanas que dan por el norte a una casa de un solo piso, por el sur al parking, por el oeste a otro parking y sólo por el este carece de ellas ya que por ese lado limita con África, perdón, con nuestros vecinos de Ghana-tan oscuros como el cacao que exporta su país-, lo cual le da una luminosidad que ya hubiera querido Van Gogh para su Casa amarilla de Arles o Gauguin para su choza de Tahití) al que, por su vetustez -tiene ya más de 41 años (el promedio de vida útil de una casa japonesa de madera se estima en 35 años)-, mi chica y yo, llamamos, de cariño, “El cuchitril”-, mi chica ya se ha cansado-vivimos en él hace más de 18 años-de vivir apretada en apenas 36 metros cuadrados (incluyendo los closets) y, como donde manda capitán no manda marinero (sobre todo, si aquel no sólo es quien lleva los pantalones sino que, además, es cinturón negro en karate), decidimos por unanimidad (ya que mi voto no cuenta), comprar una casa 3LDK (tres habitaciones con sala-comedor-cocina) de unos 90 metros cuadrados con parking para un carro y, si es posible, un pequeño jardín para que-ahora que no trabajo-por lo menos pueda cultivar algunos vegetales.
Aunque algo en mi interior se resistía a echar raíces, no puedo negar que la idea de tener mi escritorio y poder escribir rodeado de mis pobres libros que ahora se encuentran por falta de espacio en cajas de cartón dentro de los closets, hacer mis necesidades cómodamente sentado en un inodoro occidental y no haciendo equilibrio en cuclillas como hasta ahora en un retrete estilo japonés y tener siempre al alcance de la mano culantro fresco para cocinar, caiguas y rocotos y, por qué no, un arbolito de pacae, ruda para la buena suerte y otras hierbas secretas que conocí en Pucallpa cuyo fin se imaginaran si les digo que tienen propiedades parecidas a las de la Viagra, terminó por seducirme, pero, como los bancos se negaron a darnos un préstamo por la mezquina razón de que yo no tengo trabajo y mi chica está empleada bajo contrato temporal, en vez de comprar la casa soñada, no nos quedó más remedio que buscar alguna casa en remate de las llamadas “Wake ari bukken”, casas que por alguna razón nadie quiere vivir en ellas y, entre las cuales, las más baratas, son las “Jikō bukken”: las casas donde ha habido una muerte violenta por accidente, suicidio o asesinato. La primera que vimos era grande y estaba bien conservada. Como el anuncio decía “A un minuto de la estación”, pensamos que lo único malo que tenía era el ruido del tren, pero cuando entramos, descubrimos que para ir al baño había que atravesar un túnel subterráneo como el que hizo Fujimori para rescatar a los rehenes de la embajada de Japón porque la casa estaba divida en dos por las vías del tren. En la segunda había tantos fantasmas que hubiésemos tenido que gastarnos un dineral contratando a los Ghostbusters o comprarla no para vivir en ella sino para poner una sucursal de The Haunted Mansion de Disney. La tercera quedaba al costado de una chanchería y no llegamos a conocerla por dentro porque mi chica-que es hipersensible a los malos olores-la descartó de plano. Después de una docena de intentos infructuosos en los que conocimos casas con los diseños más disparatados o que tenían una poderosa razón-vecino loco que tiene su casa llena hasta el techo de basura, casa en medio del cementerio, vecino aspirante a pianista profesional, casa junto al crematorio de muertos, casa junto a una fábrica de queso, etc.-que dificultaba o hacía imposible vivir en ellas, mi chica-cansada, aburrida y desilusionada-tiró la toalla y me encargó que yo siguiera solo con la búsqueda.
La última casa que vi, la semana pasada, quedaba al lado de la terraza de un bar de mala muerte que para colmo se llamaba Osake dorobō (“El ladrón de sake”). Apenas la vi, supe que la razón por la que la vendían barata era por su vecindad al bar: todavía era temprano, pero ya me la imaginaba un par de horas más tarde, hirviendo de borrachos hablando a voz en cuello, riéndose a carcajadas y lanzando improperios, colillas de cigarro y escupitajos por encima de la barandilla. Ni hablar: si le proponía vivir allí a mi chica, ella, que le tiene alergia a los borrachos, seguramente soltaría el primer “carajo” de su vida. Dando media vuelta, me disponía a regresar a mi apāto, cuando un individuo se quedó mirándome fijamente, me sonrió y finalmente se me acercó con los brazos abiertos:
-¡Hola, Chino!
No lo podía creer: era nada menos que Machucao, mi mejor amigo de la infancia. ¿No era chiquito el mundo y grandes las coincidencias? No nos veíamos desde hacía cuchumil años y veníamos a encontrarnos aquí, en este barrio perdido de la ciudad de Zama, prefectura de Kanagawa, Japón, nosotros, que apenas si osábamos salir de nuestro viejo barrio de la cuadra 11 de Arnaldo Márquez en Jesús María.
Quise probarlo:
-Un momentito, compadre: ¿qué es eso de “Chino”? ¿Quién soy yo?
-Papá-respondió sumisamente Machucao siguiéndome el juego como en aquel entonces.
-¿Con quién estás?
-Con Papá.
-Entonces, pues, hermano, de qué te preocupas...
No había cambiado: seguía siendo el mismo tímido muchacho de toda la vida con el que hacía más de 30 años había sido uña y carca y con el que parodiaba el recordado sketch de Adolfo Chuiman y Elmer Alfaro en Risas y salsa.
Nos fundimos en un fuerte abrazo exclamando las consabidas frases de siempre (“El mundo es un pañuelo”, “Parece mentira que hayan pasado más de 30 años”, “Estás igualito”, etc.).
-Pero, ¿qué hacemos aquí parados?- dije señalándole el bar-. ¡Vamos a tomarnos unos tragos!
Y, como notara cierta reticencia en él, agregué:
-¿O me vas a decir que te has vuelto abstemio?
Se dejó arrastrar con resignación hasta la terraza y allí, mientras picábamos edamame y yakitori y bebíamos grandes chops de cerveza helada, rememoramos todas nuestras mataperradas: como cuando le bajábamos la cortina metálica al Chifa Cena-La flor de Jesús María-y el chino salía a corretearnos blandiendo sobre su cabeza un gran cuchillo de cocina o cuando robábamos las bolsitas de ají de la pollería OK y luego hacíamos concursos para ver quién era capaz de comer más ají o cuando íbamos hasta el cine Alameda para ver las películas de Edwige Fenech después de sobornar al boletero con cigarrillos porque eran para mayores de 18 y nosotros sólo teníamos 12
Me contó que había llegado a Japón como nikkei bamba, pero que, después de casarse con una japonesa, había arreglado sus papeles y hasta se había nacionalizado.
-Ahora soy más japonés que tú, Chino-declaró orgulloso.
De pronto, se dió cuenta de mi prótesis y tuve que contarle lo del accidente y satisfacer su curiosidad explicándole cómo funcionaba y, como todos, también quiso que le diera un apretón, lo cual hice con mucho cuidado para no fracturarle la mano.
Mientras conversábamos, comprobé que-tal como me lo había imaginado-los borrachos hacían una bulla terrible. No sólo eso. Algunos ni siquiera se tomaban el trabajo de ir hasta el baño-que estaba en el interior del local-: orinaban a través de la baranda de la terraza en el jardín de la casa que había ido a ver. Sorprendentemente, esto pareció molestar mucho a Machucao porque se los recriminó y a punto estuvimos de ensarzarnos en una pelea de la que no hubiéramos salido bien parados con dos jóvenes y fornidos camioneros que tenían los brazos-y presumiblemente el resto del cuerpo-completamente tatuados.
Le pregunté qué le pasaba. ¿Quería ir a parar al hospital? ¿No se daba cuenta de que yo ya no podía pelear? Recién entonces Machucao me contó para mi sorpresa que la casa de al lado era su casa. La habían comprado hacía 10 años y todo había ido bien hasta que-hacía unos 5 años-abrieron el bar. Se habían quejado, pero en vano, porque el dueño del bar-y también la mayoría de sus clientes-era un ex yakuza al que hasta la policía le tenía miedo. Por eso, cansados y aburridos de que ninguna autoridad se hiciera cargo de su caso, habían decidido venderla. ¿Pero acaso había alguien tan tonto que quisiera comprarla?, se lamentó Machucao. Ahora comprendía por qué no había querido entrar a ese bar. Me causó tanta indignación que, de no ser porque existía el riesgo de quemar su propia casa y las demás casas vecinas, le hubiera propuesto incendiar el bar.
Me preguntó qué estaba haciendo yo por ahí y, mientras estaba pensando qué decirle porque no tenía valor para contarle que había ido a ver su casa, una mujer gorda en pijama apareció en el balcón de la casa y empezó a descolgar la ropa tendida a secar. De pronto, se nos quedó mirando con los ojos muy abiertos y una expresión de profundo asombro.
-¡Hora!-gritó la mujer. Machucao pareció de pronto fulminado por un rayo-.
¿Nani wo yatterundayo? (¡Hey! ¿Qué es lo que estás haciendo?).
-Es mi mujer-dijo Machucao poniéndose de pie-. Ya me tengo que ir: fue un gustazo verte.
Y se alejó con paso triste y vacilante.
Esa noche, cuando se lo conté a mi chica, ella se quedó pensativa durante un instante y luego dijo:
-Tal vez sea mejor seguir viviendo en El cuchitril.



domingo, 16 de agosto de 2015

La tentación de la carne

La tentación de la carne

Siempre que viajo trato de probar los platos típicos de la región; sobre todo, si son a base de carne, porque, aunque mi chica ha hecho todo lo posible para que me vuelva vegetariano, la verdad es que yo sin carne no puedo vivir. Aún recuerdo con delectación la deliciosa carne de Ishigakijima (una de las islas de Okinawa) o la suave y jugosa carne de Matsusaka, en la prefectura de Mie. Por eso, ahora que fuimos en el Obon yasumi (las vacaciones de verano) a Takayama, en la prefectura de Gifu, para conocer la pintoresca aldea de casas tradicionales de estilo Gasshō-zukuri de Shirakawagō (que me recordó la aldea de Asterix), nombrada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1995, sólo la mala experiencia que viví hace unos meses en Kobe, adonde fui con mi chica durante el Golden week, hizo que titubeara, cuando el mozo del mejor restaurante especializado en carnes de la ciudad de Takayama me preguntó: “¿American beef o Hida beef?”.
Miré el menú y de un rápido vistazo comprobé que el Hida beef-la carne con Denominación de Origen de la zona-valía diez veces más que la carne americana. El mozo me miró desafiante esperando mi respuesta juzgando seguramente por nuestra pinta que éramos unos pobres mochileros. Pero no era por la plata por lo que dudaba.
Aquella vez, en Kobe, aunque ya habíamos discutido-mientras planéabamos el viaje-, si no era inmoral, habiendo tanta gente que se moría de hambre en el mundo, gastarse veinte mil yenes en un bistec, le había dicho a mi chica que no podíamos irnos sin probar el mundialmente famoso Kobe beef. Para llevar la fiesta en paz, ella accedió a acompañarme de mala gana a uno de los más afamados y, por lo tanto, más caros restaurantes de la ciudad no sin antes advertirme que ella no cometería el pecado mortal de pagar más de 150 dólares por un pedazo de carne habiendo tanta gente hambrienta en el mundo y, sobre todo, después de haber visto ayer nomás en pleno centro de Ōsaka, luego de haber visitado en el barrio de Shinsekai la Tsūtenkaku, la vieja torre metálica símbolo de la ciudad reedificada en 1956, en el emplazamiento de lo que había sido el gran parque de atracciones de Shinsekai Runa Pāku inaugurado en 1912 para reemplazar el destruido Runa Pāku de Tokio (ambos parques se habían inspirado en el Luna Park de Coney Island, Nueva York) y de atiborrarnos de los grasientos kushikatsu, en el Sankaku-kōen del pauperizado barrio de Kamagasaki (rebautizado en los años sesenta como Airinchiku y en sus buenos tiempos el mayor barrio de jornaleros de Japón pero que ahora tenía la mayor concentración de indigentes y homeless y donde, además, muchos yakuza  tenían su guarida), una larga fila de menesterosos esperando para recibir un plato de rāmen que una congregación católica les repartía gratuitamente. Alguien nos había dicho que allí encontraríamos alojamiento barato, pero, al llegar al barrio, descubrimos que se trataba de los antiguos doya-los minúsculos cuartitos que se alquilaban por día a los jornaleros-reconvertidos en hoteluchos baratos para los turistas mochileros. Nos metimos por unas callejuelas llenas de pequeñas cantinas donde pululaban los vagos y borrachines y, al salir de una de ellas, desembocamos en la triangular plaza que me recordó la Paradise Square (que en realidad también era triangular) de la zona de Five Points en Manhattan tal como la presentó Scorsese en Gangs of New York, aunque, luego de ver a muchos desarrapados ofreciendo en las aceras ropa y zapatos usados, medicinas y toda clase de cachivaches de dudoso origen, tuve por un momento la impresión de que no estábamos en el Japón del siglo XXI sino en la Tacora de los años ochenta.
_Aquí no me quedo ni muerta-declaró horrorizada mi chica, que le tiene miedo pánico a los borrachos. 
Mientras tratábamos de encontrar el camino hacia la estación de tren o de subway más cercana, se fue haciendo de noche y, para nuestra mala suerte (mi chica me acusaría luego de haberlo hecho a propósito), fuimos a parar a Tobita Shinchi, el barrio rojo más grande de Ōsaka y también, sin duda, el más peculiar, porque en él-de una forma que recuerda a las de la calle Reeperbahn de Hamburgo o a las del barrio de Rosse Buurt de Ámsterdam que se exhiben en vitrinas-, las prostitutas son ofrecidas en pequeños locales decorados como escenarios y abiertos a la vista de los transeúntes por sus alcahuetas o madamas que se encargan de atraer a los clientes, promocionar el talento de sus pupilas y de cerrar el trato. Mientras mi chica, escandalizada, me instaba a que nos alejáramos inmediatamente de allí, una de las viejas arpías empezó a darnos voces pensando tal vez que estábamos interesados en montar un ménage à trois...
Pero me he ido por las ramas. Les estaba contando de otra clase de apetito carnal. Volvamos a Kobe.
Antes de traerme la carne, para que no quedara ni la sombra de una duda sobre la procedencia del bistec que me iban a servir, el mozo me mostró unos papeles: se trataba nada menos que del kosekitōhon (registro familiar) de la vaca de donde procedía el corte desde 1910 (fecha en que el gobierno japonés prohibió el cruzamiento del ganado wagyū) donde-está demás decirlo-también figuraban sus ocho apellidos, y un certificado que garantizaba que había cumplido todos los requisitos: alimentada con forraje de cereal y cerveza, arrullada con música clásica y masajeada con sake y que tenía la suficiente cantidad de marmoleo y alcanzaba la puntuación cualitativa exigidas por la marca registrada.
Cuando el mozo trajo el humeante trozo de carne sobre un caliente plato de hierro fundido, me bastó oler su fragante aroma para que la boca se me hiciera agua y, durante unos segundos, me quedé como en éxtasis, con los orificios nasales muy abiertos y los ojos cerrados dirigidos hacia el firmamento como los toros después de olisquear a las vacas en celo y como ellos también pensé: “Como esto no hay en el cielo” y cuando, luego de cortar la blanda carne, me llevé el jugoso trozo a la boca y di el primer bocado, sentí un placer sólo equiparable al de un orgasmo largamente contenido o al que experimentaba cuando iba de niño a comer anticuchos donde Doña Julia, en Jesús María. A pesar de la manera severa y desaprobadora con la que me miraba, yo sabía que en el fondo mi chica estaba contenta de que alguien como yo-profundo conocedor de todo lo relativo a la industria cárnica (sólo superado por Jack el destripador) y al mismo tiempo poseedor de un refinado paladar de gourmet casi tan exquisito como el de Idi Amin Dada-tuviera la oportunidad de cometer este pecado de la carne y escuchaba con resignado estoicismo de vegetariana mis entusiastas comentarios sobre la calidad y el sabor de la misma, aunque por el exiguo tamaño del filete-como todo lo bueno-, duró muy poco. Al final, me preguntó si había valido la pena pagar cuarenta veces el precio del bistec barato que solía comer en nuestro apāto. A lo que respondí-dándomelas de conocedor-, que no había punto de comparación.
-Bueno-dijo ella-: al que quiera celeste, que le cueste.
Antes de salir del restaurante, mientras estaba buscando el baño, me metí por error en un cuarto donde había una gran cámara frigorífica. Estaba volviendo sobre mis pasos cuando en un rincón, apiladas hasta el techo, descubrí un cerro de cajas de cartón vacías similares a las que recogía cuando iba de compras al Costco que había cerca de mi apāto. Las cajas decían: “American Beef”.
Claro que cuando volví a la mesa no le conté nada a mi chica.
Después de esta experiencia, debería haber escarmentado. Pero no por nada dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Así que, cuando el petulante mozo del restaurante de Takayama volvió a hacerme la pregunta-“¿American beef o Hida beef”-, yo, sacando pecho, contesté:
-Hida beef.
Pero esta vez, por si acaso, no fui al baño después de comer, porque como dice el refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”.