martes, 31 de marzo de 2015

El Chamán

El Chamán

Conocí al Chamán del Norte en un simposio sobre el ayahuasca realizado en Pucallpa en el que participé durante un periplo por la amazonía peruana cuyo principal objetivo era la búsqueda de El Dorado y en el que, de paso, me proponía comprobar la veracidad de una afirmación que había despertado mi curiosidad científica y que había leído en el libro-"Los cojudos"-del gran escritor y humorista peruano Luis Felipe Angell, más conocido como Sofocleto, en el que ponía como una de las cien causas más comunes para adquirir la condición de tal “La alucinante experiencia de acostarse con loretana”. Después de un trabajo de campo sacrificado y agotador en el que investigué personalmente mil doscientos casos y tras el cual estuve a punto de quedar tísico irreversible, llegué a la conclusión de que la mujer de la amazonía no era especialmente ardiente, bueno, más ardiente que la mujer esquimal promedio sí, pero no más que el resto de las peruanas y que, por lo tanto, la afirmación de Sofocleto era una exageración, aunque muchos, después de ver mi cara, piensen lo contrario. No, mi cara es así de nacimiento. Lo que había ayudado a crear la leyenda era el empleo abusivo del Chamico, la Pusanga y una gran variedad de filtros amorosos, de los cuales, una de las mujeres objeto de la investigación, me dió a probar uno: un brebaje oscuro y amargo que despedía un fuerte olor a mariscos y que hizo que perdiera totalmente la voluntad y que pudiera ser manejado como un títere, gracias a lo cual todos mis ahorros pasaron a la cuenta de la mujer y yo pasé a ser su esclavo, hasta que me rescató el Chamán, que me hizo beber un antídoto.
El Chamán, por cuya honestidad yo no vacilaría un segundo en poner mis manos al fuego, siempre y cuando, claro, me hubiese puesto uno de esos guantes de asbesto que usan los geólogos para recoger muestras de lava ardiente, que siempre estaba pensando qué nuevo negocio hacer y que pese a que ya habíamos fracasado con la Huasca Cola (bebida gaseosa de fabricación casera, cuyo principal ingrediente era la Ayahuasca, que el Chamán y yo empezamos a vender con gran éxito por la amazonía peruana, diez años antes de que a los Añaños se les ocurriera hacer lo mismo en Ayacucho, hasta que nos enjuiciaron conjuntamente la Coca Cola (por usar sus botellas) y la Inca Kola (por apropiarnos de su ilícitamente de su slogan publicitario: “La bebida de sabor nacional”), me propuso aprovechar los conocimientos adquiridos en el curso de mis investigaciones. Fue así como el 31 de diciembre de 1979 fundamos la empresa Afrodisíacos Naturales Yerbalife. Para la propaganda en la televisión, el Chamán propuso a Camucha Negrete, porque, según él, "aunque ya no era tan joven, era charapa y estaba más buena que pepa de mango". Y conseguimos ser auspiciadores exclusivos del Alianza Lima, ese gran Alianza bicampeón de las temporadas 1977-1978 En los grandes ventanales de nuestra tienda principal de la Av. Larco, en Miraflores, podían verse unos enormes posters con las fotos del Nene Cubillas, El cholo Sotil y César Cueto, el poeta de la zurda, que decían, en grandes letras: "YERBALIFE Y ALIANZA LIMA Juntan sus fuerzas". ¿Qué pasó para que, lo que habíamos proyectado se convirtiera en una multinacional con sucursales en las ciudades más importantes del mundo, terminara quebrando a los pocos meses? Se decía que Fernando Belaúnde Terry, en plena campaña electoral, había tomado uno de nuestros productos, pero sin obtener los resultados deseados y que Violeta Correa, su mujer, había declarado, decepcionada: "¡No pasa nada!". El asunto terminó por ser de dominio público y Belaúnde se convirtió en el blanco de las burlas. Nunca nos perdonó. El 28 de Julio del año siguiente, tras ser proclamado presidente por segunda vez, lo primero que hizo fue devolver los medios de comunicación a sus dueños y lo primero que hicieron éstos fue cancelarnos los contratos de publicidad y encima hacernos mala fama. Ésa fue la última vez que vi al Chamán en persona. Antes de despedirnos, me hizo mi Carta Astral. Sólo dos personas acertaron a la hora de pronosticar mi futuro: mi profesor de Filosofía y Lógica del colegio, quien vaticinó que yo llegaría muy lejos.(llegué a Japón) y el Chamán, que dijo que yo destacaría en la prensa. Yo, que por entonces soñaba con revolucionar la historia de la literatura y que, con mis compañeros de San Marcos, había publicado ya nuestro Primer Manifiesto en el que declarábamos la Muerte de toda la literatura anterior a nosotros y proponíamos por lo tanto el desalojo y quema de todos los libros de todas las bibliotecas del mundo para dejar espacio a la Nueva Literatura, o sea, la nuestra, le dije al Chamán que debía estar equivocado, porque yo aspiraba a más, no me conformaba con ser un simple periodista. Pero al final el Chamán tuvo razón: destaqué en la prensa, chancando latas en una fábrica de autopartes donde nadie era más veloz que yo.
Como aún no estaba totalmente recuperado de mis fatigas intelectuales en la selva (pesaba entonces treinta kilos) y como me recomendaron un clima seco y, mejor aún, frío, decidí ir a Huancayo, donde tenía parientes, y fue así como conocí a mi chica gracias a cuyos cuidados pude finalmente recuperarme. En base a las experiencias vividas durante esas semanas, me propuse escribir una novela donde el protagonista vivía un romance con su enfermera y que se iba a llamar "Adiós a las armas", a lo que tuve que renunciar cuando me dijeron que Hemingway ya la había escrito cincuenta años antes.
Cuando por fin estuve completamente restablecido, mi chica se enteró del motivo que me había puesto en ese estado y fue de esta manera sorpresiva como supe que ella era cinturón negro de karate. La demostración práctica que me hizo sólo me ocasionó un politraumatismo con fractura múltiple y generalizada de todo el sistema óseo, es decir que, salvo las orejas, la lengua y el verdadero culpable del asunto, las únicas tres partes invertebradas del hombre que, gracias a Dios, salieron ilesas, terminé más vendado que una momia egipcia. Pero como, de las muchas clases en que puede dividirse el Amor-pasión, nuestra relación pertenece a la llamada Pasión Andina, más comúnmente conocida como "Amor Serrano" o "50 sombras de Mayta"; o sea, más me pegas más te quiero...¡Qué más puedo pedir!

domingo, 29 de marzo de 2015

Con un solo dedo

Con un solo dedo

Parece increíble, pero ni perder la mano izquierda y la mayor parte del antebrazo-perdiendo con ellos el 80% de mis capacidades y pasando a ser catalogado como inválido, discapacitado o minusválido-lo que suene más bonito-aunque ya antes del accidente muchos pensaran que yo era un bueno para nada-, ni tener ahora una mano biónica de última generación, han disminuido o aumentado mi velocidad de escritura, porque yo siempre he escrito con un solo dedo: el índice derecho.
Hace unos años, cuando empecé a publicar algunos relatos para mis amigos de Facebook, me preguntaron por qué tardaba tanto en hacer nuevas publicaciones. En esa ocasión, yo les di la siguiente explicación:
"Para que mis lectores sepan la razón por la cual no publico
con mayor frecuencia, quiero explicarles, grosso modo, mi método de trabajo. Primero hago una versión manuscrita en la que pongo todo lo que me sale de la cabeza. Esta primera versión se llena pronto de añadidos, supresiones y notas aclaratorias y alcanza rápidamente dimensiones mounstruosas que luego se van reduciendo poco a poco en el delicado y doloroso (por el material que hay que descartar) proceso de la corrección (así que los que creían haber leído, en lo que llevo publicado, el mayor catálogo de tonterías por centímetro cuadrado desde que Gutenberg inventara la imprenta, se equivocan: lo que publico es apenas una décima parte de lo que es capaz de producir mi mente privilegiada...perdón, quise decir: alucinada). Luego hago una primera versión en limpio a máquina, trabajo tan arduo que a veces tengo que recurrir a un libro llamado Précis du système hiéroglyphique des anciens Égyptiens, de Jean-François Champollion (el que descifró la Piedra de Rosetta), porque ni yo mismo entiendo mi propia letra. Finalmente corrijo los errores ortográficos y los ocasionados por mi falta de puntería al teclear. La vez pasada, por ejemplo, le mandé un mail a mi mamá por el Día de la Madre, que decía: "Geluz sía, msná" y que ella, a pesar de todo, seguramente guiada por su instinto maternal, entendió perfectamente, pues me contestó inmediatamente: "No me pidas más plata, hijo"
Sin embargo, el factor más determinante en la lentitud de mi trabajo tal vez sea mi empleo de la técnica dactilográfica monodigital (tecleo con un solo dedo y sólo con el índice derecho, porque no soy ambidiestro) que no me permite alcanzar una velocidad superior a las sesenta palabras... por día, lo que no impidió que, hace algunos años, quedase tercero en un concurso de mecanografía organizado por la AAADFM (Asociación de apoyo y ayuda a los discapacitados físicos y mentales) en el que, tras un largo debate entre los organizadores que no se ponían de acuerdo para establecer cuál de los dos tipos de discapacidad tenía yo, finalmente pude participar gracias a que se consideró que mi sordera parcial en el oído derecho era una seria limitación física : primero quedó un señor que no tenía manos (escribía con los pies), segundo, uno que no tenía ni manos ni pies ni ninguna parte protuberante del cuerpo (no me pregunten con qué escribía) y, tercero, yo.
A mi falta de pericia mecanográfica, se suma una experiencia traumática que viví en los albores de mi efímera carrera como escritor y que me dejó marcado para siempre. Fue al terminar mi primera novela, un mamotreto de casi dos mil páginas montado sobre una estructura original: aparentaba ser el diario de un niño (yo), desde que nace hasta que cumple cinco años. Cada página era un día de la vida del niño. Ahora, con la perspectiva que da la lejanía en el tiempo y el espacio, debo reconocer que resultaba un poco monótona y repetitiva, porque en muchas de sus páginas el narrador (yo) se limitaba a decir, por ejemplo: “Hoy me levanté temprano, tomé leche, me hice la caca, me dormí, me volví a levantar, a tomar leche, a hacer la caca y a dormir, y así estuve todo el santo día hasta ahora, que son las doce de la noche, y estoy a punto de dormirme otra vez. Comer, cagar y dormir: ¿es esto vida? ¿para esto viene uno al mundo?”. Pero, en ese entonces, mientras la escribía, yo pensaba que era una obra maestra cuya publicación marcaría un hito en la historia de la literatura universal y cuando, por fin, pulsé con mi dedo índice derecho y sin equivocarme las tres letras que forman la palabra FIN, no cabía en mí de la alegría, estaba loco de contento, puse Don´t Stop Me Now, de Queen, a todo volúmen y me puse a cantar y bailar sobre mi escritorio, hasta que, de repente, me di cuenta de que mi máquina de escribir, una Remington portátil, no tenía cinta: las casi dos mil páginas que creía haber tipeado estaban en blanco.Desesperado, corrí hacia la ventana y salté, pero como mi casa era de un solo piso, lo único que conseguí fue embarrarme en el jardín que acababan de regar. ¿Puede haber alguien tan distraído?, se preguntaran ustedes. Sí, yo. Soy tan distraído que lo primero que hago cuando salgo a la calle, después de hacer girar la llave en la cerradura de la puerta, es comprobar si me he puesto los pantalones. Otro ejemplo: todas las mañanas me preparaba un sandwich que comía en el carro camino a la fábrica. Un día me hice uno mixto de jamón y queso. Boté el queso y puse encima del jamón el film de plástico en el que viene envuelto el queso, pero lo peor de todo es que ni siquiera me lo pude comer, porque esa mañana tocaba botar la basura y, en vez de botar la basura, boté mi mochila y me llevé la basura a la fábrica. Por eso, ahora, cuando escribo en la computadora, por temor a perder los datos, después de tipear cada letra, hago click en "Guardar".
Por todo lo expuesto más arriba, no es de extrañar que mis entregas no tengan la regularidad deseada...

martes, 24 de marzo de 2015

Mi amigo Gustón


Mi amigo Gustón

Una vez más y por más que Gustón me rogó que asistiera-adjuntos a la invitación, me mandó dos pasajes en primera clase, que, para no pasar por maleducado, he decidido no devolver y que voy a destinar a una mejor causa: irme con mi chica de segunda Luna de miel a Bora Bora-, me he negado a participar en aquel aquelarre gastronómico llamado Mixtura. Aunque hace tiempo que insiste en que me incorpore al G9-el elitista grupo integrado por los más renombrados exponentes de la gastronomía mundial, que también forman parte del Consejo del Basque Culinary Center con sede en San Sebastián-, que conmigo se convertiría en G10, yo le vengo, como se dice, "tirando arroz", porque sé que "no es amor al chancho sino a los chicharrones": lo que en realidad pretende obtener de mí con tanto halago es arrebatarme la receta secreta de la chanfainita de mi compadre Huerequeque para ofrecérsela a los pitucos de todo el mundo.
Conocí a Gustón hace ya casi treinta años, cuando ambos éramos todavía adolescentes y estábamos rompiendo nuestra primeras lanzas culinarias. En ese entonces, Gustón y yo compartíamos ideales revolucionarios y creíamos en la justicia social. Nos parecía algo inconcebible que mientras un pobre tuviera que conformarse con un plato de sangrecita, un millonario pudiera darse el lujo de ir al Pabellón de caza y comerse una patita con maní, pero hecha ¡con pata de elefante! Pero nosotros cambiaríamos las cosas, soñábamos en convertirnos en grandes chefs y poner al alcance de nuestros compatriotas más pobres lo mejor de la comida francesa, italiana, española, china y japonesa, y, del mismo modo, llevar la rica cocina peruana a los rincones más alejados y pobres del planeta. Alucinábamos imaginándonos a los usuarios de los comedores populares, a los clientes habituales de los puestos de comida ambulante, a los pobladores de los más aislados caseríos de la puna y a los indígenas de las más primitivas tribus de la amazonía peruana deleitándose con los más refinados platos de la haute cuisine française: unas ostras frescas, unos escargots, foie gras, una bouillabaisse, una ratatouille o un boeuf bourguignon, o a los más pobres habitantes de África, de la India o Haití disfrutando con lo más selecto de la variada y sabrosa cocina peruana: un cebiche, unos anticuchos o una papa a la huancaína. ¡Liberté, égalité, fraternité, ou la mort! ¡Patria libre o muerte!
Nos conocimos en la Parada, cerca de Tacora, en una calle conocida como La calle de la muerte lenta, donde, una vez al año, los más prestigiosos chefs de los más escondidos huariques de Lima se reunían durante una semana para celebrar una especie de feria de la comida popular ambulante al que, por su abigarrada mezcla de sabores, olores y colores, habían denominado como "Sancochao" (feria en la que se inspiraría Gustón para crear muchos años después su prestigiosa Feria Gastronómica Internacional Mixtura). Habíamos ido a ver en acción, en vivo y en directo, a aquellos artistas del arte culinario de kiosko y carretilla, que ejercían su profesión en plena calle, en contacto directo con el veleidoso público que, así como los aclamaba, manteaba o llevaba en hombros como a un torero, por un exceso de sal o de ají, los podía linchar.  ¿Podía haber algo más emocionante que eso? Eran nuestros ídolos. Gustón y yo los observábamos con envidiosa y respetuosa admiración. ¡Algún día seríamos como ellos!
Allí conocimos a los grandes genios de la cocina popular, achorada y subterránea-hombres adelantados a su época, precoces pioneros del ecologismo y del reciclaje imperantes en la actualidad-, como el Gordo Chafancho, el renombrado inventor del apanado de cartón; Culancho, el afamado creador de la Carapulcra de Nicovita; el Flaco Culepe, el creador de los novedosos "marcianos" hechos aprovechando los condones usados que rescataba de la basura de la casa de citas "El Túnel del Amor" (eso sí, bien lavados, aunque tampoco había que preocuparse demasiado porque por aquel entonces aún no se había inventado el SIDA); o el Chino Langoi, especialista en carne de "lata" e inventor del exquisito plato "Colas de cuy saltadas en salsa de ostión" (la salsa la hacía hirviendo unos huesos de pescado que le regalaban en el mercado en un poco de Coca Cola que le juntaba el mozo de un restaurante de lo que dejaban sin beber los clientes) y alguno de cuyos platos, como su "Arroz chaufa de camarones"-hecho con puchos de cigarro ingeniosamente disfrazados-eran tan deliciosos que causaban no sólo furor sino también adicción-por la nicotina de las colillas-entre los numerosos comensales que acudían a comer a su afamado chifa ambulante "El bien Taipá". Pero fue mi compadre Huerequeque quien me reveló-eso sí, haciéndome jurar antes que no se lo revelaría a nadie más hasta que él hubiera muerto-, el ingrediente secreto de su chanfainita, que él, por lo demás, como todos los grandes descubrimientos, había descubierto acuciado por la necesidad-en una ocasión en la que, debido al Fenómeno del Niño, la placenta de lobo marino, el sucedáneo que él utilizaba en vez del bofe, escaseaba en el mercado-, y casi por casualidad, mientras observaba a su nieto mordisquear un pedazo de llanta en vez de chicle: jebe de llanta vieja aderezado con ajos molidos, ají panca molido, sal, pimienta, comino y vinagre, y dejado macerar durante una semana. Su puesto de comida ambulante "El último suspiro" se convirtió de la noche a la mañana en el huarique más concurrido de la zona y en lugar obligado de peregrinación para los amantes de la chanfainita. Mi compadre no se daba abasto para atender a su numerosa clientela, quienes a veces se veían obligados a formar largas colas de más de una cuadra y a esperar varias horas para satisfacer su antojo. Se dice que hasta don Fernando Belaúnde Terry, el ex presidente de la república, mandaba de vez en cuando a uno de sus edecanes por una porción de la inigualable chanfainita de mi compadre Huerequeque.
Gustón, que cocinaba desde los cinco años, había experimentado con ingredientes exóticos y caros, y que, a los trece años, atesoraba ya en su recetario algunos platos de fantasía de su propia cosecha, era, sin embargo, para algunas cosas, de una ignorancia supina. Yo, que soy un par de años mayor, tuve que enseñarle lo básico.
"¿Acaso crees tú que gente como Picasso sólo sabía pintar esos cuadros colorinches que parecen hechos por un niño de primaria? No, él, si quería, podía hacer una pintura del realismo clásico más tradicional. Para llegar a ser un consumado pirotécnico y lanzar tus fuegos de artificio al cielo, primero es necesario que sepas encender un buen fuego con el pedernal", le dije mientras me disponía a enseñarle los principios fundamentales de la cocina.
Por ejemplo, no sabía hacer un huevo frito. Le dije que el único truco era una sartén bien quemada y aceite compuesto al granel bien caliente (en ese tiempo todavía no se habían puesto de moda mariconadas como el teflón, el aceite vegetal o el de oliva), pero, por más que lo intentaba, no conseguía freir un huevo decentemente. Se le pegaban a la sartén o los sacaba cuando la clara estaba todavía cruda o la yema ya se había cocido. Ese día, cuando ya estaba anocheciendo-llevábamos friendo huevos sin parar desde las seis de la mañana y ya sólo quedaba un huevo en la jaba-, me vi obligado a darle un poco de desahuevina antes de alcanzárselo:
-Oye, huevón, déjate de huevadas, si no fries bien este huevo, darás pie a que se cree el dicho popular: "¿Eres huevón... o te llamas Gustón?" y más que fijo que ingresas al Guinness Book of World Records como el más grande huevón de la historia de todos los tiempos.
Picado en su orgullo, Gustón tomó aire, se concentró y, antes de que terminara de recitar el nombre de los catorce incas-un pequeño truco para medir el tiempo-, puso ante mis ojos el huevo frito más bonito que había visto en mi vida: tenía la pureza lineal, la aerodinámica esbeltez y la perfecta simetría de un platillo volador diseñado por Ferrari, sólo que blanco. Y, cuando hinqué la yema con un tenedor y ésta se derramó como la lava ardiente de un volcán en erupción, tiñendo de un anaranjado casi rojo, azarcón-pues era un huevo de gallina de chacra-, la blanquísima clara, el espectáculo fue tan grandioso que se me hizo un nudo en la garganta por la emoción y, sin poder decir palabra, me limité a abrazar a Gustón para felicitarlo mientras me parecía escuchar las notas de "We are the champions" y que nos bañaba una lluvia de confeti. Además, los cuatrocientos intentos fallidos de huevo frito no se perdieron porque, aprovechando que esa noche se jugaba el Clásico Alianza-U, fuimos al estadio y, en un santiamén, vendimos cuatrocientos panes con huevo frito, empresa que, a la postre, sería, entre todos nuestros utópicos proyectos, la única que llevaríamos a cabo juntos.
A pesar de que su genio para la cocina iba aflorando poco a poco y de que ya había superado con creces a su maestro-que es como me llamaba por haberle enseñado la manera correcta de freír un huevo-, de la férrea amistad que nos unía y del mutuo respeto que sentíamos el uno por el otro, Gustón nunca me perdonó que mi compadre Huerequeque-con quien ambos compartíamos una gran amistad-, me hubiera elegido como el depositario y guachimán de su gran secreto y aunque muchas veces Gustón trató de arrancármelo aprovechando algún momento de debilidad-como cuando nos íbamos de copas y bebíamos hasta morir-, yo me empeñaba en guardarlo celosamente obligado por mi juramento.
Mientras yo estudiaba literatura en San Marcos y Gustón, derecho en la Católica, continuábamos preparándonos para la encomiable tarea que nos habíamos propuesto y, cuando, siguiendo nuestros designios revolucionarios, Gustón partió para España con la excusa de continuar sus estudios de derecho en la Universidad Complutense de Madrid, pero, en realidad, con el secreto propósito de aprender todo lo relativo al cocido madrileño, la paella y la cocina vasca, tuve el presentimiento de que nunca más nos volveríamos a ver y de que nuestros románticos y altruistas planes quedarían en nada. Y, lamentablemente, estuve en lo cierto. Como decía Mafalda: "Hay que cambiar el mundo, antes de que el mundo lo cambie a uno".
De España, Gustón se fue a estudiar al Cordon Bleu de París y cuando regresó de Francia con su flamante Grand Diplôme de cuisine et pâtisserie françaises y su también flamante esposa Ustrid y abrieron en Lima el primer "Ustrid & Gustón", ya era demasiado tarde: Gustón se había olvidado de los pobres y había decidido cocinar para los ricos.
Yo también me vi obligado a abandonar a nuestros pobres impelido por la crisis durante el último año del primer gobierno de Alan García y a emigrar al Japón, donde, pudiendo trabajar de chef en algún lujoso restaurante ahora que, gracias a mi amigo Gustón-es de justicia reconocerlo-, la comida peruana se ha puesto de moda en todo el mundo y que hasta en Tokio empiezan a abrirse los primeros locales de categoría-sobrevivo malamente con mi puesto ambulante de comida en el que vendo lo que por razones de marketing me he visto obligado a comercializar como "Peruvian Kebab: The Inca's Sacred Food" (que no es otra cosa más, en realidad, que nuestro modesto pan con jamón del país), pero dispuesto a morir sin traicionar mis principios.

domingo, 22 de marzo de 2015

El hombre de los 6 millones...de yenes

El hombre de los 6 millones...de yenes

Un quirófano en penumbra, varios cirujanos afanándose alrededor de una mesa de operaciones alumbrados por potentes luces, el sonido del pulso en un monitor de señales vitales, mientras una voz en off dice:
“Javier Takara, operario de prensa, su vida está en peligro: lo reconstruiremos. Poseemos la tecnología para convertirlo en un organismo cibernético, poderoso, superdotado...”
EL HOMBRE NUCLEAR 
(ta-ta ta-tá ta-ta ta-tá ta-ta ta-tá )

Como la mayoría de las personas que me conoce sabe, hace poco más de un año sufrí un accidente en el que perdí la mano izquierda. ¿Que cómo ocurrió? Fue por meter la mano donde no debía. Estaba con mi chica de vacaciones en Roma (que es justamente como se tituló en español la película “Roman Holiday”, con Gregory Peck y Audrey Hepburn, mi actriz favorita), cuando, después de las visitas obligadas al Colosseo y al Foro Romano, y de comer un penne alla puttanesca y un calzone en una trattoria de barrio llamada “La morte lenta”, donde un grupo de musculosos, hirsutos y sudorosos camioneros, haciendo gala de la proverbial galantería italiana, se dedicaron durante toda la comida a piropear a mi chica (no pudiendo renegar de mi savoir faire, yo los dejé hacer, condescendiente, sabedor de que la inclinación a rendir homenaje a la belleza femenina es un rasgo congénito en los macarronis y también alertado por mi instinto de supervivencia ya que todos los camioneros eran más o menos como Luca Brasi o Bud Spencer y yo en cambio soy como Charles Atlas pero antes de que inventara su método “Tensión Dinámica”, cuando todavía era un alfeñique de 44 kilos), y de donde salimos algo achispados después de beber unas copas de Chianti y muy perfumados por el sutil aroma del Parmigiano Reggiano, llegamos casi sin querer a la basílica de Santa María in Cosmedin, donde se encuentra la famosa Bocca de la Verità (La Boca de la Verdad). Como todos saben, la leyenda dice que si un mentiroso mete su mano en ella, la boca se cierra cercenándosela. Quise emular la broma que Gregory Peck le hace a Audrey en la película y, aunque debo reconocer que no todo lo que digo lo podría afirmar con la misma seguridad si lo hiciera con la mano puesta sobre los Santos Evangelios pero que, al mismo tiempo, tampoco-tampoco soy Alan García, metí la mano con confianza y, cuando la volví a sacar-es decir, cuando volví a sacar el brazo, porque mano ya no tenía-, mi chica, que también había visto la película, fingió asustarse y luego se mató de la risa-los demás turistas que esperaban detrás de nosotros también rieron-celebrando mi supuesta broma. Hasta yo me reí. Sólo cuando busqué mi mano en la manga vacía y no la encontré, comprendí que la leyenda era cierta: había perdido la mano. Me desmayé de la impresión y ya no recuperé el conocimiento hasta que regresamos a Japón. Lo peor de todo fue que no disfruté del vuelo en primera que la JAL, debido a mi estado, había tenido la gentileza de canjearnos por nuestros pasajes económicos.
Después de más de un año de paciente espera, durante el cual he hecho todo lo posible por rescatar el lado positivo de mi situación (entre otras cosas, por ejemplo, la de no verme obligado a aplaudir ciertos espectáculos por cortesía o que el filo del cortaúñas me dure más que antes) y de más de dos meses de arduo entrenamiento en el hospital, durante el cual me he visto obligado a hacer cosas tan absurdas como conseguir agarrar un huevo sin romperlo después de más de 1500 intentos (motivo por el cual todos los pacientes del hospital-hasta los que tenían el colesterol alto-comimos omelette en el desayuno, el almuerzo y la comida durante tres días) o lograr hacerme el nudo de la corbata después de haber estado varias veces a punto de ahorcarme con ella durante las tentativas (algo que nunca había hecho ni cuando tenía dos manos en mis 49 años de vida, ni siquiera las tres únicas veces que me puse terno: el baile de graduación del colegio, el quinceañero de mi sobrina y el velorio de un compañero de promoción, ocasiones en que mi hermana o mi chica lo hicieron por mí), por fin tengo mi mano biónica. No ha sido fácil. Especialmente, estas nueve semanas de entrenamiento. Aparte de vivir separado de mi chica, a la cual, hasta ese momento, yo había vivido pegado como una lapa (lo cual me había permitido-al menos, eso creía yo-superar mi miedo a la oscuridad-miedo que volvería recrudecido durante los días de mi internamiento obligándome a dormir con la lámpara de cabecera encendida con la excusa de que me quedaba leyendo hasta tarde), de verme obligado a levantarme a las seis de la mañana y tener que acostarme a las nueve de la noche (¡en pleno prime time!) y sin tener de consuelo siquiera la posibilidad de chequear mi Facebook (estaba tan aburrido que, para matar el tiempo, acometí una empresa equivalente a escalar el Everest por segunda vez: releí los 7 tomos de À la recherche du temps perdu”); mi mayor sufrimiento lo causó la comida.
El primer mes aguanté estoicamente la espartana dieta del hospital: verduras hervidas, pechuga de pollo sancochada, okayu (arroz aguachento que en Japón les dan de comer a los enfermos equivalente a nuestra sopa de pollo) y un líquido incoloro, inodoro e insípido que, por su aspecto, al principio, pensando que era agua caliente, utilicé para enjuagarme los dedos después de comer pero que resultó ser consomé. Hasta que no pude más y un día, desesperado, bajé a la tienda del primer piso del hospital y, después de esperar que no hubiera ningún cliente por los alrededores, le pregunté solapadamente a la viejecilla que atendía si por casualidad no tenía un poco de sal. Contra toda esperanza, la vieja, después de mirar a uno y otro lado para cerciorarse de que no había nadie a la vista, me hizo una seña con la cabeza para que la siguiera y me llevó a la trastienda, donde luego de sacar dos maletas de un clóset, las puso sobre un camastro y las abrió. No lo podía creer: estaban llenas de frascos de especias, condimentos y saborizantes. Me pareció estar viviendo la escena del vendedor de armas de Taxi Driver. “¿Qué le parece esto?”, dijo alargándome un frasco. Era nada menos que sal de Uyuni. Y, como yo le había comentado en una ocasión que mis abuelos eran de Okinawa, me ofreció: “¿O quizás prefiere algo de la tierra de sus abuelos?”, al mismo tiempo que me entregaba otro frasco: era sal marina de Kumejima. “Si nació en sudamérica, es más que seguro que le gusta el picante”, especuló mostrándome un frasquito de una salsa de color rojo infierno hecha con habanero que picaba con sólo mirarla. Separando uno de los frascos de sal, uno de pimienta, un shouyu (salsa de soya), una mayonesa, una mostaza, un ketchup, una salsa de tabasco y una bolsita de furikake, (mezcla de algas, pescado seco, huevo y vegetales deshidratados y triturados con que los japoneses espolvorean el arroz blanco), le pregunté: “¿Cuánto por todo?”. Me pidió un precio exhorbitante, por lo menos diez veces más de lo que valía afuera, y, como pagué sin regatear, a la vieja pareció despertársele la codicia y, acordándose de que yo era peruano, me ofreció: “También puedo conseguirle rocoto molido, huacatay, ají amarillo, ají panca, ají limo congelado, culantro fresco, limones peruanos, siyau Kikko...” Pero yo ya tenía suficiente por el momento y armado con esos condimentos y sazonadores, subí contento a mi cuarto por las escaleras, porque no quería que me pescaran las enfermeras, dispuesto a enfrentarme a las comidas más insípidas y desabridas que me pusieran por delante. Pero no había contado con que aquella mañana había entrado a nuestro cuarto un nuevo paciente: Unchi-san (como lo apodaríamos después), hecho que se trajo abajo mis buenos propósitos. Yo no le había prestado atención hasta que a medio día trajeron el almuerzo y en el preciso momento en el que me estaba llevando el tenedor a la boca y me disponía a dar el primer bocado-mi plato parecía la colorinche paleta de un pintor por la cantidad de mayonesa, mostaza, ketchup y tabasco que me había echado-, mi nuevo vecino de cama, apretó el intercomunicador para llamar a las enfermeras y gritó:
-¡Unchi!-mientras un mal olor inconfundible empezaba a difundirse por toda la habitación.
Abatido, regresé el tenedor al plato y ya no pude comer. Es más, tuve que hacer un gran esfuerzo para no devolver lo que había desayunado. Pero Unchi-san sólo había empezado. Pronto nos dimos cuenta de que, aunque tenía como 100 años y apenas si comía, Unchi-san cagaba puntualmente cada media hora. Apenas resonaba su grito: “¡Unchi!” (¡Caca!), yo-el burro por delante- y los otros dos pacientes-apoyándose en sus muletas uno y subiéndose a toda prisa a su silla de ruedas el otro-, huíamos despavoridos a la sala de visitas en donde pronto llegamos a pasar más tiempo que en nuestro cuarto por la frecuencia con la que Unchi-san aliviaba sus intestinos. Y esto se repetía tanto de día como de noche. Hasta las enfermeras estaban hartas de tener que cambiarle el pañal y limpiarle el poto cada media hora. Vivir en este constante estado de alarma nos produjo una psicosis de guerra que nos quitó el apetito y que nos impedía dormir, pero el hospital sólo tomó cartas en el asunto (trasladando a Unchi-san a una habitación individual) cuando flacos, demacrados, pálidos y ojerosos, los otros dos pacientes y yo parecíamos ya sobrevivientes de Auschwitz.
Pero no todo fue sufrimiento y, aunque no pude vivir un romance con una de las enfermeras-al estilo de “Adiós a las armas”, una de mis fantasías más recurrentes-, sí llegué a tener un breve affaire con una de las pacientes, una perturbadora fuerza de la naturaleza que respondía al nombre de guerra de Shakira (su verdadero nombre nunca lo supe), y que, al igual que la cantante, era culombiana...perdón, quise decir, colombiana, pero estoy seguro de que comprenderan mi lapsus clavis si les digo que Shakira tenía un respingado trasero-indudablemente importado de África por sus ancestros-que, a pesar de lo aparatoso de su tamaño, parecía gritar: “Arriba, siempre arriba, hasta las estrellas...”, desafiando la fuerza de la gravedad y, al mismo tiempo, confirmando uno de los postulados de la ley de la gravitación universal (“a mayor masa mayor fuerza de atracción”), porque todos los hombres se sentían irremisiblemente atraídos por él. Era tan potona que, tomando como modelo el soneto del maestro Don Francisco de Quevedo y Villegas “A un hombre de gran nariz”, me provocó ensayar  algunos versos:
Érase una mujer a un poto pegada
Érase una cola superlativa
Érase una altiva pera viva
Érase una rabadilla muy pronunciada
Érase un rompecalzón despiadado
Érase una apertura de interrogación
Érase una hipérbole de melocotón
Érase un pan francés muy hinchado
Érase de carne y hueso un polisson
Érase un trasero por Botero pintado
Érase una hembra toda jamón
Érase un final de espalda muy inflamado
Érase de una centaura la reencarnación
Érase un rabo infinito, exagerado
Por otro lado, no había que ser Sherlock Holmes-bastaba ver el provocativo desparpajo con el que se contoneaba por la vida, con su enmarañada melena rubia de oscuras raíces, su maquillaje exagerado y su descarada manera de vestirse-para deducir que cuando Shakira hablaba de su trabajo se refería sin duda al oficio más antiguo del mundo. Tampoco ella hacía nada por ocultarlo y se diría que hasta se enorgullecía de ello. El accidente laboral por el cual había ido a dar al hospital lo había sufrido al intentar independizarse trabajando por su cuenta. Su patrón, que legalmente era también su esposo-un yakuza de lentes oscuros y eterno cigarrillo en la comisura de los labios que venía a visitarla de vez en cuando-, para escarmentarla le había roto las piernas, pero cuando yo entré al hospital ya estaba terminando su terapia. Cuando con paso sensualmente indolente avanzaba por el largo corredor acompañada por el eco de sus tacones de aguja, más que un ejercicio de rehabilitación parecía que estaba “haciendo la calle” y a mí se me venía a la memoria la letra de “Pedro Navaja”:
“Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer
va recorriendo la acera entera por quinta vez
y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar
que el día está flojo y no hay clientes pa’ trabajar”
Apenas resonaban sus pasos en el pasillo, todos los varones entre los 15 y los 80 años que estuvieran en condiciones de caminar o de subir a una silla de ruedas salíamos en tropel para verla pasar desde la puerta de nuestros respectivos cuartos. En una ocasión quise poner a prueba mi fuerza de voluntad resistiéndome voluntariamente a volverme para verle el trasero y, cuando Shakira pasó y creí que ya lo había conseguido, de pronto, sin que pudiera evitarlo, mi cabeza giró de golpe 45 grados produciéndome una lesión en el esternocleidomastoideo que me tuvo observando el mundo en escorzo durante más de una semana. Como yo no fuí el único caso de tortícolis fulminante ocasionada por el desbloqueo súbito e involuntario de la ansiedad visual reprimida y como la visión de su insinuante contoneo hacía que la presión arterial de muchos de nosotros sobrepasara los 200 (sobre todo, la mañana que salió a caminar vestida con lo que ella llamaba su pijama: un babydoll de gasa transparente a través del cual se traslucían hasta sus más íntimos pensamientos y que casi acaba felizmente con la vida de Unchi-san por infarto agudo de miocardio y eso que Unchi-san ya casi no veía-quiero aclarar que digo “felizmente” no porque deseara su muerte sino por la expresión de embobada felicidad que se le quedó grabada en el rostro al perder el conocimiento), le fue terminantemente prohibido a Shakira continuar con sus caminatas de rehabilitación en el corredor.
Solíamos encontrarnos muy temprano en el ventanal oriental de nuestro piso para ver la salida del sol y en las tardes en el ventanal occidental para ver el sunset al lado del monte Fuji. No éramos los únicos ni nos habíamos puesto de acuerdo y yo ni siquiera me atrevía a dirigirle la palabra. Gracias a mi cara de japonés-aunque mi chica dice que parezco filipino-, pude observarla solapadamente los primeros días. Empezamos a saludarnos y a conversar porque también nos encontrábamos en la lavandería automática del piso. Lavábamos nuestra ropa a la misma hora y yo siempre le cedía el turno-sólo había tres secadoras-para que ella secara su ropa primero. Apenas supo que yo era peruano, empezó a hacerme muchas preguntas sobre Machu Picchu y las Líneas de Nazca que yo respondía como podía. A veces nos quedádamos conversando hasta que ella acababa de secar su ropa y yo podía meter la mía. Lo que más la molestaba de estar internada era que apagaran las luces tan temprano:
-A esta hora yo recién empiezo a trabajar-se quejaba-. Y mira ahora: a las 9 en la cama, como una monja.
A pesar de que hablaba bastante bien el japonés, no veía televisión, tampoco le gustaba leer (le ofrecí prestarle libros) y parece que sus únicos pasatiempos eran chatear con sus compañeras de trabajo y escuchar música en su iPhone. Algo que sí extrañaba mucho eran sus traguitos:
-A veces tengo tanta sed que me dan ganas de tomarme mi colonia-bromeaba dejando escapar un suspiro.
Una tarde, en la que lavé mi ropa un poco más tarde de lo habitual, calculando que ya habían pasado los 40 minutos del lavado, con paso apresurado estaba yendo a pasar mi ropa a la secadora, cuando en la puerta de la lavandería me crucé con Shakira:
-No se preocupe: ya terminé de secar mi ropa-dijo sonriendo con coquetería. Y luego agregó guiñándome un ojo: “Meta rápido mientras está caliente”.
No vayan a creer que soy de aquellos que piensan que-como proclamaba un amigo del colegio-,“En tiempo de guerra, todo hueco es trinchera”, pero, por otra parte, tampoco soy de hielo y, debido seguramente al prolongado celibato, yo me encontraba en un estado que en mi adolescencia describíamos como “estar carretón”-expresión que usábamos en mi infancia para referirnos a un trompo que al bailar saltara mucho por tener la punta demasiado puntiaguda y que era todo lo contrario de "estar sedita", que se decía cuando bailaba sin vibraciones por tener la punta bien roma-y aquella frase: “Meta rápido mientras está caliente” me enardeció más todavía. ¿La habría dicho con doble sentido? Y más aún cuando descubrí en la secadora todavía caliente que había dejado olvidado su calzón. ¿Olvidado? ¿No sería aquello más bien una señal? ¿Una insinuación? ¡Dios mío!, pensé. ¡Cómo cambian los tiempos! En la antigüedad, las doncellas dejaban caer un pañuelo perfumado para hacer saber a su pretendiente que aceptaban el cortejo. En cambio, ahora: ¡su calzón! ¿Estaría perfumado? Sin detenerme a pensar en lo que hacía, como un autómata, me lo llevé a la nariz, pero sólo olía al limpio olor del detergente. A pesar de la irresistible sensualidad que derramaba a su paso y de dárselas de femme fatale, a juzgar por el modelo y el tamaño de su calzón, Shakira debía ser en el fondo una muchacha muy pudorosa, porque, que su calzón fuera largo-debía llegarle casi hasta las rodillas-pasaba, pero que encima fuera bombacho, era algo increíble: nadie hubiera imaginado que una mujer como ella que, por su aspecto y ocupación, todo invitaba a pensar que usaba reducidos bikinis, diminutas tangas o milimétricos “hilos dentales”, se pusiera semejante calzón matapasión. Aún así, pasé la noche desvelado, sin poder conciliar el sueño, perturbado por el retintín de aquella frase invitadora (“Meta rápido mientras está caliente”) y por la presencia de aquel calzón junto a mi almohada. A pesar de no haber dormido casi nada, acudí puntual a nuestra tácita cita para ver la salida del sol, pero, aunque bromeó coquetamente con todos los presentes como siempre, no me dedicó una mirada especial ni me hizo ningún gesto cómplice, lo cual me dejó algo desconcertado.
El misterio se desveló unos minutos después, cuando por la megafonía del quinto piso, en el que estaba mi cuarto, rogaron encarecidamente devolver, a la persona que por error se lo hubiera llevado, el calzón de la señora Yamamoto, una viejita de más de 80 años que-me contaron luego las enfermeras cuando devolví el calzón-era la versión femenina de Unchi-san y que como, además, no le gustaba usar pañales, las enfermeras tenían que estar lavando constantemente sus calzones. Recién ahora me explicaba el tamaño y el anticuado modelo del calzón. “¡Y yo que lo había olido y casi puesto de funda de mi almohada!”, pensé con horror. Lo peor de todo fue que a partir de entonces las enfermeras empezaron a referirse jocosamente a mí como “El ladrón de ropa interior”. La voz corrió por el piso y todas las personas del sexo femenino (enfermas, enfermeras y hasta visitas) empezaron a rehuir mi presencia. Por supuesto que Shakira no volvió a acercarse más a mí ni a dirigirme la palabra.
En cuanto al entrenamiento mioeléctrico en si, los primeros días fueron especialmente tediosos y aburridos. Con sendos electrodos adheridos a los músculos extensores y flexores de la muñeca en lo que me queda del antebrazo, se trataba de comprobar en una computadora si la electricidad irradiada por mis músculos residuales era suficiente para abrir y cerrar la mano mioeléctrica. El ejercicio consistía en imaginarme que aún tenía la mano que había perdido y doblar la muñeca que ya no tenía hacia afuera o hacia adentro para abrir o cerrar la mano respectivamente. El problema es que, a veces, uno tensa los dos músculos al mismo tiempo y la mano no responde y se queda abierta o permanece cerrada.
La terapeuta ocupacional que me tocó era especialmente estricta y no me perdonaba una. Cuando por fín, unos días después de que me hicieran un molde del muñón, me trajeron la prótesis provisional para el entrenamiento, armada de su cronómetro evaluaba cada una de mis acciones. La primera vez que, muy emocionado, me puse la prótesis, la terapeuta, para mostrarme el grado de habilidad que se esperaba debía llegar a alcanzar, me entregó un delantal y me ordenó que me lo pusiera. Tenía que atarlo a la espalda y, naturalmente, no pude; en cambio, conseguí atrapar mi dedo índice derecho y por la desesperación se me trabó la mano y ya no pude volver a abrirla hasta que el técnico protésico me rescató. Recién entonces la terapeuta me advirtió que el principal objetivo del entrenamiento era llegar a controlar la fuerza del agarre y que debía tener mucho cuidado y no jugar irresponsablemente con la mano o hacer bromas pesadas con ella, como dar apretones de mano o pellizcos pues podía ser peligroso, cosa que comprendí muy bien pues acababa de experimentarlo en carne propia (más de dos meses después, todavía tengo el dedo morado).
No quiero aburrirlos con la larga lista de las cosas que me vi obligado a hacer, pero, para que se hagan una idea, mencionaré algunas: tendí camas, colgué ropa a secar, la descolgué, planché, doblé y metí en un cajón, cocí el botón de una camisa (después de ensartar el hilo en la aguja), barrí, pasé la aspiradora, trapeé, lavé ollas, platos y cubiertos, repujé el colibrí de la Líneas de Nazca en una cartera de cuero, hice origami (y no una simple grulla sino una pelota de fútbol con 12 papelitos), jugué al Jenga (y le gané a la terapeuta), inflé la llanta de una bicicleta y la monté y el enfermero aprovechó para que también inflara las llantas de las 120 sillas de ruedas del hospital, y un sinfín de cosas que sería muy largo enumerar.
La única prueba que me negué rotundamente a realizar bajo ningún concepto, por el alto riesgo que implicaba, fue orinar. Cómo se notaba en la insistencia de la terapeuta para que hiciera la prueba que era mujer y por lo tanto incapaz de comprender que hasta el menos falocéntrico de los hombres prefería mil veces, aunque fuera para salvar su vida, que le extirparan primero el cerebro o el corazón antes que arriesgarse a sufrir algún daño en la parte de su cuerpo que lo define como tal. ¿No sería la famosa envidia del pene? Felizmente, pude resistir la presión de la terapeuta porque era una prueba opcional.
Recordando que yo había alardeado de ser un buen cocinero, la terapeuta me propuso como última actividad, antes de abandonar el hospital, que preparase algún plato típico del Perú. Recurriendo a la vieja de la tienda, le encargué que me consiguiera culantro molido, ají panca, ají amarillo, ají limo y queso fresco, y, para beber, una caja de Inca Kola. Había pensado ofrecerles un pequeño banquete con algunos de los platos más representativos de la gastronomía peruana: arroz con pollo, lomo saltado, papa a la huancaína, cebiche, papas rellenas y anticuchos, pero el día señalado la vieja me dijo que no había podido conseguir las cosas que le había encargado. ¿Y ahora? ¿Qué hacía? Agarrándola del pescuezo con la mano biónica, casi la ahorco. Con su último aliento, la vieja logró zafarse y me señaló una caja tratando de aplacar mi cólera. Era una caja de latas de Inca Kola, “La bebida de sabor nacional”, aunque estas las habían envasado en Estados Unidos. Bueno, al menos, tenía la bebida. Pero, ¿y la comida? No tenía los condimentos necesarios, pero ¿acaso no había sido yo uno de los mejores cocineros del Perú? ¿Acaso no era yo quien le había enseñado a Gustón a hacer su primer huevo frito? Calma, no pasaba nada, simplemente se trataba de adaptarse a las circunstancias y de reemplazar unos ingredientes por otros. Fui donde la terapeuta y le dije que saldría a comprar los ingredientes por la puerta falsa de la cocina del pabellón de rehabilitación y que no deseaba ser molestado ni quería miradas indiscretas merodeando por allí porque no deseaba que se divulgaran mis secretos culinarios celosamente guardados y transmitidos de generación en generación a lo largo de los años.
Sin embargo, una vez que llegué al supermercado más cercano al hospital, quedé desolado: lo único que encontré fue un diminuto atadito de culantro fresco que, a duras penas, si me alcanzaría para adornar el lomo saltado. ¿Qué hacer? Me dió un ataque de pánico y ya estaba a punto de salir corriendo y de darme a la fuga, cuando, en la sección de comidas preparadas, vi unas fuentecitas de doraikarē (dry curry, arroz amarillo verdoso sazonado con curry) y-como bien dicen los Nosequién y los Nosecuántos en su "Rap del chicle choncholí": "pero tú sabes amiga cómo somos los peruanos si nos suena la barriga alguna cosa inventamos..."-se me prendió el foco de la viveza criolla. Tenía que prepararles comida peruana y no tenía los ingredientes necesarios, pero ¿acaso estos japoneses tenían la más mínima idea de lo que era la cocina peruana o habían probado jamás en su vida algún plato peruano? Sólo era cuestión de improvisar y prepararles algo que pareciera comida peruana, y, viendo la variedad de platos preparados que me rodeaban, se me ocurrió algo mejor. Tal vez, hasta me ahorraría el trabajo de cocinar. Compré doraikarē, korokke (croquetas de papa), un plato supuestamente alemán llamado jāmanpoteto (german potato, compuesto por papas sancochadas y tocino), shogayaki (plato japonés consistente en carne de chancho y cebolla aderezados con kión), sashimi (plato japonés hecho con pescado crudo), yakitori (las brochetas japonesas) de corazón de pollo, ensalada de lechuga, cebolla y tomate, huevos duros, un chisguete de pesto, una botellita de tabasco y otra de jugo de limón, un frasco de ajos molidos, una bolsa de pasas, un frasco de aceitunas, un camote asado, un choclo sancochado, un pimiento rojo y un tōfu, además de una botellita de vinagre, aceite, leche, sal, pimienta, comino y pimiento en polvo, y, en un Kentucky Fried Chicken que había no muy lejos de allí, varias presas de pollo y en el McDonald’s de al lado, unas hamburguesas y papas fritas.
Volví a entrar con mi olorosa y apetitosa carga por la puerta falsa de la cocina y rápidamente me puse a la obra. Primero vacié en una gran fuente los envases de arroz al curry y puse encima las presas de pollo del Kentucky después de haberles quitado la costra del rebozado y haberlas embadurnado con pesto (como dicen que “ta bien culantro pero no tanto”, mejor un poco de albahaca), lo adorné con unas tiritas de pimiento rojo y en menos de cinco minutos ya estaba listo el arroz con pollo. El lomo saltado lo hice mezclando el shogayaki con las papas fritas del McDonald’s más el tomate de la ensalada y lo adorné con las escasas hojitas de culantro fresco de que disponía (fresco es un decir, porque estaban ya medio marchitas). Luego, desmenucé las hamburguesas, les agregué pasas y aceitunas y huevo duro en trocitos y con esto rellené las croquetas de papa que se convirtieron automáticamente en unas deliciosas papas rellenas. El cebiche lo hice cortando en trozos más pequeños el pescado crudo del sashimi y agregándole la cebolla de la ensalada y rociándolo todo con jugo de limón, una pizca de ajos molidos y un chorrito de salsa tabasco y sirviéndolo sobre unas hojas de lechuga de la ensalada y acompañándolo con el choclo sancochado y el camote asado. Los yakitoris de corazón los enjuagué para quitarles el sabor dulzón del teriyaki y los dejé macerando durante una hora en una mezcla de ajos molidos, sal, pimienta, comino, vinagre y, a falta de ají panca, pimiento rojo en polvo; luego de lo cual los calenté directamente en la hornilla de la cocina eléctrica, provocando mucho humo y un amago de incendio y llenando los 9 pisos del hospital con el provocativo olor de los anticuchos. Las papas para la papa a la huancaína las saqué del german potato, pero la salsa sí la tuve que hacer, aunque, como no había conseguido queso fresco, no tuve más remedio que hacerla con tōfu (queso de soya) y, como tampoco tenía ají amarillo, utilicé salsa tabasco y adorné la fuente con las últimas hojas de lechuga de la ensalada, los huevos duros que quedaban cortados en rodajas y el resto de las aceitunas (a pesar del tabasco, la salsa me había quedado bastante paliducha y, como no tenía a la mano un poco de palillo para solucionarlo, me traje un pomito de témpera del taller de artesanía y manualidades y, echándome el alma a la espalda, lo vacié en la licuadora: el color quedó perfecto y apenas si se sentía el sabor de la pintura al probarla; eso sí, la lengua te quedaba de color amarillo patito).
Debo decir, no sin cierto orgullo, que el banquete fue todo un éxito. Todos quedaron impresionados por la diversidad de sabores, la variedad de texturas y el delicioso exotismo de la cocina peruana. La Inca Kola que, al principio, habían mirado con desconfianza y que probaron con cierta reticencia por ser una bebida gaseosa-en un ambiente en el cual todos estaban acostumbrados a beber sólo bebidas sanas como jugos de fruta o infusiones- tuvo luego una gran acogida cuando les expliqué que estaba hecha de hierba luisa, aunque también pudo haber contribuido a su rápida aceptación el hecho de que, habiéndoseme pasado un poco la mano con el tabasco, después de probar el cebiche, todos parecieran tragafuegos. El único incidente que puso en peligro el éxito del ágape ocurrió cuando uno de los pacientes, un claro caso de demencia senil, al que felizmente nadie prestó atención, afirmó: “Todo esto se parece a las comidas preparadas que venden en cualquier supermercado”. Sin embargo, el mayor apuro lo pasé al final de la comida cuando el médico jefe, a quienes todos veneraban como si fuera el chamán de la tribu y que se las daba de gourmet, me dijo que el fin de semana pasado había ido a comer a un restaurante peruano en Tokyo llamado “¡Qué poca!” (donde, efectivamente-según me han dicho-parece que juegan a la comidita) y que, aunque los nombres de los platos que allí había probado coincidían con los de los que yo les había ofrecido, los sabores diferían completamente. No me quedó más remedio que darle una clase magistral de lo que es la cocina fusión, para luego pasar a describirle la actual tendencia a la estilización de los platos tradicionales perpetrada por los grandes chefs de moda y finalmente explicarle cómo todos los restaurantes peruanos en el extranjero por razones comerciales trataban de adaptarse al paladar nativo pervirtiendo el auténtico, el verídico, autóctono y salvaje sabor de nuestros ancestrales platos y que sólo perpetuaban los cocineros como yo que respetábamos y seguíamos al pie de la letra las recetas de la abuela, explicación con la cual el doctor pareció quedar satisfecho y tal vez, al mismo tiempo, con la sensación de haber sido estafado y haber pagado de más en el mencionado restaurante.
El último día, el doctor se me acercó sonriente y, tendiéndome la mano (algo inusual en un japonés), me dijo:
-Ha pasado usted todas las pruebas: ¡lo felicito!
Y estaba a punto de darme el apretón de manos cuando apareció la aguafiestas de mi terapeuta agitando un papel:
-¡Nos habíamos olvidado de la prueba del delantal!
Tragando saliva, maldije para mis adentros. De aquella prueba dependía que el seguro de accidentes laborales aprobara o no el pago de mi prótesis; si fallaba, no recibiría la mano biónica. Pero después de una tensa espera mientras me concentraba y contra todo pronóstico, logré hacer el nudo y todos los que me rodeaban me aplaudieron y me abrazaron y yo me sentí como si hubiera ganado la Champions y estuviera levantando “la orejona” bajo una lluvia de confeti mientras sonaba “We are the champions”.
Entre tanto, la terapeuta que, después de todo, también tenía su corazoncito, había logrado contactarse con mi chica-que no había podido ir al hospital-y, al descubrir su rostro sonriente en la tableta, me pareció que estaba viviendo la escena final de Rocky 2 y creo que hasta podía oír la banda sonora. Levantando mi mano biónica y mostrándole el nudo del delantal a mi espalda, grité eufórico:
-¡Mira, Chica! ¡Lo he conseguido!
Ella, muy emocionada y con lágrimas de felicidad en los ojos, me respondió:
-¡Te quiero! ¡Te quiero!

La mayoría de mis conocidos no se explica por qué he estado internado tanto tiempo. “¡Más de dos meses para ponerte una prótesis!”, se extrañan cuando se los cuento.
La verdad es que el entrenamiento duraba apenas un par de semanas, pero tuve un pequeño contratiempo que prolongó mi estadía en el hospital más allá de lo previsto: al término de la segunda semana, cuando ya me iban a dar de alta, estaba ya tan acostumbrado a la prótesis que, una mañana, aún soñoliento, irreflexibamente, me llevé la mano biónica allá abajo para acomodármela y, aunque después de los 1500 huevos rotos ya me consideraba todo un experto agarrahuevos-a veces, como creo haber mencionado ya, uno no mide bien la fuerza del agarre-, y, para no entrar en detalles escabrosos, diré solamente que se me pasó un poco la mano y por eso ahora la mano izquierda no es lo único biónico que poseo. Bueno, supongo que ahora comprenderán por qué aquello de “superdotado”.