martes, 1 de noviembre de 2016

El robo del monte Fuji

El robo del monte Fuji

Sí, fui yo el que robó el monte Fuji. El que hay ahora no es más que una burda imitación del original, una maqueta de tamaño natural hecha con papel maché, cartón piedra y tecnopor, cuyas imágenes son retocadas con photoshop o reemplazadas por computer graphics.
Todo empezó con una de esas fiebres recurrentes que cada cierto tiempo me atacan, a las que me entrego con una pasión desmedida y que luego abandono con sorprendente displicencia, razón por la cual, mi hermano mayor me llamaba “Flor—de—un—día”, lo que en Japón llaman “Mikka bouzu” (monje por tres días); es decir, inconstante.
Aquella vez, era la fotografía.
Me habían regalado un libro de fotografías del monte Fuji. Decenas de fotografías tomadas por distintos fotógrafos, desde diversos ángulos, a diferentes horas y en distintas épocas del año: el Fuji, acompañado de unos sakura, en primavera; pelado, en verano; con las hojas rojas del momiji, en otoño; completamente blanco, en invierno; alumbrado por la luna llena; con el sol naciente engastado en su cráter brillando como si fuera un diamante de un millón de kilates; reflejado en uno de sus cinco lagos formando un doble juego de imágenes. Para cuando terminé de leer el libro, estaba enamorado del monte Fuji y quería, yo también, materializar, a través de una cámara, las fotografías que ya tenía en la cabeza.
Lo primero que tenía que hacer era conseguir una cámara. Fui a Akihabara y casi me vuelvo loco por la inmensa variedad de marcas, modelos y precios que había. Estaban las cámaras compactas con lente fijo y flash incorporado; las reflex de 35mm con lentes intercambiables y empezaban a aparecer, aunque a precios prohibitivos y con una calidad de resolución tan mala que sus fotos parecían mosaicos o cuadros pintados con la técnica del puntillismo de Georges Seurat, las primeras cámaras digitales. Aunque yo era consciente de que, si quería aprender de verdad, necesitaba una cámara reflex de 35mm, de lentes intercambiables y totalmente manual, como la Nikon FM2, me había bastado una sola mirada a la Nikon F5 para enamorarme de ella. La F5, una automática con función manual, concebida para uso profesional, no era una cámara sino un camarón, una camaraza, el orgullo de la marca Nikon y el sueño de cualquier fotógrafo. Fue un amor a primera vista fulminante: me bastó verla, para saber que la compraría. Medio millón de yenes por el cuerpo y un lente de 50mm era caro, pero con ella me sentía capaz de hacer cualquier cosa, ella me permitiría plasmar en el papel toda la belleza que yo llevaba dentro, porque, para mí, fotografiar podía llegar a ser casi como pintar, arte para el cual poseía un talento innato y al que me hubiera dedicado de no ser porque me aqueja un ligero temblor en el pulso —grado 9 en la escala de Parkinson—, secuela de un largo romance con doña Manuela Pajares —sólo superado en intensidad y frecuencia por el protagonista de “El lamento de Portnoy”, creo—, debido al cual lo más aproximado a una línea recta que soy capaz de dibujar es una en zigzag. Fui corriendo al banco y saqué el dinero, pero, en el último momento, un ataque de cordura me impidió realizar la compra. Me di una semana para pensarlo bien. Esa noche soñé con la F5 y estuve a punto de tener una polución nocturna.
A mitad de semana, pasé por casualidad frente al local de un prestamista que había en una callejuela cerca de la estación de Minami Rinkan, donde los viciosos del pachinko de la esquina iban a empeñar sus joyas y relojes cuando se quedaban sin dinero para seguir jugando. Iba en bicicleta, así que sólo la vi de pasada, pero algo en su vitrina llamó poderosamente mi atención. Regresando sobre mis pasos, me detuve frente al pequeño establecimiento y, grande fue mi sorpresa cuando descubrí, entre el más heterogéneo revoltijo de cachivaches, una F5 y a sólo ¡cien mil yenes! Fui corriendo a traer el dinero, pero, cuando regresé, ya no estaba. El prestamista, un viejo enjuto y encorvado, de mirada rapaz y aspecto ladino y taimado, como un buitre al acecho, que, a pesar de tener los ojos rasgados, los pómulos salientes, la nariz ñata y la piel amarilla, algo tenía del arquetípico usurero judío, me dijo que su propietario acababa de recuperarla hacía sólo cinco minutos. Maldije mi suerte.
—Tal vez le interese esto —dijo alcanzándome un estuche de cuero—. Me lo dejó un marine borracho hace ya más de un año y nunca más volvió.
Abrí el estuche y me encontré con un objeto de una forma muy peculiar, una mezcla de cámara y filmadora, que tenía una robustez inusual y el aire típico —acabado tosco, de aparente fabricación casera— de los prototipos, de los modelos de prueba, cuya forma recordaba vagamente la un teodolito.
—Como no creo que nadie quiera esa cosa y yo sólo quiero recuperar mi dinero, déme diez mil yenes y es suya —dijo el prestamista frotándose las manos con una sonrisa mefistofélica en los labios.
Iba a devolvérsela, cuando vi que la especie de manual manuscrito que acompañaba a la cámara estaba firmado por Stephen Hawking. Como no hacía mucho yo había leído su libro “Agujeros negros y pequeños universos” y aquella cámara no era a todas luces una cámara convencional, sentí una gran curiosidad por saber de qué se trataba. Así que la compré.
Ya en mi apartamento, después de leer el manual, quedé anonadado. Si había entendido bien la jerigonza cientificista y la enmarañada “letra de doctor” de Hawking —en cuyo caso, los postulados de la grafología según los cuales la letra de una persona refleja no sólo los rasgos de su personalidad sino hasta su aspecto físico, sí se cumplían—, y si mis conocimientos de inglés —que, aunque es cierto que eran muy superiores a los del comunero quechua hablante monolingüe promedio de las alturas de Uchuraccay, me parece que no alcanzaban para ser considerado bilingüe, pues mi vocabulario sólo constaba de unas treinta palabras—, habían sido suficientes, la cámara contenía una partícula de una estrella colapsada, es decir, un pequeño agujero negro cuyo poder de absorción estaba regulado, al igual que en una cámara convencional, por la apertura del diafragma, la velocidad de obturación y la sensibilidad ISO, capaz de capturar no imágenes sino los objetos en sí mismos. Indudablemente, había sido concebida con fines bélicos y por eso había llegado a manos de aquel marine. Hawking advertía del peligro que implicaba “fotografiar” con ella a seres humanos. Poniendo como ejemplo su propio caso, reconocía que su discapacidad se debía a los años de experimentación con la cámara en los que en muchas ocasiones se había expuesto a los efectos de la misma “autorretratándose” y no a la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), como se había divulgado públicamente. Me sentí, de pronto, en posesión de un poder ilimitado. Según el dictum de Acton, “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe de modo absoluto”. Sin que pudiera evitarlo, empezó a afluir lo peor de mí.
Hasta cierto punto era comprensible que en el Perú me hubiesen tratado despectivamente por ser “chino”, pero que aquí, en la tierra de mis abuelos, fuera discriminado por ser extranjero era algo que escapaba a mi entendimiento. Ahora podía vengarme del maltrato recibido, los golpearía donde más les dolía: en el orgullo. ¡Les robaría el monte Fuji!
En el libro que me habían regalado, al pie de cada foto, no sólo figuraban los datos técnicos como modelo de la cámara empleada, tipo de lente, sensibilidad de la película, velocidad de obturación y tamaño de la apertura del diafragma sino también, desde dónde habían sido tomadas y hasta cómo llegar a esos lugares en tren o automóvil. Estuve observando las fotografías y después de decidirme por una, reservé por teléfono una plaza en el camping del lago Motosuko, uno de los cinco lagos del Fuji, desde donde se accedía al Panorama Dai, un observatorio natural situado a 1325 metros de altura, desde el cual había sido tomada la foto que más me había gustado. El viernes por la noche, metí en una mochila el libro, la cámara, un trípode, una bolsa de dormir y una tienda de campaña unipersonal, y el sábado temprano salí hacia la prefectura de Yamanashi. Esa noche, en el campamento, después de una frugal comida consistente en un trozo de carne y unas papas asadas en una parrilla portátil, me dormí temprano abrigado por los rescoldos de la fogata, y, al alba del domingo, ya estaba apostado en la cima de la colina aguardando la salida del sol. Apenas alumbrado por la tenue luz sonrosada de la aurora, como una insinuante bailarina de la sensual Danza de los siete velos, el monte Fuji se fue despojando lentamente, con provocadora indolencia, del sutil y vaporoso manto que lo cubría y fue mostrando, poco a poco, sus encantos, sus curvas, sus redondeados contornos, dejando entrever su difuminada y esbelta silueta, y, cuando el sol llegó a su cenit, se mostró, de pronto, en todo su desnudo y hermoso esplendor, y yo quedé obnubilado por la majestad de su serena belleza. El blanco veteado que, como cera derretida, bajaba del casquete de nieve que lo coronaba, contrastaba vivamente con el azulado gris de sus faldas y con el azul celeste del cielo, como en un colorido ukiyoe de Hokusai.
Había llegado el momento. No había ni una sola nube.
Saqué la cámara de su estuche, la monté en el trípode y, para asegurarme de que no se moviera, le conecté un cable disparador de aguja.
Como lo que me interesaba era “capturar” al Fuji, pensé que lo mejor era hacer un enfoque selectivo limitando la profundidad de campo, así que escogí una gran apertura (f1.2), y, como había mucha luz, me pareció necesaria una velocidad de obturación alta, así que giré la rueda hasta 1/4000 Mirando a través del visor, compuse el encuadre y, haciendo girar el anillo del lente, ajusté el enfoque: el monte Fuji se veía con una nitidez irreal, parecía al alcance de mi mano. Conteniendo la respiración, apreté el disparador y entonces el tiempo se congeló: aquellas 25 cienmilésimas de segundo parecieron transcurrir en cámara lenta. Pude ver como el Fuji se dividía en pequeños fragmentos, como en la pintura “Desintegración de la persistencia de la memoria” de Dalí, que fueron ingresando por el objetivo de la cámara como un enjambre de abejas regresando a su colmena, acompañados por un ruido de succión como el que produce el agua de una tina al irse por el desagüe, y por un fuerte viento que peinó mis cabellos hacia atrás. Era increíble: el monte Fuji había desaparecido. En su lugar sólo quedaba una enorme meseta de piedra volcánica llena de pequeños cráteres, que recordaba un paisaje lunar y donde no quedaba ni siquiera el consuelo de un pedruzco.
Cuando me repuse del shock, miré la pequeña pantalla de la cámara y, aunque lo estaba viendo, no lo podía creer: ahí estaba el monte Fuji tal como lo había visto antes de apretar el disparador. Fui presa del pánico y, antes de que alguien me viera, huí de la escena del crimen.
***
Demasiado concentrados en sus trabajos o porque estaban acostumbrados a que se hallase oculto tras una espesa capa de nubes, los japoneses tardaron increíblemente más de una semana en darse cuenta de que el Fuji, el monte sagrado, había desaparecido. En realidad, había sido un extranjero, Mr. Smith, un fotógrafo americano que había venido al Japón con el único propósito de fotografiarlo, quien había dado la voz de alarma. Después de haberlo acechado sin éxito desde todos los lugares desde los cuales le dijeron que se podía verlo, y, equipado con su mapa, su brújula y sus binoculares, haberlo buscado por todas partes sin encontrarlo, a Mr. Smith no le había quedado más remedio que ir a la Oficina de información turística de la estación de Fujiyoshida, uno de los puntos de partida para la ascensión del monte Fuji, donde, después de consultar su Pocket interpreter, pues no confiaba mucho en el inglés de los japoneses, dijo en un japonés perfecto: “¡Se me perdió el Fuji!”
“¡Mierda!”, suspiró Yamamoto Manabu, el encargado de la oficina. “Por más señales que ponemos y panfletos en inglés que repartimos, estos extranjeros tontos no logran encontrar lo que buscan”.
Sin embargo, dos horas después, cuando, exasperado ante la insistencia de Mr. Smith, decidió, para darle una lección, acompañarlo personalmente, el funcionario no pudo creer lo que veía: el monte Fuji, con sus 3776 metros de altura y sus más de mil millones de toneladas de peso, había, efectivamente, desaparecido y, en su lugar, sólo había quedado una meseta pelada en la que se estaban soleando unas lagartijas.
La noticia conmocionó al país. Muchos murieron de la impresión. Otros optaron por el suicidio haciéndose el harakiri. Al día siguiente, cientos de miles de personas se congregaron frente al Palacio Imperial para esperar las palabras del Emperador. Sin embargo, a éste no se le ocurrió otra cosa que repetir las mismas palabras que su padre había pronunciado cincuenta años antes en su discurso de rendición:
—Hemos de soportar lo insoportable.
Lo primero que se pensó fue que era una represalia del MRTA por Chavín de Huántar, la exitosa operación de rescate efectuada en la residencia del embajador japonés en Lima en la que murieron los catorce miembros del grupo terrorista. Isaac Velazco, el portavoz internacional de la agrupación, declaró en Hamburgo que, aunque no había sido informado al respecto, ésta era sin duda una operación digna de la audacia de sus camaradas. “Les advertí que la sangre derramada jamás sería olvidada”, dijo. Por su parte, la jefa del comando sur del MRTA, Aída Ochoa, presa en Bolivia, anunció, desde la cárcel, que la primera letra de la Deuda de sangre había sido cobrada. “¡Comandante Cerpa, descansa en paz!”, exclamó.
Otros responsabilizaron al Aum Shinrikyou de lo sucedido. Pronto comenzó a circular el rumor de que los miembros de la Secta de la Verdad Suprema exigían la libertad de su líder a cambio de la devolución del monte. Sin embargo, Shoukou Asahara dijo que él no sabía nada al respecto, pero que no descartaba la posibilidad de que fuera cierto. “Mis amigos son tan locos”, declaró en un perfecto español que desconcertó a los miembros del tribunal que lo estaba juzgando.
Los okinawenses por su parte le echaron la culpa a los militares americanos. Los acusaban de haber desaparecido el monte con el único propósito de tener un terreno donde instalar una base más.
Se sospechaba también del prefecto de Shizuoka, quien, presionado por poderosos grupos económicos que deseaban que Shizuoka fuera una de las sedes del Campeonato mundial de fútbol del 2002, había estado buscando desesperadamente un terreno apropiado para construir un estadio.
También volvió a salir a la luz, una vez más, la versión según la cual los Yakuza cobraban una prima de protección sobre el monte. Se especulaba que debido a la recesión, el gobierno no había podido pagar la cuota correspondiente a ese año y que los mafiosos habían cumplido su amenaza. Se decía que el aumento del impuesto a las ventas había sido un último intento desesperado por recaudar fondos para pagar la prima y que el Primer Ministro responsabilizaba a los miembros de la Dieta no sólo de haber demorado la aprobación del proyecto con inútiles debates sino también de haberlo modificado postergando su poder ejecutivo al año en curso en vez del plan inicial según el cual hubiera tenido una retroactividad de seis meses. Es decir, que la gente hubiera tenido que pagar la diferencia de los bienes adquiridos en ese lapso de tiempo, única forma de la que se habría podido recaudar la suma requerida por los mafiosos.
Algunas personas responsabilizaron a David Copperfield, que hacía unos días había estado de gira por Japón. Cuando fue interrogado, el conocido ilusionista norteamericano estuvo tentado por un momento a responder afirmativamente, pero recordando que le pedirían que volviera a hacerlo aparecer, reconoció apenado que él no había sido.
Incluso Mr. Marikku, famoso mago japonés conocido también por sus apariciones en un programa de televisión en las que hacía alarde de su famosa “Tejikara” (el poder de sus manos), fue citado para ser interrogado. Dijo que se trataba de un truco muy sencillo, pero que por ética profesional se veía imposibilitado de revelar el secreto.
El propietario de una joyería de la ciudad de Isesaki, en la prefectura de Gunma, afirmó que sin duda los responsables de la desaparición del Fuji eran los dekasegi peruanos (su negocio había sido asaltado por peruanos en tres oportunidades).
Los primeros afectados económicamente por la desaparición del Fuji habían sido los propietarios de los bienes inmuebles y terrenos de los alrededores. Aunque su valor se depreciaba cada día más, los propietarios se negaban a vender, pues pensaban que sólo se trataba de una maniobra de las grandes inmobiliarias para comprar sus propiedades a precios irrisorios y luego volverlas a vender, una vez hubieran devuelto el monte a su lugar, quedándose con una apreciable diferencia.
Pero hubo también gente que se benefició. La desaparición del Fuji generó una ola de inseguridad tan grande (porque se pensaba que, si habían podido robarse un monte, de qué cosa no serían capaces), que la gente, presa del pánico, había ido corriendo a comprar candados, cerraduras, cadenas, cercos, alambradas, alarmas, reflectores, etc.
***
Casi un mes después de la desaparición del monte, la policía no había descubierto absolutamente nada, pues no tenían ninguna pista que seguir.
—Debe haber habido un testigo —rugió el teniente de policía en la reunión que celebraba todas las mañanas con los oficiales encargados del caso—. Nadie puede haberse robado el monte sin que haya habido un testigo. Quiero ese testigo. Búsquenlo.
El teniente de policía se llamaba Yamashita y, debido a su inoperancia, los medios de comunicación empezaban a burlarse de él. Aprovechando que los kanji de su apellido significan “monte” y “abajo”, un diario sensacionalista había publicado una caricatura en la que el teniente aparecía mirando en todas las direcciones mientras el monte estaba sobre su cabeza.
Pocos días después, un anciano se había presentado en un puesto policial diciendo que tenía algo que tal vez fuera una pista. Inmediatamente, había sido conducido donde el teniente Yamashita. Sin decir nada, el anciano le entregó una fotografía. El teniente la miró y sólo vio una mancha oscura, de forma alargada y aguzada en uno de sus extremos, que le hizo recordar la escultura que adorna el edificio de la cerveza Asahi en Asakusa, más conocido como “Edificio de la caca”.
—¿Qué es esto? —inquirió, perplejo, el teniente—. ¿Una nube?
—No —dijo el anciano sin inmutarse—. Es el monte Fuji. La tomé el día que desapareció. No había una sola nube. En ese momento creí que había sido víctima de una ilusión óptica, pero no fue así. Estoy seguro, porque estuve esperando el momento propicio para tomar la fotografía. Busqué el ángulo apropiado, escogí la apertura del diafragma y la velocidad de obturación adecuadas y enfoqué. Todo estaba perfecto. Sin embargo, en el preciso momento en el que disparaba, alguien aspiró el monte. Yamashita se fijó nuevamente en la fotografía. En efecto, la mancha se alargaba hacia un lado perdiendo su forma original como si hubiera sido aspirada. ¿Pero era el monte Fuji? Parecía más bien un enorme genio salido de las Mil y una noches volviendo a su lámpara.
—Ésta fue tomada un minuto antes —dijo el anciano alcanzándole otra fotografía.
El teniente Yamashita las comparó. Había sido tomada sin duda desde el mismo ángulo. Todos los detalles secundarios coincidían. Pero en ésta el monte Fuji aparecía con una nitidez sobrenatural, más que una fotografía aquella parecía una ventana y al teniente Yamashita le vinieron muy gratos recuerdos a la memoria, porque en uno de los hoteles con vista al Fuji había pasado su luna de miel. ¿Hacía cuánto? ¿Quince, dieciséis años?
—Como le dije hace un momento —lo regresó al presente el anciano—, ese día no había una sola nube.
El teniente Yamashita le pidió al anciano que lo llevara hasta el lugar desde donde había tomado la fotografía. Desde ahí, el teniente observó que si alguien había, como decía el anciano, “aspirado” el Fuji, debía haberlo hecho desde el este, desde la zona comprendida entre los lagos Shojiko y Motosuko, y, probablemente, desde un lugar alto, tal vez, desde alguna de las montañas de la zona.
En una operación bautizada con el nombre de “La aspiradora”, miles de agentes de la policía rastrearon la zona durante los siguientes días en busca del más mínimo indicio.
La encargada del Camping del lago Motosuko declaró a uno de los agentes que la tarde del sábado 3 de mayo, un hombre había solicitado un lote para acampar y que había preguntado insistentemente por el Panorama Dai, un punto de observación del monte Fuji, porque quería tomar algunas fotografías. Había preguntado, además, a qué hora salía el sol, porque quería hacerlo a esa hora. Al día siguiente, en la mañana, su tienda de campaña ya no estaba.
—Me olvidaba de algo —agregó la mujer—. El hombre, aunque tenía cara de japonés, no hablaba bien el japonés, lo hablaba como… como un extranjero.
***
El primer ministro chino, a su paso por Tokio, declaró con sorna que, si el ladrón del monte Fuji se animaba a ir a la China, sería detenido por la Gran Muralla. Sin embargo, pocas semanas después, los chinos reportaron que la Gran Muralla China, la única construcción humana que se distinguía a simple vista desde la Luna, había desaparecido.
Pero, como para el resto del mundo, los chinos y los japoneses eran prácticamente la misma cosa, nadie los tomó en serio. Se habló de fiebre amarilla.
Perdidas las esperanzas de recuperar el Fuji, los japoneses necesitaban llenar el vacío que éste había dejado. Justo cuando estaban por culminar las negociaciones para la adquisición y posterior traslado a suelo japonés del monte Everest, por la fabulosa suma de 900 billones de yenes (11 millones de millones de dólares), el presupuesto japonés de 10 años, llegó a Tokio la noticia de que no sólo el Everest sino que toda la cadena montañosa del Himalaya, con los catorce ocho miles, había desaparecido, lo cual desplazó el eje de rotación de la tierra haciendo que girara más rápido, de manera que los días se acortaron en un microsegundo (una millonésima de segundo), hecho que alegró a algunos, especialmente a los que no les gusta su trabajo, porque vieron recortarse su jornada laboral de forma significativa.
Sólo después de que desaparecieron el Taj Mahal de la India, la Esfinge y las Pirámides de Egipto, el resto del mundo tomó en serio la amenaza.
En Nueva York, la Estatua de la Libertad fue cubierta con una cúpula de una fibra transparente capaz de resistir una explosión atómica diez veces mayor que las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Mientras que en París, la Torre Eiffel era electrificada para que nadie pudiera tocarla. Todas las ciudades que poseían algo valioso tomaron las medidas necesarias para evitar que el ladrón se llevara sus tesoros. El presidente del Perú, Alberto Fujimori, que no dejaba escapar ninguna oportunidad para aumentar su popularidad con miras a las Elecciones del año 2000, declaró en Lima que, a partir de ese momento, le encargaba la presidencia de la república a su primer vicepresidente para asumir personalmente el cargo que acababa de crear: Guachimán de Machu Picchu.
***
Habiéndome convertido en el Enemigo público número uno del mundo y siendo buscado no sólo por la policía nacional de varios países sino también por la Interpol, yo me escudaba en mi no hacía mucho adquirida nacionalidad japonesa. Mientras todo el mundo se hallaba tras la pista de aquel misterioso extranjero que —según las declaraciones de la encargada del Camping del lago Motosuko—, había pernoctado en sus instalaciones aquella noche y que era, hasta ese momento, el principal sospechoso, yo viajaba tranquilamente, porque gracias a mi cara y a mi pasaporte japonés —mientras no hablase—, era considerado para todos los efectos como japonés.
Por eso, el día que fui a visitar las Líneas de Nazca, María Reiche no sospechó nada y hasta me felicitó por hablar tan bien el español y sólo cuando me acompañó hasta la avioneta desde la que tomaría las fotos, no pudo dejar de observar que era la primera vez que veía una cámara tan rara, aunque no vivió lo suficiente para contarlo.
Y, por eso, he podido llegar sin problemas hasta el Cuzco y ahora me encuentro frente a la ciudadela de Machu Picchu (“La ciudad suspendida en el aire”, como la llaman los japoneses) y estoy a punto de presionar el disparador.