domingo, 25 de septiembre de 2016

Volviendo a descubrir América

Volviendo a descubrir América

El fin de semana pasado, mi chica y yo fuimos a comprar kamaboko de Okinawa a la tienda Okinawa Takarajima del mall LaLaport de Yokohama. Al salir de la tienda, bebí un sorbo de sanpincha heladito (¡Qué delicia!) y, de pronto, con esa lucidez que sólo se consigue cuando se está bajo los efectos del ayahuasca, tuve una intuición: que el sanpincha no era nada más ni nada menos que el vulgar té jazmín que tomábamos en la casa de mi obā. Siempre me había preguntado por qué tomaban té jazmín chino (era una de las cosas que más se regalaban: té jazmín en su lata cuadrada amarilla que estaba en cuatro idiomas: chino, inglés, francés y japonés) en vez de té verde japonés. Ahora lo sabía, claro: en la época del Reino de Ryūkyū, antes de la invasión de los Satsuma, Okinawa tenía un comercio casi exclusivo con China, así que no es de extrañar que se hubieran acostumbrado a beber el té jazmín chino. (¡Y yo que todos los años le mando té verde de Shizuoka a mi tía de Kumejima! ¿Qué habrá hecho con él? ¿Habrá rellenado una makura?).
No sin cierto orgullo, le comuniqué mi descubrimiento a mi chica y ella, que no tiene mucha paciencia, me espetó:
-¡Colón! ¿Recién te das cuenta?
No queriendo pasar por ignorante, le dije:
-No, sólo era una broma.

Lo cuento por si hubiera alguien tan despistado como yo: sanpincha es té jazmín en uchināguchi y viene del chino shanpiencha o shanpienshā o shanpenshā (no se sabe muy bien: la cosa es que viene del chino).

domingo, 18 de septiembre de 2016

Apología del sōmen irichī

Apología del sōmen irichī

Cuando uno escucha “Comida okinawense” la primera imagen que se nos viene a la cabeza es la de un sōki soba o un gōyā chanpurū y es indudable que ambos pueden ser considerados sus platos más representativos. En los casi veintisiete años que vivo en Japón, he visto cómo-mientras en todo el mundo la comida japonesa se iba poniendo de moda-aquí en naichi iban apareciendo cada vez más restaurantes de comida okinawense, desde modestos restaurantes de barrio (como los de Little Okinawa, en Tsurumi), grasientos y cochinitos, pero donde se puede saborear el verdadero aji, hasta los más pitucos como el Gachimayā de Omotesandō (una de las zonas más exclusivas de Tōkyō), donde los platos ya están un poco estilizados, son caros y encima juegan a la comidita. Incluso en algunos family restaurant (restaurantes de cadena) es posible hallar en su menú gōyā chanpurū y, a diferencia de hace algunos años, ahora se consigue gōyā en cualquier supermercado de barrio (lo que no se consigue así nomás es kamaboko de Okinawa y shimadōfu, el tōfu de Okinawa).
En todos estos restaurantes, el sōki soba y el gōyā chanpurū son los amos de la carta.
Pero hoy yo quiero romper una lanza por el más modesto pero no por ello menos rico sōmen irichī. Un puñado de sōmen hervido, unas gotas de aceite, un par de huevos batidos, un poquito de cebollita china bien picada y una pizca de sal, se revuelve todo en una sartén bien caliente y-en menos de lo que nuestro cerebro tarda en traducir al español ippē māsan-ya está listo.
¿Hay algún plato más minimalista que éste? (Bueno, sí, un huevo frito). Pero cómo lo disfrutaba yo de niño (época en la que, tal vez, para mi paladar infantil el gōyā era demasiado amargo).
Y no sólo yo, también mi ojī y sus amigos. Manjares como el ashi-teibichi se preparaban para las grandes ocasiones, pero había un grupo de amigos que iban a visitar a mi ojī casi a diario y para ellos mi obā preparaba platos sencillos y rápidos como el sōmen irichī. Yo los veía celebrar con alborozo cuando mi obā llegaba con la fuente humeante y comer con muchas ganas y apetito.
Emociona pensar que aquellos hombres que, aunque en su Okinawa natal habían sido muy pobres, a pesar de que ya estaban bien establecidos en Perú (todos tenían ya su propio negocio), siguieran conservando sus austeras costumbres y se contentaran con un plato tan humilde. No hay duda de que seguían siendo buenos pobres.
¿Máquina del tiempo? ¡Pamplinas! A mí me basta un bocado de sōmen irichī-o un sorbo de Kola Inglesa, la chaposa más sabrosa-para regresar a aquella época y volver a ser aquel chiquillo con los puños de la chompa tiesos de moco, las manos sucias por jugar con el trompo y las bolitas y que tardó tanto para dejar el chupón que cuando lo hizo fue para coger su primer cigarrillo.

Y quizás sea por eso que me gusta tanto.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Al que quiera celeste, que le cueste

Al que quiera celeste, que le cueste

Cuando mi papá falleció en Perú, no alcancé a llegar al velorio ni al entierro y sólo pude asistir a las primeras misas, porque en la fábrica sólo me dieron tres semanas de permiso.
Cuando regresé a Japón, a pesar de que yo era (y lo sigo siendo) muy ignorante en todo lo referente a las prácticas relacionadas con el butsudan, me encargaron que comprara un ukōru (el recipiente donde se ponen los senkō) y que lo enviara lo más rápido posible porque tenía que llegar antes de la misa de los cuarenta y nueve días.
Apenas llegué a Japón, aprovechando que estaba en el turno de noche, lo primero que hice fue ir al local más cercano a mi apāto de las tiendas Hasegawa (especializadas en butsudan y sus accesorios) y el primer problema que surgió fue que allí no sabían lo que era un ukōru. ¿Era posible? ¿No me estaría tomando el pelo el vendedor? ¿Había varias mesas llenas de ellos de todos los modelos y tamaños y me decía que no sabía lo que era un ukōru? Me acerqué a las mesas y, tomando uno de los recipientes, le dije: “Quiero uno de éstos”.
-¡Ah!-exclamó el vendedor sonriendo-. Lo que usted quiere es un “kōro”.
-¿No se llama “ukōru”?-pregunté mirando el papelito arrugado donde había apuntado el nombre.
-No-aseguró el vendedor-. Se llama “kōro”.
Pensé que debía haber escuchado mal cuando apunté el nombre y no le di mayor importancia al asunto. Yo había ido directamente de la fábrica y todavía estaba con mi uniforme. El vendedor me echó una ojeada de pies a cabeza y, tal vez juzgando por mi aspecto zarrapastroso que yo era muy pobre, me ofreció el kōro más barato: costaba 10 mil yenes y era liviano y parecía muy frágil. Yo recién había cobrado mi sueldo (nos pagaban en efectivo) y cuando saqué mi sobre y el vendedor vio que éste contenía más de 300 mil yenes, inmediatamente fue a traer otro kōro y me dijo que ése era mucho mejor, tenía un alma de acero inoxidable bajo la capa de cerámica, lo cual lo hacía más pesado, estable y duradero. Lo sopesé y de verdad que era muy pesado y parecía muy resistente. El vendedor me aseguró que duraría el triple que el barato. “Sí, pero vale seis veces más”, pensé.
El vendedor, que tenía un alma tan aceradamente comercial y era tan pesado como el kōro que me estaba ofreciendo, consiguió en base a insistencia, a que yo lo único que quería en ese momento era irme a dormir y finalmente con el argumento de que el espíritu de mi papá partiría hacia el otro mundo más feliz si era incensado con ese kōro, que le comprara el más caro (“Todo sea para que el viejo se vaya contento y no se queje cuando venga a visitar en obon”, pensé mientras sacaba del sobre los 6 billetes de 10 mil yenes). Lo mandé por Nippon Express (una empresa de transporte internacional) y, como era muy pesado, me cobraron 45 mil yenes..
Cuando, ese fin de semana, después de hacer cola en el teléfono internacional de la estación, llamé a Perú para comprobar si ya había llegado, mi mamá me dijo:
-No sirve: la yuta dice que tiene que ser azul. Además, es muy chico.
Parece que, como los okinawenses ponen tres senkō (a diferencia de acá en naichi, donde sólo ponen uno), el kōro tenía que ser más grande.
¡No lo podía creer! El bendito kōro con el envío me había costado más de 100 mil yenes y ¡no servía!
No pude ir nuevamente a la tienda de Hasegawa hasta el sábado. Pero allí me dijeron que no tenían ningún kōro azul. Le conté al vendedor que mi familia provenía de Okinawa y a él se le ocurrió la idea de llamar a la tienda de Naha para consultar. Regresó después de unos minutos diciendo que allá si había, pero que tardaría varios días en llegar. Miré el calendario: quedaba ya menos de una semana. No podía esperar. Saqué dinero del banco y así como estaba fui a Haneda. Una hora después, salió mi vuelo y dos horas y media más tarde, ya estaba en Naha. Tomé un taxi y en menos de 10 minutos me dejó en la puerta de la tienda de Hasegawa de Naha.
Dije que quería un “kōro” y el vendedor abrió aún más sus grandes ojos okinawenses y me miró con extrañeza. En ese momento lo entendí: seguro que en naichi lo llamaban “kōro” y que en Okinawa le decían...¿Cómo era? Busqué mi papelito arrugado y dije pronunciando bien cada sílaba: “u-kō-ru”.
-¡Ah!-exclamó el vendedor sonriendo-. ¡Un ukōru!
Cuando salí de la tienda con mi ukōru azul bien empaquetado, ya estaba atardeciendo. En una de las esquinas de kokusai dōri, una chica con muy poca ropa y mucha piel bronceada a la vista empezó a jalonearme de la mano hacia una de las callejuelas y a duras penas conseguí evitar caer en la tentación poniendo entre ella y yo, como si fuera un detente, el ukōru azul. Además, sólo quedaba media hora para que saliera mi vuelo de regreso. Era la primera vez que había ido a Okinawa y sólo había conocido el aeropuerto.
El día de la misa llamé a Perú y mi mamá me dijo que no habían podido recoger el ukōru porque el servicio de aduanas estaba de huelga.
-¿Y cómo han hecho?-pregunté preocupado.
-La yuta se ha comunicado con el espíritu de tu papá y ha dicho que no hay problema en usar el ukōru negro.
Y ¿qué habría sido del bonito ukōru azul que compré? Con todo el ajetreo de las misas se habían olvidado de ir a recogerlo. ¿Seguiría acumulando polvo en uno de los depósitos de la aduana? Pero, lo más importante: ¿habría quedado realmente satisfecho mi papá con el ukōru negro? 
¡Un momento! Ahora que me acuerdo, mi papá era daltónico (por eso, de mi salón del colegio, yo fui el último en tener televisor a colores), así que tal vez no haya notado la diferencia.

sábado, 10 de septiembre de 2016

La dama de hierro

La dama de hierro

No, no me refiero a Margaret Thatcher sino a esa humilde mujer pero de una gran fortaleza física y moral que fue mi obā, quien, en su Kyan natal, tenía que caminar una gran distancia llevando a cuestas su carga de seda cruda, que cruzó el océano Pacífico impulsada por la esperanza de ahorrar un poco de dinero, que después de mil sacrificios llegó a tener su panadería en Perú y que, más de treinta años después, luego de haber visto nacer a sus nueve hijos en Perú, regresó de visita a su tierra-antes de la devolución de Okinawa al Japón-, llevando toda clase de regalos a su empobrecida parentela.
Mi obā, en los primeros tiempos de la panadería (yo no había nacido aún cuando tenían la chacra), cuando todavía no tenía muchos clientes, para balancear el presupuesto familiar, no vaciló en criar patos en la azotea de su casa y luego venderlos vivos a las afueras del mercado de Jesús María, teniendo, a veces, que pelearse con los policías municipales por no tener permiso (¿Me vendrá de ahí la vocación de vendedor ambulante? Una vez, en que estuve desempleado aquí en Japón, se me ocurrió ir a vender aretes artesanales peruanos a Omotesandō, que, por entonces, no era todavía la exclusiva zona comercial que es ahora. Tenía que pagar la cuota de protección a los yakuza por ser vendedor ambulante. Como yo soy un poco lento para los números, sólo después de tres meses, en los que no vendí ni siquiera medio par de aretes y acumulé un déficit de 300 mil yenes, me dí cuenta de que ese negocio no era rentable).
Porque, aunque mi ojī era el león, el que rugía o, mejor dicho, carajeaba por doquier, la que cazaba, es decir, la que llevaba las cuentas de la panadería y llevaba las riendas de la casa era mi obā (¿sería porque el reino de Ryū Kyū había sido una sociedad matriarcal donde la yuta tenía un protagonismo mucho mayor que el simple papel de adivina al que prácticamente está relegada en la actualidad?).
Ya se sabe que comer bastante es el único lujo que se pueden permitir los pobres.
Después de haber pasado hambre en su tierra natal, la filosofía de mi obā parecía poder resumirse en el dicho: “Barriga llena, corazón contento” (A propósito, ¿tendría llena la barriga Marisol cuando cantaba “Tengo el corazón contento?).
Cada vez que acá, en Japón, me invitan a comer y me dicen: “Nanimo nai desuga, dōzo, takusan tabete kudasai” (No hay nada, pero coma bastante por favor), me acuerdo de mi obā, porque no bien entrabas a su casa, lo primero que te preguntaba era: “¿Ya ha comido?”. Y, antes de que pudieras responder, ya te estaba empujando hacia el comedor: “En la cocina hay bastante comida”, decía. “Come bastante que en tu casa no hay así”, agregaba en un tono pícaro y se reía, orgullosa de su buena mano para la cocina. Lo gracioso es que, a veces, se escuchaba al fondo la voz de una de mis tías que decía:
Okā! ¡No hay nada de comida, ah!
Pero no había problema. Por la cantidad de visitas que recibían, la casa de mi obā parecía un restaurante. En una época en la que era normal cocinar dos veces al día, allí estaban acostumbrados a cocinar tres, cuatro o todas las veces que fuera necesario para atender a las visitas. Nunca conocí una casa tan hospitalaria como la de mi obā.
Decir que la casa de mi obā estaba abierta para todo el mundo es casi literal. La Jesús María de fines de los años sesenta y principios de los setenta era tan tranquila que en la casa de mi obā nadie tenía llave: bastaba con meter la mano por la ventanita de la puerta y uno mismo abría la cerradura (y eso que, como mi obā no confiaba en los bancos, en el ropero de su cuarto se guardaba toda la fortuna familiar). Claro, era otra época: la del televisor en blanco y negro y el tocadiscos; la del teléfono negro, pesado y con dial, y la de la máquina de escribir mecánica (todo lo que ahora llevamos en el iPhone); el hombre acababa de llegar a la Luna y todos creían que, para el año 2000, estaríamos tan adelantados que nos alimentaríamos con píldoras y que no sería necesario caminar porque habría zapatos voladores o que, en su defecto, sería el fin del mundo (yo ya había sacado mi cuenta: sólo viviría hasta los 35 años y, tal vez, por eso, fui precoz en todo desde mi nacimiento, menos en dejar el chupón).
Así las cosas, no es de extrañar que yo fuera un niño rechoncho y consentido hasta los cinco años, cuando me fui a San Isidro a vivir con mis padres.
En 1990, cuando ya tenía un año en Japón, mis padres vinieron de paseo y les pedí que trajeran a mi obā, pero su estado de salud no lo permitió y se quedó sin poder volver a ver una vez más su-ahora remozada, pacífica y, por fin, relativamente próspera- querida tierra de Okinawa (snif, snif).



sábado, 3 de septiembre de 2016

Uno recibe lo mismo que da

Uno recibe lo mismo que da

Mi obā y mi ojī recibían muchas visitas y uno de mis trabajos, cuando vivía con ellos, era desempaquetar los regalos que traían, algo que yo hacía con mucha diligencia animado-todo hay que decirlo-por la secreta esperanza de descubrir entre ellos alguna agradable sorpresa bajo la forma de una bolsa de galletas de kión (que me encantaban) o una lata de duraznos en almíbar. Pero casi siempre se trataba de lo mismo: sōmen, nori, shiitake deshidratado, katsuobushi, té jazmín, shōyu (que en la casa de mi obā llamaban soyū), productos todos ellos que no despertaban en mí el menor interés. Yo desesperaba de la poca imaginación de los visitantes: ya no me hacía falta abrir los paquetes para saber lo que contenían, me bastaba con palparlos. Metía las cosas dentro del aparador del comedor y, a veces, por falta de espacio, tenía que apilarlas también encima de modo que llegaba a parecer el mostrador de una tienda de productos japoneses. Abría los paquetes con cuidado, de modo que el papel pudiera volver a utilizarse, porque, a veces, cuando mi obā hacía una visita intempestiva y no tenía tiempo de comprar algo, me pedía que hiciera lo contrario: que cogiese dos o tres cosas y las envolviera para que las llevara de regalo.
Como el hombre es haragán por naturaleza y siempre trata de vivir bajo la ley del mínimo esfuerzo, no pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que mi labor era inútil. Entoces dejé de desenvolver los paquetes y los guardaba tal como llegaban y cuando mi obā me pedía un regalo para una de sus visitas, le entregaba uno de los paquetes.
No sé por qué pero tuve la corazonada de que yo no era el único que se ahorraba el trabajo y decidí hacer un experimento. A la siguiente vez que mi obā me pidió un regalo, antes de entregarle el paquete, le hice una pequeña marca en la envoltura y, cuál no sería mi sorpresa, cuando, unas semanas después, mi obā volvió a recibir el mismo paquete.

Era cierto: uno recibe lo mismo que da.