domingo, 3 de mayo de 2020

¡El demonio afuera! ¡La suerte adentro!



¡El demonio afuera! ¡La suerte adentro!

A pesar de que ya tenemos más de 30 años en Japón, una de las pocas tradiciones japonesas que mi chica y yo cumplimos religiosamente todos los años es ir a la playa Southern Beach de Chigasaki a ver el hatsu hinode, la primera salida de sol del año, para que el año nuevo nos sea propicio. Pero, como este año no pudimos ver el sol porque el 1.o de enero amaneció nublado y mi chica se había quedado preocupada por si eso no sería una señal de mal agüero, se empecinó en que este año debíamos celebrar sin falta el setsubun, festividad con la que los japoneses despiden el invierno y dan la bienvenida a la primavera y durante la cual se realiza la ceremonia del mame maki que sirve para espantar a los demonios y atraer la buena suerte y en la que también se comen los ehoumaki, rollos de sushi rellenos con 7 ingredientes que representan a los 7 dioses de la fortuna. (Ahora que me acuerdo, a los rollos de sushi, mis amigos de infancia en Jesús María los llamaban “rollos de arroz envuelto en gutapercha”).
Así que a mediados de enero, siguiendo las indicaciones de mi chica, compré los granos tostados de soja para el mame maki en un 100 yen shop e hice el pedido de los ehoumaki en una tienda de sushi del barrio.
Llegado el día-que este año tocó 3 de febrero-, mientras mi chica iba a recoger los makis, yo me encargué del trabajo sucio o, mejor dicho, apestoso: tuve que colocar en la entrada de la casa el hiiragi iwashi, una especie de talismán que-al igual que las calaveras empaladas que algunas tribus de África ponían a la entrada de sus aldeas a modo de advertencia disuasoria a los forasteros-los japoneses colocan en la entrada de sus casas para impedir la entrada a los demonios durante el setsubun. Basada en la antigua creencia de que a los demonios no les gusta el olor de las sardinas asadas, esta costumbre consiste en colocar un arreglo hecho con cabezas de sardina ensartadas en una rama de acebo (Algo parecido a la costumbre que tenían en Transilvania de colgar olorosas ristras de ajos del dintel de puertas y ventanas para impedir la entrada a los vampiros). Se dice también que los demonios tienen miedo de que les pinchen los ojos y que por eso les aterran las espinosas hojas de acebo.
Ignoraba qué tan efectivo sería el olor de las sardinas para espantar a los demonios, pero, cuando mis vecinos se ponen a asar sardinas en los hornitos de sus cocinas, a mí sí que me dan ganas de largarme a otra parte porque huele a mil demonios. Ya no digamos mi chica cuyo olfato es tan sensible que es capaz de sentir el olor de las sardinas en lata ¡antes de abrir la lata! y que detesta tanto el pescado que dejó de comer gelatina cuando se enteró de que el colapez estaba hecho de las vejigas natatorias de ciertos peces, ¡qué asco!
Cuando mi chica regresó con los makis, me alarmaron su grosor y tamaño y se me hizo un nudo en la garganta, porque mi chica me había explicado que había que comerlos enteros, sin hablar y sin parar y pensé que comerse semejantes makis de un solo tiro sin atragantarse sería una misión imposible hasta para Linda Lovelace. Había que hacerlo, además, mirando hacia cierta dirección-la dirección de la suerte-que cambiaba cada año y que este año, según había averiguado ella, era el suroeste. Estaba pensando cómo diablos íbamos a hacer para saber dónde exactamente quedaba el suroeste y ya me disponía a buscar mi vieja brújula de mi época de boy scout, cuando ella, que, como siempre, parecía tenerlo todo previsto, se me adelantó y, utilizando la aplicación de brújula de su iPhone, me señaló hacia la esquina donde estaba el televisor.
A eso de las 8 de la noche, nos dispusimos a llevar a cabo el mame maki.
El paquete de granos de soja tostados que había comprado venía con una máscara de oni (demonio). Se supone que el cabeza de familia debía ponerse la máscara para interpretar el papel del demonio y el resto de la familia debía lanzarle los granos de soja para espantarlo mientras decían alternadamente: ¡Oni wa soto! (¡El demonio afuera!), ¡Fuku wa uchi!” (¡La suerte adentro!). Y luego había que comer tantos granos de soja como años de edad se tenía más uno, para que el presente año también fuera de buena suerte. Pero, como en nuestro hogar no estaba bien claro quién era el cabeza de familia (sobre todo ahora que yo ya no trabajaba) y como además no teníamos hijos, renunciamos a ponernos la máscara.
Sin embargo, apenas mi chica dijo: “¡Oni wa soto! (¡El demonio afuera!), a mí me empezaron a dar unas fuertes convulsiones que presagiaban una metamorfosis espectacular mientras mi cuerpo adquiría la musculosa corpulencia del Increíble Hulk pero no verde sino rojo y mi pecho se cubría de una hirsuta pelambrera negra, el pelo se me volvía amarillo y ensortijado y de la cabeza me brotaban 2 cuernos y de la mandíbula inferior 2 largos colmillos que apuntaban hacia arriba y que se me salían de la boca como los de los jabalíes, y mis uñas me crecían hasta convertirse en enormes y filudas garras. Además, aparecí de pronto vestido con apenas un breve taparrabos de piel de tigre y portando una colosal maza de madera con puntiagudas incrustaciones de metal. Parecía el Cíclope de la película "Simbad y la princesa" (The 7th Voyage of Sinbad, 1958) solo que con 2 ojos y 2 cuernos.
En un primer momento, mi chica solo creyó que me había puesto la máscara,
pero, cuando se dio cuenta de que yo ya no era yo, empezó a ametrallarme con los granos tostados de soja, de modo que no me quedó otra que huir saltando por la ventana que da al jardín antes de que perdiera la paciencia y pusiera en práctica sus conocimientos de karate (es cinturón negro).
Como mi chica cerró inmediatamente las contraventanas-que en nuestra casa son cortinas metálicas como las de las tiendas-para que no pudiera volver a entrar, me dirigí a la entrada de la casa para entrar por la puerta, pero una vez allí algo me detuvo: ¡eran las malditas cabezas de sardina que yo mismo había puesto en la tarde! Ahora sabía lo que debía sentir Drácula frente a los ajos y el crucifijo.
Lo único que se me ocurrió en ese momento fue pedir auxilio al padre Humberto de la iglesia católica de Yamato. Cuando llegué, la iglesia estaba cerrada. Así que fui a la casa contigua a la iglesia, donde vivía el padre. Cuando abrió la puerta y me vio, al padre casi le da un patatús. Su rozagante rostro rosado-que se parecía al de Fernando Fernán Gómez-fue poniéndose cada vez más blanco mientras retrocedía esgrimiendo ante él con mano temblorosa un gran crucifijo de madera, aunque tuvo la suficiente presencia de ánimo para exclamar:
-¡Vade retro, Satanás!
No era para menos. Imagínense: abrir la puerta y ver al diablo calato, o casi calato, vestido con apenas un taparrabos atigrado.
-¡Padre, no se asuste! ¡Soy yo! ¡Javier, el exmonaguillo de la iglesia San José
 de Jesús María, Lima, Perú!
El padre se quedó mirándome con desconfianza durante un rato mientras hacía memoria.
-¡Ah, sos vos, el que se afanó la bolsa de las limosnas!-dijo sonriendo aliviado-. Así que al final te llegó el castigo divino.
-Padre, por favor, que eso es secreto de confesión-lo conminé a guardar discreción asombrado por su prodigiosa memoria, porque era algo que yo le había contado hacía más de 20 años, la única vez que fui a la iglesia-. Además, acuérdese de que le dije que había sido un malentendido, que yo era inocente.
-Todos decís lo mismo. Pero no te preocupés que lo importante es el arrepentimiento.
Iba a protestar, pero el padre me interrumpió:
-Bueno, hijo, ¿en qué puedo servirte?
-Cómo que en qué puede servirme, padre. ¿No ve esta cara de diablo? ¡Ayúdeme por favor! ¡Hágame un exorcismo o por lo menos páseme el huevo o el cuy! ¡Haga algo, padre!
-¡Pará, hijo, pará, no te confundás, que yo no soy ningún chamán de tu tierra.
Le conté todo lo que había pasado y el padre Humberto me explicó que al estar yo poseído por un demonio japonés el asunto escapaba a su jurisdicción y que le correspondía a un sacerdote japonés solucionar el problema.
-¿No te diste cuenta de que no te espantó el crucifijo?
Sin embargo, ante mi insistencia, accedió a probar con Agua bendita.
Fuimos a la iglesia pero, como la pila de agua bendita estaba vacía, el padre me condujo a un local anexo donde había un lavadero y se dispuso a prepararla. Llenó un balde de agua y me ordenó meter la cabeza en él, pero yo protesté:
-Pero, padre, si esta es solo agua de caño y encima sin hervir...
-¡Tenés razón, hijo! Me había olvidado de bendecirla-dijo el padre haciendo la señal de la cruz sobre el balde mientras le agregaba un poco de sal.
Pero, tal como había supuesto el padre, no tuvo ningún efecto.
Entonces el padre tuvo una idea desesperadamente audaz. Luego de vaciar todo el contenido de una botella de lejía en el balde, me ordenó nuevamente meter la cabeza. Demás está decir que no consiguió quitarme la cara de diablo. Ni siquiera logró desteñirme un poco la cara, roja como un tomate.
Para que no anduviera por las calles casi calato y no asustara a la gente con mi aspecto, el padre Humberto me prestó un viejo hábito con capucha y me despidió en la puerta de su casa con un beatífico “Que la paz sea contigo...”.
Vestido así-parecía uno de los monjes benedictinos de la versión cinematográfica de El Nombre de la Rosa-y tratando de pasar desapercibido entre la gente-las pocas personas con las que me crucé seguro pensaron que estaba disfrazado-recorrí a pie los casi 8 kilómetros que me separaban del templo más cercano, a donde llegué cerca de la medianoche cuando el setsubun ya había terminado. Avanzaba por el recinto a oscuras hacia el edificio principal cuando tropecé con una cuerda o alambre del cual pendían unos cascabeles o campanillas que empezaron a repiquetear y, de pronto, quedé deslumbrado por la luz de un potente reflector mientras una voz gritaba:
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Inmediatamente me vi rodeado por varios jóvenes monjes rapados que parecían salidos de la serie Kung fu, pero que, al verme, huyeron despavoridos. Y cuando, armado con una vara de bambú y dando grandes voces, apareció el viejo sacerdote-que se parecía a Pat Morita-y me vio, enmudeció y se puso tan pálido como el padre Humberto solo que como era japonés no se notaba tanto.
Tan confiados están los monjes japoneses de que los demonios nunca osarán asomar sus narices por un templo que, a diferencia de la gente de a pie, cuando llevan a cabo el ritual del mame maki no dicen “¡Oni wa soto!” (¡El demonio afuera!) sino que se limitan a decir: “¡Fuku wa uchi!” (¡La suerte adentro!). De allí el desconcierto del sacerdote que no atinaba a reaccionar ante mi inexplicable presencia. Para que me reconociera tuve que recordarle que hacía 5 años él me había hecho el servicio de purificar y bendecir la casa donde vivo (después de los infructuosos intentos del padre Humberto), que yo había comprado a precio de ganga sin saber que el letrero que había sobre la puerta decía: “Obake yashiki” (Casa embrujada).
-¡Dios mío! ¡Qué susto me has dado!-exclamó el sacerdote-. Y yo que pensé que eras el ladrón de las ofrendas...
Por segunda vez en mi vida, las circunstancias hacían que se sospechase de mí.
Luego de contarme que desde hacía ya varios meses, un ladrón extraía las monedas del cepillo de las ofrendas durante la noche, lo cual los tenían en estado de alarma, me invitó a pasar adentro del templo y, una vez allí, después de escuchar mis explicaciones y meditar durante unos minutos, me dijo que el mío era un caso singular: en vez de estar poseído por el demonio en cuyo caso conservaría mi forma humana, parecía más bien que mi espíritu se había encarnado en el cuerpo de un demonio.
Me hizo sentar en la posición del loto sobre el piso de tatami delante de una mesita sobre la cual había un incensario y con un abanico empezó a aventarme el fragante humo del incienso mientras con una voz muy grave recitaba un mantra monótono y repetitivo que resonaba en toda la estancia. Cuando ya estaba a punto de dormirme aletargado por la somnífera letanía, el sacerdote tomó su vara de bambú y, parándose detrás de mí, la emprendió a golpes con mis hombros y cabeza al mismo tiempo que pronunciaba un conjuro en una lengua que me sonó a sánscrito (aunque no lo podría afirmar con certeza, también podía haber sido pali o magadhi antiguo). Por último, me dio a beber una taza de un mejunje que resultó ser nada más que té matcha muy espeso, amargo y caliente.
Con los ojos y la nariz irritados por el humo del incienso y el cuerpo adolorido por la apaleada, empezaba ya a dudar de la efectividad de la terapia, cuando, en eso, las manecillas de un enorme y vetusto reloj de péndulo marcaron las 12 y, mientras sonaban las campanadas, fui recobrando rápidamente mi aspecto habitual de modo que, cuando terminaron de sonar, era otra vez el mismo de siempre (salvo mi pelo que, seguramente por efecto de la lejía del padre Humberto, tenía ahora el mismo tono gris plateado que el de Richard Gere). Hasta estaba vestido con la misma ropa que llevaba puesta antes de la transformación.
Lo que no sabía era si se debía al tratamiento o a que, como en el caso de la Cenicienta, el maleficio terminaba automáticamente al concluir las 12 campanadas, pero igual el sacerdote me presentó la cuenta. ¡20 mil yenes por devolverme al mismo estado sin ni siquiera una sola mejora! Aduje que no había llevado la billetera, pero el sacerdote me dijo que no me preocupara y me entregó un impreso con código de barras que podía pagar en el 7-Eleven o cualquier otra tienda de conveniencia dentro del plazo de 15 días.
Me acompañó hasta la puerta del templo y me despidió con un ”Maido arigatō gozaimashita” (frase de etiqueta comercial con la que los comerciantes japoneses agradecen a sus clientes habituales, que se podría traducir como “Muchas gracias por comprar siempre aquí” o "Muchas gracias por usar siempre nuestros servicios".
Cuando llegué de vuelta a mi casa, ya eran cerca de las 2 de la madrugada.
Parece que mi chica había considerado que las cabezas de sardina no eran suficientes para impedirme la entrada y se había asegurado llamando a uno de esos servicios de cerrajería que atienden las 24 horas, porque cuando intenté abrir la puerta con mi llave descubrí que habían cambiado la cerradura.
Estuve tocando el timbre durante largo rato hasta que mi chica se despertó y, aunque pudo constatar a través de la cámara del intercomunicador que era yo, me sometió a un minucioso interrogatorio para probar mi identidad y solo cuando le mostré el daifuku (mochi relleno de anko con una fresa entera dentro que es el pastelillo japonés que más le gusta a mi chica) que le había comprado en el 7-Eleven con la única moneda que tenía, accedió a abrirme la puerta.

domingo, 2 de septiembre de 2018

40 aniversario de Grease



40 aniversario de Grease

El otro día fui con mi chica a la función conmemorativa que por el cuadragésimo aniversario del estreno de la película Grease organizó en Japón la cadena de cines Toho.
Hace 40 años-al igual que millones de jóvenes en todo el mundo-, yo también había caído presa del ritmo contagioso de su música, sucumbido al encanto angelical de Olivia Newton-John y soñado con ser John Travolta. Todavía recuerdo como si fuera ayer ese sábado de hace 40 años en que fui a ver la película. Por aquellos días, yo ya vivía con mis padres en su casa de San Isidro, pero todos los fines de semana los pasaba en la casa de mis abuelos en Jesús María, con los que había vivido hasta los cinco años. Así que fui al cine Diamante de la Av. Brasil que quedaba a pocas cuadras de la casa de mis abuelos. Se formó una larga cola desde muy temprano para comprar las entradas y antes de cada función los revendedores hacían un gran negocio. La película me gustó tanto que ese día fui a las tres funciones: matiné, vermú y noche. Como propaganda, en la entrada te regalaban un frasquito de brillantina marca Glostora. Peinado con tupé, con mi infaltable peine negro de plástico en el bolsillo trasero del pantalón y vestido con una casaca negra de cuero heredada de mi hermano mayor que me quedaba enorme y en cuya espalda había mandado bordar “T-Birds”, y que aún conservo, yo me quedaba parado en la puerta del cine después de la función con la ilusión de que alguien comentara señalándome: “Mira: igualito a Travolta”. Pero en todo el tiempo que la película estuvo en cartelera-yo fui a verla todos los fines de semana-nadie lo hizo porque, por lo demás, el cine se llenaba de falsos Travoltas: había Travoltas blanquiñosos, Travoltas cobrizos, Travoltas negros y hasta Travoltas amarillos como yo, y todos nos poníamos verdes de envidia cuando el verdadero Travolta desaparecía con Olivia en la última escena de la película. La vi tantas veces que me aprendí de memoria las letras de las canciones y hasta los diálogos, y llegué a juntar varias docenas de frasquitos de Glostora.
Y no hablemos de mi chica: baste con decir que ella había sido una de las Pink Ladies del colegio Andino y una de las fundadoras del Grease Fan Club de Huancayo.
Por todo ello, no podíamos faltar a la celebración de su 40 aniversario.
Para la ocasión, yo me teñí el pelo de negro azabache, sufrí un poco para hacerme el tupé (porque, como decía Tulio Loza, ya se me está “destejiendo el chullo”), rescaté del fondo del clóset-bajo la mirada reprobatoria de mi chica que, desde que es miembro activa de PETA, no se pone ninguna prenda de origen animal-aquella vieja casaca negra de cuero modelo Elvis Presley mientras que ella fue corriendo a H & M a comprarse una de imitación. El día de la función, mi chica fue a la peluquería con su aspecto sencillo de siempre y, cuando regresó, había sufrido la misma radical transformación que la Sandy ingenua en la Sandy sexy del final de la película. Regresó con el pelo ondulado y teñido de rubio, los ojos delineados con lápiz negro y las pestañas untadas de rímel, los labios y las uñas de manos y pies pintadas del mismo tono rojo que sus zapatos de tacón de aguja y vestida con una camiseta negra que dejaba sus hombros al aire, un pantalón de cuero de imitación al cuete también negro tan ceñido que debía habérselo puesto con calzador y la casaca negra con forro rojo de H & M. En la boca-ella, que no nunca había fumado-, tenía un cigarrillo electrónico.
Antes de partir al cine del shopping mall Vina Walk de Ebina en nuestro pequeño auto azul de escaso cilindraje, pensé que lo único que nos faltaba para que todo estuviera perfecto era el carrazo descapotable rojo con el capó transparente que salía en la película. Cuando llegamos, el cine estaba repleto. Aparte de que era la última función, supuse que lo que había animado a tanta gente a ir al cine un día de semana en horario de trabajo era la peregrina esperanza de encontrarse en persona con sus ídolos. Días antes de la función, había circulado el rumor de que John Travolta y Olivia Newton-John aparecerían por sorpresa en alguna de las salas donde se proyectaba la película y, aunque yo estaba seguro de que si el rumor era cierto irían a alguna de las grandes salas de Tokio o Yokohama y no a una pequeña sala de una anodina ciudad como Ebina, muchos no perdían la esperanza de encontrarse con ellos. La noticia había corrido como reguero de pólvora o-como diríamos ahora-se había vuelto viral y convertido en trending topic en las redes sociales de Japón (entre los cincuentones). Bueno, al menos esa era la edad que aparentaba la mayoría de los presentes. Creo que-salvo la vez que fuimos a ver Mamma mia!-nunca había visto tanto cocho junto. En mi conteo personal, yo me había quedado en los cuarenta y ocho y se me hacía algo extraño verme rodeado de tantos tíos panzones y canosos o medio calvos, pero ese día descubrí con estupor que yo también ya era cincuentón. Fue a la hora de comprar las entradas. Normalmente, mi chica y yo obtenemos un descuento en el precio de las entradas presentando mi Tarjeta de inválido, pero ese día me había olvidado de llevarla y siendo el último día, no me quedaba más remedio que pagar la entrada completa. Pero entonces la boletera me dijo:
-Sr. cliente, ¿Ud. debe tener más de 50 años, no?
La pregunta me había arragado por sorpresa y no pude contestar inmediatamente. Lamentando no tener una calculadora a la mano, tardé en sacar la cuenta y sólo cuando lo hube hecho descubrí con alarmada sorpresa que ya era cincuentón como la mayoría de los que me rodeaba. Asentí resignadamente con la cabeza.
-Entonces tiene derecho al descuento de parejas de más de 50 años-dijo sonriendo la boletera.
La verdad es que no supe si alegrarme o no con la noticia.
La función transcurrió muy animada. La gente se había esmerado con los disfraces, coreaba las canciones, aplaudía y algunos hasta se animaban a bailar. Cuando terminó la película, a diferencia de lo que sucedía habitualmente, nadie se movió de su asiento y todos se quedaron viendo los créditos hasta el final como queriendo aprovechar hasta la última gota y, cuando se encendieron las luces, un grito de asombro estalló al fondo de la sala. ¡Dios mío! ¡No lo podía creer! Aunque estábamos un poco lejos, los reconocimos de inmediato: ¡Eran John Travolta y Olivia Newton-John! Salieron de la sala saludando con las manos y lanzando besos volados deslumbrados por los flashes y escoltados por la multitud que alargaba las manos para tocarlos, les pedía autógrafos y se hacían selfies con ellos. Todos salimos detrás de ellos como en procesión.
Sin embargo, grande fue nuestra decepción, cuando-luego de hacer cola durante más de media hora en el vestíbulo del cine-, llegamos por fin frente a nuestros ídolos para pedirles sus autógrafos y tomarnos juntos la foto de rigor y descubrimos que no eran los verdaderos John Travolta y Olivia Newton-John sino unos imitadores. A pesar de los disfraces, los reconocimos inmediatamente: era una pareja de gringos sesentones que tienen una pequeña academia de inglés llamada Grace English School cerca de nuestra casa y que, ayudados por la penumbra de la sala (ya se sabe: de noche, todos los gatos son pardos), estaban aprovechando su vago parecido con los protagonistas (o que para los japoneses todos los gringos son iguales) y que Grace en japonés suena parecido a Grease para promocionar sus clases de inglés.
Salvo por este incidente, la función fue memorable. Lo único que eché en falta fue que no me regalaran mi frasquito de Glostora.

viernes, 31 de agosto de 2018

El conde Drácula (un cuento de terror).


El conde Drácula (un cuento de terror).

En algún lugar remoto de los Montes Cárpatos, en Transilvania, la oscura mole de un enorme castillo se recorta por un instante contra la blanca redondez de la luna llena. Su aspecto es imponente, tenebroso, amenazador. En ese momento, un lobo lanza al cielo un aullido interminable. Luego, unas nubes negras ocultan la luna y todo vuelve a quedar nuevamente a oscuras.
Se acerca la medianoche y una iglesia de los alrededores empieza a doblar sus campanas para recordar a la gente que hoy no es una noche cualquiera: es la noche del 30 de abril, la noche de Walpurgis, la noche de las brujas, noche en la que éstas se reúnen para celebrar su ritos satánicos y sus diabólicos aquelarres.
En la húmeda cripta del castillo, el conde Drácula, echado en su ataúd, con el negro cabello blanqueando en las sienes peinado hacia atrás y el rostro pálidamente verdoso, abre de pronto los ojos y una maligna sonrisa de satisfacción se dibuja en su boca, de la que sobresalen dos puntiagudos y fosforescentes colmillos. Está tan ansioso que se ha despertado antes de la hora. El día tan largamente esperado por fin ha llegado y al conde se le hace agua la boca de sólo pensar en el festín que tiene planeado darse para celebrarlo. Los campesinos y aldeanos de los alrededores, conocedores de la tradición, redoblan sus defensas esta noche colocando ristras de ajos y crucifijos en puertas y ventanas y es muy difícil hincarles el diente. Pero no hace mucho, no muy lejos de allí, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, ha abierto sus puertas uno de aquellos establecimientos -que parecen una mezcla de clínicas de lujo y campos de concentración- donde los ricachones van a hacer vida sana durante un mes para quemar la grasa y eliminar el estrés acumulado durante el resto del año, cuyos incautos y confiados huéspedes, ignorantes de los usos y costumbres del lugar, serán una presa fácil. El conde parece saborear ya la mimada y dulce sangre -rica en colesterol-de aquellos gordinflones.
De pronto, una melodía-“Tocata y fuga” de Bach- empieza a sonar: es la alarma de su iPhone anunciando que ya son las doce, hora de levantarse. Apartando la tapa, el conde se incorpora y, con un ágil salto y de muy buen humor, sale de su féretro.
Apenas se pone de pie, se ve rodeado por tres mujeres muy maquilladas y vestidas con largos y elegantes vestidos de noche de amplios y generosos escotes que, muy melosas y provocativas, pugnan entre ellas por servirlo. Una, rubia y muy sexy, con los sensuales labios de Scarlett Johansson, le arregla el nudo de la corbata; otra, morena, felina y matadora como Penélope Cruz, le sacude el polvo de las solapas y una tercera, pelirroja, con la misteriosa mirada azul de Nicole Kidman, le alisa la capa.
-¡Eres un churro!-le dicen-. Te pareces a George Clooney.
El conde, halagado, se acerca disimuladamente al espejo para comprobarlo.
-Siempre me olvido de que mi imagen no se refleja en los espejos-maldice alejándose.
Luego se vuelve hacia las mujeres:
-Ya les he dicho que no las voy a llevar. Tienen que quedarse a cuidar el castillo.
Mostrando los colmillos, las tres mujeres se revuelven rugiendo como Furias, pero basta con que el conde frunza el ceño para que desaparezcan en la oscuridad.
Se dirige a una de las ventanas que dan al precipicio, abre los brazos desplegando las alas de su negra capa forrada de raso color rojo sangre y, transformándose en un murciélago, se lanza al vacío y se pierde en la oscuridad de la noche, negra como boca de lobo. Pero al conde no le importa porque no necesita ver para guiarse. Su instinto y el olor de la sangre lo llevarán infaliblemente a su destino. Aunque esta vez, por la excesiva ansiedad que lo embarga, porque ha estado a punto de colisionar con una bruja que, montada en su escoba, se dirigía rauda a su maldito conciliábulo o porque en una noche como aquella la atmósfera está excesivamente cargada de energía negativa, parece que su sistema de navegación falla, porque, en vez de conducirlo a su objetivo, lo lleva al Hospital Municipal de Transilvania. El conde no se percata de ello y penetra en el hospital. Una vez dentro, para saciar la gran sed que lo atormenta, se ve obligado a sorber la sangre de todos los pacientes de una gran sala porque los encuentra sorprendentemente flacuchos y su sangre aguada como sopa diluida, cosa que, en su ignorancia, atribuye a la efectividad del estricto ayuno y al severo régimen de ejercicios físicos a los que son sometidos los huéspedes de la clínica, donde cree estar.
Sólo cuando, ya harto de sangre, después de soltar un sonoro eructo, abandona la sala con la panza hinchada como alguien que ha bebido mucha cerveza o como una pulga gorda de sangre a punto de reventar y advierte sobre la puerta de la sala un letrero que dice: “Pacientes terminales de SIDA”, se da cuenta, compungido, de su lamentable error.
Un afiche pegado en la pared parece burlarse de su suerte. Dice:
“Evite la promiscuidad: el SIDA es una enfermedad de transmisión sexual”.

viernes, 18 de mayo de 2018

Mi querida Olivetti Lettera 32


Mi querida Olivetti Lettera 32



En 1989, al igual que otros miles de peruanos descendientes de japoneses, me vi obligado a venir a Japón como trabajador temporal impelido por la grave crisis económica del desastroso primer gobierno de Alan García.  Durante el largo vuelo de Lima a Tokio-habíamos hecho escala en Toronto y Vancouver, donde pasamos la noche-, estuve leyendo una biografía de Hemingway y quedé muy impresionado al enterarme de que en diciembre de 1922, Hemingway-quien se encontraba en Suiza como corresponsal del Toronto Star cubriendo la Conferencia de paz previa al Tratado de Lausana-que establecería definitivamente las fronteras de Turquía-y había coincidido allí con el periodista y editor Lincoln Steffens, el cual mostró interés en su obra-, le había pedido a Hadley-su primera esposa, con la que vivía en París-que le llevara todos sus manuscritos para mostrárselos y que esta, cuando estaba en la Gare de Lyon y había subido ya al tren que la llevaría de París a Lausana, de pronto había sentido sed y bajado un minuto a comprar una botella de agua Evian (según otras versiones, bajó para comprar algo para leer durante el viaje o para saludar a unos amigos) y que, cuando regresó, la pequeña maleta verde de cuero en la que había metido casi todo lo que Hemingway había escrito hasta ese momento-sus notas manuscritas, los originales mecanografiados de varios cuentos y de algunos capítulos de una novela y hasta las copias a carbón-había desaparecido.  Lo lamenté como algo personal sin imaginarme que pocas horas después a mi también me sucedería algo parecido.
Viajaba con una gran maleta llena de ropa y, como equipaje de mano, llevaba un maletín con mis novelas favoritas, casi todas las que Vargas Llosa y García Márquez habían publicado hasta ese momento (Por aquellos días, preguntarme cuál de los dos me gustaba más era como preguntarme ¿a quién quieres más: a tu mamá o a tu papá?) y una caja de camisas Van Heusen que contenía una docena de cuentos, los mejores que había escrito hasta ese momento, porque por aquel entonces yo soñaba con ser escritor.  En la otra mano llevaba una máquina de escribir portátil (heredada de mi hermano mayor, quien, después de pasarse de las máquinas mecánicas a las eléctricas y de las de bolita a las de margarita, por aquellos días ya tipeaba sus escritos en su flamante, silencioso e infalible procesador de textos) que, aunque obsoleta, era pequeña y liviana, fácil de llevar a cualquier parte, muy adecuada para la vida aventurera que-al menos eso creía yo-me esperaba allende el mar.  Me decía que bien podía estallar la Tercera guerra mundial, que si yo sobrevivía junto con las cucarachas, podría seguir pergeñando mis historias en un mundo arrasado y sin electricidad.  Pero sucedió que, una vez que llegamos al aeropuerto de Narita, los empleados de la agencia contratista nos dividieron en dos grupos, uno con destino a la ciudad de Isesaki, en la prefectura de Gunma, y el otro-mi grupo-con rumbo a la ciudad de Yokohama, en la prefectura de Kanagawa, nos dijeron que ellos se encargarían de nuestros equipajes y nos hicieron subir a unas camionetas.  Cuando, casi tres horas después, llegamos a nuestros alojamientos, nuestro equipaje, que había ido en otro vehículo, ya estaba allí.  Cuando me llegó mi turno, me entregaron la maleta grande con la ropa, pero mi querida Olivetti Lettera 32 y el maletín de mano con mis libros y mis manuscritos habían desaparecido.  Me quejé a través del intérprete con el encargado japonés de la agencia contratista. Hubo un breve diálogo entre los dos.  Luego, el intérprete me dijo:
-Dice que no te preocupes si no los encuentras, porque acá no vas a tener tiempo para leer ni para escribir, sólo para trabajar.
Y tuvo razón, porque aquel primer año trabajé tanto, había tantas cosas nuevas que aprender, mi cuerpo y hasta mi alma quedaban tan agotados, que apenas me quedaban tiempo, fuerzas y ganas para hacer otra cosa.
Como una broma cruel del destino, cuando estaba desempacando mi equipaje, apareció entre mis ropas la caja con diez cintas para máquina de escribir que a última hora había metido en la maleta grande porque ya no cabía en el maletín de mano.  No sé por qué-tal vez porque en el fondo tenía la peregrina esperanza de recuperar mi máquina algún día-, a pesar de que en estas casi tres décadas cambié varias veces de trabajo y de vivienda y de que en cada mudanza me fui desasiendo de muchas cosas hasta quedarme-creo-sin ningún objeto de mi equipaje original (por perder perdí hasta mi mano izquierda), nunca pude desprenderme de aquellas diez cintas.  Ni siquiera cuando-un año después de haber llegado a Japón-pude por fin comprarme un procesador de textos (un Toshiba Rupo que me costó más de 200 mil yenes y que pensé erroneamente que me consolaría de la pérdida de mi máquina) ni tampoco cuando, unos años después, llegué a tener mi primera computadora: un gran armatoste de escritorio con el que mal que bien aprendí los rudimentos necesarios para al menos no borrar accidentalmente lo que estaba escribiendo ni cuando la cambié por laptops cada vez más pequeñas y livianas con las que al fin pude realizar mi sueño de escribir donde fuera: en la terraza de un café, en la playa, en los campings, en los hoteles, durante los viajes en ómnibus, tren, barco y avión.  Además de conservar las cintas, cada vez que por casualidad me topaba con un mercado de pulgas, bazaar, garage sale o tienda de artículos de segunda mano o de antigüedades, una irresistible fuerza me arrastraba a husmear entre los cachivaches y si por casualidad mis ojos divisaban una vieja máquina de escribir el pulso se me aceleraba de sólo imaginarme que podía tener la tecla de la “Ñ” y grande era mi decepción cuando descubría, una vez más, que el teclado estaba en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, ruso, noruego y hasta en hebreo, pero nunca en español.  De habérmelo propuesto, hubiese podido comprar una por internet en España o en algún país latinoamericano, pero, aparte de que por el peso el envío saldría caro, me desanimaba el hecho de que en esos países a la máquina ya le habrían sacado el jugo y yo la quería no como adorno retro sino para escribir.  Además, desconfiado por naturaleza como soy, ¿acaso podía fiarme de un español, argentino, panameño, cubano o mexicano?  En realidad, lo más fácil hubiera sido encargar una a algún amigo o pariente de los que estaban en Perú.  Tal vez, incluso alguno tuviera una máquina oxidándose en algún rincón de su casa y estuviera dispuesto a regalármela y así sólo gastaría en el envío.  O, en el peor de los casos, allá no sería difícil conseguir una en el mercado de segunda mano y seguramente aún existían pequeños talleres de reparación donde podrían hacerle una buena revisión.  Pero, por otro lado, ¿cómo justificaba mi pedido? ¿Podía molestar a alguien con semejante favor teniendo en mi casa todas las ventajas tecnológicas que ofrecen una computadora y una impresora modernas? ¿Podía pedir a alguien que se tomara todo ese trabajo sólo porque a mí se me había ocurrido volver a escribir como en la Edad de piedra?  Definitivamente, no.  No podía ser tan caprichoso.  Mis amigos y parientes que estaban en Perú eran gente seria y trabajadora y estaban muy ocupados para perder el tiempo en tonterías.  Así que decidí olvidarme del asunto, los años fueron pasando y, aunque, de vez en cuando, algo me traía el recuerdo de mi querida máquina de escribir, como las veces que volvía a ver Breakfast at Tiffany’s-una de mis películas favoritas-y llegaba la escena en la que George Peppard está escribiendo a máquina: “There was once a very lovely, very frightened girl. She lived alone except for a nameless cat.” y de pronto alguien empieza a cantar. Él se asoma a la ventana y ve a Audrey Hepburn-mi actriz favorita-que está secándose el cabello al sol sentada en el alféizar de su ventana mientras canta “Moon river” acompañada de su guitarra o cuando leí el entrañable relato de Paul Auster “La historia de mi máquina de escribir” o cuando me enteré de que Tom Hanks-el famoso actor de cine y conocido coleccionista de máquinas de escribir-había ideado Hanx Writer, una aplicación para iPad que simulaba la escritura en una máquina de escribir mecánica con sonido incluido, poco a poco, me resigné a la silenciosa eficacia de las computadoras y llegué a creer que nunca más volvería a escribir acompañado por el entrañable golpeteo de una máquina de escribir mecánica.
Hasta que-hará un par de meses-leí por casualidad que la máquina de escribir del escritor norteamericano Cormac McCarthy-nada menos que una Olivetti Lettera 32 como la mía, que había comprado en 1963 en una casa de empeños por 50 dólares y con la cual había escrito-en un periodo de 46 años-toda su obra y correspondencia: unos 5 millones de palabras, según sus propios cálculos-había sido subastada con fines benéficos por la casa Christie’s de Nueva York-que inicialmente la había tasado en 20 mil dólares-alcanzando el increíble precio de 254 mil dólares.  Para reemplazarla, pues McCarthy no tenía computadora ni conexión a internet, su amigo-el economista John Miller-ya le había conseguido otra igual pero en mejores condiciones en e-bay por 11 dólares más los gastos de envío.  La noticia reavivó el que creía ya extinguido fuego de la nostalgia y el ansia por volver a escribir en una máquina mecánica se convirtió de pronto en una necesidad casi física, hasta tal punto que escribir en mi fiel laptop se volvió un acto insulso y poco satisfactorio, algo puramente mecánico que había perdido la magia y supe que no volvería a vivir tranquilo mientras no lograra poseer el objeto de mi deseo.  Así, pues, debía encontrar una máquina de escribir mecánica lo antes posible.
Como no quería gastar mucho dinero comprándola en el extranjero, decidí limitar mi búsqueda al mercado japonés de segunda mano.  Y, aunque me parecía muy poco probable que alguno de los extranjeros hispanohablantes que habían venido al Japón en la segunda mitad del siglo pasado hubiera traído y dejado aquí su máquina de escribir, tal vez alguno de los traductores, profesores o estudiantes japoneses de español de hace más de 30 años-o alguno de sus descendientes-se animara a vender la máquina que había quedado olvidada en el desván de su casa o encontrar alguna de las que ya languidecerían en las tiendas de antigüedades.  Como la perspectiva de tener que buscar tienda por tienda en cada una de las miles de tiendas de antigüedades que debía haber en Japón se me antojaba una labor titánica y poco fructífera, pensé que lo más sensato sería buscarla en la red.  Probé en Amazon Japón y no encontré nada. En Google Japón me salió una que ya había visto antes  y que se había vendido hacía varios años. En Rakuten y tampoco apareció nada.  En las subastas de Yahoo Japón y nada.  En Jimoti-una página japonesa en la que al principio la gente ofrecía gratis las cosas que ya no usaba y que ahora vende-y tampoco encontré nada.  Finalmente, cuando ya me iba a dar por vencido, me acordé de que uno de mis primos me había hablado de una página de venta de cosas usadas que a veces él utilizaba: Mercari.
Sin mucha convicción, sólo por probar, puse en el buscador: “Máquina de escribir con teclado en español” y debe ser cierto que Dios es peruano porque a la primera encontré una y no una cualquiera sino una Olivetti Lettera 32 como la que había perdido.  La verdad es que, dadas las circunstancias, con tal de que fuera mecánica, portátil y con el teclado en español, yo me hubiera conformado con una máquina de cualquier marca, modelo o color, así que encontrar una igual a la mía y encima a sólo 5 mil yenes (menos de 50 dólares) era algo que superaba ampliamente mis expectativas más optimistas y que nunca hubiera esperado. Los dos o tres días que el vendedor tardó en enviarme la máquina se me hicieron eternos.  Cuando por fin llegó y la saqué de la caja de cartón en la que la habían embalado aún dentro del inconfundible estuche de color gris claro azulado (o celeste sucio) con la característica franja negra de los estuches de las Olivetti Lettera 22 y 32, tuve un presentimiento, pero, cuando la saqué de su estuche, me bastó echarle un vistazo para saber que aquella máquina no era igual a la mía sino que era ¡mi máquina!, la que había perdido casi 30 años atrás.  Para comprobarlo, abrí la tapa y allí estaba: la “J” inicial de mi nombre y el año 1980 que yo había grabado a la mala con un punzón debajo del número de serie cuando mi hermano me la regaló.  No cabía duda: ¡Era mi máquina!  Aunque la tenía en frente, no lo podía creer:  casi 30 años después, había recuperado la máquina que perdí en el aeropuerto de Narita el día que llegué a Japón.  La Olivetti Lettera 32 es una máquina muy bella y, aunque la mía tiene apenas 50 años, posee la clase y la elegancia de las cosas antiguas.  Al verla uno evoca una época en la que las cosas se hacían con materiales nobles y para durar toda la vida, cuando los muebles eran de madera, las botellas de vidrio, los zapatos de cuero y las cosas aún no tenían esa apariencia descartable del plástico ni la efímera vida útil de las cosas que se producen ahora para satisfacer la frenética demanda del consumismo actual.  Durante unos minutos, me quedé contemplando su aerodinámica “carrocería” color verde turquesa (diseñada seguramente bajo la influencia de los grandes diseñadores de automóviles italianos) pensando que también merecería ser exhibida en el MoMA de Nueva York como su hermana mayor la Lettera 22.  Estaba impaciente por probarla.  Le puse una hoja de papel y, cuando empecé a pulsar sus teclas, me di cuenta de que la cinta estaba reseca.  Frustrado, pensé que tendría que esperar hasta conseguir una cinta.  Entonces me acordé de las cintas que había traído cuando vine a Japón y que aún guardaba en el último cajón de mi escritorio.  Saqué una de su cajita y, después de romper la envoltura de celofán, tiré de la punta de la cinta con el índice y el pulgar y estos quedaron manchados de negro: increíblemente la tinta aún estaba fresca. 
Cambié la cinta y, tac-tac…poco después, tac tac-tac… estaba tecleando tac tac-tac…
con un solo dedo, tac-tac… como siempre lo había hecho, tac-tac ting track…rush…
a pesar de haber estudiado mecanografía tac…durante dos años en el colegio, tac-tac…
mientras sentía esa mezcla tac-tac… de olor a tinta y aceite tac-tac tingtrack…rush…
que me traía tantas reminiscencias tac tac-tac tac-tac… de mi juventud, tac tac-tac tac…
cuando escribía con furia tac tac-tac tac…y soñaba que algún día sería un gran novelista.
La máquina estaba en perfecto estado.  Seguramente duraría más que yo.  Mientras se siguieran fabricando las cintas o encontrara la manera de entintar las viejas, tal vez podría usarla hasta mi muerte.  Estaba pensando en esto, cuando, de pronto, me di cuenta mirando la caja de cartón que la dirección del remitente quedaba en la ciudad de Isesaki, prefectura de Gunma y recién entonces caí en la cuenta de que Isesaki era la ciudad adonde había ido destinado el otro grupo cuando nos separaron en el aeropuerto de Narita y que seguramente mis cosas se habían ido con ellos.  Debí haberlo sospechado antes.  ¡Un momento!  La gran alegría que me había producido encontrar mi máquina me había impedido al mismo tiempo deducir que si el vendedor había conservado todos estos años la máquina tal vez también tuviera en su poder mis libros y papeles.  Tenía que comunicarme inmediatamente con él.  Le mandé un email y este me contestó poco después alarmado al enterarse de que la máquina me había pertenecido.  Parecía temer que lo acusara de ladrón.  Según me explicó, hacía unos meses, él y unos amigos con los que había formado un grupo de teatro habían alquilado para hacer sus ensayos una vieja casa que había estado desocupada durante mucho tiempo. Cuando fueron a verla, el dueño de la inmobiliaria les ofreció no cobrarles los meses de garantía si ellos mismos se encargaban de limpiarla y acondicionarla y, cuando lo estaban haciendo, habían descubierto en la parte trasera de la casa un gran armario de metal lleno de maletas de viaje, maletines de mano, grandes bolsas de ropa y algunas otras cosas.  Le habían preguntado al de la inmobiliaria y lo único que este les dijo fue que hacía muchos años esa casa había sido el local de una agencia contratista de trabajadores extranjeros y que podían disponer de todo lo que encontraran en ella.  ¿Y no había libros?, le pregunté.  Sí, había varios libros.  Habían intentado venderlos, pero, como estaban en español, portugués o alguna otra condenada lengua parecida, en el Book Off del barrio no habían querido aceptárselos ni regalados.  Habían estado a punto de tirarlos, pero les había dado pena.  Hasta se habían arrepentido de vender la máquina porque se les ocurrió que todas esas cosas tal vez algún día les servirían para la escenografía de alguna obrita.  Pero si yo pensaba que algunas de las cosas eran mías y estaba dispuesto a ir hasta allá a recogerlas, con gusto me las darían.  Quedamos en encontrarnos ese fin de semana.
El sábado salí temprano de mi casa y fui en tren hasta la estación de Shinjuku, en Tokio, y allí subí a un ómnibus que me dejó, dos horas después, en el terminal de autobuses de la estación de Isesaki.  Cuando bajé, el muchacho me estaba esperando fumando sentado en una banca.  Lo reconocí inmediatamente porque me había dicho que llevaría puesto un polo con la imagen de Machu Picchu que seguramente había encontrado en la casa.  Era joven, alto y desgarbado y me pareció algo tímido para ser estudiante de teatro.  Intentó hablarme en inglés, pero le dije que mejor me hablaba en japonés porque yo de inglés sólo sabía lo que había aprendido en el colegio, es decir, nada.  Me dijo que la casa quedaba cerca, que iríamos a pie.  Me había hecho una imagen de la casa, pero, cuando llegamos, me di con la sorpresa de que era una inmensa y viejísima casa de estilo tradicional japonés de una sola planta con un largo corredor de lustroso piso de madera que, como una galería, daba a un amplio aunque abandonado jardín japonés donde había árboles de sakura, kaki y momiji y también un pequeño estanque seco con su puentecito que alguna vez debió albergar carpas de colores y flores de loto.  Tal vez, notando mi desconcierto, el muchacho me explicó que la casa era una “jikou bukken”, es decir, una de esas casas o departamentos que por haber sido escenario de alguna muerte violenta por accidente, suicidio o asesinato y en la que es posible que aparezcan fantasmas, almas en pena o que ocurran fenómenos paranormales, las inmobiliarias japonesas alquilan a un precio más bajo para que alguien se anime a vivir en ellas.  El muchacho no conocía los detalles, pero parecía que había habido un asesinato.  Mientras buscaba en un gran manojo de llaves, noté que a un lado de la puerta todavía había pegado en la pared un letrerito de madera con el nombre de la agencia contratista que me había traído a Japón.  Encontró por fin la llave y, después de hacerla girar en la cerradura, tiró de la puerta y esta se abrió dejando escapar un gemido de ultratumba.  ¿No tenían miedo?  Fingían estar asustados y hasta habían dicho que habían visto fantasmas para que les siguieran alquilando la casa y no les subieran el alquiler, pero la verdad era que nunca habían visto nada raro.  Aunque-me aclaró-ellos sólo la usaban para ensayar y nunca habían pasado la noche allí.    
Me condujo por un largo corredor al que daban muchas habitaciones con piso de tatami hasta la parte posterior de la casa y, una vez allí, señalándome un gran armario metálico, me dijo:
-Allí está todo lo que dejaron.
Con otra llave del manojo abrió la puerta y pude ver que estaba lleno de cajas de cartón y bolsas de ropa.  Había también un viejo televisor con VHS incorporado, una radio casetera portátil y una guitarra que tenía pegada una calcomanía que decía: “Cerveza Pilsen Callao”.
-Como queríamos usar las maletas de viaje y los maletines para transportar nuestro vestuario, vaciamos su contenido en esas cajas y bolsas-me informó el muchacho-. Las cajas están llenas de libros, revistas y periódicos.  Adelante, puede ver si algo es suyo.
Subí una de las cajas al corredor trasero de la casa y, sentado en el gastado piso de madera, me puse a revisar su contenido.  Había de todo: libros de texto para aprender japonés, revistas en español y portugués (vi algunos números de Caretas), libros de cocina, de medicina básica y primeros auxilios, un método para dejar de fumar en 30 días y algunas novelas en portugués entre las que distinguí dos o tres de Jorge Amado.  Otra caja contenía varios ejemplares amarillentos de El Comercio y de periódicos brasileños (El más reciente era de febrero de 1991).  Una tercera caja estaba llena de casetes y cintas de video.  ¿Todavía servirían?  Fui hasta el armario y saqué la casetera.  El muchacho me indicó un tomacorriente y lo enchufé.  Encendí el aparato, metí un cassette, apreté Play y, aunque parezca mentira, todavía funcionaba: la música salió por los parlantes a borbotones.  Cyndi Lauper. “Girls just wanna have fun”. No era de mis preferidas, pero al menos era música de los ochenta, de mi época.  Para aquel muchacho, aquella música debía sonar como para mí la de los años cuarenta.  Con el fondo de aquella música tan familiar, seguí revisando las cajas y empezaron a aparecer, algo ajados y amarillentos, mis viejos libros: cuentos de Ribeyro, un par de libros de Bryce, las primeras novelas de Vargas Llosa, Cien años…  ¡Encontré todos mis libros!  Aunque todos esos libros los había vuelto a comprar, me alegré mucho de haber encontrado los antiguos porque, aunque no soy bibliófilo, aquellos libros eran casi todos primeras ediciones y porque, además, tenían los subrayados y anotaciones con lápiz de mis primeras lecturas.  Así que sólo me faltaba encontrar una cosa, la que más ilusión me hacía: la caja de camisas Van Heusen con mis manuscritos.  La encontré al fondo de una de las últimas cajas aplastada por una pila de formularios en japonés que debieron pertenecer a la agencia contratista.  Cuando la abrí, vi que los folios estaban amarillentos, tenían manchas de humedad y la tinta se había corrido en algunos puntos, pero eran legibles. Me provocaba leer ya mismo esos cuentos juveniles de los cuales no recordaba casi nada, pero postergué el placer de su lectura para el viaje de regreso.  Tuve una sensación de déjà vu cuando recuperé mi maletín y empecé a meter los libros.  Claro, era como si hubiera regresado a la víspera del día que partí a Japón hacía casi 30 años cuando estaba alistando mi equipaje.
El muchacho me acompañó hasta el terminal y, antes de que subiera al ómnibus, me entregó un sobre con los 5 mil yenes que yo había pagado por la máquina.  No quería aceptárselos pero él insistió.
-La máquina era suya-dijo.
Bueno, pensé, ya le mandaría algún regalito.

Una semana después de recuperar milagrosamente no sólo mi máquina de escribir sino también mis libros y papeles, estaba buscando en Mercari ya no me acuerdo qué cosa, cuando encontré un anuncio de otra Lettera 32 con el teclado en español.  Desde que perdí la mano izquierda, un sentimiento de inseguridad hace que me sienta expuesto a toda clase de desgracias, catástrofes y peligros. Me he vuelto-como dice mi chica-“trágico”. De modo que, aparte de asegurarme contra toda clase de riesgos (mi casa está asegurada hasta por si le cae un meteorito encima), tomo toda clase de precauciones,  he instalado alarmas contra incendios y robos, tengo bien abastecida la casa de agua embotellada y conservas de comida para caso de terremoto o guerra, un buen botiquín para primeros auxilios, un par de mochilas de supervivencia y hasta un pequeño refugio antiaéreo excavado debajo de la casa por si a Kim Jong-un le falla la puntería y uno de sus misiles nos cae encima. Encontrar dos Letteras 32 con el teclado en español aquí en Japón en menos de 15 días no podía ser una casualidad. Se trataba sin duda de un mensaje divino. Dios-en su infinita misericordia, teniendo en cuenta que éramos paisanos o recordando tal vez que una vez fui monaguillo de la iglesia San José de Jesús María (cargo del que fui apartado acusado injustamente de apropiarme de las limosnas)-, parecía advertirme: “Tu máquina no ha de durar para in sécula seculórum, algún día se averiará y para entonces ya no encontrarás piezas de repuesto para repararla ni en Tacora ni en la más alejada cachina (siendo Dios peruano es normal que use peruanismos) del universo, has de ponerte mosca”. Así que decidí comprar esta segunda máquina para abastecer de repuestos a la mía si se malograba o para reemplazarla si, quién sabe, la volvía a extraviar. Sólo cuando ya había hecho click en “comprar”, me di cuenta de que una vez más había actuado impulsivamente y no me había detenido a reflexionar sobre las consecuencias de mis actos. Cuando hace dos semanas le anuncié a mi chica que había comprado la primera máquina de escribir-que resultaría siendo la mía-, ella me advirtió perentoriamente:
-Como te pongas a hacer bulla con esa cacharpa, la boto a la basura.
Nótese que dijo “cacharpa”. No “cachivache” o “trasto inútil” sino “cacharpa”. Lo que pasa es que mi chica nació en Huancayo, ciudad ubicada en los andes centrales del Perú  a más de tres mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y que, como mucha gente de la sierra, acostumbra aderezar su discurso con palabras y expresiones de origen quechua.  Para ella, yo no soy tonto sino “opa”; si no me quiero bañar, no me tilda de cochino sino de “carca”; mi carro no está viejo sino que ya está “charchi” y, cuando tiene frío, no dice ¡Brr, qué frío!-como la mayoría de los mortales-sino “¡Alalau!”.
Sin embargo, la historia del hallazgo feliz de mi vieja máquina de escribir después de casi tres décadas había terminado por conmoverla. No por nada ella era una buena hija de la ahora ya vieja Nueva Era y por lo tanto una firme creyente de que nada ocurría por casualidad. Le probé, además, que, si yo escribía en mi escritorio del segundo piso y ella estaba abajo en la sala viendo la televisión, casi no escucharía el ruido de la máquina. Pero una cosa era que ella hubiera aceptado que por la gracia divina, la conjunción de los astros o porque “estaba escrito” yo hubiese recuperado milagrosamente mi máquina y otra muy distinta que aceptara de buena gana que yo hubiese vuelto a comprar sin consultarle otro ejemplar idéntico del mismo anacronismo. Si mi chica, que es cinturón negro de karate y no se caracteriza precisamente por tener mucha paciencia, logra controlarse, creo que lo único a lo que me expongo es a convertirme en una nueva víctima de la violencia doméstica, a ser declarado mentalmente incapacitado y terminar recluido en un manicomio, al divorcio o a las tres cosas juntas.

lunes, 7 de agosto de 2017

Yo también soy Balthazar Bratt

Yo también soy Balthazar Bratt

Hace unos meses, después de ver uno de esos programas sobre la salud en la televisión, mi chica me midió la cintura y descubrió que esta medía más que la mitad de mi estatura, lo cual significaba que estaba gordo por lo que me instó a que hiciera algo antes de que fuera demasiado tarde y llegara al punto de no retorno. Me animé a tomar cartas en el asunto inmediatamente porque mi chica me dejó entrever que aparte de dañina para la salud, la obesidad podía ser causal de divorcio.
Así que, con la misma determinación con la que-hace ya más de 20 años-dejé de fumar de la noche a la mañana (fumaba entonces 40 cigarrillos diarios), renuncié a mis pantagruélicos desayunos con pan con chicharrón, tamales, aceitunas negras con salsa de cebolla, salchicha de huacho con huevos revueltos o tocino ahumado del Costco con mayonesa, en los que fácilmente acababa con un baguette y los reemplacé por un plátano (de preferencia, peruano, aunque fuera el más caro-hay que apoyar a nuestros paisanos y, si no había, ecuatoriano, colombiano, mexicano o guatemalteco-en ese orden-, que eran los plátanos que se vendían en los supermercados japoneses sin contar con los filipinos que aunque eran la mayoría también eran mi última opción), ahorrándome de esta manera unas 1000 calorías. Aparte de que ya no comía pan en el desayuno, en el almuerzo y la comida apenas si probaba arroz y, si lo hacía, era arroz integral o mezclado con quinua boliviana. En su lugar, empecé a comer ensaladas aderezadas con aceite de Sacha Inchi (conocido también como Maní del Inca). También dejé de picar entre comidas mis galletas de soda con chorizo español, fuet catalán o salami italiano, queso manchego, aceitunas verdes españolas rellenas de pimiento o anchoas o las peruanas rellenas con rocoto o ají amarillo que había descubierto recientemente o las tradicionales de botija y ya no comía tampoco maní frito con cáscara, habas fritas ni maíz gigante peruano frito. Por último, dejé de beber bebidas gaseosas y café y ahora tomaba agua y té verde (Cerveza y otras bebidas alcohólicas hacía años que casi ya no tomaba). Comía poca carne y mucho tōfu y verduras.
Mi dieta era tan austera como la de un monje budista Zen.
Además, todas las mañanas me levantaba temprano y después de tomar mi magro desayuno y de hacer unos 20 minutos de calentamiento y estiramientos, daba en 20 minutos 5 vueltas alrededor de la cuadra-cuyo perímetro es de 700 metros-y después de correr volvía a hacer estiramientos durante otros 20 minutos y luego hacía 100 abdominales y un poco de pesas.
De este modo mi cintura se redujo en algunos centímetros y bajé algunos kilos.
Para motivarme más decidí acompañar mis ejercicios con un poco de música. Así que desempolvé una vieja casetera portátil que debía ser del mismo modelo y antigüedad que la que salía en una escena de la peli de Mel Brooks History of the World, Part 1 (La loca historia del Mundo) en la que un esclavo negro camina con una casetera al hombro escuchando Funkytown en la antigua Roma y desenterré una caja con viejos casetes de música de-dejemos a un lado la falsa modestia- la mejor época musical de todos los tiempos: los ochenta (bueno, también había algunas cosas de los setenta). Gracias a Dios (o a que las cintas TDK y Maxell eran de buena calidad), las cintas estaban aún en buen estado (y eso que no eran de cromo ni de metal).
En la caja había de todo: Desde Cindy Lauper, A-Ha, The Police, Toto, Dire Straits, Chicago, Supertramp, Culture Club, pasando por Michael Jackson, Abba, Blondie, Queen, Nena, ELO, Sabrina, Bee Gees, The Bangles, David Bowie, Diana Ross, Donna Summer, Earth, Wind And Fire, Elton John, hasta Miami Sound Machine, Madonna, Air Supply, Men at Work, Hall & Oates, Billy Idol, Guns N’ Roses, U2, Kenny Loggins, Van Halen, Phil Collins, Village People, Devo, Eagles, Kiss, The Nack y un largo etcétera que llenaría la página.
Todas las mañanas, mientras la gente salía hacia sus trabajos y los chiquillos del barrio se reunían en grupos para ir al colegio, yo agarraba al azar uno de los casetes de la caja y salía con mi casetera al parking de mi casa y hacía mis ejercicios de calentamiento y estiramiento antes y después de correr escuchando a todo volumen Walk like an egyptian, Karma Chameleon o Footloose, por ejemplo, y no hubo ningún problema. Hasta que un día puse Physical de Olivia Newton-John y los chiquillos del barrio empezaron a llamarme-muertos de la risa- Balthazar Bratt. No sabía de dónde habían sacado ese nombre. Hasta ese momento había escuchado que se referían a mí como Rocket punch-san (por la semejanza de mi prótesis con el puño volador del robot del anime Mazinger Z), pero ¿Balthazar Bratt?
Cuando interrogué a uno de los chiquillos, a modo de respuesta, me preguntó a su vez:
-¿Todavía no ha visto Mi villano favorito 3?
La verdad es que no tenía la menor idea de lo que me estaba hablando, pero no queriendo quedar como ignorante frente al chibolo, esperé a que mi chica, que suele estar más informada que yo, regresara del trabajo para preguntárselo.
-Pero si fuimos a ver las dos primeras partes-me respondió haciendo con un gesto de impaciencia-. ¿No te acuerdas? ¡Los Minions! Lo que pasa es que tú al cine sólo vas a comer cancha y a dormir.
Tengo que reconocer que yo no puedo ver una peli sin comer mi canchita y confieso también que un par de veces-cuando he estado muy cansado, la peli no me interesaba mucho o no entendía ni michi porque estaba en japonés o porque el argumento iba más allá de mi capacidad de comprensión-, me he quedado dormido. Así debía haber sucedido en aquellas ocasiones, porque no recordaba nada de unos seres amarillos con forma de cápsula, con uno o dos ojos, a quienes les gustaba mucho los plátanos y que hablaban un idioma desconocido pero trufado de palabras en inglés, español, japonés y seguramente algún otro idioma más que mi chica se esforzaba por describirme.
-¡No sabía que ya la estaban dando!-exclamó dándose por vencida-. ¿Vamos a verla?
En circunstancias normales, hubiera ido sólo para acompañar a mi chica que era una fanática de los Minions y se moría por ver la película, pero me había picado la curiosidad la alusión del chiquillo y quería saber por qué me llamaban Balthazar Bratt. Además, ahora que todo el tiempo paraba con hambre, aprovecharía para comprarme un barril de cancha tamaño familiar.
Cuando llegamos al cine, me sorprendió-aunque era viernes por la noche-la cantidad de gente haciendo cola para comprar su boleto. Noté, además, que la mayoría parecían cincuentones y que eran melenudos y estaban ataviados con trajes de anchos hombros, grandes solapas y colores chillones en los que me pareció reconocer un aire familiar. En ese momento pensé que se trataba de alguna oferta del tipo Los viernes, los mayores de 50 pagan la mitad, pero cuando empezó la peli y apareció Balthazar Bratt tratando de robar el diamante más caro del mundo mientras bailaba al ritmo de Bad y todos en la sala comenzaron a bailar haciendo el famoso paso Moonwalk de Michael Jackson, comprendí por qué estábamos todos allí y por un momento me pareció que allí era allá y que ahora era entonces. Quiero decir que por un momento me pareció que había retrocedido más de 30 años y regresado a la Lima de los ochenta y a sus fiestas de sábado por la noche. Antes de que sonara Phisycal, Take on me, 99 Luftballoons, Into the groove, etc., ya había comprendido por qué los chiquillos del barrio me llamaban Balthazar Bratt y me dije que tenían razón: yo también era Balthazar Bratt así como todos los que me rodeaban en ese momento.
Me volví hacia mi chica para ver cómo había reaccionado, pero ella ya estaba bailando con los demás.
Ahora todas las mañanas corro con la indumentaria de Balthazar Bratt (que me compré en la tienda del cine) y si alguien me dirige una mirada burlona, pienso:
-¡Ochentero y a mucha honra, carajo!


martes, 1 de noviembre de 2016

El robo del monte Fuji

El robo del monte Fuji

Sí, fui yo el que robó el monte Fuji. El que hay ahora no es más que una burda imitación del original, una maqueta de tamaño natural hecha con papel maché, cartón piedra y tecnopor, cuyas imágenes son retocadas con photoshop o reemplazadas por computer graphics.
Todo empezó con una de esas fiebres recurrentes que cada cierto tiempo me atacan, a las que me entrego con una pasión desmedida y que luego abandono con sorprendente displicencia, razón por la cual, mi hermano mayor me llamaba “Flor—de—un—día”, lo que en Japón llaman “Mikka bouzu” (monje por tres días); es decir, inconstante.
Aquella vez, era la fotografía.
Me habían regalado un libro de fotografías del monte Fuji. Decenas de fotografías tomadas por distintos fotógrafos, desde diversos ángulos, a diferentes horas y en distintas épocas del año: el Fuji, acompañado de unos sakura, en primavera; pelado, en verano; con las hojas rojas del momiji, en otoño; completamente blanco, en invierno; alumbrado por la luna llena; con el sol naciente engastado en su cráter brillando como si fuera un diamante de un millón de kilates; reflejado en uno de sus cinco lagos formando un doble juego de imágenes. Para cuando terminé de leer el libro, estaba enamorado del monte Fuji y quería, yo también, materializar, a través de una cámara, las fotografías que ya tenía en la cabeza.
Lo primero que tenía que hacer era conseguir una cámara. Fui a Akihabara y casi me vuelvo loco por la inmensa variedad de marcas, modelos y precios que había. Estaban las cámaras compactas con lente fijo y flash incorporado; las reflex de 35mm con lentes intercambiables y empezaban a aparecer, aunque a precios prohibitivos y con una calidad de resolución tan mala que sus fotos parecían mosaicos o cuadros pintados con la técnica del puntillismo de Georges Seurat, las primeras cámaras digitales. Aunque yo era consciente de que, si quería aprender de verdad, necesitaba una cámara reflex de 35mm, de lentes intercambiables y totalmente manual, como la Nikon FM2, me había bastado una sola mirada a la Nikon F5 para enamorarme de ella. La F5, una automática con función manual, concebida para uso profesional, no era una cámara sino un camarón, una camaraza, el orgullo de la marca Nikon y el sueño de cualquier fotógrafo. Fue un amor a primera vista fulminante: me bastó verla, para saber que la compraría. Medio millón de yenes por el cuerpo y un lente de 50mm era caro, pero con ella me sentía capaz de hacer cualquier cosa, ella me permitiría plasmar en el papel toda la belleza que yo llevaba dentro, porque, para mí, fotografiar podía llegar a ser casi como pintar, arte para el cual poseía un talento innato y al que me hubiera dedicado de no ser porque me aqueja un ligero temblor en el pulso —grado 9 en la escala de Parkinson—, secuela de un largo romance con doña Manuela Pajares —sólo superado en intensidad y frecuencia por el protagonista de “El lamento de Portnoy”, creo—, debido al cual lo más aproximado a una línea recta que soy capaz de dibujar es una en zigzag. Fui corriendo al banco y saqué el dinero, pero, en el último momento, un ataque de cordura me impidió realizar la compra. Me di una semana para pensarlo bien. Esa noche soñé con la F5 y estuve a punto de tener una polución nocturna.
A mitad de semana, pasé por casualidad frente al local de un prestamista que había en una callejuela cerca de la estación de Minami Rinkan, donde los viciosos del pachinko de la esquina iban a empeñar sus joyas y relojes cuando se quedaban sin dinero para seguir jugando. Iba en bicicleta, así que sólo la vi de pasada, pero algo en su vitrina llamó poderosamente mi atención. Regresando sobre mis pasos, me detuve frente al pequeño establecimiento y, grande fue mi sorpresa cuando descubrí, entre el más heterogéneo revoltijo de cachivaches, una F5 y a sólo ¡cien mil yenes! Fui corriendo a traer el dinero, pero, cuando regresé, ya no estaba. El prestamista, un viejo enjuto y encorvado, de mirada rapaz y aspecto ladino y taimado, como un buitre al acecho, que, a pesar de tener los ojos rasgados, los pómulos salientes, la nariz ñata y la piel amarilla, algo tenía del arquetípico usurero judío, me dijo que su propietario acababa de recuperarla hacía sólo cinco minutos. Maldije mi suerte.
—Tal vez le interese esto —dijo alcanzándome un estuche de cuero—. Me lo dejó un marine borracho hace ya más de un año y nunca más volvió.
Abrí el estuche y me encontré con un objeto de una forma muy peculiar, una mezcla de cámara y filmadora, que tenía una robustez inusual y el aire típico —acabado tosco, de aparente fabricación casera— de los prototipos, de los modelos de prueba, cuya forma recordaba vagamente la un teodolito.
—Como no creo que nadie quiera esa cosa y yo sólo quiero recuperar mi dinero, déme diez mil yenes y es suya —dijo el prestamista frotándose las manos con una sonrisa mefistofélica en los labios.
Iba a devolvérsela, cuando vi que la especie de manual manuscrito que acompañaba a la cámara estaba firmado por Stephen Hawking. Como no hacía mucho yo había leído su libro “Agujeros negros y pequeños universos” y aquella cámara no era a todas luces una cámara convencional, sentí una gran curiosidad por saber de qué se trataba. Así que la compré.
Ya en mi apartamento, después de leer el manual, quedé anonadado. Si había entendido bien la jerigonza cientificista y la enmarañada “letra de doctor” de Hawking —en cuyo caso, los postulados de la grafología según los cuales la letra de una persona refleja no sólo los rasgos de su personalidad sino hasta su aspecto físico, sí se cumplían—, y si mis conocimientos de inglés —que, aunque es cierto que eran muy superiores a los del comunero quechua hablante monolingüe promedio de las alturas de Uchuraccay, me parece que no alcanzaban para ser considerado bilingüe, pues mi vocabulario sólo constaba de unas treinta palabras—, habían sido suficientes, la cámara contenía una partícula de una estrella colapsada, es decir, un pequeño agujero negro cuyo poder de absorción estaba regulado, al igual que en una cámara convencional, por la apertura del diafragma, la velocidad de obturación y la sensibilidad ISO, capaz de capturar no imágenes sino los objetos en sí mismos. Indudablemente, había sido concebida con fines bélicos y por eso había llegado a manos de aquel marine. Hawking advertía del peligro que implicaba “fotografiar” con ella a seres humanos. Poniendo como ejemplo su propio caso, reconocía que su discapacidad se debía a los años de experimentación con la cámara en los que en muchas ocasiones se había expuesto a los efectos de la misma “autorretratándose” y no a la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), como se había divulgado públicamente. Me sentí, de pronto, en posesión de un poder ilimitado. Según el dictum de Acton, “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe de modo absoluto”. Sin que pudiera evitarlo, empezó a afluir lo peor de mí.
Hasta cierto punto era comprensible que en el Perú me hubiesen tratado despectivamente por ser “chino”, pero que aquí, en la tierra de mis abuelos, fuera discriminado por ser extranjero era algo que escapaba a mi entendimiento. Ahora podía vengarme del maltrato recibido, los golpearía donde más les dolía: en el orgullo. ¡Les robaría el monte Fuji!
En el libro que me habían regalado, al pie de cada foto, no sólo figuraban los datos técnicos como modelo de la cámara empleada, tipo de lente, sensibilidad de la película, velocidad de obturación y tamaño de la apertura del diafragma sino también, desde dónde habían sido tomadas y hasta cómo llegar a esos lugares en tren o automóvil. Estuve observando las fotografías y después de decidirme por una, reservé por teléfono una plaza en el camping del lago Motosuko, uno de los cinco lagos del Fuji, desde donde se accedía al Panorama Dai, un observatorio natural situado a 1325 metros de altura, desde el cual había sido tomada la foto que más me había gustado. El viernes por la noche, metí en una mochila el libro, la cámara, un trípode, una bolsa de dormir y una tienda de campaña unipersonal, y el sábado temprano salí hacia la prefectura de Yamanashi. Esa noche, en el campamento, después de una frugal comida consistente en un trozo de carne y unas papas asadas en una parrilla portátil, me dormí temprano abrigado por los rescoldos de la fogata, y, al alba del domingo, ya estaba apostado en la cima de la colina aguardando la salida del sol. Apenas alumbrado por la tenue luz sonrosada de la aurora, como una insinuante bailarina de la sensual Danza de los siete velos, el monte Fuji se fue despojando lentamente, con provocadora indolencia, del sutil y vaporoso manto que lo cubría y fue mostrando, poco a poco, sus encantos, sus curvas, sus redondeados contornos, dejando entrever su difuminada y esbelta silueta, y, cuando el sol llegó a su cenit, se mostró, de pronto, en todo su desnudo y hermoso esplendor, y yo quedé obnubilado por la majestad de su serena belleza. El blanco veteado que, como cera derretida, bajaba del casquete de nieve que lo coronaba, contrastaba vivamente con el azulado gris de sus faldas y con el azul celeste del cielo, como en un colorido ukiyoe de Hokusai.
Había llegado el momento. No había ni una sola nube.
Saqué la cámara de su estuche, la monté en el trípode y, para asegurarme de que no se moviera, le conecté un cable disparador de aguja.
Como lo que me interesaba era “capturar” al Fuji, pensé que lo mejor era hacer un enfoque selectivo limitando la profundidad de campo, así que escogí una gran apertura (f1.2), y, como había mucha luz, me pareció necesaria una velocidad de obturación alta, así que giré la rueda hasta 1/4000 Mirando a través del visor, compuse el encuadre y, haciendo girar el anillo del lente, ajusté el enfoque: el monte Fuji se veía con una nitidez irreal, parecía al alcance de mi mano. Conteniendo la respiración, apreté el disparador y entonces el tiempo se congeló: aquellas 25 cienmilésimas de segundo parecieron transcurrir en cámara lenta. Pude ver como el Fuji se dividía en pequeños fragmentos, como en la pintura “Desintegración de la persistencia de la memoria” de Dalí, que fueron ingresando por el objetivo de la cámara como un enjambre de abejas regresando a su colmena, acompañados por un ruido de succión como el que produce el agua de una tina al irse por el desagüe, y por un fuerte viento que peinó mis cabellos hacia atrás. Era increíble: el monte Fuji había desaparecido. En su lugar sólo quedaba una enorme meseta de piedra volcánica llena de pequeños cráteres, que recordaba un paisaje lunar y donde no quedaba ni siquiera el consuelo de un pedruzco.
Cuando me repuse del shock, miré la pequeña pantalla de la cámara y, aunque lo estaba viendo, no lo podía creer: ahí estaba el monte Fuji tal como lo había visto antes de apretar el disparador. Fui presa del pánico y, antes de que alguien me viera, huí de la escena del crimen.
***
Demasiado concentrados en sus trabajos o porque estaban acostumbrados a que se hallase oculto tras una espesa capa de nubes, los japoneses tardaron increíblemente más de una semana en darse cuenta de que el Fuji, el monte sagrado, había desaparecido. En realidad, había sido un extranjero, Mr. Smith, un fotógrafo americano que había venido al Japón con el único propósito de fotografiarlo, quien había dado la voz de alarma. Después de haberlo acechado sin éxito desde todos los lugares desde los cuales le dijeron que se podía verlo, y, equipado con su mapa, su brújula y sus binoculares, haberlo buscado por todas partes sin encontrarlo, a Mr. Smith no le había quedado más remedio que ir a la Oficina de información turística de la estación de Fujiyoshida, uno de los puntos de partida para la ascensión del monte Fuji, donde, después de consultar su Pocket interpreter, pues no confiaba mucho en el inglés de los japoneses, dijo en un japonés perfecto: “¡Se me perdió el Fuji!”
“¡Mierda!”, suspiró Yamamoto Manabu, el encargado de la oficina. “Por más señales que ponemos y panfletos en inglés que repartimos, estos extranjeros tontos no logran encontrar lo que buscan”.
Sin embargo, dos horas después, cuando, exasperado ante la insistencia de Mr. Smith, decidió, para darle una lección, acompañarlo personalmente, el funcionario no pudo creer lo que veía: el monte Fuji, con sus 3776 metros de altura y sus más de mil millones de toneladas de peso, había, efectivamente, desaparecido y, en su lugar, sólo había quedado una meseta pelada en la que se estaban soleando unas lagartijas.
La noticia conmocionó al país. Muchos murieron de la impresión. Otros optaron por el suicidio haciéndose el harakiri. Al día siguiente, cientos de miles de personas se congregaron frente al Palacio Imperial para esperar las palabras del Emperador. Sin embargo, a éste no se le ocurrió otra cosa que repetir las mismas palabras que su padre había pronunciado cincuenta años antes en su discurso de rendición:
—Hemos de soportar lo insoportable.
Lo primero que se pensó fue que era una represalia del MRTA por Chavín de Huántar, la exitosa operación de rescate efectuada en la residencia del embajador japonés en Lima en la que murieron los catorce miembros del grupo terrorista. Isaac Velazco, el portavoz internacional de la agrupación, declaró en Hamburgo que, aunque no había sido informado al respecto, ésta era sin duda una operación digna de la audacia de sus camaradas. “Les advertí que la sangre derramada jamás sería olvidada”, dijo. Por su parte, la jefa del comando sur del MRTA, Aída Ochoa, presa en Bolivia, anunció, desde la cárcel, que la primera letra de la Deuda de sangre había sido cobrada. “¡Comandante Cerpa, descansa en paz!”, exclamó.
Otros responsabilizaron al Aum Shinrikyou de lo sucedido. Pronto comenzó a circular el rumor de que los miembros de la Secta de la Verdad Suprema exigían la libertad de su líder a cambio de la devolución del monte. Sin embargo, Shoukou Asahara dijo que él no sabía nada al respecto, pero que no descartaba la posibilidad de que fuera cierto. “Mis amigos son tan locos”, declaró en un perfecto español que desconcertó a los miembros del tribunal que lo estaba juzgando.
Los okinawenses por su parte le echaron la culpa a los militares americanos. Los acusaban de haber desaparecido el monte con el único propósito de tener un terreno donde instalar una base más.
Se sospechaba también del prefecto de Shizuoka, quien, presionado por poderosos grupos económicos que deseaban que Shizuoka fuera una de las sedes del Campeonato mundial de fútbol del 2002, había estado buscando desesperadamente un terreno apropiado para construir un estadio.
También volvió a salir a la luz, una vez más, la versión según la cual los Yakuza cobraban una prima de protección sobre el monte. Se especulaba que debido a la recesión, el gobierno no había podido pagar la cuota correspondiente a ese año y que los mafiosos habían cumplido su amenaza. Se decía que el aumento del impuesto a las ventas había sido un último intento desesperado por recaudar fondos para pagar la prima y que el Primer Ministro responsabilizaba a los miembros de la Dieta no sólo de haber demorado la aprobación del proyecto con inútiles debates sino también de haberlo modificado postergando su poder ejecutivo al año en curso en vez del plan inicial según el cual hubiera tenido una retroactividad de seis meses. Es decir, que la gente hubiera tenido que pagar la diferencia de los bienes adquiridos en ese lapso de tiempo, única forma de la que se habría podido recaudar la suma requerida por los mafiosos.
Algunas personas responsabilizaron a David Copperfield, que hacía unos días había estado de gira por Japón. Cuando fue interrogado, el conocido ilusionista norteamericano estuvo tentado por un momento a responder afirmativamente, pero recordando que le pedirían que volviera a hacerlo aparecer, reconoció apenado que él no había sido.
Incluso Mr. Marikku, famoso mago japonés conocido también por sus apariciones en un programa de televisión en las que hacía alarde de su famosa “Tejikara” (el poder de sus manos), fue citado para ser interrogado. Dijo que se trataba de un truco muy sencillo, pero que por ética profesional se veía imposibilitado de revelar el secreto.
El propietario de una joyería de la ciudad de Isesaki, en la prefectura de Gunma, afirmó que sin duda los responsables de la desaparición del Fuji eran los dekasegi peruanos (su negocio había sido asaltado por peruanos en tres oportunidades).
Los primeros afectados económicamente por la desaparición del Fuji habían sido los propietarios de los bienes inmuebles y terrenos de los alrededores. Aunque su valor se depreciaba cada día más, los propietarios se negaban a vender, pues pensaban que sólo se trataba de una maniobra de las grandes inmobiliarias para comprar sus propiedades a precios irrisorios y luego volverlas a vender, una vez hubieran devuelto el monte a su lugar, quedándose con una apreciable diferencia.
Pero hubo también gente que se benefició. La desaparición del Fuji generó una ola de inseguridad tan grande (porque se pensaba que, si habían podido robarse un monte, de qué cosa no serían capaces), que la gente, presa del pánico, había ido corriendo a comprar candados, cerraduras, cadenas, cercos, alambradas, alarmas, reflectores, etc.
***
Casi un mes después de la desaparición del monte, la policía no había descubierto absolutamente nada, pues no tenían ninguna pista que seguir.
—Debe haber habido un testigo —rugió el teniente de policía en la reunión que celebraba todas las mañanas con los oficiales encargados del caso—. Nadie puede haberse robado el monte sin que haya habido un testigo. Quiero ese testigo. Búsquenlo.
El teniente de policía se llamaba Yamashita y, debido a su inoperancia, los medios de comunicación empezaban a burlarse de él. Aprovechando que los kanji de su apellido significan “monte” y “abajo”, un diario sensacionalista había publicado una caricatura en la que el teniente aparecía mirando en todas las direcciones mientras el monte estaba sobre su cabeza.
Pocos días después, un anciano se había presentado en un puesto policial diciendo que tenía algo que tal vez fuera una pista. Inmediatamente, había sido conducido donde el teniente Yamashita. Sin decir nada, el anciano le entregó una fotografía. El teniente la miró y sólo vio una mancha oscura, de forma alargada y aguzada en uno de sus extremos, que le hizo recordar la escultura que adorna el edificio de la cerveza Asahi en Asakusa, más conocido como “Edificio de la caca”.
—¿Qué es esto? —inquirió, perplejo, el teniente—. ¿Una nube?
—No —dijo el anciano sin inmutarse—. Es el monte Fuji. La tomé el día que desapareció. No había una sola nube. En ese momento creí que había sido víctima de una ilusión óptica, pero no fue así. Estoy seguro, porque estuve esperando el momento propicio para tomar la fotografía. Busqué el ángulo apropiado, escogí la apertura del diafragma y la velocidad de obturación adecuadas y enfoqué. Todo estaba perfecto. Sin embargo, en el preciso momento en el que disparaba, alguien aspiró el monte. Yamashita se fijó nuevamente en la fotografía. En efecto, la mancha se alargaba hacia un lado perdiendo su forma original como si hubiera sido aspirada. ¿Pero era el monte Fuji? Parecía más bien un enorme genio salido de las Mil y una noches volviendo a su lámpara.
—Ésta fue tomada un minuto antes —dijo el anciano alcanzándole otra fotografía.
El teniente Yamashita las comparó. Había sido tomada sin duda desde el mismo ángulo. Todos los detalles secundarios coincidían. Pero en ésta el monte Fuji aparecía con una nitidez sobrenatural, más que una fotografía aquella parecía una ventana y al teniente Yamashita le vinieron muy gratos recuerdos a la memoria, porque en uno de los hoteles con vista al Fuji había pasado su luna de miel. ¿Hacía cuánto? ¿Quince, dieciséis años?
—Como le dije hace un momento —lo regresó al presente el anciano—, ese día no había una sola nube.
El teniente Yamashita le pidió al anciano que lo llevara hasta el lugar desde donde había tomado la fotografía. Desde ahí, el teniente observó que si alguien había, como decía el anciano, “aspirado” el Fuji, debía haberlo hecho desde el este, desde la zona comprendida entre los lagos Shojiko y Motosuko, y, probablemente, desde un lugar alto, tal vez, desde alguna de las montañas de la zona.
En una operación bautizada con el nombre de “La aspiradora”, miles de agentes de la policía rastrearon la zona durante los siguientes días en busca del más mínimo indicio.
La encargada del Camping del lago Motosuko declaró a uno de los agentes que la tarde del sábado 3 de mayo, un hombre había solicitado un lote para acampar y que había preguntado insistentemente por el Panorama Dai, un punto de observación del monte Fuji, porque quería tomar algunas fotografías. Había preguntado, además, a qué hora salía el sol, porque quería hacerlo a esa hora. Al día siguiente, en la mañana, su tienda de campaña ya no estaba.
—Me olvidaba de algo —agregó la mujer—. El hombre, aunque tenía cara de japonés, no hablaba bien el japonés, lo hablaba como… como un extranjero.
***
El primer ministro chino, a su paso por Tokio, declaró con sorna que, si el ladrón del monte Fuji se animaba a ir a la China, sería detenido por la Gran Muralla. Sin embargo, pocas semanas después, los chinos reportaron que la Gran Muralla China, la única construcción humana que se distinguía a simple vista desde la Luna, había desaparecido.
Pero, como para el resto del mundo, los chinos y los japoneses eran prácticamente la misma cosa, nadie los tomó en serio. Se habló de fiebre amarilla.
Perdidas las esperanzas de recuperar el Fuji, los japoneses necesitaban llenar el vacío que éste había dejado. Justo cuando estaban por culminar las negociaciones para la adquisición y posterior traslado a suelo japonés del monte Everest, por la fabulosa suma de 900 billones de yenes (11 millones de millones de dólares), el presupuesto japonés de 10 años, llegó a Tokio la noticia de que no sólo el Everest sino que toda la cadena montañosa del Himalaya, con los catorce ocho miles, había desaparecido, lo cual desplazó el eje de rotación de la tierra haciendo que girara más rápido, de manera que los días se acortaron en un microsegundo (una millonésima de segundo), hecho que alegró a algunos, especialmente a los que no les gusta su trabajo, porque vieron recortarse su jornada laboral de forma significativa.
Sólo después de que desaparecieron el Taj Mahal de la India, la Esfinge y las Pirámides de Egipto, el resto del mundo tomó en serio la amenaza.
En Nueva York, la Estatua de la Libertad fue cubierta con una cúpula de una fibra transparente capaz de resistir una explosión atómica diez veces mayor que las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Mientras que en París, la Torre Eiffel era electrificada para que nadie pudiera tocarla. Todas las ciudades que poseían algo valioso tomaron las medidas necesarias para evitar que el ladrón se llevara sus tesoros. El presidente del Perú, Alberto Fujimori, que no dejaba escapar ninguna oportunidad para aumentar su popularidad con miras a las Elecciones del año 2000, declaró en Lima que, a partir de ese momento, le encargaba la presidencia de la república a su primer vicepresidente para asumir personalmente el cargo que acababa de crear: Guachimán de Machu Picchu.
***
Habiéndome convertido en el Enemigo público número uno del mundo y siendo buscado no sólo por la policía nacional de varios países sino también por la Interpol, yo me escudaba en mi no hacía mucho adquirida nacionalidad japonesa. Mientras todo el mundo se hallaba tras la pista de aquel misterioso extranjero que —según las declaraciones de la encargada del Camping del lago Motosuko—, había pernoctado en sus instalaciones aquella noche y que era, hasta ese momento, el principal sospechoso, yo viajaba tranquilamente, porque gracias a mi cara y a mi pasaporte japonés —mientras no hablase—, era considerado para todos los efectos como japonés.
Por eso, el día que fui a visitar las Líneas de Nazca, María Reiche no sospechó nada y hasta me felicitó por hablar tan bien el español y sólo cuando me acompañó hasta la avioneta desde la que tomaría las fotos, no pudo dejar de observar que era la primera vez que veía una cámara tan rara, aunque no vivió lo suficiente para contarlo.
Y, por eso, he podido llegar sin problemas hasta el Cuzco y ahora me encuentro frente a la ciudadela de Machu Picchu (“La ciudad suspendida en el aire”, como la llaman los japoneses) y estoy a punto de presionar el disparador.