Mi querida Olivetti Lettera 32
En 1989, al igual que otros
miles de peruanos descendientes de japoneses, me vi obligado a venir a Japón
como trabajador temporal impelido por la grave crisis económica del desastroso
primer gobierno de Alan García. Durante
el largo vuelo de Lima a Tokio-habíamos hecho escala en Toronto y Vancouver,
donde pasamos la noche-, estuve leyendo una biografía de Hemingway y quedé muy
impresionado al enterarme de que en diciembre de 1922, Hemingway-quien se
encontraba en Suiza como corresponsal del Toronto Star cubriendo la Conferencia
de paz previa al Tratado de Lausana-que establecería definitivamente las
fronteras de Turquía-y había coincidido allí con el periodista y editor Lincoln
Steffens, el cual mostró interés en su obra-, le había pedido a Hadley-su
primera esposa, con la que vivía en París-que le llevara todos sus manuscritos
para mostrárselos y que esta, cuando estaba en la Gare de Lyon y había subido
ya al tren que la llevaría de París a Lausana, de pronto había sentido sed y
bajado un minuto a comprar una botella de agua Evian (según otras versiones,
bajó para comprar algo para leer durante el viaje o para saludar a unos amigos)
y que, cuando regresó, la pequeña maleta verde de cuero en la que había metido
casi todo lo que Hemingway había escrito hasta ese momento-sus notas manuscritas,
los originales mecanografiados de varios cuentos y de algunos capítulos de una
novela y hasta las copias a carbón-había desaparecido. Lo lamenté como algo personal sin imaginarme
que pocas horas después a mi también me sucedería algo parecido.
Viajaba con
una gran maleta llena de ropa y, como equipaje de mano, llevaba un maletín con
mis novelas favoritas, casi todas las que Vargas Llosa y García Márquez habían
publicado hasta ese momento (Por aquellos días, preguntarme cuál de los dos me
gustaba más era como preguntarme ¿a quién quieres más: a tu mamá o a tu papá?)
y una caja de camisas Van Heusen que contenía una docena de cuentos, los
mejores que había escrito hasta ese momento, porque por aquel entonces yo
soñaba con ser escritor. En la otra mano
llevaba una máquina de escribir portátil (heredada de mi hermano mayor, quien,
después de pasarse de las máquinas mecánicas a las eléctricas y de las de bolita
a las de margarita, por aquellos días ya tipeaba sus escritos en su flamante,
silencioso e infalible procesador de textos) que, aunque obsoleta, era pequeña
y liviana, fácil de llevar a cualquier parte, muy adecuada para la vida
aventurera que-al menos eso creía yo-me esperaba allende el mar. Me decía que bien podía estallar la Tercera
guerra mundial, que si yo sobrevivía junto con las cucarachas, podría seguir
pergeñando mis historias en un mundo arrasado y sin electricidad. Pero sucedió que, una vez que llegamos al
aeropuerto de Narita, los empleados de la agencia contratista nos dividieron en
dos grupos, uno con destino a la ciudad de Isesaki, en la prefectura de Gunma,
y el otro-mi grupo-con rumbo a la ciudad de Yokohama, en la prefectura de
Kanagawa, nos dijeron que ellos se encargarían de nuestros equipajes y nos
hicieron subir a unas camionetas.
Cuando, casi tres horas después, llegamos a nuestros alojamientos,
nuestro equipaje, que había ido en otro vehículo, ya estaba allí. Cuando me llegó mi turno, me entregaron la
maleta grande con la ropa, pero mi querida Olivetti Lettera 32 y el maletín de
mano con mis libros y mis manuscritos habían desaparecido. Me quejé a través del intérprete con el
encargado japonés de la agencia contratista. Hubo un breve diálogo entre los
dos. Luego, el intérprete me dijo:
-Dice que
no te preocupes si no los encuentras, porque acá no vas a tener tiempo para
leer ni para escribir, sólo para trabajar.
Y tuvo
razón, porque aquel primer año trabajé tanto, había tantas cosas nuevas que
aprender, mi cuerpo y hasta mi alma quedaban tan agotados, que apenas me
quedaban tiempo, fuerzas y ganas para hacer otra cosa.
Como una
broma cruel del destino, cuando estaba desempacando mi equipaje, apareció entre
mis ropas la caja con diez cintas para máquina de escribir que a última hora
había metido en la maleta grande porque ya no cabía en el maletín de mano. No sé por qué-tal vez porque en el fondo tenía
la peregrina esperanza de recuperar mi máquina algún día-, a pesar de que en
estas casi tres décadas cambié varias veces de trabajo y de vivienda y de que
en cada mudanza me fui desasiendo de muchas cosas hasta quedarme-creo-sin
ningún objeto de mi equipaje original (por perder perdí hasta mi mano
izquierda), nunca pude desprenderme de aquellas diez cintas. Ni siquiera cuando-un año después de haber
llegado a Japón-pude por fin comprarme un procesador de textos (un Toshiba Rupo
que me costó más de 200 mil yenes y que pensé erroneamente que me consolaría de
la pérdida de mi máquina) ni tampoco cuando, unos años después, llegué a tener
mi primera computadora: un gran armatoste de escritorio con el que mal que bien
aprendí los rudimentos necesarios para al menos no borrar accidentalmente lo
que estaba escribiendo ni cuando la cambié por laptops cada vez más pequeñas y
livianas con las que al fin pude realizar mi sueño de escribir donde fuera: en
la terraza de un café, en la playa, en los campings, en los hoteles, durante
los viajes en ómnibus, tren, barco y avión.
Además de conservar las cintas, cada vez que por casualidad me topaba
con un mercado de pulgas, bazaar, garage sale o tienda de artículos de segunda
mano o de antigüedades, una irresistible fuerza me arrastraba a husmear entre
los cachivaches y si por casualidad mis ojos divisaban una vieja máquina de
escribir el pulso se me aceleraba de sólo imaginarme que podía tener la tecla
de la “Ñ” y grande era mi decepción cuando descubría, una vez más, que el
teclado estaba en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, ruso, noruego y
hasta en hebreo, pero nunca en español. De
habérmelo propuesto, hubiese podido comprar una por internet en España o en
algún país latinoamericano, pero, aparte de que por el peso el envío saldría
caro, me desanimaba el hecho de que en esos países a la máquina ya le habrían
sacado el jugo y yo la quería no como adorno retro sino para escribir. Además, desconfiado por naturaleza como soy,
¿acaso podía fiarme de un español, argentino, panameño, cubano o mexicano? En realidad, lo más fácil hubiera sido
encargar una a algún amigo o pariente de los que estaban en Perú. Tal vez, incluso alguno tuviera una máquina
oxidándose en algún rincón de su casa y estuviera dispuesto a regalármela y así
sólo gastaría en el envío. O, en el peor
de los casos, allá no sería difícil conseguir una en el mercado de segunda mano
y seguramente aún existían pequeños talleres de reparación donde podrían
hacerle una buena revisión. Pero, por
otro lado, ¿cómo justificaba mi pedido? ¿Podía molestar a alguien con semejante
favor teniendo en mi casa todas las ventajas tecnológicas que ofrecen una
computadora y una impresora modernas? ¿Podía pedir a alguien que se tomara todo
ese trabajo sólo porque a mí se me había ocurrido volver a escribir como en la
Edad de piedra? Definitivamente,
no. No podía ser tan caprichoso. Mis amigos y parientes que estaban en Perú
eran gente seria y trabajadora y estaban muy ocupados para perder el tiempo en
tonterías. Así que decidí olvidarme del
asunto, los años fueron pasando y, aunque, de vez en cuando, algo me traía el
recuerdo de mi querida máquina de escribir, como las veces que volvía a ver Breakfast
at Tiffany’s-una de mis películas favoritas-y llegaba la escena en la que
George Peppard está escribiendo a máquina: “There was once a very lovely, very
frightened girl. She lived alone except for a nameless cat.” y de pronto
alguien empieza a cantar. Él se asoma a la ventana y ve a Audrey Hepburn-mi
actriz favorita-que está secándose el cabello al sol sentada en el alféizar de
su ventana mientras canta “Moon river” acompañada de su guitarra o cuando leí
el entrañable relato de Paul Auster “La historia de mi máquina de escribir” o cuando me
enteré de que Tom Hanks-el famoso actor de cine y conocido coleccionista de
máquinas de escribir-había ideado Hanx Writer, una aplicación para iPad que
simulaba la escritura en una máquina de escribir mecánica con sonido incluido, poco
a poco, me resigné a la silenciosa eficacia de las computadoras y llegué a
creer que nunca más volvería a escribir acompañado por el entrañable golpeteo
de una máquina de escribir mecánica.
Hasta que-hará
un par de meses-leí por casualidad que la máquina de escribir del escritor
norteamericano Cormac McCarthy-nada menos que una Olivetti Lettera 32 como la
mía, que había comprado en 1963 en una casa de empeños por 50 dólares y con la
cual había escrito-en un periodo de 46 años-toda su obra y correspondencia:
unos 5 millones de palabras, según sus propios cálculos-había sido subastada con
fines benéficos por la casa Christie’s de Nueva York-que inicialmente la había
tasado en 20 mil dólares-alcanzando el increíble precio de 254 mil dólares. Para reemplazarla, pues McCarthy no tenía
computadora ni conexión a internet, su amigo-el economista John Miller-ya le
había conseguido otra igual pero en mejores condiciones en e-bay por 11 dólares
más los gastos de envío. La noticia
reavivó el que creía ya extinguido fuego de la nostalgia y el ansia por volver
a escribir en una máquina mecánica se convirtió de pronto en una necesidad casi
física, hasta tal punto que escribir en mi fiel laptop se volvió un acto insulso
y poco satisfactorio, algo puramente mecánico que había perdido la magia y supe
que no volvería a vivir tranquilo mientras no lograra poseer el objeto de mi
deseo. Así, pues, debía encontrar una
máquina de escribir mecánica lo antes posible.
Como no
quería gastar mucho dinero comprándola en el extranjero, decidí limitar mi
búsqueda al mercado japonés de segunda mano.
Y, aunque me parecía muy poco probable que alguno de los extranjeros
hispanohablantes que habían venido al Japón en la segunda mitad del siglo
pasado hubiera traído y dejado aquí su máquina de escribir, tal vez alguno de
los traductores, profesores o estudiantes japoneses de español de hace más de
30 años-o alguno de sus descendientes-se animara a vender la máquina que había
quedado olvidada en el desván de su casa o encontrar alguna de las que ya
languidecerían en las tiendas de antigüedades. Como la perspectiva de tener que buscar tienda
por tienda en cada una de las miles de tiendas de antigüedades que debía haber
en Japón se me antojaba una labor titánica y poco fructífera, pensé que lo más
sensato sería buscarla en la red. Probé
en Amazon Japón y no encontré nada. En Google Japón me salió una que ya había
visto antes y que se había vendido hacía
varios años. En Rakuten y tampoco apareció nada. En las subastas de Yahoo Japón y nada. En Jimoti-una página japonesa en la que al
principio la gente ofrecía gratis las cosas que ya no usaba y que ahora vende-y
tampoco encontré nada. Finalmente,
cuando ya me iba a dar por vencido, me acordé de que uno de mis primos me había
hablado de una página de venta de cosas usadas que a veces él utilizaba:
Mercari.
Sin mucha
convicción, sólo por probar, puse en el buscador: “Máquina de escribir con
teclado en español” y debe ser cierto que Dios es peruano porque a la primera
encontré una y no una cualquiera sino una Olivetti Lettera 32 como la que había
perdido. La verdad es que, dadas las
circunstancias, con tal de que fuera mecánica, portátil y con el teclado en
español, yo me hubiera conformado con una máquina de cualquier marca, modelo o
color, así que encontrar una igual a la mía y encima a sólo 5 mil yenes (menos
de 50 dólares) era algo que superaba ampliamente mis expectativas más
optimistas y que nunca hubiera esperado. Los dos o tres días que el vendedor
tardó en enviarme la máquina se me hicieron eternos. Cuando por fin llegó y la saqué de la caja de
cartón en la que la habían embalado aún dentro del inconfundible estuche de
color gris claro azulado (o celeste sucio) con la característica franja negra de los estuches de las Olivetti
Lettera 22 y 32, tuve un presentimiento, pero, cuando la saqué de su estuche, me
bastó echarle un vistazo para saber que aquella máquina no era igual a la mía
sino que era ¡mi máquina!, la que había perdido casi 30 años atrás. Para comprobarlo, abrí la tapa y allí estaba:
la “J” inicial de mi nombre y el año 1980 que yo había grabado a la mala con un
punzón debajo del número de serie cuando mi hermano me la regaló. No cabía duda: ¡Era mi máquina! Aunque la tenía en frente, no lo podía
creer: casi 30 años después, había
recuperado la máquina que perdí en el aeropuerto de Narita el día que llegué a
Japón. La Olivetti Lettera 32 es una
máquina muy bella y, aunque la mía tiene apenas 50 años, posee la clase y la elegancia
de las cosas antiguas. Al verla uno evoca
una época en la que las cosas se hacían con materiales nobles y para durar toda
la vida, cuando los muebles eran de madera, las botellas de vidrio, los zapatos
de cuero y las cosas aún no tenían esa apariencia descartable del plástico ni
la efímera vida útil de las cosas que se producen ahora para satisfacer la frenética
demanda del consumismo actual. Durante
unos minutos, me quedé contemplando su aerodinámica “carrocería” color verde
turquesa (diseñada seguramente bajo la influencia de los grandes diseñadores de
automóviles italianos) pensando que también merecería ser exhibida en el MoMA de
Nueva York como su hermana mayor la Lettera 22.
Estaba impaciente por probarla. Le
puse una hoja de papel y, cuando empecé a pulsar sus teclas, me di cuenta de que
la cinta estaba reseca. Frustrado, pensé
que tendría que esperar hasta conseguir una cinta. Entonces me acordé de las cintas que había
traído cuando vine a Japón y que aún guardaba en el último cajón de mi
escritorio. Saqué una de su cajita y,
después de romper la envoltura de celofán, tiré de la punta de la cinta con el
índice y el pulgar y estos quedaron manchados de negro: increíblemente la tinta
aún estaba fresca.
Cambié la
cinta y, tac-tac…poco después, tac tac-tac… estaba tecleando tac tac-tac…
con un solo
dedo, tac-tac… como siempre lo había hecho, tac-tac ting♬ track…rush…
a pesar de
haber estudiado mecanografía tac…durante dos años en el colegio, tac-tac…
mientras
sentía esa mezcla tac-tac… de olor a tinta y aceite tac-tac ting♬ track…rush…
que me
traía tantas reminiscencias tac tac-tac tac-tac… de mi juventud, tac tac-tac
tac…
cuando
escribía con furia tac tac-tac tac…y soñaba que algún día sería un gran
novelista.
La máquina
estaba en perfecto estado. Seguramente
duraría más que yo. Mientras se
siguieran fabricando las cintas o encontrara la manera de entintar las viejas,
tal vez podría usarla hasta mi muerte.
Estaba pensando en esto, cuando, de pronto, me di cuenta mirando la caja
de cartón que la dirección del remitente quedaba en la ciudad de Isesaki,
prefectura de Gunma y recién entonces caí en la cuenta de que Isesaki era la
ciudad adonde había ido destinado el otro grupo cuando nos separaron en el
aeropuerto de Narita y que seguramente mis cosas se habían ido con ellos. Debí haberlo sospechado antes. ¡Un momento!
La gran alegría que me había producido encontrar mi máquina me había impedido
al mismo tiempo deducir que si el vendedor había conservado todos estos años la
máquina tal vez también tuviera en su poder mis libros y papeles. Tenía que comunicarme inmediatamente con él. Le mandé un email y este me contestó poco
después alarmado al enterarse de que la máquina me había pertenecido. Parecía temer que lo acusara de ladrón. Según me explicó, hacía unos meses, él y unos
amigos con los que había formado un grupo de teatro habían alquilado para hacer
sus ensayos una vieja casa que había estado desocupada durante mucho tiempo.
Cuando fueron a verla, el dueño de la inmobiliaria les ofreció no cobrarles los
meses de garantía si ellos mismos se encargaban de limpiarla y acondicionarla
y, cuando lo estaban haciendo, habían descubierto en la parte trasera de la
casa un gran armario de metal lleno de maletas de viaje, maletines de mano,
grandes bolsas de ropa y algunas otras cosas.
Le habían preguntado al de la inmobiliaria y lo único que este les dijo
fue que hacía muchos años esa casa había sido el local de una agencia
contratista de trabajadores extranjeros y que podían disponer de todo lo que
encontraran en ella. ¿Y no había
libros?, le pregunté. Sí, había varios
libros. Habían intentado venderlos, pero,
como estaban en español, portugués o alguna otra condenada lengua parecida, en
el Book Off del barrio no habían querido aceptárselos ni regalados. Habían estado a punto de tirarlos, pero les
había dado pena. Hasta se habían
arrepentido de vender la máquina porque se les ocurrió que todas esas cosas tal
vez algún día les servirían para la escenografía de alguna obrita. Pero si yo pensaba que algunas de las cosas
eran mías y estaba dispuesto a ir hasta allá a recogerlas, con gusto me las
darían. Quedamos en encontrarnos ese fin
de semana.
El sábado
salí temprano de mi casa y fui en tren hasta la estación de Shinjuku, en Tokio,
y allí subí a un ómnibus que me dejó, dos horas después, en el terminal de
autobuses de la estación de Isesaki.
Cuando bajé, el muchacho me estaba esperando fumando sentado en una
banca. Lo reconocí inmediatamente porque
me había dicho que llevaría puesto un polo con la imagen de Machu Picchu que
seguramente había encontrado en la casa. Era joven, alto y desgarbado y me pareció algo
tímido para ser estudiante de teatro.
Intentó hablarme en inglés, pero le dije que mejor me hablaba en japonés
porque yo de inglés sólo sabía lo que había aprendido en el colegio, es decir,
nada. Me dijo que la casa quedaba cerca,
que iríamos a pie. Me había hecho una
imagen de la casa, pero, cuando llegamos, me di con la sorpresa de que era una
inmensa y viejísima casa de estilo tradicional japonés de una sola planta con
un largo corredor de lustroso piso de madera que, como una galería, daba a un
amplio aunque abandonado jardín japonés donde había árboles de sakura, kaki y
momiji y también un pequeño estanque seco con su puentecito que alguna vez debió
albergar carpas de colores y flores de loto. Tal
vez, notando mi desconcierto, el muchacho me explicó que la casa era una “jikou
bukken”, es decir, una de esas casas o departamentos que por haber sido
escenario de alguna muerte violenta por accidente, suicidio o asesinato y en la
que es posible que aparezcan fantasmas, almas en pena o que ocurran fenómenos
paranormales, las inmobiliarias japonesas alquilan a un precio más bajo para
que alguien se anime a vivir en ellas. El
muchacho no conocía los detalles, pero parecía que había habido un asesinato. Mientras buscaba en un gran manojo de llaves,
noté que a un lado de la puerta todavía había pegado en la pared un letrerito
de madera con el nombre de la agencia contratista que me había traído a
Japón. Encontró por fin la llave y,
después de hacerla girar en la cerradura, tiró de la puerta y esta se abrió
dejando escapar un gemido de ultratumba.
¿No tenían miedo? Fingían estar
asustados y hasta habían dicho que habían visto fantasmas para que les
siguieran alquilando la casa y no les subieran el alquiler, pero la verdad era
que nunca habían visto nada raro. Aunque-me
aclaró-ellos sólo la usaban para ensayar y nunca habían pasado la noche allí.
Me condujo
por un largo corredor al que daban muchas habitaciones con piso de tatami hasta
la parte posterior de la casa y, una vez allí, señalándome un gran armario
metálico, me dijo:
-Allí está
todo lo que dejaron.
Con otra
llave del manojo abrió la puerta y pude ver que estaba lleno de cajas de cartón
y bolsas de ropa. Había también un viejo
televisor con VHS incorporado, una radio casetera portátil y una guitarra que
tenía pegada una calcomanía que decía: “Cerveza Pilsen Callao”.
-Como
queríamos usar las maletas de viaje y los maletines para transportar nuestro
vestuario, vaciamos su contenido en esas cajas y bolsas-me informó el
muchacho-. Las cajas están llenas de libros, revistas y periódicos. Adelante, puede ver si algo es suyo.
Subí una de
las cajas al corredor trasero de la casa y, sentado en el gastado piso de
madera, me puse a revisar su contenido.
Había de todo: libros de texto para aprender japonés, revistas en español
y portugués (vi algunos números de Caretas), libros de cocina, de medicina básica y primeros auxilios, un método para dejar de fumar en 30 días y algunas
novelas en portugués entre las que distinguí dos o tres de Jorge Amado. Otra caja contenía varios ejemplares
amarillentos de El Comercio y de periódicos brasileños (El más reciente era de
febrero de 1991). Una tercera caja estaba
llena de casetes y cintas de video.
¿Todavía servirían? Fui hasta el
armario y saqué la casetera. El muchacho
me indicó un tomacorriente y lo enchufé.
Encendí el aparato, metí un cassette, apreté Play y, aunque parezca
mentira, todavía funcionaba: la música salió por los parlantes a
borbotones. Cyndi Lauper. “Girls just
wanna have fun”. No era de mis preferidas, pero al menos era música de los
ochenta, de mi época. Para aquel
muchacho, aquella música debía sonar como para mí la de los años cuarenta. Con el fondo de aquella música tan familiar,
seguí revisando las cajas y empezaron a aparecer, algo ajados y amarillentos,
mis viejos libros: cuentos de Ribeyro, un par de libros de Bryce, las primeras
novelas de Vargas Llosa, Cien años…
¡Encontré todos mis libros!
Aunque todos esos libros los había vuelto a comprar, me alegré mucho de
haber encontrado los antiguos porque, aunque no soy bibliófilo, aquellos libros
eran casi todos primeras ediciones y porque, además, tenían los subrayados y
anotaciones con lápiz de mis primeras lecturas.
Así que sólo me faltaba encontrar una cosa, la que más ilusión me hacía:
la caja de camisas Van Heusen con mis manuscritos. La encontré al fondo de una de las últimas
cajas aplastada por una pila de formularios en japonés que debieron pertenecer
a la agencia contratista. Cuando la abrí,
vi que los folios estaban amarillentos, tenían manchas de humedad y la tinta se
había corrido en algunos puntos, pero eran legibles. Me provocaba leer ya mismo
esos cuentos juveniles de los cuales no recordaba casi nada, pero postergué el
placer de su lectura para el viaje de regreso.
Tuve una sensación de déjà vu cuando recuperé mi maletín y empecé a
meter los libros. Claro, era como si
hubiera regresado a la víspera del día que partí a Japón hacía casi 30 años
cuando estaba alistando mi equipaje.
El muchacho
me acompañó hasta el terminal y, antes de que subiera al ómnibus, me entregó un
sobre con los 5 mil yenes que yo había pagado por la máquina. No quería aceptárselos pero él insistió.
-La máquina
era suya-dijo.
Bueno,
pensé, ya le mandaría algún regalito.
Una semana
después de recuperar milagrosamente no sólo mi máquina de escribir sino también
mis libros y papeles, estaba buscando en Mercari ya no me acuerdo qué cosa,
cuando encontré un anuncio de otra Lettera 32 con el teclado en español. Desde que perdí la mano izquierda, un
sentimiento de inseguridad hace que me sienta expuesto a toda clase de
desgracias, catástrofes y peligros. Me he vuelto-como dice mi chica-“trágico”. De
modo que, aparte de asegurarme contra toda clase de riesgos (mi casa está
asegurada hasta por si le cae un meteorito encima), tomo toda clase de
precauciones, he instalado alarmas contra
incendios y robos, tengo bien abastecida la casa de agua embotellada y
conservas de comida para caso de terremoto o guerra, un buen botiquín para
primeros auxilios, un par de mochilas de supervivencia y hasta un pequeño
refugio antiaéreo excavado debajo de la casa por si a Kim Jong-un le falla la
puntería y uno de sus misiles nos cae encima. Encontrar dos Letteras 32 con el
teclado en español aquí en Japón en menos de 15 días no podía ser una
casualidad. Se trataba sin duda de un mensaje divino. Dios-en su infinita misericordia,
teniendo en cuenta que éramos paisanos o recordando tal vez que una vez fui
monaguillo de la iglesia San José de Jesús María (cargo del que fui apartado
acusado injustamente de apropiarme de las limosnas)-, parecía advertirme: “Tu
máquina no ha de durar para in sécula seculórum, algún día se averiará y para
entonces ya no encontrarás piezas de repuesto para repararla ni en Tacora ni en
la más alejada cachina (siendo Dios peruano es normal que use peruanismos) del
universo, has de ponerte mosca”. Así que decidí comprar esta segunda máquina
para abastecer de repuestos a la mía si se malograba o para reemplazarla si, quién
sabe, la volvía a extraviar. Sólo cuando ya había hecho click en “comprar”, me
di cuenta de que una vez más había actuado impulsivamente y no me había
detenido a reflexionar sobre las consecuencias de mis actos. Cuando hace dos
semanas le anuncié a mi chica que había comprado la primera máquina de
escribir-que resultaría siendo la mía-, ella me advirtió perentoriamente:
-Como te
pongas a hacer bulla con esa cacharpa, la boto a la basura.
Nótese que
dijo “cacharpa”. No “cachivache” o “trasto inútil” sino “cacharpa”. Lo que pasa
es que mi chica nació en Huancayo, ciudad ubicada en los andes centrales del
Perú a más de tres mil doscientos metros
sobre el nivel del mar, y que, como mucha gente de la sierra, acostumbra
aderezar su discurso con palabras y expresiones de origen quechua. Para ella, yo no soy tonto sino “opa”; si no
me quiero bañar, no me tilda de cochino sino de “carca”; mi carro no está viejo
sino que ya está “charchi” y, cuando tiene frío, no dice ¡Brr, qué frío!-como
la mayoría de los mortales-sino “¡Alalau!”.
Sin
embargo, la historia del hallazgo feliz de mi vieja máquina de escribir después
de casi tres décadas había terminado por conmoverla. No por nada ella era una
buena hija de la ahora ya vieja Nueva Era y por lo tanto una firme creyente de
que nada ocurría por casualidad. Le probé, además, que, si yo escribía en mi
escritorio del segundo piso y ella estaba abajo en la sala viendo la televisión,
casi no escucharía el ruido de la máquina. Pero una cosa era que ella hubiera
aceptado que por la gracia divina, la conjunción de los astros o porque “estaba
escrito” yo hubiese recuperado milagrosamente mi máquina y otra muy distinta que
aceptara de buena gana que yo hubiese vuelto a comprar sin consultarle otro
ejemplar idéntico del mismo anacronismo. Si mi chica, que es cinturón negro de
karate y no se caracteriza precisamente por tener mucha paciencia, logra
controlarse, creo que lo único a lo que me expongo es a convertirme en una nueva
víctima de la violencia doméstica, a ser declarado mentalmente incapacitado y
terminar recluido en un manicomio, al divorcio o a las tres cosas juntas.
Hola, primo. Como siempre, tus relatos muy interesantes y divertidos.
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