Trick or treat
El otro día, como todas las mañanas, mi chica y
yo estábamos preparando las tostadas de pan integral para el desayuno (Cada vez
que como tostadas, no puedo evitar acordarme de los versos iniciales del poema Casti connubii de mi profe Marco Martos:
“Cada mañana, marido y mujer, sentados y limpios, /comiendo tostadas, ruido de
rata,...”), cuando, de pronto, del microondas (que también es tostador), empezó
a brotar un agudo chirrido que recordaba vagamente al Capricho No. 24 de
Paganini, aunque sonaba como si sobre el plato del horno, en vez de la tajada
de pan, estuviera girando no un disco compacto sino un viejo elepé de 33 rpm
que hubiera sido usado mucho tiempo como frisbee en la playa o estuviera siendo
reproducido por una radio AM con mucha interferencia. ¿No sería un poltergeist? Tal vez Paganini, conocido también
como El violinista del Diablo por su tétrica
costumbre de tocar de noche en el cementerio, su aspecto fantasmagórico y por
su sobrenatural habilidad para tocar el violín, atribuida por algunos a un
pacto con el diablo (Aunque lo más probable es que, debido al Síndrome de
Marfan, enfermedad que causa un aumento inusual de la longitud de los miembros, tuviera los dedos-y presumiblemente otras partes de su
cuerpo-más largos de lo normal, lo cual le habría permitido tocar acordes imposibles, además de explicar su
popularidad entre las damas y la envidia que le tenían los caballeros), con su
viejo Guarnerius ya algo estropeado por
el paso del tiempo, nos quería hacer una broma macabra desde ultratumba ahora
que se acercaba Halloween y también
su cumpleaños, el 27 de octubre: él también quería su caramelito. Al principio
no nos asustamos porque antes de mudarnos habíamos hecho bendecir la casa con
el padre Humberto de la iglesia católica de Yamato y también, por si las
moscas, con el monje del templo Shōkokuji de Zama y hasta habíamos pegado en la sala un
póster de Jesucristo (aunque como no era El
Cristo crucificado de Velázquez o el de Goya sino El Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí tal vez no tuviera mucho
efecto).
Pero dos o tres días después, mientras
tostábamos el pan, con el melódico chirrido como música de fondo, se escucharon unas pequeñas explosiones (como cuando a
Paganini, por la febril pasión con la que lo hacía, se le iban reventando sucesivamente
las cuerdas del violín y terminaba tocando con una sola cuerda) y el chirrido
fue reemplazado por un extraño ruido que cuando escuchamos bien y logramos identificar-o, mejor dicho, cuando logró identificar mi chica, porque yo no entiendo ni michi de inglés-, se nos pusieron
los pelos de punta: “Trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat...”.
Horrorizada, mi chica pegó un salto y me dijo
que hiciera algo. Yo no sabía qué hacer, a quién reclamar. ¿Debía llevar el
horno a la iglesia para que el padre lo exorcizara, al templo para que el monje
lo purificara o a la tienda para que un técnico lo revisara? Además, me daba
cosas agarrarlo. Pero un nuevo grito de mi chica hizo que me pusiera en acción
y no me quedó más remedio que cargar con el horno e ir a Yamada Denki, la
tienda de artefactos electrodomésticos donde lo habíamos comprado y que felizmente
no estaba muy lejos.
En la tienda, antes de que pudiera explicar el
problema, me dijeron que hubiera sido mejor no llevarlo, que si lo dejaba
tardarían por lo menos dos semanas en devolvérmelo, que era mejor que me lo
llevara nuevamente a mi casa. Ellos se comunicarían con el fabricante quien
posiblemente mañana mismo enviaría a alguien a mi casa y que, de ser posible,
lo arreglaría allí mismo. No me costaría nada porque, felizmente, todavía no
había vencido el plazo de la garantía.Yo, con mi cosmovisión tercermundista, había
olvidado que estaba en Japón: hubiera bastado con llamar por teléfono. Aunque
me causaba repelús, tuve que volver a llevar el horno a la casa (Tardé más de
dos horas en convencer a mi chica de que me dejara entrar y esa noche, para que
pudiéramos dormir tranquilos, tuve que atrancar la puerta del horno con un gran
crucifijo, ponerle encima, por si acaso, varias cabezas de ajo y rociarlo con
un poco de agua bendita que, aprovechando un descuido del padre Humberto, robé de la iglesia católica de Yamato). Efectivamente,
tal como me había dicho el empleado de la tienda, esa misma tarde me llamaron
de la Sharp y al día siguiente vino a mi casa un técnico de la empresa que después
de deshacerse en disculpas (No olvidemos que en Japón el cliente es Dios), encendió el horno y, luego de escuchar con
indiferencia-tal vez porque tampoco entendía inglés-el maléfico ruido que producía y
de darle aquí y allí unos golpecitos profesionales como un médico auscultando a
un paciente, declaró apesadumbrado que tenía que llevárselo al taller. Cuando
le pregunté cuánto tiempo tardarían en repararlo me respondió:
-No menos de dos semanas.
¡Dos semanas sin poder tostar mi pan! Sentí que
la sangre me subía a la cabeza y la única duda que tenía en ese momento era a
cuál de los dos matar primero: al empleado de la tienda o al técnico.
Éste, tal vez alertado por mi mirada asesina,
se apresuró a agregar:
-Pero no se preocupe: le dejaremos otro a
cambio para que no se quede sin horno.
Suspiré, aliviado: una vez más había olvidado
que estaba en Japón.
Después de embalar el horno con más cuidado y
delicadeza que una madre al ponerle el pañal a su bebé, lo llevó al camión y
regresó con el horno que me iban a prestar. Lo instaló disculpándose porque no
era tan bueno, aunque, en realidad, era un modelo más nuevo, más sofisticado y,
por supuesto, mucho más caro que el mío, que era el más barato de todos.
A la hora de despedirse, me dijo que teniendo
en cuenta que yo era extranjero, que, a diferencia de la mayoría de japoneses, seguramente
para mí el pan era algo imprescindible en el desayuno y que extrañaría tostarlo
en mi propio horno al que ya estaba acostumbrado, harían un esfuerzo especial
para arreglarlo lo más rápido posible. Pensé que me lo decía por pura
formalidad, pero era cierto: sólo tardaron dos días (Por detalles como éste es que me gusta vivir en
Japón).
Antes de irse, el técnico se permitió
advertirme jocosamente que la próxima vez que hiciera pollo al horno tuviera
cuidado de que el jugo no se rebalsara, porque habían encontrado que el
motorcito que hace girar el plato estaba lleno de una mezcla de ají panca, ajos
molidos, vinagre, sal, pimienta y comino a la que le hacía falta un poco más de
aceite para ser un buen lubricante.
Felizmente, todo había terminado bien. Al
menos, eso pensamos entonces, pero, a la mañana siguiente, cuando estábamos
tostando el pan, empezó a sonar:
-“Trick-or-treat,
trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat,
trick-or-treat...”.