domingo, 2 de septiembre de 2018

40 aniversario de Grease



40 aniversario de Grease

El otro día fui con mi chica a la función conmemorativa que por el cuadragésimo aniversario del estreno de la película Grease organizó en Japón la cadena de cines Toho.
Hace 40 años-al igual que millones de jóvenes en todo el mundo-, yo también había caído presa del ritmo contagioso de su música, sucumbido al encanto angelical de Olivia Newton-John y soñado con ser John Travolta. Todavía recuerdo como si fuera ayer ese sábado de hace 40 años en que fui a ver la película. Por aquellos días, yo ya vivía con mis padres en su casa de San Isidro, pero todos los fines de semana los pasaba en la casa de mis abuelos en Jesús María, con los que había vivido hasta los cinco años. Así que fui al cine Diamante de la Av. Brasil que quedaba a pocas cuadras de la casa de mis abuelos. Se formó una larga cola desde muy temprano para comprar las entradas y antes de cada función los revendedores hacían un gran negocio. La película me gustó tanto que ese día fui a las tres funciones: matiné, vermú y noche. Como propaganda, en la entrada te regalaban un frasquito de brillantina marca Glostora. Peinado con tupé, con mi infaltable peine negro de plástico en el bolsillo trasero del pantalón y vestido con una casaca negra de cuero heredada de mi hermano mayor que me quedaba enorme y en cuya espalda había mandado bordar “T-Birds”, y que aún conservo, yo me quedaba parado en la puerta del cine después de la función con la ilusión de que alguien comentara señalándome: “Mira: igualito a Travolta”. Pero en todo el tiempo que la película estuvo en cartelera-yo fui a verla todos los fines de semana-nadie lo hizo porque, por lo demás, el cine se llenaba de falsos Travoltas: había Travoltas blanquiñosos, Travoltas cobrizos, Travoltas negros y hasta Travoltas amarillos como yo, y todos nos poníamos verdes de envidia cuando el verdadero Travolta desaparecía con Olivia en la última escena de la película. La vi tantas veces que me aprendí de memoria las letras de las canciones y hasta los diálogos, y llegué a juntar varias docenas de frasquitos de Glostora.
Y no hablemos de mi chica: baste con decir que ella había sido una de las Pink Ladies del colegio Andino y una de las fundadoras del Grease Fan Club de Huancayo.
Por todo ello, no podíamos faltar a la celebración de su 40 aniversario.
Para la ocasión, yo me teñí el pelo de negro azabache, sufrí un poco para hacerme el tupé (porque, como decía Tulio Loza, ya se me está “destejiendo el chullo”), rescaté del fondo del clóset-bajo la mirada reprobatoria de mi chica que, desde que es miembro activa de PETA, no se pone ninguna prenda de origen animal-aquella vieja casaca negra de cuero modelo Elvis Presley mientras que ella fue corriendo a H & M a comprarse una de imitación. El día de la función, mi chica fue a la peluquería con su aspecto sencillo de siempre y, cuando regresó, había sufrido la misma radical transformación que la Sandy ingenua en la Sandy sexy del final de la película. Regresó con el pelo ondulado y teñido de rubio, los ojos delineados con lápiz negro y las pestañas untadas de rímel, los labios y las uñas de manos y pies pintadas del mismo tono rojo que sus zapatos de tacón de aguja y vestida con una camiseta negra que dejaba sus hombros al aire, un pantalón de cuero de imitación al cuete también negro tan ceñido que debía habérselo puesto con calzador y la casaca negra con forro rojo de H & M. En la boca-ella, que no nunca había fumado-, tenía un cigarrillo electrónico.
Antes de partir al cine del shopping mall Vina Walk de Ebina en nuestro pequeño auto azul de escaso cilindraje, pensé que lo único que nos faltaba para que todo estuviera perfecto era el carrazo descapotable rojo con el capó transparente que salía en la película. Cuando llegamos, el cine estaba repleto. Aparte de que era la última función, supuse que lo que había animado a tanta gente a ir al cine un día de semana en horario de trabajo era la peregrina esperanza de encontrarse en persona con sus ídolos. Días antes de la función, había circulado el rumor de que John Travolta y Olivia Newton-John aparecerían por sorpresa en alguna de las salas donde se proyectaba la película y, aunque yo estaba seguro de que si el rumor era cierto irían a alguna de las grandes salas de Tokio o Yokohama y no a una pequeña sala de una anodina ciudad como Ebina, muchos no perdían la esperanza de encontrarse con ellos. La noticia había corrido como reguero de pólvora o-como diríamos ahora-se había vuelto viral y convertido en trending topic en las redes sociales de Japón (entre los cincuentones). Bueno, al menos esa era la edad que aparentaba la mayoría de los presentes. Creo que-salvo la vez que fuimos a ver Mamma mia!-nunca había visto tanto cocho junto. En mi conteo personal, yo me había quedado en los cuarenta y ocho y se me hacía algo extraño verme rodeado de tantos tíos panzones y canosos o medio calvos, pero ese día descubrí con estupor que yo también ya era cincuentón. Fue a la hora de comprar las entradas. Normalmente, mi chica y yo obtenemos un descuento en el precio de las entradas presentando mi Tarjeta de inválido, pero ese día me había olvidado de llevarla y siendo el último día, no me quedaba más remedio que pagar la entrada completa. Pero entonces la boletera me dijo:
-Sr. cliente, ¿Ud. debe tener más de 50 años, no?
La pregunta me había arragado por sorpresa y no pude contestar inmediatamente. Lamentando no tener una calculadora a la mano, tardé en sacar la cuenta y sólo cuando lo hube hecho descubrí con alarmada sorpresa que ya era cincuentón como la mayoría de los que me rodeaba. Asentí resignadamente con la cabeza.
-Entonces tiene derecho al descuento de parejas de más de 50 años-dijo sonriendo la boletera.
La verdad es que no supe si alegrarme o no con la noticia.
La función transcurrió muy animada. La gente se había esmerado con los disfraces, coreaba las canciones, aplaudía y algunos hasta se animaban a bailar. Cuando terminó la película, a diferencia de lo que sucedía habitualmente, nadie se movió de su asiento y todos se quedaron viendo los créditos hasta el final como queriendo aprovechar hasta la última gota y, cuando se encendieron las luces, un grito de asombro estalló al fondo de la sala. ¡Dios mío! ¡No lo podía creer! Aunque estábamos un poco lejos, los reconocimos de inmediato: ¡Eran John Travolta y Olivia Newton-John! Salieron de la sala saludando con las manos y lanzando besos volados deslumbrados por los flashes y escoltados por la multitud que alargaba las manos para tocarlos, les pedía autógrafos y se hacían selfies con ellos. Todos salimos detrás de ellos como en procesión.
Sin embargo, grande fue nuestra decepción, cuando-luego de hacer cola durante más de media hora en el vestíbulo del cine-, llegamos por fin frente a nuestros ídolos para pedirles sus autógrafos y tomarnos juntos la foto de rigor y descubrimos que no eran los verdaderos John Travolta y Olivia Newton-John sino unos imitadores. A pesar de los disfraces, los reconocimos inmediatamente: era una pareja de gringos sesentones que tienen una pequeña academia de inglés llamada Grace English School cerca de nuestra casa y que, ayudados por la penumbra de la sala (ya se sabe: de noche, todos los gatos son pardos), estaban aprovechando su vago parecido con los protagonistas (o que para los japoneses todos los gringos son iguales) y que Grace en japonés suena parecido a Grease para promocionar sus clases de inglés.
Salvo por este incidente, la función fue memorable. Lo único que eché en falta fue que no me regalaran mi frasquito de Glostora.

viernes, 31 de agosto de 2018

El conde Drácula (un cuento de terror).


El conde Drácula (un cuento de terror).

En algún lugar remoto de los Montes Cárpatos, en Transilvania, la oscura mole de un enorme castillo se recorta por un instante contra la blanca redondez de la luna llena. Su aspecto es imponente, tenebroso, amenazador. En ese momento, un lobo lanza al cielo un aullido interminable. Luego, unas nubes negras ocultan la luna y todo vuelve a quedar nuevamente a oscuras.
Se acerca la medianoche y una iglesia de los alrededores empieza a doblar sus campanas para recordar a la gente que hoy no es una noche cualquiera: es la noche del 30 de abril, la noche de Walpurgis, la noche de las brujas, noche en la que éstas se reúnen para celebrar su ritos satánicos y sus diabólicos aquelarres.
En la húmeda cripta del castillo, el conde Drácula, echado en su ataúd, con el negro cabello blanqueando en las sienes peinado hacia atrás y el rostro pálidamente verdoso, abre de pronto los ojos y una maligna sonrisa de satisfacción se dibuja en su boca, de la que sobresalen dos puntiagudos y fosforescentes colmillos. Está tan ansioso que se ha despertado antes de la hora. El día tan largamente esperado por fin ha llegado y al conde se le hace agua la boca de sólo pensar en el festín que tiene planeado darse para celebrarlo. Los campesinos y aldeanos de los alrededores, conocedores de la tradición, redoblan sus defensas esta noche colocando ristras de ajos y crucifijos en puertas y ventanas y es muy difícil hincarles el diente. Pero no hace mucho, no muy lejos de allí, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, ha abierto sus puertas uno de aquellos establecimientos -que parecen una mezcla de clínicas de lujo y campos de concentración- donde los ricachones van a hacer vida sana durante un mes para quemar la grasa y eliminar el estrés acumulado durante el resto del año, cuyos incautos y confiados huéspedes, ignorantes de los usos y costumbres del lugar, serán una presa fácil. El conde parece saborear ya la mimada y dulce sangre -rica en colesterol-de aquellos gordinflones.
De pronto, una melodía-“Tocata y fuga” de Bach- empieza a sonar: es la alarma de su iPhone anunciando que ya son las doce, hora de levantarse. Apartando la tapa, el conde se incorpora y, con un ágil salto y de muy buen humor, sale de su féretro.
Apenas se pone de pie, se ve rodeado por tres mujeres muy maquilladas y vestidas con largos y elegantes vestidos de noche de amplios y generosos escotes que, muy melosas y provocativas, pugnan entre ellas por servirlo. Una, rubia y muy sexy, con los sensuales labios de Scarlett Johansson, le arregla el nudo de la corbata; otra, morena, felina y matadora como Penélope Cruz, le sacude el polvo de las solapas y una tercera, pelirroja, con la misteriosa mirada azul de Nicole Kidman, le alisa la capa.
-¡Eres un churro!-le dicen-. Te pareces a George Clooney.
El conde, halagado, se acerca disimuladamente al espejo para comprobarlo.
-Siempre me olvido de que mi imagen no se refleja en los espejos-maldice alejándose.
Luego se vuelve hacia las mujeres:
-Ya les he dicho que no las voy a llevar. Tienen que quedarse a cuidar el castillo.
Mostrando los colmillos, las tres mujeres se revuelven rugiendo como Furias, pero basta con que el conde frunza el ceño para que desaparezcan en la oscuridad.
Se dirige a una de las ventanas que dan al precipicio, abre los brazos desplegando las alas de su negra capa forrada de raso color rojo sangre y, transformándose en un murciélago, se lanza al vacío y se pierde en la oscuridad de la noche, negra como boca de lobo. Pero al conde no le importa porque no necesita ver para guiarse. Su instinto y el olor de la sangre lo llevarán infaliblemente a su destino. Aunque esta vez, por la excesiva ansiedad que lo embarga, porque ha estado a punto de colisionar con una bruja que, montada en su escoba, se dirigía rauda a su maldito conciliábulo o porque en una noche como aquella la atmósfera está excesivamente cargada de energía negativa, parece que su sistema de navegación falla, porque, en vez de conducirlo a su objetivo, lo lleva al Hospital Municipal de Transilvania. El conde no se percata de ello y penetra en el hospital. Una vez dentro, para saciar la gran sed que lo atormenta, se ve obligado a sorber la sangre de todos los pacientes de una gran sala porque los encuentra sorprendentemente flacuchos y su sangre aguada como sopa diluida, cosa que, en su ignorancia, atribuye a la efectividad del estricto ayuno y al severo régimen de ejercicios físicos a los que son sometidos los huéspedes de la clínica, donde cree estar.
Sólo cuando, ya harto de sangre, después de soltar un sonoro eructo, abandona la sala con la panza hinchada como alguien que ha bebido mucha cerveza o como una pulga gorda de sangre a punto de reventar y advierte sobre la puerta de la sala un letrero que dice: “Pacientes terminales de SIDA”, se da cuenta, compungido, de su lamentable error.
Un afiche pegado en la pared parece burlarse de su suerte. Dice:
“Evite la promiscuidad: el SIDA es una enfermedad de transmisión sexual”.

viernes, 18 de mayo de 2018

Mi querida Olivetti Lettera 32


Mi querida Olivetti Lettera 32



En 1989, al igual que otros miles de peruanos descendientes de japoneses, me vi obligado a venir a Japón como trabajador temporal impelido por la grave crisis económica del desastroso primer gobierno de Alan García.  Durante el largo vuelo de Lima a Tokio-habíamos hecho escala en Toronto y Vancouver, donde pasamos la noche-, estuve leyendo una biografía de Hemingway y quedé muy impresionado al enterarme de que en diciembre de 1922, Hemingway-quien se encontraba en Suiza como corresponsal del Toronto Star cubriendo la Conferencia de paz previa al Tratado de Lausana-que establecería definitivamente las fronteras de Turquía-y había coincidido allí con el periodista y editor Lincoln Steffens, el cual mostró interés en su obra-, le había pedido a Hadley-su primera esposa, con la que vivía en París-que le llevara todos sus manuscritos para mostrárselos y que esta, cuando estaba en la Gare de Lyon y había subido ya al tren que la llevaría de París a Lausana, de pronto había sentido sed y bajado un minuto a comprar una botella de agua Evian (según otras versiones, bajó para comprar algo para leer durante el viaje o para saludar a unos amigos) y que, cuando regresó, la pequeña maleta verde de cuero en la que había metido casi todo lo que Hemingway había escrito hasta ese momento-sus notas manuscritas, los originales mecanografiados de varios cuentos y de algunos capítulos de una novela y hasta las copias a carbón-había desaparecido.  Lo lamenté como algo personal sin imaginarme que pocas horas después a mi también me sucedería algo parecido.
Viajaba con una gran maleta llena de ropa y, como equipaje de mano, llevaba un maletín con mis novelas favoritas, casi todas las que Vargas Llosa y García Márquez habían publicado hasta ese momento (Por aquellos días, preguntarme cuál de los dos me gustaba más era como preguntarme ¿a quién quieres más: a tu mamá o a tu papá?) y una caja de camisas Van Heusen que contenía una docena de cuentos, los mejores que había escrito hasta ese momento, porque por aquel entonces yo soñaba con ser escritor.  En la otra mano llevaba una máquina de escribir portátil (heredada de mi hermano mayor, quien, después de pasarse de las máquinas mecánicas a las eléctricas y de las de bolita a las de margarita, por aquellos días ya tipeaba sus escritos en su flamante, silencioso e infalible procesador de textos) que, aunque obsoleta, era pequeña y liviana, fácil de llevar a cualquier parte, muy adecuada para la vida aventurera que-al menos eso creía yo-me esperaba allende el mar.  Me decía que bien podía estallar la Tercera guerra mundial, que si yo sobrevivía junto con las cucarachas, podría seguir pergeñando mis historias en un mundo arrasado y sin electricidad.  Pero sucedió que, una vez que llegamos al aeropuerto de Narita, los empleados de la agencia contratista nos dividieron en dos grupos, uno con destino a la ciudad de Isesaki, en la prefectura de Gunma, y el otro-mi grupo-con rumbo a la ciudad de Yokohama, en la prefectura de Kanagawa, nos dijeron que ellos se encargarían de nuestros equipajes y nos hicieron subir a unas camionetas.  Cuando, casi tres horas después, llegamos a nuestros alojamientos, nuestro equipaje, que había ido en otro vehículo, ya estaba allí.  Cuando me llegó mi turno, me entregaron la maleta grande con la ropa, pero mi querida Olivetti Lettera 32 y el maletín de mano con mis libros y mis manuscritos habían desaparecido.  Me quejé a través del intérprete con el encargado japonés de la agencia contratista. Hubo un breve diálogo entre los dos.  Luego, el intérprete me dijo:
-Dice que no te preocupes si no los encuentras, porque acá no vas a tener tiempo para leer ni para escribir, sólo para trabajar.
Y tuvo razón, porque aquel primer año trabajé tanto, había tantas cosas nuevas que aprender, mi cuerpo y hasta mi alma quedaban tan agotados, que apenas me quedaban tiempo, fuerzas y ganas para hacer otra cosa.
Como una broma cruel del destino, cuando estaba desempacando mi equipaje, apareció entre mis ropas la caja con diez cintas para máquina de escribir que a última hora había metido en la maleta grande porque ya no cabía en el maletín de mano.  No sé por qué-tal vez porque en el fondo tenía la peregrina esperanza de recuperar mi máquina algún día-, a pesar de que en estas casi tres décadas cambié varias veces de trabajo y de vivienda y de que en cada mudanza me fui desasiendo de muchas cosas hasta quedarme-creo-sin ningún objeto de mi equipaje original (por perder perdí hasta mi mano izquierda), nunca pude desprenderme de aquellas diez cintas.  Ni siquiera cuando-un año después de haber llegado a Japón-pude por fin comprarme un procesador de textos (un Toshiba Rupo que me costó más de 200 mil yenes y que pensé erroneamente que me consolaría de la pérdida de mi máquina) ni tampoco cuando, unos años después, llegué a tener mi primera computadora: un gran armatoste de escritorio con el que mal que bien aprendí los rudimentos necesarios para al menos no borrar accidentalmente lo que estaba escribiendo ni cuando la cambié por laptops cada vez más pequeñas y livianas con las que al fin pude realizar mi sueño de escribir donde fuera: en la terraza de un café, en la playa, en los campings, en los hoteles, durante los viajes en ómnibus, tren, barco y avión.  Además de conservar las cintas, cada vez que por casualidad me topaba con un mercado de pulgas, bazaar, garage sale o tienda de artículos de segunda mano o de antigüedades, una irresistible fuerza me arrastraba a husmear entre los cachivaches y si por casualidad mis ojos divisaban una vieja máquina de escribir el pulso se me aceleraba de sólo imaginarme que podía tener la tecla de la “Ñ” y grande era mi decepción cuando descubría, una vez más, que el teclado estaba en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, ruso, noruego y hasta en hebreo, pero nunca en español.  De habérmelo propuesto, hubiese podido comprar una por internet en España o en algún país latinoamericano, pero, aparte de que por el peso el envío saldría caro, me desanimaba el hecho de que en esos países a la máquina ya le habrían sacado el jugo y yo la quería no como adorno retro sino para escribir.  Además, desconfiado por naturaleza como soy, ¿acaso podía fiarme de un español, argentino, panameño, cubano o mexicano?  En realidad, lo más fácil hubiera sido encargar una a algún amigo o pariente de los que estaban en Perú.  Tal vez, incluso alguno tuviera una máquina oxidándose en algún rincón de su casa y estuviera dispuesto a regalármela y así sólo gastaría en el envío.  O, en el peor de los casos, allá no sería difícil conseguir una en el mercado de segunda mano y seguramente aún existían pequeños talleres de reparación donde podrían hacerle una buena revisión.  Pero, por otro lado, ¿cómo justificaba mi pedido? ¿Podía molestar a alguien con semejante favor teniendo en mi casa todas las ventajas tecnológicas que ofrecen una computadora y una impresora modernas? ¿Podía pedir a alguien que se tomara todo ese trabajo sólo porque a mí se me había ocurrido volver a escribir como en la Edad de piedra?  Definitivamente, no.  No podía ser tan caprichoso.  Mis amigos y parientes que estaban en Perú eran gente seria y trabajadora y estaban muy ocupados para perder el tiempo en tonterías.  Así que decidí olvidarme del asunto, los años fueron pasando y, aunque, de vez en cuando, algo me traía el recuerdo de mi querida máquina de escribir, como las veces que volvía a ver Breakfast at Tiffany’s-una de mis películas favoritas-y llegaba la escena en la que George Peppard está escribiendo a máquina: “There was once a very lovely, very frightened girl. She lived alone except for a nameless cat.” y de pronto alguien empieza a cantar. Él se asoma a la ventana y ve a Audrey Hepburn-mi actriz favorita-que está secándose el cabello al sol sentada en el alféizar de su ventana mientras canta “Moon river” acompañada de su guitarra o cuando leí el entrañable relato de Paul Auster “La historia de mi máquina de escribir” o cuando me enteré de que Tom Hanks-el famoso actor de cine y conocido coleccionista de máquinas de escribir-había ideado Hanx Writer, una aplicación para iPad que simulaba la escritura en una máquina de escribir mecánica con sonido incluido, poco a poco, me resigné a la silenciosa eficacia de las computadoras y llegué a creer que nunca más volvería a escribir acompañado por el entrañable golpeteo de una máquina de escribir mecánica.
Hasta que-hará un par de meses-leí por casualidad que la máquina de escribir del escritor norteamericano Cormac McCarthy-nada menos que una Olivetti Lettera 32 como la mía, que había comprado en 1963 en una casa de empeños por 50 dólares y con la cual había escrito-en un periodo de 46 años-toda su obra y correspondencia: unos 5 millones de palabras, según sus propios cálculos-había sido subastada con fines benéficos por la casa Christie’s de Nueva York-que inicialmente la había tasado en 20 mil dólares-alcanzando el increíble precio de 254 mil dólares.  Para reemplazarla, pues McCarthy no tenía computadora ni conexión a internet, su amigo-el economista John Miller-ya le había conseguido otra igual pero en mejores condiciones en e-bay por 11 dólares más los gastos de envío.  La noticia reavivó el que creía ya extinguido fuego de la nostalgia y el ansia por volver a escribir en una máquina mecánica se convirtió de pronto en una necesidad casi física, hasta tal punto que escribir en mi fiel laptop se volvió un acto insulso y poco satisfactorio, algo puramente mecánico que había perdido la magia y supe que no volvería a vivir tranquilo mientras no lograra poseer el objeto de mi deseo.  Así, pues, debía encontrar una máquina de escribir mecánica lo antes posible.
Como no quería gastar mucho dinero comprándola en el extranjero, decidí limitar mi búsqueda al mercado japonés de segunda mano.  Y, aunque me parecía muy poco probable que alguno de los extranjeros hispanohablantes que habían venido al Japón en la segunda mitad del siglo pasado hubiera traído y dejado aquí su máquina de escribir, tal vez alguno de los traductores, profesores o estudiantes japoneses de español de hace más de 30 años-o alguno de sus descendientes-se animara a vender la máquina que había quedado olvidada en el desván de su casa o encontrar alguna de las que ya languidecerían en las tiendas de antigüedades.  Como la perspectiva de tener que buscar tienda por tienda en cada una de las miles de tiendas de antigüedades que debía haber en Japón se me antojaba una labor titánica y poco fructífera, pensé que lo más sensato sería buscarla en la red.  Probé en Amazon Japón y no encontré nada. En Google Japón me salió una que ya había visto antes  y que se había vendido hacía varios años. En Rakuten y tampoco apareció nada.  En las subastas de Yahoo Japón y nada.  En Jimoti-una página japonesa en la que al principio la gente ofrecía gratis las cosas que ya no usaba y que ahora vende-y tampoco encontré nada.  Finalmente, cuando ya me iba a dar por vencido, me acordé de que uno de mis primos me había hablado de una página de venta de cosas usadas que a veces él utilizaba: Mercari.
Sin mucha convicción, sólo por probar, puse en el buscador: “Máquina de escribir con teclado en español” y debe ser cierto que Dios es peruano porque a la primera encontré una y no una cualquiera sino una Olivetti Lettera 32 como la que había perdido.  La verdad es que, dadas las circunstancias, con tal de que fuera mecánica, portátil y con el teclado en español, yo me hubiera conformado con una máquina de cualquier marca, modelo o color, así que encontrar una igual a la mía y encima a sólo 5 mil yenes (menos de 50 dólares) era algo que superaba ampliamente mis expectativas más optimistas y que nunca hubiera esperado. Los dos o tres días que el vendedor tardó en enviarme la máquina se me hicieron eternos.  Cuando por fin llegó y la saqué de la caja de cartón en la que la habían embalado aún dentro del inconfundible estuche de color gris claro azulado (o celeste sucio) con la característica franja negra de los estuches de las Olivetti Lettera 22 y 32, tuve un presentimiento, pero, cuando la saqué de su estuche, me bastó echarle un vistazo para saber que aquella máquina no era igual a la mía sino que era ¡mi máquina!, la que había perdido casi 30 años atrás.  Para comprobarlo, abrí la tapa y allí estaba: la “J” inicial de mi nombre y el año 1980 que yo había grabado a la mala con un punzón debajo del número de serie cuando mi hermano me la regaló.  No cabía duda: ¡Era mi máquina!  Aunque la tenía en frente, no lo podía creer:  casi 30 años después, había recuperado la máquina que perdí en el aeropuerto de Narita el día que llegué a Japón.  La Olivetti Lettera 32 es una máquina muy bella y, aunque la mía tiene apenas 50 años, posee la clase y la elegancia de las cosas antiguas.  Al verla uno evoca una época en la que las cosas se hacían con materiales nobles y para durar toda la vida, cuando los muebles eran de madera, las botellas de vidrio, los zapatos de cuero y las cosas aún no tenían esa apariencia descartable del plástico ni la efímera vida útil de las cosas que se producen ahora para satisfacer la frenética demanda del consumismo actual.  Durante unos minutos, me quedé contemplando su aerodinámica “carrocería” color verde turquesa (diseñada seguramente bajo la influencia de los grandes diseñadores de automóviles italianos) pensando que también merecería ser exhibida en el MoMA de Nueva York como su hermana mayor la Lettera 22.  Estaba impaciente por probarla.  Le puse una hoja de papel y, cuando empecé a pulsar sus teclas, me di cuenta de que la cinta estaba reseca.  Frustrado, pensé que tendría que esperar hasta conseguir una cinta.  Entonces me acordé de las cintas que había traído cuando vine a Japón y que aún guardaba en el último cajón de mi escritorio.  Saqué una de su cajita y, después de romper la envoltura de celofán, tiré de la punta de la cinta con el índice y el pulgar y estos quedaron manchados de negro: increíblemente la tinta aún estaba fresca. 
Cambié la cinta y, tac-tac…poco después, tac tac-tac… estaba tecleando tac tac-tac…
con un solo dedo, tac-tac… como siempre lo había hecho, tac-tac ting track…rush…
a pesar de haber estudiado mecanografía tac…durante dos años en el colegio, tac-tac…
mientras sentía esa mezcla tac-tac… de olor a tinta y aceite tac-tac tingtrack…rush…
que me traía tantas reminiscencias tac tac-tac tac-tac… de mi juventud, tac tac-tac tac…
cuando escribía con furia tac tac-tac tac…y soñaba que algún día sería un gran novelista.
La máquina estaba en perfecto estado.  Seguramente duraría más que yo.  Mientras se siguieran fabricando las cintas o encontrara la manera de entintar las viejas, tal vez podría usarla hasta mi muerte.  Estaba pensando en esto, cuando, de pronto, me di cuenta mirando la caja de cartón que la dirección del remitente quedaba en la ciudad de Isesaki, prefectura de Gunma y recién entonces caí en la cuenta de que Isesaki era la ciudad adonde había ido destinado el otro grupo cuando nos separaron en el aeropuerto de Narita y que seguramente mis cosas se habían ido con ellos.  Debí haberlo sospechado antes.  ¡Un momento!  La gran alegría que me había producido encontrar mi máquina me había impedido al mismo tiempo deducir que si el vendedor había conservado todos estos años la máquina tal vez también tuviera en su poder mis libros y papeles.  Tenía que comunicarme inmediatamente con él.  Le mandé un email y este me contestó poco después alarmado al enterarse de que la máquina me había pertenecido.  Parecía temer que lo acusara de ladrón.  Según me explicó, hacía unos meses, él y unos amigos con los que había formado un grupo de teatro habían alquilado para hacer sus ensayos una vieja casa que había estado desocupada durante mucho tiempo. Cuando fueron a verla, el dueño de la inmobiliaria les ofreció no cobrarles los meses de garantía si ellos mismos se encargaban de limpiarla y acondicionarla y, cuando lo estaban haciendo, habían descubierto en la parte trasera de la casa un gran armario de metal lleno de maletas de viaje, maletines de mano, grandes bolsas de ropa y algunas otras cosas.  Le habían preguntado al de la inmobiliaria y lo único que este les dijo fue que hacía muchos años esa casa había sido el local de una agencia contratista de trabajadores extranjeros y que podían disponer de todo lo que encontraran en ella.  ¿Y no había libros?, le pregunté.  Sí, había varios libros.  Habían intentado venderlos, pero, como estaban en español, portugués o alguna otra condenada lengua parecida, en el Book Off del barrio no habían querido aceptárselos ni regalados.  Habían estado a punto de tirarlos, pero les había dado pena.  Hasta se habían arrepentido de vender la máquina porque se les ocurrió que todas esas cosas tal vez algún día les servirían para la escenografía de alguna obrita.  Pero si yo pensaba que algunas de las cosas eran mías y estaba dispuesto a ir hasta allá a recogerlas, con gusto me las darían.  Quedamos en encontrarnos ese fin de semana.
El sábado salí temprano de mi casa y fui en tren hasta la estación de Shinjuku, en Tokio, y allí subí a un ómnibus que me dejó, dos horas después, en el terminal de autobuses de la estación de Isesaki.  Cuando bajé, el muchacho me estaba esperando fumando sentado en una banca.  Lo reconocí inmediatamente porque me había dicho que llevaría puesto un polo con la imagen de Machu Picchu que seguramente había encontrado en la casa.  Era joven, alto y desgarbado y me pareció algo tímido para ser estudiante de teatro.  Intentó hablarme en inglés, pero le dije que mejor me hablaba en japonés porque yo de inglés sólo sabía lo que había aprendido en el colegio, es decir, nada.  Me dijo que la casa quedaba cerca, que iríamos a pie.  Me había hecho una imagen de la casa, pero, cuando llegamos, me di con la sorpresa de que era una inmensa y viejísima casa de estilo tradicional japonés de una sola planta con un largo corredor de lustroso piso de madera que, como una galería, daba a un amplio aunque abandonado jardín japonés donde había árboles de sakura, kaki y momiji y también un pequeño estanque seco con su puentecito que alguna vez debió albergar carpas de colores y flores de loto.  Tal vez, notando mi desconcierto, el muchacho me explicó que la casa era una “jikou bukken”, es decir, una de esas casas o departamentos que por haber sido escenario de alguna muerte violenta por accidente, suicidio o asesinato y en la que es posible que aparezcan fantasmas, almas en pena o que ocurran fenómenos paranormales, las inmobiliarias japonesas alquilan a un precio más bajo para que alguien se anime a vivir en ellas.  El muchacho no conocía los detalles, pero parecía que había habido un asesinato.  Mientras buscaba en un gran manojo de llaves, noté que a un lado de la puerta todavía había pegado en la pared un letrerito de madera con el nombre de la agencia contratista que me había traído a Japón.  Encontró por fin la llave y, después de hacerla girar en la cerradura, tiró de la puerta y esta se abrió dejando escapar un gemido de ultratumba.  ¿No tenían miedo?  Fingían estar asustados y hasta habían dicho que habían visto fantasmas para que les siguieran alquilando la casa y no les subieran el alquiler, pero la verdad era que nunca habían visto nada raro.  Aunque-me aclaró-ellos sólo la usaban para ensayar y nunca habían pasado la noche allí.    
Me condujo por un largo corredor al que daban muchas habitaciones con piso de tatami hasta la parte posterior de la casa y, una vez allí, señalándome un gran armario metálico, me dijo:
-Allí está todo lo que dejaron.
Con otra llave del manojo abrió la puerta y pude ver que estaba lleno de cajas de cartón y bolsas de ropa.  Había también un viejo televisor con VHS incorporado, una radio casetera portátil y una guitarra que tenía pegada una calcomanía que decía: “Cerveza Pilsen Callao”.
-Como queríamos usar las maletas de viaje y los maletines para transportar nuestro vestuario, vaciamos su contenido en esas cajas y bolsas-me informó el muchacho-. Las cajas están llenas de libros, revistas y periódicos.  Adelante, puede ver si algo es suyo.
Subí una de las cajas al corredor trasero de la casa y, sentado en el gastado piso de madera, me puse a revisar su contenido.  Había de todo: libros de texto para aprender japonés, revistas en español y portugués (vi algunos números de Caretas), libros de cocina, de medicina básica y primeros auxilios, un método para dejar de fumar en 30 días y algunas novelas en portugués entre las que distinguí dos o tres de Jorge Amado.  Otra caja contenía varios ejemplares amarillentos de El Comercio y de periódicos brasileños (El más reciente era de febrero de 1991).  Una tercera caja estaba llena de casetes y cintas de video.  ¿Todavía servirían?  Fui hasta el armario y saqué la casetera.  El muchacho me indicó un tomacorriente y lo enchufé.  Encendí el aparato, metí un cassette, apreté Play y, aunque parezca mentira, todavía funcionaba: la música salió por los parlantes a borbotones.  Cyndi Lauper. “Girls just wanna have fun”. No era de mis preferidas, pero al menos era música de los ochenta, de mi época.  Para aquel muchacho, aquella música debía sonar como para mí la de los años cuarenta.  Con el fondo de aquella música tan familiar, seguí revisando las cajas y empezaron a aparecer, algo ajados y amarillentos, mis viejos libros: cuentos de Ribeyro, un par de libros de Bryce, las primeras novelas de Vargas Llosa, Cien años…  ¡Encontré todos mis libros!  Aunque todos esos libros los había vuelto a comprar, me alegré mucho de haber encontrado los antiguos porque, aunque no soy bibliófilo, aquellos libros eran casi todos primeras ediciones y porque, además, tenían los subrayados y anotaciones con lápiz de mis primeras lecturas.  Así que sólo me faltaba encontrar una cosa, la que más ilusión me hacía: la caja de camisas Van Heusen con mis manuscritos.  La encontré al fondo de una de las últimas cajas aplastada por una pila de formularios en japonés que debieron pertenecer a la agencia contratista.  Cuando la abrí, vi que los folios estaban amarillentos, tenían manchas de humedad y la tinta se había corrido en algunos puntos, pero eran legibles. Me provocaba leer ya mismo esos cuentos juveniles de los cuales no recordaba casi nada, pero postergué el placer de su lectura para el viaje de regreso.  Tuve una sensación de déjà vu cuando recuperé mi maletín y empecé a meter los libros.  Claro, era como si hubiera regresado a la víspera del día que partí a Japón hacía casi 30 años cuando estaba alistando mi equipaje.
El muchacho me acompañó hasta el terminal y, antes de que subiera al ómnibus, me entregó un sobre con los 5 mil yenes que yo había pagado por la máquina.  No quería aceptárselos pero él insistió.
-La máquina era suya-dijo.
Bueno, pensé, ya le mandaría algún regalito.

Una semana después de recuperar milagrosamente no sólo mi máquina de escribir sino también mis libros y papeles, estaba buscando en Mercari ya no me acuerdo qué cosa, cuando encontré un anuncio de otra Lettera 32 con el teclado en español.  Desde que perdí la mano izquierda, un sentimiento de inseguridad hace que me sienta expuesto a toda clase de desgracias, catástrofes y peligros. Me he vuelto-como dice mi chica-“trágico”. De modo que, aparte de asegurarme contra toda clase de riesgos (mi casa está asegurada hasta por si le cae un meteorito encima), tomo toda clase de precauciones,  he instalado alarmas contra incendios y robos, tengo bien abastecida la casa de agua embotellada y conservas de comida para caso de terremoto o guerra, un buen botiquín para primeros auxilios, un par de mochilas de supervivencia y hasta un pequeño refugio antiaéreo excavado debajo de la casa por si a Kim Jong-un le falla la puntería y uno de sus misiles nos cae encima. Encontrar dos Letteras 32 con el teclado en español aquí en Japón en menos de 15 días no podía ser una casualidad. Se trataba sin duda de un mensaje divino. Dios-en su infinita misericordia, teniendo en cuenta que éramos paisanos o recordando tal vez que una vez fui monaguillo de la iglesia San José de Jesús María (cargo del que fui apartado acusado injustamente de apropiarme de las limosnas)-, parecía advertirme: “Tu máquina no ha de durar para in sécula seculórum, algún día se averiará y para entonces ya no encontrarás piezas de repuesto para repararla ni en Tacora ni en la más alejada cachina (siendo Dios peruano es normal que use peruanismos) del universo, has de ponerte mosca”. Así que decidí comprar esta segunda máquina para abastecer de repuestos a la mía si se malograba o para reemplazarla si, quién sabe, la volvía a extraviar. Sólo cuando ya había hecho click en “comprar”, me di cuenta de que una vez más había actuado impulsivamente y no me había detenido a reflexionar sobre las consecuencias de mis actos. Cuando hace dos semanas le anuncié a mi chica que había comprado la primera máquina de escribir-que resultaría siendo la mía-, ella me advirtió perentoriamente:
-Como te pongas a hacer bulla con esa cacharpa, la boto a la basura.
Nótese que dijo “cacharpa”. No “cachivache” o “trasto inútil” sino “cacharpa”. Lo que pasa es que mi chica nació en Huancayo, ciudad ubicada en los andes centrales del Perú  a más de tres mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y que, como mucha gente de la sierra, acostumbra aderezar su discurso con palabras y expresiones de origen quechua.  Para ella, yo no soy tonto sino “opa”; si no me quiero bañar, no me tilda de cochino sino de “carca”; mi carro no está viejo sino que ya está “charchi” y, cuando tiene frío, no dice ¡Brr, qué frío!-como la mayoría de los mortales-sino “¡Alalau!”.
Sin embargo, la historia del hallazgo feliz de mi vieja máquina de escribir después de casi tres décadas había terminado por conmoverla. No por nada ella era una buena hija de la ahora ya vieja Nueva Era y por lo tanto una firme creyente de que nada ocurría por casualidad. Le probé, además, que, si yo escribía en mi escritorio del segundo piso y ella estaba abajo en la sala viendo la televisión, casi no escucharía el ruido de la máquina. Pero una cosa era que ella hubiera aceptado que por la gracia divina, la conjunción de los astros o porque “estaba escrito” yo hubiese recuperado milagrosamente mi máquina y otra muy distinta que aceptara de buena gana que yo hubiese vuelto a comprar sin consultarle otro ejemplar idéntico del mismo anacronismo. Si mi chica, que es cinturón negro de karate y no se caracteriza precisamente por tener mucha paciencia, logra controlarse, creo que lo único a lo que me expongo es a convertirme en una nueva víctima de la violencia doméstica, a ser declarado mentalmente incapacitado y terminar recluido en un manicomio, al divorcio o a las tres cosas juntas.