El
conde Drácula (un cuento de terror).
En
algún lugar remoto de los Montes Cárpatos, en Transilvania, la oscura mole de
un enorme castillo se recorta por un instante contra la blanca redondez de la
luna llena. Su aspecto es imponente, tenebroso, amenazador. En ese momento, un
lobo lanza al cielo un aullido interminable. Luego, unas nubes negras ocultan
la luna y todo vuelve a quedar nuevamente a oscuras.
Se
acerca la medianoche y una iglesia de los alrededores empieza a doblar sus
campanas para recordar a la gente que hoy no es una noche cualquiera: es la
noche del 30 de abril, la noche de Walpurgis, la noche de las brujas, noche en
la que éstas se reúnen para celebrar su ritos satánicos y sus diabólicos
aquelarres.
En
la húmeda cripta del castillo, el conde Drácula, echado en su ataúd, con el
negro cabello blanqueando en las sienes peinado hacia atrás y el rostro
pálidamente verdoso, abre de pronto los ojos y una maligna sonrisa de
satisfacción se dibuja en su boca, de la que sobresalen dos puntiagudos y
fosforescentes colmillos. Está tan ansioso que se ha despertado antes de la
hora. El día tan largamente esperado por fin ha llegado y al conde se le hace
agua la boca de sólo pensar en el festín que tiene planeado darse para
celebrarlo. Los campesinos y aldeanos de los alrededores, conocedores de la
tradición, redoblan sus defensas esta noche colocando ristras de ajos y
crucifijos en puertas y ventanas y es muy difícil hincarles el diente. Pero no
hace mucho, no muy lejos de allí, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, ha
abierto sus puertas uno de aquellos establecimientos -que parecen una mezcla de
clínicas de lujo y campos de concentración- donde los ricachones van a hacer
vida sana durante un mes para quemar la grasa y eliminar el estrés acumulado durante
el resto del año, cuyos incautos y confiados huéspedes, ignorantes de los usos
y costumbres del lugar, serán una presa fácil. El conde parece saborear ya la
mimada y dulce sangre -rica en colesterol-de aquellos gordinflones.
De
pronto, una melodía-“Tocata y fuga” de Bach- empieza a sonar: es la alarma de
su iPhone anunciando que ya son las doce, hora de levantarse. Apartando la
tapa, el conde se incorpora y, con un ágil salto y de muy buen humor, sale de
su féretro.
Apenas
se pone de pie, se ve rodeado por tres mujeres muy maquilladas y vestidas con
largos y elegantes vestidos de noche de amplios y generosos escotes que, muy
melosas y provocativas, pugnan entre ellas por servirlo. Una, rubia y muy sexy,
con los sensuales labios de Scarlett Johansson, le arregla el nudo de la
corbata; otra, morena, felina y matadora como Penélope Cruz, le sacude el polvo
de las solapas y una tercera, pelirroja, con la misteriosa mirada azul de
Nicole Kidman, le alisa la capa.
-¡Eres
un churro!-le dicen-. Te pareces a George Clooney.
El
conde, halagado, se acerca disimuladamente al espejo para comprobarlo.
-Siempre
me olvido de que mi imagen no se refleja en los espejos-maldice alejándose.
Luego
se vuelve hacia las mujeres:
-Ya
les he dicho que no las voy a llevar. Tienen que quedarse a cuidar el castillo.
Mostrando
los colmillos, las tres mujeres se revuelven rugiendo como Furias, pero basta
con que el conde frunza el ceño para que desaparezcan en la oscuridad.
Se
dirige a una de las ventanas que dan al precipicio, abre los brazos desplegando
las alas de su negra capa forrada de raso color rojo sangre y, transformándose
en un murciélago, se lanza al vacío y se pierde en la oscuridad de la noche,
negra como boca de lobo. Pero al conde no le importa porque no necesita ver
para guiarse. Su instinto y el olor de la sangre lo llevarán infaliblemente a
su destino. Aunque esta vez, por la excesiva ansiedad que lo embarga, porque ha
estado a punto de colisionar con una bruja que, montada en su escoba, se
dirigía rauda a su maldito conciliábulo o porque en una noche como aquella la
atmósfera está excesivamente cargada de energía negativa, parece que su sistema
de navegación falla, porque, en vez de conducirlo a su objetivo, lo lleva al
Hospital Municipal de Transilvania. El conde no se percata de ello y penetra en
el hospital. Una vez dentro, para saciar la gran sed que lo atormenta, se ve
obligado a sorber la sangre de todos los pacientes de una gran sala porque los
encuentra sorprendentemente flacuchos y su sangre aguada como sopa diluida,
cosa que, en su ignorancia, atribuye a la efectividad del estricto ayuno y al
severo régimen de ejercicios físicos a los que son sometidos los huéspedes de
la clínica, donde cree estar.
Sólo
cuando, ya harto de sangre, después de soltar un sonoro eructo, abandona la
sala con la panza hinchada como alguien que ha bebido mucha cerveza o como una
pulga gorda de sangre a punto de reventar y advierte sobre la puerta de la sala
un letrero que dice: “Pacientes terminales de SIDA”, se da cuenta, compungido,
de su lamentable error.
Un
afiche pegado en la pared parece burlarse de su suerte. Dice:
“Evite
la promiscuidad: el SIDA es una enfermedad de transmisión sexual”.
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