sábado, 10 de septiembre de 2016

La dama de hierro

La dama de hierro

No, no me refiero a Margaret Thatcher sino a esa humilde mujer pero de una gran fortaleza física y moral que fue mi obā, quien, en su Kyan natal, tenía que caminar una gran distancia llevando a cuestas su carga de seda cruda, que cruzó el océano Pacífico impulsada por la esperanza de ahorrar un poco de dinero, que después de mil sacrificios llegó a tener su panadería en Perú y que, más de treinta años después, luego de haber visto nacer a sus nueve hijos en Perú, regresó de visita a su tierra-antes de la devolución de Okinawa al Japón-, llevando toda clase de regalos a su empobrecida parentela.
Mi obā, en los primeros tiempos de la panadería (yo no había nacido aún cuando tenían la chacra), cuando todavía no tenía muchos clientes, para balancear el presupuesto familiar, no vaciló en criar patos en la azotea de su casa y luego venderlos vivos a las afueras del mercado de Jesús María, teniendo, a veces, que pelearse con los policías municipales por no tener permiso (¿Me vendrá de ahí la vocación de vendedor ambulante? Una vez, en que estuve desempleado aquí en Japón, se me ocurrió ir a vender aretes artesanales peruanos a Omotesandō, que, por entonces, no era todavía la exclusiva zona comercial que es ahora. Tenía que pagar la cuota de protección a los yakuza por ser vendedor ambulante. Como yo soy un poco lento para los números, sólo después de tres meses, en los que no vendí ni siquiera medio par de aretes y acumulé un déficit de 300 mil yenes, me dí cuenta de que ese negocio no era rentable).
Porque, aunque mi ojī era el león, el que rugía o, mejor dicho, carajeaba por doquier, la que cazaba, es decir, la que llevaba las cuentas de la panadería y llevaba las riendas de la casa era mi obā (¿sería porque el reino de Ryū Kyū había sido una sociedad matriarcal donde la yuta tenía un protagonismo mucho mayor que el simple papel de adivina al que prácticamente está relegada en la actualidad?).
Ya se sabe que comer bastante es el único lujo que se pueden permitir los pobres.
Después de haber pasado hambre en su tierra natal, la filosofía de mi obā parecía poder resumirse en el dicho: “Barriga llena, corazón contento” (A propósito, ¿tendría llena la barriga Marisol cuando cantaba “Tengo el corazón contento?).
Cada vez que acá, en Japón, me invitan a comer y me dicen: “Nanimo nai desuga, dōzo, takusan tabete kudasai” (No hay nada, pero coma bastante por favor), me acuerdo de mi obā, porque no bien entrabas a su casa, lo primero que te preguntaba era: “¿Ya ha comido?”. Y, antes de que pudieras responder, ya te estaba empujando hacia el comedor: “En la cocina hay bastante comida”, decía. “Come bastante que en tu casa no hay así”, agregaba en un tono pícaro y se reía, orgullosa de su buena mano para la cocina. Lo gracioso es que, a veces, se escuchaba al fondo la voz de una de mis tías que decía:
Okā! ¡No hay nada de comida, ah!
Pero no había problema. Por la cantidad de visitas que recibían, la casa de mi obā parecía un restaurante. En una época en la que era normal cocinar dos veces al día, allí estaban acostumbrados a cocinar tres, cuatro o todas las veces que fuera necesario para atender a las visitas. Nunca conocí una casa tan hospitalaria como la de mi obā.
Decir que la casa de mi obā estaba abierta para todo el mundo es casi literal. La Jesús María de fines de los años sesenta y principios de los setenta era tan tranquila que en la casa de mi obā nadie tenía llave: bastaba con meter la mano por la ventanita de la puerta y uno mismo abría la cerradura (y eso que, como mi obā no confiaba en los bancos, en el ropero de su cuarto se guardaba toda la fortuna familiar). Claro, era otra época: la del televisor en blanco y negro y el tocadiscos; la del teléfono negro, pesado y con dial, y la de la máquina de escribir mecánica (todo lo que ahora llevamos en el iPhone); el hombre acababa de llegar a la Luna y todos creían que, para el año 2000, estaríamos tan adelantados que nos alimentaríamos con píldoras y que no sería necesario caminar porque habría zapatos voladores o que, en su defecto, sería el fin del mundo (yo ya había sacado mi cuenta: sólo viviría hasta los 35 años y, tal vez, por eso, fui precoz en todo desde mi nacimiento, menos en dejar el chupón).
Así las cosas, no es de extrañar que yo fuera un niño rechoncho y consentido hasta los cinco años, cuando me fui a San Isidro a vivir con mis padres.
En 1990, cuando ya tenía un año en Japón, mis padres vinieron de paseo y les pedí que trajeran a mi obā, pero su estado de salud no lo permitió y se quedó sin poder volver a ver una vez más su-ahora remozada, pacífica y, por fin, relativamente próspera- querida tierra de Okinawa (snif, snif).



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