Uno recibe lo mismo que da
Mi obā
y mi ojī recibían muchas visitas y
uno de mis trabajos, cuando vivía con ellos, era desempaquetar los regalos que
traían, algo que yo hacía con mucha diligencia animado-todo hay que decirlo-por
la secreta esperanza de descubrir entre ellos alguna agradable sorpresa bajo la
forma de una bolsa de galletas de kión (que me encantaban) o una lata de
duraznos en almíbar. Pero casi siempre se trataba de lo mismo: sōmen, nori, shiitake deshidratado,
katsuobushi, té jazmín, shōyu (que en la casa de mi obā llamaban soyū), productos todos ellos que no despertaban en mí el menor
interés. Yo desesperaba de la poca imaginación de los visitantes: ya no me
hacía falta abrir los paquetes para saber lo que contenían, me bastaba con
palparlos. Metía las cosas dentro del aparador del comedor y, a veces, por
falta de espacio, tenía que apilarlas también encima de modo que llegaba a
parecer el mostrador de una tienda de productos japoneses. Abría los paquetes
con cuidado, de modo que el papel pudiera volver a utilizarse, porque, a veces,
cuando mi obā hacía una visita
intempestiva y no tenía tiempo de comprar algo, me pedía que hiciera lo
contrario: que cogiese dos o tres cosas y las envolviera para que las llevara
de regalo.
Como el hombre es haragán por naturaleza y
siempre trata de vivir bajo la ley del mínimo esfuerzo, no pasó mucho tiempo
hasta que me di cuenta de que mi labor era inútil. Entoces dejé de desenvolver
los paquetes y los guardaba tal como llegaban y cuando mi obā me pedía un regalo para una de sus visitas, le entregaba uno de
los paquetes.
No sé por qué pero tuve la corazonada de
que yo no era el único que se ahorraba el trabajo y decidí hacer un
experimento. A la siguiente vez que mi obā
me pidió un regalo, antes de entregarle el paquete, le hice una pequeña marca
en la envoltura y, cuál no sería mi sorpresa, cuando, unas semanas después, mi obā volvió a recibir el mismo paquete.
Era cierto: uno recibe lo mismo que da.
No hay comentarios:
Publicar un comentario