domingo, 14 de agosto de 2016

Espetopo nopo espe upuchipināpāgupuchipi

Espetopo nopo espe upuchipināpāgupuchipi

Mi ojī era lo que en la jerga científica peruana se conoce como un “chancletero”, porque, de sus nueve hijos, ocho eran mujeres (algo que debía ser trágico para un machista inmigrante okinawense de la época como él y que él debía de considerar fatal para asegurar la conservación de su apellido).
Por eso, cuando mis padres y mis hermanos se mudaron a San Isidro y me dejaron al cuidado de mis abuelos en su casa de Jesús María, yo crecí rodeado de una media docena de tías que se iban turnando para engreirme hasta que se casaban (lo que más me gustaba de los matrimonios era que la casa se llenaba de regalos que se exhibían con el nombre del donante por toda la casa y todos los invitados podían ver los regalos y comprobar de paso que el suyo no era el más barato y la casa parecía al mismo tiempo una mueblería, una locería y una tienda de electrodomésticos).
Como mis tías más jóvenes, que aunque hijas de japoneses ya eran bastante acriolladas, cuando hablaban entre ellas, se referían a mi obā como la “habie”, yo crecí creyendo que “habie” era “mamá” en uchinaguchi. Recién, no hace mucho, cuando, al sentir un repentino interés por aprender algo de la lengua de mis antepasados, llamé a Perú para confirmarlo, la mayor de mis tías, quien, dicho sea de paso, no suele tener mucha paciencia con los cortos de entendederas como yo, me sacó de mi equívoco:
-¡¿Uchinaguchi?!-exclamó sorprendida. Luego, haciendo un gran esfuerzo para no aderezar su discurso con ajos y cebollas, agregó-: Oe, ¿tú eres o te haces? ¡”JAVIE” es “VIEJA” al revés!
Sólo entonces caí en la cuenta de que se trataba de una estratagema para que mi obā no supiera que estaban hablando de ella. Por ejemplo, cuando querían fumarse un cigarrillo, una de mis tías se ponía de “campana” en el pasadizo y, apenas veía aparecer a mi obā, daba la voz de alarma:
-¡Ahí viene la javie!
Y mis tías tiraban inmediatamente el cigarrillo, ventilaban el ambiente y se ponían a masticar chicle como locas o se metían un caramelo mentolado a la boca (definitivamente eran otros tiempos y todavía no estaba muy bien visto que una mujer fumara y menos todavía si se trataba de una joven nisei (aunque una de mis tías era capaz de fumar al revés, con la candela dentro de la boca, como Fermina Daza en “El amor en los tiempos del cólera”). No quiero ni imaginar lo que hubiera pasado si mi ojī hubiera pescado a una de mis tías fumando.
También, para que ni mi obā ni yo tampoco entendiéramos lo que estaban tramando (porque no querían llevarme con ellas), hablaban en clave. Al principio lo hicieron con la “p”: “¿Vapamopos alpa jipiropon depe lapa upunipionpo?” o “¿Vapamopos alpa cipinepe?”.
Tardé bastante en darme cuenta primero de que aquello no era uchināguchi y luego en descifrar lo que estaban diciendo, pero cuando lo conseguí, por más que intentaron despistarme cambiando la clave de la “p” a la “ch”, yo ya había descubierto el principio en el cual se basaba su artimaña y a partir de entonces no pudieron evitar que yo me enterara de sus planes y a veces tenían que resignarse a llevarme con ellas al cine o al Jirón de la Unión.
Por cierto, para aquellas personas más despistadas que yo, que no lo pudieron descifrar, el título de esta nota es “Esto no es uchināguchi”.


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