lunes, 10 de octubre de 2016

Celebrando con Dalí y langostas

Celebrando con Dalí y langostas

Ayer, para celebrar mi cumpleaños, mi chica y yo fuimos a una exposición de Salvador Dalí en el Centro Nacional de Arte de Tokio. Así como los fanáticos de Star Wars van a los estrenos disfrazados de Luke Skywalker, Darth Vader, Han Solo, la princesa Leia y hasta de Yoda y del mismo modo que los que van a Disney se disfrazan del capitán Jack Sparrow o se ponen vinchas con las orejas de Minnie, yo quise ponerme unos bigotes postizos de Dalí que había comprado especialmente para la ocasión en Amazon, pero tuve que desistir porque mi chica no sólo me amenazó con no acompañarme sino que, además, blandiendo un grueso y polvoriento libro en octavo que no sé de dónde había sacado, me advirtió perentoriamente que aquello podía ser considerado causal de divorcio.
Felizmente llegamos antes del mediodía y, como había estado lloviendo, no había tanta gente haciendo cola, aunque adentro ya estaba lleno, por lo que, a paso de procesión, tardamos más de 3 horas en ver todas las pinturas. Pudimos ver pinturas como el Autorretrato con cuello rafaelesco, La Madonna de Port Lligat o Uranium and Atomica Melancholica Idyll (inspirado en las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki). Después de buscar sin encontrarla, le pregunté a una de las chicas que hacía de guía si podía mostrarme dónde estaba La persistencia de la memoria. A lo cual ella me contestó que iba a ser un poco difícil porque esa pintura se encontraba en el MoMA de Nueva York. Aparte de las pinturas, estaba la Venus de Milo con cajones (cuando me paré al lado de la escultura para que mi chica me tomara una foto, al ver mi prótesis, algunas personas pensaron que yo era un maniquí hecho por Dalí y empezaron a tomarme fotos) y algunas joyas. También se podían ver las películas Un perro andaluz y La edad de oro. Cuando salimos, se habían formado largas colas para comprar las entradas y para entrar en la sala de exhibición. La entrada costaba 1600 yenes, pero, para los inválidos y un acompañante, es gratis. Así que con el dinero que nos ahorramos nos fuimos después a comer al Red Lobster donde, por ser mi cumpleaños, nos invitaron el postre y nos tomaron una foto con unos guantes en forma de pinzas de langosta (también te cantan Happy Birthday, pero yo no quise y menos mi chica). Olvidándome de que no debía hacerlo, me había puesto una camisa azul que es igualita al uniforme del Red Lobster y fui al baño con cierto temor de que de alguna mesa me llamaran para que les tomara el pedido como, por lo demás, ya me había sucedido antes. Al regresar del baño y cuando ya estaba cerca de mi mesa y creía haberme librado por esta vez de ser confundido con uno de los mozos, un gringo que seguramente aún no estaba al tanto de las costumbres del país (En Japón, en la mayoría de restaurantes se paga la cuenta en la caja), me extendió su cuenta acompañada de 2 billetes de 10 mil yenes al mismo tiempo que, sonriendo, me decía:
-Keep the change.
Comprendiendo al instante la confusión, me encontré de pronto bajo el peso de un grave dilema moral, atosigado alternativamente por mi ángel de la guarda bueno que, posado sobre mi hombro derecho, me instaba a devolver el dinero y por mi ángel de la guarda malo que, parado en mi hombro izquierdo, me instigaba a no hacerlo. Ambos eran igualitos a mí, pero el bueno tenía una especie de lámpara fluorescente circular encima de la cabeza y alas, y el malo era colorado, tenía cachos, dientes afilados, un rabo terminado en punta de flecha y portaba un tridente. Se enzarzaron en una gran pelea. Era una furiosa lucha entre el bien y el mal. Finalmente el ángel malo le asestó un tridentazo en la cabeza al ángel bueno apagándole la luz y dejándolo KO y, bajo sus mala influencia, yo que, después de 27 años de vivir en Japón, me creía al fin librado de aquella manifestación de la idiosincrasia peruana conocida como viveza criolla, caí en la tentación. Lo que parecería probar que es algo que todos los peruanos-salvo los huancaínos, según la imparcial opinión de mi chica-llevamos inscrito en el ADN y, por lo tanto, fatalmente indeleble. Recibí el dinero, tiré la cuenta del gringo en el acuario donde tienen a las langostas vivas, jalé a mi chica hacia la caja y, después de pagar nuestra cuenta, nos dirigimos rápidamente a la salida.
Lo malo es que la próxima vez que vaya al Red Lobster no sólo voy a tener que evitar ponerme esa camisa azul sino que además será mejor que me ponga el bigote de Dalí para que no me reconozcan.

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