Celebrando con Dalí y langostas
Ayer, para celebrar mi cumpleaños, mi chica y yo fuimos a
una exposición de Salvador Dalí en el Centro Nacional de Arte de Tokio. Así
como los fanáticos de Star Wars van a los estrenos disfrazados de Luke
Skywalker, Darth Vader, Han Solo, la princesa Leia y hasta de Yoda y del mismo
modo que los que van a Disney se disfrazan del capitán Jack Sparrow o se ponen vinchas
con las orejas de Minnie, yo quise ponerme unos bigotes postizos de Dalí que
había comprado especialmente para la ocasión en Amazon, pero tuve que desistir
porque mi chica no sólo me amenazó con no acompañarme sino que, además, blandiendo
un grueso y polvoriento libro en octavo que no sé de dónde había sacado, me
advirtió perentoriamente que aquello podía ser considerado causal de divorcio.
Felizmente llegamos antes del mediodía y, como había
estado lloviendo, no había tanta gente haciendo cola, aunque adentro ya estaba lleno,
por lo que, a paso de procesión, tardamos más de 3 horas en ver todas las pinturas.
Pudimos ver pinturas como el Autorretrato
con cuello rafaelesco, La Madonna de Port Lligat o Uranium
and Atomica Melancholica Idyll (inspirado en las explosiones atómicas de
Hiroshima y Nagasaki). Después de buscar sin encontrarla,
le pregunté a una de las chicas que hacía de guía si podía mostrarme dónde
estaba La persistencia de la memoria.
A lo cual ella me contestó que iba a ser un poco difícil porque esa pintura se
encontraba en el MoMA de Nueva York. Aparte de las pinturas, estaba la Venus de Milo con cajones (cuando me paré al lado de la escultura para que mi chica me tomara una foto, al ver mi prótesis, algunas personas pensaron que yo era un maniquí hecho por Dalí y empezaron a tomarme fotos) y algunas
joyas. También se podían ver las películas Un
perro andaluz y La edad de oro. Cuando
salimos, se habían formado largas colas para comprar las entradas y para entrar
en la sala de exhibición. La entrada costaba 1600 yenes, pero, para los
inválidos y un acompañante, es gratis. Así que con el dinero que nos ahorramos
nos fuimos después a comer al Red Lobster donde, por ser mi cumpleaños, nos
invitaron el postre y nos tomaron una foto con unos guantes en forma de pinzas
de langosta (también te cantan Happy Birthday, pero yo no quise y menos mi
chica). Olvidándome de que no debía hacerlo, me había puesto una camisa azul
que es igualita al uniforme del Red Lobster y fui al baño con cierto temor de
que de alguna mesa me llamaran para que les tomara el pedido como, por lo
demás, ya me había sucedido antes. Al regresar del baño y cuando ya estaba cerca de mi mesa y
creía haberme librado por esta vez de ser confundido con uno de los mozos, un
gringo que seguramente aún no estaba al tanto de las costumbres del país (En
Japón, en la mayoría de restaurantes se paga la cuenta en la caja), me extendió
su cuenta acompañada de 2 billetes de 10 mil yenes al mismo tiempo que, sonriendo,
me decía:
-Keep the change.
Comprendiendo
al instante la confusión, me encontré de pronto bajo el peso de un grave dilema
moral, atosigado alternativamente por mi ángel de la guarda bueno que, posado
sobre mi hombro derecho, me instaba a devolver el dinero y por mi ángel de la
guarda malo que, parado en mi hombro izquierdo, me instigaba a no hacerlo.
Ambos eran igualitos a mí, pero el bueno tenía una especie de lámpara fluorescente
circular encima de la cabeza y alas, y el malo era colorado, tenía cachos,
dientes afilados, un rabo terminado en punta de flecha y portaba un tridente.
Se enzarzaron en una gran pelea. Era una furiosa lucha entre el bien y el mal.
Finalmente el ángel malo le asestó un tridentazo en la cabeza al ángel bueno
apagándole la luz y dejándolo KO y, bajo sus mala influencia, yo que, después
de 27 años de vivir en Japón, me creía al fin librado de aquella manifestación
de la idiosincrasia peruana conocida como viveza
criolla, caí en la tentación. Lo que parecería probar que es algo que todos los peruanos-salvo los huancaínos, según la imparcial opinión de mi chica-llevamos inscrito en el ADN y, por lo tanto, fatalmente indeleble. Recibí el dinero, tiré la cuenta del gringo en
el acuario donde tienen a las langostas vivas, jalé a mi chica hacia la caja y,
después de pagar nuestra cuenta, nos dirigimos rápidamente a la salida.
Lo malo es que la próxima
vez que vaya al Red Lobster no sólo voy a tener que evitar ponerme esa camisa
azul sino que además será mejor que me ponga el bigote de Dalí para que no me
reconozcan.
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