El amigo karateka de mi ojī
Mi ojī y mi obā tenían muchos parientes y amigos y
por eso recibían muchas visitas durante todo el año. Una cosa que siempre llamó
mi atención es que, aunque la mayoría de estas visitas ya tenía edad suficiente
para ser considerados como obasan u ojisan (tía o tío), mis tías se referían
a ellos como nēsan o nīsan (hermana o hermano mayor). Yo
mismo, en la época del colegio, llamaba nēsan
a las mamás de mis amigos, quienes, por la diferencia de edad, de ninguna
manera podían ser consideradas mis hermanas
mayores). A uno de estos nīsan,
que era uno de los más asiduos visitantes de mi ojī (aunque no sé si por amor al chancho o a los chicharrones: mis
tías), yo le tenía terror, porque-no sé si era karateka o judoka-cuando
me acercaba a saludarlo, tenía por costumbre usar mi barriga como makiwara para practicar sus golpes o me
hacía volar por encima de la mesa, no sé si para practicar sus lanzamientos o
para que yo aprendiera a caer. Creo que mi ojī
y mi obā no veían con muy buenos ojos
estas rudas demostraciones de afecto porque yo terminaba todo magullado y a
veces hasta algo se rompía, pero no decían nada porque se supone que el nīsan lo hacía por mi bien, para que me volviera hombre y, cuando yo
trataba de esconderme para no tener que salir a saludar al nīsan, siempre iban a buscarme al dormitorio y me decían que tenía que
saludarlo. Encima-y tal vez esto era para mí peor que los golpes-, cuando
llegaba el oshōgatsu, no me daba de otoshidama un crujiente billete
anaranjado nuevecito de 10 soles con la efigie del Inca Garcilaso de la Vega en
una cara y el lago Titicaca en la otra-como casi todos los que iban a saludar a
la casa por el Año Nuevo-sino sólo uno verde de 5 soles con la cara del Inca
Pachacutec en un lado y la fortaleza de Sacsayhuamán en el otro (estoy
hablando, por si acaso, de fines de los sesenta y principios de los setenta,
cuando el sol todavía no había perdido ningún cero). Ese día conseguía juntar
una pequeña fortuna, efímera riqueza que apenas si tenía tiempo de contar
porque-ya se sabe que lo que fácil llega, fácil se va-mi obā me la quitaba apenas se habían ido las visitas para dársela a
mi mamá para que ella me la fuera dando poco a poco cuando venía a visitarme
los domingos.
Ante esta situación, mis tías solteras-las que aún
vivían con mi ojī y mi obā y que me engreían mucho-, aunque la verdad
es que no estoy muy seguro de si fue para evitar que el nīsan continuara vapuleándome mínimo tres veces por semana o para
evitar sus cortejos, decidieron tomar cartas en el asunto y una de ellas-ya no
recuerdo cuál-dijo que no quedaba más remedio que recurrir a la escoba. Por un
momento me imaginé a mis tías sacando al nīsan
de la casa a escobazos, pero no era eso. Se trataba de poner una escoba
invertida detrás de la puerta que auyentaría a los visitantes inoportunos o no
bienvenidos. No sé si mis tías eran medio brujas y nunca supe tampoco si se
trataba de un maleficio peruano o de un sortilegio okinawense, pero, a partir
de ese día, cada vez que el nīsan iba
a la casa de visita, ponían una escoba al revés detrás de la puerta y, aunque
parezca increíble, el nīsan, que
normalmente se quedaba horas y horas conversando con mi ojī, de pronto, como impulsado por un resorte, se ponía de pie y
balbuceando la primera excusa que se le venía a la cabeza, partía raudo. Quien
se quedó preocupado por si había cometido alguna falta de cortesía o no había
hecho honor a la proverbial hospitalidad okinawense fue mi ojī, porque el nīsan fue
espaciando cada vez más sus visitas hasta que terminó por no aparecer por la
casa.
Fue así cómo me libré de las lecciones gratuitas y
obligatorias de judo y karate (aunque-unas son de cal y otras de arena-empecé a
recibir 5 soles menos en oshōgatsu).
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