sábado, 8 de octubre de 2016

El amigo karateka de mi ojī

El amigo karateka de mi ojī

Mi ojī y mi obā tenían muchos parientes y amigos y por eso recibían muchas visitas durante todo el año. Una cosa que siempre llamó mi atención es que, aunque la mayoría de estas visitas ya tenía edad suficiente para ser considerados como obasan u ojisan (tía o tío), mis tías se referían a ellos como nēsan o nīsan (hermana o hermano mayor). Yo mismo, en la época del colegio, llamaba nēsan a las mamás de mis amigos, quienes, por la diferencia de edad, de ninguna manera podían ser consideradas mis hermanas mayores). A uno de estos nīsan, que era uno de los más asiduos visitantes de mi ojī (aunque no sé si por amor al chancho o a los chicharrones: mis tías), yo le tenía terror, porque-no sé si era karateka o judoka-cuando me acercaba a saludarlo, tenía por costumbre usar mi barriga como makiwara para practicar sus golpes o me hacía volar por encima de la mesa, no sé si para practicar sus lanzamientos o para que yo aprendiera a caer. Creo que mi ojī y mi obā no veían con muy buenos ojos estas rudas demostraciones de afecto porque yo terminaba todo magullado y a veces hasta algo se rompía, pero no decían nada porque se supone que el nīsan lo hacía por mi bien, para que me volviera hombre y, cuando yo trataba de esconderme para no tener que salir a saludar al nīsan, siempre iban a buscarme al dormitorio y me decían que tenía que saludarlo. Encima-y tal vez esto era para mí peor que los golpes-, cuando llegaba el oshōgatsu, no me daba de otoshidama un crujiente billete anaranjado nuevecito de 10 soles con la efigie del Inca Garcilaso de la Vega en una cara y el lago Titicaca en la otra-como casi todos los que iban a saludar a la casa por el Año Nuevo-sino sólo uno verde de 5 soles con la cara del Inca Pachacutec en un lado y la fortaleza de Sacsayhuamán en el otro (estoy hablando, por si acaso, de fines de los sesenta y principios de los setenta, cuando el sol todavía no había perdido ningún cero). Ese día conseguía juntar una pequeña fortuna, efímera riqueza que apenas si tenía tiempo de contar porque-ya se sabe que lo que fácil llega, fácil se va-mi obā me la quitaba apenas se habían ido las visitas para dársela a mi mamá para que ella me la fuera dando poco a poco cuando venía a visitarme los domingos.
Ante esta situación, mis tías solteras-las que aún vivían con mi ojī y mi obā y que me engreían mucho-, aunque la verdad es que no estoy muy seguro de si fue para evitar que el nīsan continuara vapuleándome mínimo tres veces por semana o para evitar sus cortejos, decidieron tomar cartas en el asunto y una de ellas-ya no recuerdo cuál-dijo que no quedaba más remedio que recurrir a la escoba. Por un momento me imaginé a mis tías sacando al nīsan de la casa a escobazos, pero no era eso. Se trataba de poner una escoba invertida detrás de la puerta que auyentaría a los visitantes inoportunos o no bienvenidos. No sé si mis tías eran medio brujas y nunca supe tampoco si se trataba de un maleficio peruano o de un sortilegio okinawense, pero, a partir de ese día, cada vez que el nīsan iba a la casa de visita, ponían una escoba al revés detrás de la puerta y, aunque parezca increíble, el nīsan, que normalmente se quedaba horas y horas conversando con mi ojī, de pronto, como impulsado por un resorte, se ponía de pie y balbuceando la primera excusa que se le venía a la cabeza, partía raudo. Quien se quedó preocupado por si había cometido alguna falta de cortesía o no había hecho honor a la proverbial hospitalidad okinawense fue mi ojī, porque el nīsan fue espaciando cada vez más sus visitas hasta que terminó por no aparecer por la casa.
Fue así cómo me libré de las lecciones gratuitas y obligatorias de judo y karate (aunque-unas son de cal y otras de arena-empecé a recibir 5 soles menos en oshōgatsu).


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