domingo, 23 de octubre de 2016

Trick or treat

Trick or treat

El otro día, como todas las mañanas, mi chica y yo estábamos preparando las tostadas de pan integral para el desayuno (Cada vez que como tostadas, no puedo evitar acordarme de los versos iniciales del poema Casti connubii de mi profe Marco Martos: “Cada mañana, marido y mujer, sentados y limpios, /comiendo tostadas, ruido de rata,...”), cuando, de pronto, del microondas (que también es tostador), empezó a brotar un agudo chirrido que recordaba vagamente al Capricho No. 24 de Paganini, aunque sonaba como si sobre el plato del horno, en vez de la tajada de pan, estuviera girando no un disco compacto sino un viejo elepé de 33 rpm que hubiera sido usado mucho tiempo como frisbee en la playa o estuviera siendo reproducido por una radio AM con mucha interferencia. ¿No sería un poltergeist? Tal vez Paganini, conocido también como El violinista del Diablo por su tétrica costumbre de tocar de noche en el cementerio, su aspecto fantasmagórico y por su sobrenatural habilidad para tocar el violín, atribuida por algunos a un pacto con el diablo (Aunque lo más probable es que, debido al Síndrome de Marfan, enfermedad que causa un aumento inusual de la longitud de los miembros, tuviera los dedos-y presumiblemente otras partes de su cuerpo-más largos de lo normal, lo cual le habría permitido tocar acordes imposibles, además de explicar su popularidad entre las damas y la envidia que le tenían los caballeros), con su viejo Guarnerius ya algo estropeado por el paso del tiempo, nos quería hacer una broma macabra desde ultratumba ahora que se acercaba Halloween y también su cumpleaños, el 27 de octubre: él también quería su caramelito. Al principio no nos asustamos porque antes de mudarnos habíamos hecho bendecir la casa con el padre Humberto de la iglesia católica de Yamato y también, por si las moscas, con el monje del templo Shōkokuji de Zama y hasta habíamos pegado en la sala un póster de Jesucristo (aunque como no era El Cristo crucificado de Velázquez o el de Goya sino El Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí tal vez no tuviera mucho efecto).  
Pero dos o tres días después, mientras tostábamos el pan, con el melódico chirrido como música de fondo, se escucharon unas pequeñas explosiones (como cuando a Paganini, por la febril pasión con la que lo hacía, se le iban reventando sucesivamente las cuerdas del violín y terminaba tocando con una sola cuerda) y el chirrido fue reemplazado por un extraño ruido que cuando escuchamos bien y logramos identificar-o, mejor dicho, cuando logró identificar mi chica, porque yo no entiendo ni michi de inglés-, se nos pusieron los pelos de punta: “Trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat...”.
Horrorizada, mi chica pegó un salto y me dijo que hiciera algo. Yo no sabía qué hacer, a quién reclamar. ¿Debía llevar el horno a la iglesia para que el padre lo exorcizara, al templo para que el monje lo purificara o a la tienda para que un técnico lo revisara? Además, me daba cosas agarrarlo. Pero un nuevo grito de mi chica hizo que me pusiera en acción y no me quedó más remedio que cargar con el horno e ir a Yamada Denki, la tienda de artefactos electrodomésticos donde lo habíamos comprado y que felizmente no estaba muy lejos.
En la tienda, antes de que pudiera explicar el problema, me dijeron que hubiera sido mejor no llevarlo, que si lo dejaba tardarían por lo menos dos semanas en devolvérmelo, que era mejor que me lo llevara nuevamente a mi casa. Ellos se comunicarían con el fabricante quien posiblemente mañana mismo enviaría a alguien a mi casa y que, de ser posible, lo arreglaría allí mismo. No me costaría nada porque, felizmente, todavía no había vencido el plazo de la garantía.Yo, con mi cosmovisión tercermundista, había olvidado que estaba en Japón: hubiera bastado con llamar por teléfono. Aunque me causaba repelús, tuve que volver a llevar el horno a la casa (Tardé más de dos horas en convencer a mi chica de que me dejara entrar y esa noche, para que pudiéramos dormir tranquilos, tuve que atrancar la puerta del horno con un gran crucifijo, ponerle encima, por si acaso, varias cabezas de ajo y rociarlo con un poco de agua bendita que, aprovechando un descuido del padre Humberto, robé de la iglesia católica de Yamato). Efectivamente, tal como me había dicho el empleado de la tienda, esa misma tarde me llamaron de la Sharp y al día siguiente vino a mi casa un técnico de la empresa que después de deshacerse en disculpas (No olvidemos que en Japón el cliente es Dios), encendió el horno y, luego de escuchar con indiferencia-tal vez porque tampoco entendía inglés-el maléfico ruido que producía y de darle aquí y allí unos golpecitos profesionales como un médico auscultando a un paciente, declaró apesadumbrado que tenía que llevárselo al taller. Cuando le pregunté cuánto tiempo tardarían en repararlo me respondió:
-No menos de dos semanas.
¡Dos semanas sin poder tostar mi pan! Sentí que la sangre me subía a la cabeza y la única duda que tenía en ese momento era a cuál de los dos matar primero: al empleado de la tienda o al técnico.
Éste, tal vez alertado por mi mirada asesina, se apresuró a agregar:
-Pero no se preocupe: le dejaremos otro a cambio para que no se quede sin horno.
Suspiré, aliviado: una vez más había olvidado que estaba en Japón.
Después de embalar el horno con más cuidado y delicadeza que una madre al ponerle el pañal a su bebé, lo llevó al camión y regresó con el horno que me iban a prestar. Lo instaló disculpándose porque no era tan bueno, aunque, en realidad, era un modelo más nuevo, más sofisticado y, por supuesto, mucho más caro que el mío, que era el más barato de todos.
A la hora de despedirse, me dijo que teniendo en cuenta que yo era extranjero, que, a diferencia de la mayoría de japoneses, seguramente para mí el pan era algo imprescindible en el desayuno y que extrañaría tostarlo en mi propio horno al que ya estaba acostumbrado, harían un esfuerzo especial para arreglarlo lo más rápido posible. Pensé que me lo decía por pura formalidad, pero era cierto: sólo tardaron dos días (Por detalles como éste es que me gusta vivir en Japón).
Antes de irse, el técnico se permitió advertirme jocosamente que la próxima vez que hiciera pollo al horno tuviera cuidado de que el jugo no se rebalsara, porque habían encontrado que el motorcito que hace girar el plato estaba lleno de una mezcla de ají panca, ajos molidos, vinagre, sal, pimienta y comino a la que le hacía falta un poco más de aceite para ser un buen lubricante.
Felizmente, todo había terminado bien. Al menos, eso pensamos entonces, pero, a la mañana siguiente, cuando estábamos tostando el pan, empezó a sonar:
-“Trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat, trick-or-treat...”.



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