sábado, 25 de abril de 2015

Contacto en Colombia

Contacto en Colombia

No es la primera vez que me he visto obligado a tomar medidas extremas para conseguir trabajo: hace unos años-después de que se venciera mi seguro de desempleo y de haber buscado infructuosamente trabajo durante varios meses-, la necesidad me obligó a recurrir a un vecino-cuya escasez de modales y poco elegante forma de hablar, su característico peinado, la perenne expresión de perdonavidas que llevaba pintada en el rostro y su fornido cuerpo enteramente tatuado-, delataban inmediatamente que pertenecía a la célebre organización criminal de los yakuza. “Te advierto que primero tendrás que pasar por unas duras pruebas de iniciación”-me dijo cuando le expresé mi deseo de ingresar a la organización. Y que, una vez que hubiera jurado fidelidad, respeto y obediencia al código yakuza, ya no podría salirme, a no ser que fuera para irme al otro barrio. Después de pasar exitosamente por una serie de pruebas (que incluían tanto exámenes teóricos como prácticos), que el secreto profesional me impide describir detalladamente, fui aceptado en un acto solemne que se celebró con gran pompa en un lujoso hotel de Roppongi Hills durante el cual recibí muy orgulloso un puñalito simbólico que antiguamente se utilizaba para hacer el yubitsume-cortarse un dedo cuando uno fallaba en un trabajo-, costumbre que había quedado en desuso por la falta de coraje y sentido del honor de los actuales miembros de la mafia japonesa y que había sido reemplazada por el callejón oscuro, el cargamontón y el apanado.
-Ten paciencia-me dijo el oyabun mientras me hacía personalmente a la altura del corazón mi primer tatuaje: el kanji de kokoro, que, aparte del significado simbólico, tenía por objeto facilitarle el trabajo al sicario de turno, indicando la ubicación exacta del corazón, en caso de traición-. Pronto te llamaremos para un trabajo importante.
Ese “pronto” demoró, en realidad, casi un año, durante el cual me dediqué-yo, que había esperado vivir excitantes y peligrosas aventuras-, a vender yakitori, takoyaki y yakisoba en los matsuris, mientras que, paulatinamente, la superficie de mi cuerpo se iba cubriendo de coloridas y llamativas figuras que acabaron por darme el aspecto de un abigarrado ukiyoe ambulante en el que proliferaban los dragones, los tigres y las serpientes y entre las cuales destacaba, en medio de la espalda, una que desconcertó a mis compinches: un surrealista reloj blando de Dalí, y con las que me gané el respeto y la admiración de los otros miembros de la banda por mi reciedumbre para aguantar el dolor. Sólo mi compadre ñaja-ñaja (un barranquino cuyo vacilón era el graffiti y que se recurseaba pintando letreros con “letras incaicas” y decorando con machu picchus, líneas de Nazca y tumis los locales de los restaurantes y discotecas peruanos) y yo sabíamos que no eran tatuajes sino pinturas hechas con aerógrafo. Mi chica se sorprendió mucho de que de la noche a la mañana me hubiera vuelto tan vergonzoso, cuando-para que no descubriera que estaba “tatuado” de pies a cabeza-, dejé de desnudarme “en su delante”, de bañarme con ella y me mostré dispuesto a “hacerlo” sólo de noche y con la luz apagada y las cortinas bien cerradas.
Cuando el oyabun mandó decir que quería verme y me citó en su oficina ubicada en lo alto de la Torre Mori de Roppongi Hills, supe que el gran día había llegado: ¡por fin un trabajo importante!
El oyabun me recibió muy amablemente en su oficina del piso 50, desde cuyo ventanal semicircular se tenía una visión panorámica de 180 grados del centro de Tokio. Me dijo que el trabajo era simple pero muy importante: sólo tenía que ir a Colombia, recoger “algo” y traerlo a Japón. Agregó que me habían escogido porque hablaba español y porque era ligero de peso. Ya me imaginaba yo qué era ese “algo”, pero no podía negarme. Además, aprovecharía el viaje para asistir a un acto cultural con fines caritativos que mis amigos Gabo, Botero y Shakira habían organizado en el Centro Cultural Skandia, en Usaquén, al norte de Bogotá. Ante mi chica, justifiqué mi viaje diciéndole que la empresa para la cual trabajaba quería vender no sólo yakitori y takoyaki y yakisoba sino poner también puestos de café caliente y que me estaban enviando a mí para que hiciera los primeros contactos con los cafetaleros colombianos porque sabía español.
Después de recibir el “encargo” en Cali (me pusieron una especie de chaleco antibalas relleno del polvillo blanco destinado a animar la vida loca en las discotecas de Roppongi que pesaba como 50 kilos y lo forraron con una película plástica impermeable de color carne que sellaron herméticamente con un pegamento especial en mi cuello, brazos y cintura, de modo que los perros aduaneros no pudieran olfatearlo), me dirigí con grandes esfuerzos (de pesar 50 kilos, me había convertido de pronto en un gordo de 100 kilos), a Bogotá, donde me encontré con mis amigos, quienes al principio no me reconocieron. Botero, que había pensado retratarme, al ver, sorprendido, lo mucho que había engordado, exclamó frustrado: “¡Así ya no tiene gracia!”. Fuimos juntos al Centro Cultural Skandia, que quedaba en el barrio de San Patricio y, después de que Gabo leyera un cuento inédito, Botero expusiera unos bocetos y Shakira cantara Waka Waka haciendo bailar a todo el mundo, tras lo cual los tres firmaron muchos autógrafos, decidimos ir a comer algo por ahí. Gabo quería ir al Carbón de Palo, Botero a La Estampa del Chalán y a Shakira le había provocado una mousse de guanábana de Sabrosuras Pastelería Light, pero, al final, terminamos en un restaurante de pescados y mariscos de cuyo nombre no quiero acordarme-¿Pescaderías Maestre?-, donde degusté-o me disgusté-, de un “ceviche colombiano” con su tomate y palta más. Al salir, con la barriga llena, pero el corazón no tan contento, descubrí al lado un local, cuya colorida, alegre y luminosa decoración me recordó los de Toys “R” Us (¿cómo chuma harán para poner la “R” al resve?). Tenía un nombre muy extraño-Baobab o algo así- y, al parecer, era un foto estudio para niños. Iba a continuar mi camino, cuando al mirar al interior, a través de las puertas de cristal, me pareció ver un rostro conocido. Casi me desmayo al reconocerla. Habían pasado casi 30 años desde la última vez que la había visto, pero yo recordaba como si hubiera sido ayer aquella tarde del undōkai en la que, después del baile de la promoción, todos nos mezclamos y, cogidos de la mano, posamos para la foto y a mí me había tocado la suerte de estar a su lado. Varias horas después, como aún no la había soltado, ella se quejó:
-Suéltame ya, tarado. ¿No ves que ya todos se han ido y que ya se está haciendo de noche?
Como dice el refrán: “Donde hubo fuego, cenizas quedan”. De pronto, la llama de la pasión empezó a arder más vigorosa que nunca. Mi corazón enpezó a latir como loco. Traté de serenarme. La observé bien: estaba igualita. Por eso mismo, me dije, no podía ser ella. El parecido era innegable, pero, si fuera ella, habría envejecido. Sería ya una señora madura y no esta tierna jovencita que, enfundada en una malla multicolor que hacía juego con la decoración y sobre unos tacones de aguja No. 20 (misma Lady Gaga), iba de un lado a otro con una sonrisa irresistible y una paciencia infinita atendiendo a sus pequeños clientes. Era increíble que 30 años después todavía me asaltara su recuerdo. Me acordé de aquellos versos del Poema 20 de Neruda:
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Mis amigos, que ya se habían adelantado, me llamaron. Me alejé de allí preguntándome dónde estaría, qué habría sido de su vida...
Poco después, mientras esperaba un taxi, después de despedirme de mis amigos, dos aspirantes a sicario me cuadraron y, como me resistí, uno de ellos me hizo un tajo en el abdomen con su cuchillo y, al ver salir el valioso polvo blanco, abrió los ojos de sorpresa y luego, después de humedecerse con la lengua la punta del dedo y llevárselo a la boca, saltó de alegría y le dijo algo a su compinche, quien lanzó un largo silbido y pronto aparecieron tres individuos más con sendos cuchillos y en pocos minutos me aligeraron de mi carga dejándome desnudo de la cintura para arriba.
Cuando regresé a Japón y le expliqué lo sucedido al oyabun, éste casi me parte en dos con una katana. “¿Sabía cuántos oku de yenes valía esa remesa?”. Pero, gracias a Dios, se contuvo y me dijo que me daría otra oportunidad: viajaría nuevamente. Sin embargo, por haber fallado, merecía un castigo. Al escuchar esto, sus esbirros se frotaron las manos preparándose para el apanado. Pero yo me adelanté y le dije al oyabun que en prueba de mi arrepentimiento, como señal de respeto y para agradecer su generosidad por haberme perdonado la vida, yo quería, como mandaba la antigua usanza, ofrecerle un dedo. Todos me miraron admirados. Le rogué que me concediera tiempo hasta el día siguiente para prepararme anímica y espiritualmente. El oyabun no sólo me lo concedió sino que hasta me puso de ejemplo ante sus hombres. Apenas salí del cuartel general de los yakuza, me comuniqué con Olluco-un amigo de mi compadre ñaja-ñaja del que se decía que era el único que tenía koseki de Manco Cápac-que trabajaba cortando muertos en un crematorio de la ciudad de Yamato y le dije que necesitaba urgentemente un dedo meñique. Esa misma tarde me lo entregó envuelto en un pedazo de papel periódico. Sin verlo-porque me daba asco-, lo envolví en un fino pañuelo de hilo blanco y, al día siguiente, me presenté ante el oyabun, quien me condujo hasta una mesa baja como un kotatsu donde ya estaba todo preparado para la ceremonia del yubitsume. Apoyé la mano izquierda sobre una tabla como las que se usan para picar carne, la tapé con una servilleta blanca de tela para que no salpicara la sangre e hice el ademán de cortarme el dedo mientras fingía hacer un gran esfuerzo para aguantar el dolor al mismo tiempo que pinchaba la bolsita de ketchup que tenía preparada y embadurnaba con su contenido el dedo que había llevado envuelto en el pañuelo. Me acerqué al oyabun y se lo ofrecí, después de hacer una profunda reverencia. El oyabun me lo recibió evitando mirarlo y, con una mal disimulada mueca de asco, inclinó ligeramente la cabeza en señal de que aceptaba mis disculpas. Con un gesto, indicó a uno de sus hombres que se llevara el dedo y a otro le dijo que me sirviera un vasito de sake. Levantando nuestros vasos, brindamos en silencio. Apenas terminamos de beber, pedí permiso para retirarme. Mientras me alejaba, vi que el hombre que se había llevado el dedo aparecía corriendo y que le decía algo al oyabun, quien inmediatamente ordenó a gritos que me detuvieran, pero logré escaparme por un pelo. No entendía cómo me habían descubierto. ¿Qué había sucedido?
Esa noche le invité unas chelas a Olluco para agradecerle por lo del dedo y, mientras me preguntaba cómo habían hecho los yakuzas para descubrirme, casi lo mato cuando me dijo que el dedo que me había dado pertenecía a un africano.


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