El secreto de la vida eterna
Salvo para dejar el chupón, yo siempre fui un niño muy precoz-sobre todo para las cosas malas-y ya desde muy joven había
sentido también un olímpico desprecio por la vida. Hacia los 15 años, lo que
más quería era llegar a ser escritor y sentía una exagerada urgencia por
conseguirlo: me decía que, si hasta los 30 años no había logrado escribir algo
decente, lo mejor era dejar este valle de lágrimas y mudarme al otro barrio. Trataba
de vivir intensamente-el emblema de mi escudo era un reloj de arena y mi lema carpe diem-y pensaba que había que vivir
no durar. En resumidas cuentas, era un joven inexperto, idealista y nefelibata.
Poco a poco, sin embargo, la vida me fuebajando
a mi realidad y, cuando cumplí los treinta, tuve que admitir que las cosas
no eran tan fáciles y que, al fin y al cabo, no todos podíamos ser como Rimbaud,
Mozart o Van Gogh. Además, sucedió algo que me reconcilió definitivamente con
la vida y que terminó por convencerme de que la vida era bella y de que valía
la pena vivirla: conocí a mi chica. No quiero provocarles una hiperglucemia con
el empalagoso relato de nuestro romance. Me limitaré a decir que, a partir de
ese momento, empecé a preocuparme por mi salud (entre otras cosas, dejé de
fumar y de beber) para poder pasar una vejez feliz al lado de mi chica. Por
eso, ahora que ya estoy a punto de llegar a la base 5, que empiezan los
primeros achaques o que-como dice mi chica-ya estoy doblando la esquina o con una
pata en el cajón-me sorprendía cada vez con mayor frecuencia maldiciendo
porque los alquimistas no hubieran logrado crear el Elixir de la vida o la
Panacea universal, con ganas de ir a Bimini o a la Florida para buscar la Fuente
de la eterna juventud en cuya búsqueda se perdió Sequene (un cacique de los
arahuacos de Cuba) y envejeció Ponce de León, o lamentando no poder hacer como
Fausto, porque ya tengo una arruga
con el Diablo. Precisamente estaba pensando en esto el otro día, cuando por
asociación de ideas-no por nada dicen que más
sabe el Diablo por viejo que por ser Lucifer-se me ocurrió tratar de
sonsacarle a Yamada-san-mi nonagenario vecino que a sus 90 años parece que
todavía es capaz de montar no sólo su bicicleta, porque no hace mucho que se
casó por segunda vez y ahora su treintañera y muy potable esposa está esperando
bebé-, dando muchos rodeos para no despertar su suspicacia, su secreto para
llegar a tan viejo y, sobre todo, tan bien parado. Aventuré que seguramente se
debía a la dieta sana y a la disciplinada vida que también lo había llevado a
ser campeón de karate (ya se sabe: mens
sana in corpore sano), pero, agitando la mano con la punta de los dedos
hacia abajo, como si fuera una escoba barriendo mis palabras, me dijo:
-Nada de eso. Si quieres llegar a viejo, lo
único que tienes que hacer es comer cada 7 años un kuro tamago de Ōwakudani.
Ahora comprendía el tremendo éxito de los
huevos negros de Ōwakudani y me explicaba la sorprendente longevidad de los japoneses: la
leyenda decía que por cada huevo negro que te comías prolongabas tu vida por 7
años más. ¡Y yo que había perdido mi tiempo fantaseando con el mítico Elixir de
la vida, alucinando con la legendaria Panacea universal, desvariando con la improbable
existencia de la Fuente de la eterna juventud y hasta ilusionándome vanamente con
la posibilidad de volver a venderle mi alma al Diablo, cuando la solución había
estado prácticamente al alcance de mi mano, a menos de tres horas en tren de
donde vivo. A Ōwakudani yo ya había ido una vez, apenas llegado a Japón, pero en ese
entonces tenía 23 años y a esa edad uno se cree inmortal o piensa que la muerte
es un accidente grave que le ocurre sólo a los demás, especialmente a los
viejos. Así que se podría decir que por aquellos días, a mí, los huevos negros
de Ōwakudani-con perdón por la expresión-me
llegaban al huevo.
El problema era justificar ante mi chica (que, aunque
es una ferviente católica-casi tanto como yo cuando tenía 8 años y todos
apostaban que sería el próximo monaguillo de la iglesia San José de Jesús
María-, es, al mismo tiempo, muy escéptica con estas creencias populares), mi
repentino interés en visitar nuevamente Ōwakudani. Ya me imaginaba la cara que
pondría y lo que diría si le decía que quería ir Ōwakudani para alargar mi vida 7 años
comiendo un huevo negro. Casi podía verla burlándose de mi ingenua credulidad y
riéndose a carcajadas. Lo hice aduciendo que desde allí se tenía una vista
privilegiada del monte Fuji-lo cual es verdad-y que quería ir a fotografiarlo.
Aceptó inmediatamente porque-al igual que yo-ella es también una gran
admiradora del monte Fuji, aunque puso como condición sine qua non que nos quedaríamos el tiempo mínimo indispensable
para tomar las fotos, ya que a ella-como es hipersensible a los malos olores-,
le parecía insoportable el olor a huevo podrido característico de la zona.
Partimos muy temprano el sábado por la mañana
de la estación de Minami-Rinkan, cambiamos de tren en Sagamiōno, luego en Odawara, después en
Hakone-Yumoto y finalmente llegamos a Gora, allí subimos al cable car y bajamos
en Sounzan, donde subimos al teleférico y, después de casi tres horas de un viaje
cuyo único inconveniente había sido la gran oleada de turistas chinos (se
zamparon en las colas, nos ganaron los asientos en el tren y se agarraron los mejores
sitios del teleférico), llegamos por fin a Ōwakudani, donde, al ver la humeante
y maloliente ladera invadida por tantos turistas chinos, me pareció que si Ōwakudani era conocido también como El valle del infierno se debía no tanto
a su aspecto tétrico y sobrecogedor ni a las sulfurosas emanaciones que
flotaban en el aire sino a la masiva presencia de los chijaukays.
Como quien no quiere la cosa, me acerqué al
estanque donde se cocían los huevos para observar el procedimiento: los huevos
de gallina puestos en jaulas de metal eran sumergidos en las sulfurosas aguas
termales que estaban a una temperatura de 80 grados durante una hora y, cuando
los sacaban, ya estaban negros. El encargado me explicó que el sulfuro de
hidrógeno presente en las aguas termales reaccionaba con el hierro produciendo
sulfuro de hierro y que éste se adhería a la porosa cáscara de los huevos
tiñéndolos de negro. Lo que no entendí fue-porque la explicación era en japonés o
quizás porque a mí me jalaron en física y química en el colegio-por qué luego los
sometían a un baño de vapor a 100 grados durante 15 minutos. Una vez listos, los vendían
en bolsas de cinco por 500 yenes en un kiosko que estaba al lado del estanque o
en la tienda de souvenirs de la entrada. La cantidad de huevos que se vendía
era tal que habían tenido que montar un pequeño teleférico para transportar los
huevos crudos al estanque de agua termal donde los cocían y enviar los huevos
cocidos a la tienda de souvenirs. Después de tomarnos la foto de rigor con
el enorme huevo negro que había en la puerta de ésta, de fotografiarnos con el
monte Fuji a nuestras espaldas y de fotografiar al mismo Fuji desde varios
ángulos con fingido interés (aunque su vista desde allí es realmente
impresionante), no pasó mucho tiempo antes de que mi chica comenzara a quejarse
del mal olor y, cuando ya empezaba a resignarme a tener que regresar sin haber
podido prolongar mi vida ni siquiera un mísero segundo mientras miraba con disimulada
envidia cómo los otros turistas se atiborraban de huevos, mi chica dijo:
-Voy un ratito al baño.
¡Había llegado mi oportunidad! En los baños
para damas de los sitios turísticos aquí en Japón-a diferencia de los de los
hombres-solían formarse largas colas: mi chica podría tardar tranquilamente
media hora en regresar. Fui corriendo al kiosko mientras sacaba del bolsillo
secreto de mi pantalón una moneda de 500 yenes que ya tenía preparada, pero se
me adelantó un bullicioso grupo de chinos. ¡Qué pesados eran estos chinos! Eran
como diez y como cada uno compraba dos o tres bolsas de huevos, cuando llegó mi
turno, éstos ya se habían acabado y tuve que esperar a que alistaran el
siguiente lote. No tardaron mucho, pero, a mí, la espera se me hizo
interminable. Por fin recibí mi bolsa de huevos negros y corrí a una de las
rústicas mesitas y, quemándome malamente los dedos, pues estaba muy caliente, descascaré
uno de los huevos y, soplando para que se enfriara, me lo tragué. Aunque negra
sólo era la cáscara y por dentro era un huevo duro normal y no había sentido
nada especial al tragármelo, “Ya está”-pensé con regocijo-: viviría 7 años más.
Luego miré los cuatro huevos restantes. ¿Y ahora qué hacía con ellos? Yo había
ido con la intención de comer sólo un huevo-tal como me había recomendado
Yamada-san, mi vecino-, pero, al ver a los otros turistas se me despertó la
codicia y yo también empecé a pelar y a comer los demás huevos como loco.
De pronto, escuché a mi espalda la voz de mi
chica que con su pausado acento huancaíno decía:
-¡Mira esos chinos opas! ¡No se contentan con un solo huevo!
Sin dejar de darle la espalda, me volví hacia
el grupo de chinos, pero no comenté nada, porque es de mala educación hablar
con la boca llena.
Siempre se ha perseguido la idea de la vida eterna o cuando menos alargarla lo mas que se pueda. Suena un tanto curioso pero en le Biblia los personajes viven 700 a 800 años!!, como es un libro sagrado y sujeto a interpretaciones no se le puede tomar al pie de la letra.
ResponderEliminarLo otro es ya estas viviendo esos siete años de mas que te ha regalado el famoso huevo? Y por ultimo no nos dices que tal estuvo en los apuros por atender a tu chica.
Alvaro
Álvaro, eso sólo se sabrá dentro de por lo menos 35 años, porque me comí los cinco. En cuanto a qué tal estaban, dije que "Aunque negra sólo era la cáscara y por dentro era un huevo duro normal y no había sentido nada especial al tragármelo...". O sea que no eran nada del otro mundo.
Eliminar