lunes, 13 de abril de 2015

Yo fui ambulante

Yo fui ambulante

Ahora que estoy desempleado y que es tan difícil encontrar trabajo, he sentido una vez más la tentación de “ganarme alguito” de vendedor ambulante, pero el recuerdo de mi estrepitoso fracaso hace más de 15 años, me disuade de ello. Aquella vez, me había dicho que, si por la estación de Shinjuku pasaban tres millones y medio de personas al día, no era descabellado pensar que unas veinte personas (sólo el 0.0005%), me comprara algo. No hacía mucho, a mi chica le habían mandado de Perú unos aretes artesanales muy bonitos. Estaban hechos con semillas, conchas, espinas, piedras no preciosas y todo tipo de materiales naturales. Se veían muy exóticos. Pensé que harían furor entre las kōkōsei. Puestos aquí, con los gastos de envío incluídos, me costaban unos 500 yenes cada par. Calculé que, si conseguía vender 20 pares a 1000 yenes cada uno, ganaría 10000 yenes, casi lo mismo que en una fábrica.
Sin embargo, no era tan fácil.
El primer día estuve parado desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde y no vendí nada. Ya me iba a ir, cuando llegó Caupolicán, también conocido por su flacura y su rala barba como Jesucristo Pobre, un trotamundos chileno que se ganaba la vida vendiendo quenas por todo el mundo, y me dijo: “Los peruanos son unos huevones, mi hijo. Nosotros les hemos robado el Pisco sour y el cebiche y mira: yo vendo quenas y tú aretes”. Le bastó darme una ojeada para saber por qué no había vendido nada. Me dijo que, si quería vender algo artesanal en la calle, tenía que cambiar de look, debía disfrazarme de indio o de hippie. Así que esa noche-después de sufrir las burlas de mi chica por no haber vendido nada-, saqué de su encierro el poncho y el chullo que me habían servido para darle la sorpresa a mi chica en Narita cuando regresé de Perú y, al día siguiente, fui con mi nuevo look-chullo, poncho colorinche, yanquis, una zampoña colgada del cuello-, y me instalé en el mismo sitio del día anterior. Había llevado unos alicates y unas pinzas para hacer la finta que estaba armando los aretes. Pero igual no vendí nada. Caupolicán llegó al atardecer y se rió a carcajadas al verme: el hábito no hacía al monje. No se sorprendió cuando le dije que no había vendido nada. Me dijo que el problema era mi cara. “¿Qué pasa con mi cara?”, le dije. “¿Tan feo soy?”. Me dijo que no era eso sino que tenía cara de japonés y por más que me disfrazara no iba a pasar por un indio. Para probarme que todo se debía a la pinta, al día siguiente, cambiamos de puesto. Él se puso a vender los aretes y yo las quenas. En menos de dos horas, vendió más de veinte pares de aretes y yo no vendí ninguna quena (él, en un par de horas, vendía 5 quenas a tres mil yenes y ganaba dos mil por cada quena; o sea, diez mil yenes en total). La noche anterior ya me había advertido sobre los policías y esa noche me estaba diciendo que también tuviera cuidado con los yakuzas, cuando en ese preciso momento, sentí unos golpecitos en el hombro y, al girarme, me encontré con dos mafiosos. “¿Cuánto vendes al día?”, me preguntó el que parecía el jefe. “¡Pero si hasta ahora no he vendido nada!”, me quejé. Ambos matones miraron mi mercancía, me miraron a mí y luego se partieron de la risa. “Me pregunto si habrá alguien tan tonto para comprar esta basura!, reflexionó el que mandaba y luego me dijo: “Como no has vendido nada, sólo te cobraré 1000 yenes”. Estuve en total un mes desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y no vendí ni un solo arete. Caupolicán llegaba, vendía sus 5 quenas, cerraba su chiringuito y me esperaba hasta que terminara para tomarnos un trago antes de que tomara mi tren. A veces teníamos que escaparnos de la policía y todas las noches, sin falta, aparecían los yakuzas para cobrar sus mil yenes. “No te cobramos más, porque estamos seguros de que no has vendido ni uno”, se burlaban antes de irse.
A pesar de lo ocurrido, aún no renuncié a ganarme la vida de esta manera, pero una vez que me hube convencido de mi estrepitoso fracaso como vendedor ambulante en la estación de Shinjuku, Caupolicán, que conocía el mercado callejero japonés como la palma de su mano, me recomendó ir a Harajuku. Aunque me advirtió que mi objetivo no serían las Gothic Lolitas, los punks o los rocanroleros que bailaban al lado del Yoyogi kōen sino las chicas pitucas de la Aoyama Gakuin Daigaku que, después de sus clases, bajaban callejeando desde Omotesandō hasta Harajuku antes de regresar a sus casas. Caupolicán me aconsejó que me instalara en Omotesandō dōri, a la altura de la Tokyo Union Church, porque frente a la puerta de la iglesia cristiana tanto la policía como los yakuzas eran más permisivos. Omotesandō dōri, aunque ya por entonces era conocida como los Champs-Elysées de Tokio y era el lugar donde la gente bohemia y esnob iba a pasear bajo sus árboles o a tomar algo en sus cafés con mesitas al aire libre-pobre imitación de los de París-, aún no se había convertido en la meca del glamour y la elegancia que es ahora ni en la avenida donde las marcas famosas pondrían sus lujosas tiendas una vez que salió Omotesandō Hills. Que yo recuerde, apenas si estaba el Oriental Bazaar-donde alguna vez compré algún omiyage para mandar a Perú-, y en la misma avenida, yendo hacia Harajuku, en la esquina con Meiji dōri, Condomania, la tienda especializada en condones donde podías encontrarlos de toda clase: desde los ya clásicos condones con sabor a frutas (¿para qué? ¿alguien podría explicármelo?), pasando por los psicodélicos, luminosos, con crestas y protuberancias estimulantes, orgánicos (hechos de tripa), hasta unos con hueco para los que les gusta el riesgo y la aventura (la primera vez que fui pensé que por fin allí encontraría unos de mi talla, pero, cuando, con el dedo índice y el pulgar ligeramente separados, le indiqué el tamaño a una de las vendedoras, me dijo que todavía no habían salido los condones para bebes, así que me tuve que resignar a seguir usando dedales de goma), y “El Pollo Loco”, donde podías comer lo más parecido a un pollo a la brasa que se podía encontrar en Japón en ese tiempo.
Como ya había fracasado tratando de pasar por indio, esta vez adopté un aspecto entre hippie y rastafari bastante llamativo. Las chicas de la Aoyama Gakuin pasaban, se detenían a mirar un momento, alguna hasta me pidió permiso para tomarnos una foto juntos y, en un par de ocasiones, con un par de ellas que estaban estudiando en la facultad de arte y literatura y que me habían sorprendido leyendo La casa verde o una biografía de Van Gogh, nos enzarzamos en un debate sobre Vargas Llosa o el impresionismo, pero luego todas seguían de largo y nadie me compraba nada. Hasta hubo una señora ya mayor, elegante, muy bien conservada y bastante ebria que me abordó con propósitos indudablemente equívocos y a la que tuve que aclararle que yo no estaba en venta.
Me quejé con Caupolicán de mi mala suerte y éste me dijo que, como parecía que lo de las ventas no era mi fuerte, debíamos pensar en otra cosa. Fue así como se le ocurrió que me volviera adivino.
-¿Adivino yo?-le dije cuando me lo propuso. ¡Pero si ni siquiera sé lo que voy a comer más tarde!
-No te preocupes-me tranquilizó-. Lo único que tienes que hacer es aprender a escribir unos cuantos kanjis.
Kanjis!-exclamé sin entender la relación.
-Sí-confirmó él-. Los kanjis de amor, salud, dinero, suerte...
-¿Y qué tienen que ver los kanjis con volverme adivino?-quise saber.
Entonces Caupolicán me lo explicó: esta vez tendría que adoptar un aspecto “esotérico” e instalarme en la calle con una mesita, un tétrico lamparín forrado con celofán rojo, una resma de papel grueso y barato, un pedazo de carbón, una botella llamativa (usé una de esas botellas de pisco Inca en forma de huaco que tenía en mi apāto) y un letrerito con la palabra “uranai” (adivinación). Cuando la víctima...este...perdón, quise decir el cliente, cuando éste solicitara mis servicios, tomaría un trago de ayahuasca (en realidad ginger ale Canada dry), fingiría entrar en trance y en este supuesto estado escribiría un kanji, el de amor, por ejemplo: luego, fingiría volver en mí mismo y no acordarme de nada, así evitaría tener que asumir la responsabilidad de la predicción y sólo me limitaría a sugerir que si había salido el kanji de amor era porque el cliente sería afortunado en el amor. Pensé que no funcionaría, pero, contra toda probabilidad, inexplicablemente, no había transcurrido aún una semana cuando ya la gente hacía cola delante de mi mesita. Para evitar aglomeraciones y que mucha gente esperara en vano y se quedara sin ser atendida, puse un cuaderno para que la gente hiciera su reservación. Sólo el primer día, la gente reservó citas para los próximos tres meses. Algunas personas adineradas y poderosas solicitaron mis servicios particulares, pero, como yo no había conseguido aprender a escribir ningún kanji y para poder hacerlo los había escrito en grandes caracteres en la pared-como si fueran un grafiti-, de donde los copiaba con trazo tembleque sin que nadie se diera cuenta amparado en mis perennes anteojos oscuros, no era capaz de obrar el milagro en otro lugar.
Trabajaba desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y sólo paraba unos minutos para comer algo o para ir al baño. Atendía a unas cien personas diarias y por cada consulta sólo cobraba mil yenes (Caupolicán me reprendió por cobrar tan barato). Aún así, todas las noches regresaba con la mochila llena de billetes y en mi apāto se estaba juntando tanto dinero que ya parecía la Casa de la moneda.
Pronto, otros adivinos empezaron a imitarme dando inicio a lo que las revistas sensacionalistas y los programas de moda bautizaron como el fenómeno de los “karisuma uranai”, que, en realidad, no eran más que otros jóvenes vagonetas como yo, que se limitaban a decirle a la gente lo que ésta quería escuchar. Pero yo no me preocupé por la competencia, porque, a pesar de la creciente proliferación de adivinos, mi clientela no disminuía.
Todo iba viento en popa hasta que al cabeza de la “familia” yakuza que controlaba la zona-un poderoso hombre de negocios-, se le antojó solicitar mis servicios. Una noche, cuando acababa de atender a mi último cliente del día, una enorme limusina negra con las lunas polarizadas se detuvo con un gran chirrido de frenos, bajaron cuatro tipos enternados, con lentes oscuros y grandes como sumotoris, y, ante la estupefacción de la gente que pasaba por allí en ese momento, me levantaron en peso con toda mi parafernalia y me introdujeron en el vehículo, cuyo interior era tan amplio como una casa. En el camino, me informaron que su jefe-el yakuza más poderoso de la zona-,  requería mis servicios, que éste tenía muy malas pulgas y me advirtieron que, por mi propio bien, mi pronóstico fuera de buen agüero, por que él mantenía la antigua usanza de matar a los portadores de malas noticias. No querían verse obligados a sembrarme en el fondo de la bahía de Tokio con una base de concreto en los pies. Poco después, de la misma abrupta manera, me introdujeron en un galpón abandonado desde el cual se veía el Rainbow Bridge. En medio del amplio local-completamente vacío-, esperaba sentado un hombre que, cuando me descargaron frente a él, pude darme cuenta de que tenía un gran parecido con el actor Toshiro Mifune.
El hombre se limitó a ordenarme con una voz grave y perentoria:
Hayaku yare!
Con mano temblorosa cogí la botella, bebí un largo trago de la falsa ayahuasca, hice la finta de entrar en trance poniendo los ojos en blanco y me revolví en mi asiento como si estuviera poseído por el demonio. El hombre me miraba fijamente esperando que escribiera su kanji. Busqué con la mirada mis modelos en la pared para copiarlos y sólo al no hallarlos recordé que no estaba en mi sitio. ¡Estaba perdido! ¡Sin mis modelos, nunca podría escribir un kanji! El hombre parecía impacientarse. Su mirada era tan penetrante que pensé que me leería el pensamiento. Haciendo de tripas corazón, traté de recordar el kanji de dinero, que-supuse-era lo que más le interesaba, pero me confundí y, sin querer, escribí el de muerte.
El hombre primero pareció no impresionarse, pero luego se puso de pie, me señaló y les gritó a sus hombres:
-¡Mátenlo!
Tuve que correr para salvar la vida: perseguido por los cuatro hombres, llegué a unos muelles y, al quedar acorralado, no me quedó más remedio que arrojarme a las frías aguas y no sé cómo-porque yo no sé nadar-, llegué a lo que ahora es Odaiba y que en aquellos días recién estaba en construcción.

Después de eso-para felicidad de mi chica-, se me quitaron las ganas de volverme ambulante y ahora, cuando voy a Omotesandō dōri, me disfrazo, por si acaso.

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