Yo fui ambulante
Ahora que estoy desempleado y que es tan
difícil encontrar trabajo, he sentido una vez más la tentación de “ganarme
alguito” de vendedor ambulante, pero el recuerdo de mi estrepitoso fracaso hace
más de 15 años, me disuade de ello. Aquella vez, me había dicho que, si por la
estación de Shinjuku pasaban tres millones y medio de personas al día, no era
descabellado pensar que unas veinte personas (sólo el 0.0005%), me comprara
algo. No hacía mucho, a mi chica le habían mandado de Perú unos aretes artesanales
muy bonitos. Estaban hechos con semillas, conchas, espinas, piedras no
preciosas y todo tipo de materiales naturales. Se veían muy exóticos. Pensé que
harían furor entre las kōkōsei. Puestos aquí, con los gastos
de envío incluídos, me costaban unos 500 yenes cada par. Calculé que, si
conseguía vender 20 pares a 1000 yenes cada uno, ganaría 10000 yenes, casi lo
mismo que en una fábrica.
Sin
embargo, no era tan fácil.
El
primer día estuve parado desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde
y no vendí nada. Ya me iba a ir, cuando llegó Caupolicán, también conocido por
su flacura y su rala barba como Jesucristo Pobre, un trotamundos chileno que se
ganaba la vida vendiendo quenas por todo el mundo, y me dijo: “Los peruanos son
unos huevones, mi hijo. Nosotros les hemos robado el Pisco sour y el cebiche y
mira: yo vendo quenas y tú aretes”. Le bastó darme una ojeada para saber por
qué no había vendido nada. Me dijo que, si quería vender algo artesanal en la
calle, tenía que cambiar de look,
debía disfrazarme de indio o de hippie. Así que esa noche-después de sufrir las
burlas de mi chica por no haber vendido nada-, saqué de su encierro el poncho y
el chullo que me habían servido para darle la sorpresa a mi chica en Narita
cuando regresé de Perú y, al día siguiente, fui con mi nuevo look-chullo, poncho colorinche, yanquis,
una zampoña colgada del cuello-, y me instalé en el mismo sitio del día
anterior. Había llevado unos alicates y unas pinzas para hacer la finta que
estaba armando los aretes. Pero igual no vendí nada. Caupolicán llegó al
atardecer y se rió a carcajadas al verme: el hábito no hacía al monje. No se
sorprendió cuando le dije que no había vendido nada. Me dijo que el problema
era mi cara. “¿Qué pasa con mi cara?”, le dije. “¿Tan feo soy?”. Me dijo que no
era eso sino que tenía cara de japonés y por más que me disfrazara no iba a
pasar por un indio. Para probarme que todo se debía a la pinta, al día
siguiente, cambiamos de puesto. Él se puso a vender los aretes y yo las quenas.
En menos de dos horas, vendió más de veinte pares de aretes y yo no vendí
ninguna quena (él, en un par de horas, vendía 5 quenas a tres mil yenes y
ganaba dos mil por cada quena; o sea, diez mil yenes en total). La noche
anterior ya me había advertido sobre los policías y esa noche me estaba diciendo
que también tuviera cuidado con los yakuzas,
cuando en ese preciso momento, sentí unos golpecitos en el hombro y, al
girarme, me encontré con dos mafiosos. “¿Cuánto vendes al día?”, me preguntó el
que parecía el jefe. “¡Pero si hasta ahora no he vendido nada!”, me quejé.
Ambos matones miraron mi mercancía, me miraron a mí y luego se partieron de la
risa. “Me pregunto si habrá alguien tan tonto para comprar esta basura!,
reflexionó el que mandaba y luego me dijo: “Como no has vendido nada, sólo te
cobraré 1000 yenes”. Estuve en total un mes desde las diez de la mañana hasta
las diez de la noche y no vendí ni un solo arete. Caupolicán llegaba, vendía
sus 5 quenas, cerraba su chiringuito y me esperaba hasta que terminara para
tomarnos un trago antes de que tomara mi tren. A veces teníamos que escaparnos
de la policía y todas las noches, sin falta, aparecían los yakuzas para cobrar sus mil yenes. “No te cobramos más, porque
estamos seguros de que no has vendido ni uno”, se burlaban antes de irse.
A pesar
de lo ocurrido, aún no renuncié a ganarme la vida de esta manera, pero una vez
que me hube convencido de mi estrepitoso fracaso como vendedor ambulante en la
estación de Shinjuku, Caupolicán, que conocía el mercado callejero japonés como
la palma de su mano, me recomendó ir a Harajuku. Aunque me advirtió que mi
objetivo no serían las Gothic Lolitas, los punks o los rocanroleros que
bailaban al lado del Yoyogi kōen sino las chicas pitucas de la Aoyama Gakuin
Daigaku que, después de sus clases, bajaban callejeando desde Omotesandō hasta
Harajuku antes de regresar a sus casas. Caupolicán me aconsejó que me instalara
en Omotesandō dōri, a la altura de la Tokyo Union Church, porque frente a la
puerta de la iglesia cristiana tanto la policía como los yakuzas eran más
permisivos. Omotesandō dōri, aunque ya por entonces era conocida como los
Champs-Elysées de Tokio y era el lugar donde la gente bohemia y esnob iba a
pasear bajo sus árboles o a tomar algo en sus cafés con mesitas al aire
libre-pobre imitación de los de París-, aún no se había convertido en la meca
del glamour y la elegancia que es ahora ni en la avenida donde las marcas
famosas pondrían sus lujosas tiendas una vez que salió Omotesandō Hills. Que yo
recuerde, apenas si estaba el Oriental Bazaar-donde alguna vez compré algún omiyage para mandar a Perú-, y en la
misma avenida, yendo hacia Harajuku, en la esquina con Meiji dōri, Condomania,
la tienda especializada en condones donde podías encontrarlos de toda clase:
desde los ya clásicos condones con sabor a frutas (¿para qué? ¿alguien podría
explicármelo?), pasando por los psicodélicos, luminosos, con crestas y
protuberancias estimulantes, orgánicos (hechos de tripa), hasta unos con hueco
para los que les gusta el riesgo y la aventura (la primera vez que fui pensé
que por fin allí encontraría unos de mi talla, pero, cuando, con el dedo índice
y el pulgar ligeramente separados, le indiqué el tamaño a una de las
vendedoras, me dijo que todavía no habían salido los condones para bebes, así
que me tuve que resignar a seguir usando dedales de goma), y “El Pollo Loco”,
donde podías comer lo más parecido a un pollo a la brasa que se podía encontrar
en Japón en ese tiempo.
Como ya
había fracasado tratando de pasar por indio, esta vez adopté un aspecto entre
hippie y rastafari bastante llamativo. Las chicas de la Aoyama Gakuin pasaban,
se detenían a mirar un momento, alguna hasta me pidió permiso para tomarnos una
foto juntos y, en un par de ocasiones, con un par de ellas que estaban
estudiando en la facultad de arte y literatura y que me habían sorprendido
leyendo La casa verde o una biografía
de Van Gogh, nos enzarzamos en un debate sobre Vargas Llosa o el impresionismo,
pero luego todas seguían de largo y nadie me compraba nada. Hasta hubo una
señora ya mayor, elegante, muy bien conservada y bastante ebria que me abordó
con propósitos indudablemente equívocos y a la que tuve que aclararle que yo no
estaba en venta.
Me quejé
con Caupolicán de mi mala suerte y éste me dijo que, como parecía que lo de las
ventas no era mi fuerte, debíamos pensar en otra cosa. Fue así como se le
ocurrió que me volviera adivino.
-¿Adivino
yo?-le dije cuando me lo propuso. ¡Pero si ni siquiera sé lo que voy a comer
más tarde!
-No te
preocupes-me tranquilizó-. Lo único que tienes que hacer es aprender a escribir
unos cuantos kanjis.
-¡Kanjis!-exclamé sin entender la
relación.
-Sí-confirmó
él-. Los kanjis de amor, salud,
dinero, suerte...
-¿Y qué
tienen que ver los kanjis con
volverme adivino?-quise saber.
Entonces
Caupolicán me lo explicó: esta vez tendría que adoptar un aspecto “esotérico” e
instalarme en la calle con una mesita, un tétrico lamparín forrado con celofán
rojo, una resma de papel grueso y barato, un pedazo de carbón, una botella
llamativa (usé una de esas botellas de pisco Inca en forma de huaco que tenía
en mi apāto) y un letrerito con la palabra “uranai”
(adivinación). Cuando la víctima...este...perdón, quise decir el cliente,
cuando éste solicitara mis servicios, tomaría un trago de ayahuasca (en realidad ginger ale Canada dry), fingiría entrar en
trance y en este supuesto estado escribiría un kanji, el de amor, por ejemplo: luego, fingiría volver en mí mismo
y no acordarme de nada, así evitaría tener que asumir la responsabilidad de la
predicción y sólo me limitaría a sugerir que si había salido el kanji de amor era porque el cliente
sería afortunado en el amor. Pensé que no funcionaría, pero, contra toda
probabilidad, inexplicablemente, no había transcurrido aún una semana cuando ya
la gente hacía cola delante de mi mesita. Para evitar aglomeraciones y que
mucha gente esperara en vano y se quedara sin ser atendida, puse un cuaderno
para que la gente hiciera su reservación. Sólo el primer día, la gente reservó
citas para los próximos tres meses. Algunas personas adineradas y poderosas
solicitaron mis servicios particulares, pero, como yo no había conseguido
aprender a escribir ningún kanji y
para poder hacerlo los había escrito en grandes caracteres en la pared-como si
fueran un grafiti-, de donde los copiaba con trazo tembleque sin que nadie se
diera cuenta amparado en mis perennes anteojos oscuros, no era capaz de obrar
el milagro en otro lugar.
Trabajaba
desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y sólo paraba unos
minutos para comer algo o para ir al baño. Atendía a unas cien personas diarias
y por cada consulta sólo cobraba mil yenes (Caupolicán me reprendió por cobrar
tan barato). Aún así, todas las noches regresaba con la mochila llena de
billetes y en mi apāto se estaba juntando tanto dinero que ya parecía la Casa
de la moneda.
Pronto, otros
adivinos empezaron a imitarme dando inicio a lo que las revistas
sensacionalistas y los programas de moda bautizaron como el fenómeno de los “karisuma uranai”, que, en realidad, no
eran más que otros jóvenes vagonetas como yo, que se limitaban a decirle a la
gente lo que ésta quería escuchar. Pero yo no me preocupé por la competencia,
porque, a pesar de la creciente proliferación de adivinos, mi clientela no
disminuía.
Todo iba
viento en popa hasta que al cabeza de la “familia” yakuza que controlaba la zona-un poderoso hombre de negocios-, se
le antojó solicitar mis servicios. Una noche, cuando acababa de atender a mi
último cliente del día, una enorme limusina negra con las lunas polarizadas se
detuvo con un gran chirrido de frenos, bajaron cuatro tipos enternados, con
lentes oscuros y grandes como sumotoris,
y, ante la estupefacción de la gente que pasaba por allí en ese momento, me
levantaron en peso con toda mi parafernalia y me introdujeron en el vehículo,
cuyo interior era tan amplio como una casa. En el camino, me informaron que su
jefe-el yakuza más poderoso de la zona-,
requería mis servicios, que éste tenía
muy malas pulgas y me advirtieron que, por mi propio bien, mi pronóstico fuera de
buen agüero, por que él mantenía la antigua usanza de matar a los portadores de
malas noticias. No querían verse obligados a sembrarme en el fondo de la bahía
de Tokio con una base de concreto en los pies. Poco después, de la misma
abrupta manera, me introdujeron en un galpón abandonado desde el cual se veía
el Rainbow Bridge. En medio del amplio local-completamente vacío-, esperaba
sentado un hombre que, cuando me descargaron frente a él, pude darme cuenta de
que tenía un gran parecido con el actor Toshiro Mifune.
El
hombre se limitó a ordenarme con una voz grave y perentoria:
-¡Hayaku yare!
Con mano
temblorosa cogí la botella, bebí un largo trago de la falsa ayahuasca, hice la finta de entrar en
trance poniendo los ojos en blanco y me revolví en mi asiento como si estuviera
poseído por el demonio. El hombre me miraba fijamente esperando que escribiera
su kanji. Busqué con la mirada mis modelos
en la pared para copiarlos y sólo al no hallarlos recordé que no estaba en mi
sitio. ¡Estaba perdido! ¡Sin mis modelos, nunca podría escribir un kanji! El hombre parecía impacientarse.
Su mirada era tan penetrante que pensé que me leería el pensamiento. Haciendo
de tripas corazón, traté de recordar el kanji
de dinero, que-supuse-era lo que más le interesaba, pero me confundí y, sin
querer, escribí el de muerte.
El
hombre primero pareció no impresionarse, pero luego se puso de pie, me señaló y
les gritó a sus hombres:
-¡Mátenlo!
Tuve que
correr para salvar la vida: perseguido por los cuatro hombres, llegué a unos muelles
y, al quedar acorralado, no me quedó más remedio que arrojarme a las frías
aguas y no sé cómo-porque yo no sé nadar-, llegué a lo que ahora es Odaiba y
que en aquellos días recién estaba en construcción.
Después
de eso-para felicidad de mi chica-, se me quitaron las ganas de volverme
ambulante y ahora, cuando voy a Omotesandō dōri, me disfrazo, por si acaso.
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