Un encuentro inesperado en
Okinawa
La primera vez que mi chica y yo fuimos a Okinawa-después de ser agasajados por la innumerable parentela con opíparos banquetes de la deliciosa comida okinawense seguidos de interminables libaciones del infaltable awamori (licor de arroz) que terminaban, cómo no, con la eufórica alegría carnavalesca del kachāshī (danza festiva) final y cansados ya de poner senkō (varillas de incienso) en los grandes tōtōmē (altares budistas okinawenses que por su tamaño parecían albergar a todos nuestros antepasados desde antes de que el Reino de Ryūkyū cayera en manos del Dominio de Satsuma) de cada casa que visitamos-, nos dijimos que no podíamos irnos sin conocer el Acuario de Churaumi-el segundo más grande del mundo después del Georgia Aquarium de Atlanta-, y ver a su tiburón ballena. Como estábamos en la temporada alta, el carro que alquilamos era el último que quedaba en la oficina del Rent a Car y nos advirtieron además que el navegador estaba medio malogrado, que debíamos hacer lo contrario de lo que indicara. Así, si el navegador indicaba el sur, debíamos ir hacia el norte y si decía que teníamos que doblar a la derecha, debíamos hacerlo a la izquierda, lo cual, en vez de guiarnos por el buen camino, nos creaba una gran confusión. Para colmo, a la altura de Motobu, tal vez debido al salto que pegamos en un bache, el navegador parece que se arregló, pero como nosotros seguíamos dándole la contra, cuando señaló que debíamos doblar a la izquierda para entrar a la península de Motobu, nosotros hicimos lo contrario, y nos dirigimos hacia Ogimi. Y luego, como ya nos habíamos pasado, cuando el navegador indicó que debíamos girar en “U” y dar media vuelta, nosotros seguimos de frente y pronto llegamos a Kunigami, donde poco después, ya al pie de las montañas de Yanbaru, el carro fue perdiendo velocidad hasta que, después de toser dos o tres veces, se detuvo completamente. ¡Nos habíamos quedado sin gasolina! Recién en ese momento caí en la cuenta de que lo que decía el letrero del último grifo por el que habíamos pasado hacía más de una hora (“Last chance to fill your tank”), significaba “Última oportunidad para llenar su tanque” y no “Última oportunidad para achicar la bomba”, como erróneamente había pensado en ese momento, y, como cuando le pregunté a mi chica si quería ir al baño ella dijo que no, había seguido de largo. ¿Y ahora qué íbamos a hacer en medio de aquel paraje agreste y desolado? De pronto, de entre la espesura, apareció un individuo y, como no podía ser de otra manera, seguro que también se parecería a algún conocido o pariente: en los pocos días que estábamos en Okinawa, ya me había cruzado con la doble de mi obā (abuela) y el de mi ojī (abuelo) y los de varios conocidos, amigos y familiares. Conforme el hombre se fue acercando, me pareció notar que tenía un extraordinario parecido a Tico-tico, un amigo al que no había vuelto a ver desde que salimos del colegio hacía más de veinte años (habíamos estudiado en el colegio La Unión donde por lo menos la mitad de los alumnos era de origen okinawense y le decíamos así por su irrefrenable pasión por los Tico-ticos de Chipy, esas bolitas de maíz de todos los colores que traían de regalo unas rueditas ranuradas de plástico que se podían ensamblar hasta formar diversos objetos), pero, cuando estuvo frente a mí, descubrí que no se parecía a Tico-tico: ¡Era Tico-tico! No había nada qué hacer: el mundo era un pañuelo. Tico-tico y yo habíamos sido como uña y mugre-no me pregunten quién era quién-durante la primaria, pero luego nos habíamos alejado de golpe al lanzarle yo una piedra que le rompió la cabeza en mi afán por llamar su atención para que me soplara las respuestas durante un examen. Aún lucía la cicatriz en su frente, pero ahora su rostro estaba muy atezado por el sol tropical-lo cual acentuaba sus rasgos okinawenses-, y había echado cuerpo y parecía más seguro de sí mismo, aunque yo sospechaba que en el fondo seguía siendo el niño paliducho y flacuchento que yo había conocido. En un primer momento, pareció asustarse mucho y exclamó: “¡Mabuyā! ¡Mabuyā!” (fórmula mágica que los okinawenses emplean para devolver el alma al cuerpo después de un gran susto), pero luego me reconoció y se tranquilizó. Parecía muy contento de verme, aunque lo primero que me preguntó, después de los consabidos saludos y abrazos, fue: “¿A qué hora se quitan?”. Le explicamos nuestro problema y él, muy amable, ofreció darnos un bidón de gasolina, pero antes debíamos acompañarlo a recoger algunos implementos de trabajo. Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que era cazador de habu, la mortífera serpiente okinawense. Me dijo que las cazaba para extraerles el veneno y fabricar con él un antídoto contra su picadura. Se necesitaba el veneno de nueve habus para preparar una dosis. Le pregunté si luego lo vendía. Me dijo que esa era la idea, pero, como, de cada diez que cazaba, una le picaba, se veía obligado a destinar todo el antídoto que producía para su propio consumo. Las pieles las vendía a un artesano fabricante de sanshin (instrumento musical okinawense predecesor del shamisen japonés). Había construído además un pequeño escenario junto a la cabaña donde vivía en el que, todos los días-matiné, vermú y noche-, presentaba un show con Miss Jave, su habu amaestrada. Cuando le pregunté si no era peligroso, me dijo que no había problema, que Miss Jave era tan vieja que se le habían caído los colmillos y que él los había reemplazado con unos dientes de plástico de esos que usan los chibolos para disfrazarse de Drácula. Me dijo que, como el negocio no daba para invertir en publicidad, desde que había inaugurado su teatrín, haría un par de años, no había tenido todavía un solo espectador. Avanzábamos por una estrecha trocha, cuando sentí de pronto un vivo dolor en la pantorrilla de la pierna derecha: ¡Me había picado una habu! No me alarmé tanto sabiendo que Tico-tico y su antídoto estaban a mi lado.
La primera vez que mi chica y yo fuimos a Okinawa-después de ser agasajados por la innumerable parentela con opíparos banquetes de la deliciosa comida okinawense seguidos de interminables libaciones del infaltable awamori (licor de arroz) que terminaban, cómo no, con la eufórica alegría carnavalesca del kachāshī (danza festiva) final y cansados ya de poner senkō (varillas de incienso) en los grandes tōtōmē (altares budistas okinawenses que por su tamaño parecían albergar a todos nuestros antepasados desde antes de que el Reino de Ryūkyū cayera en manos del Dominio de Satsuma) de cada casa que visitamos-, nos dijimos que no podíamos irnos sin conocer el Acuario de Churaumi-el segundo más grande del mundo después del Georgia Aquarium de Atlanta-, y ver a su tiburón ballena. Como estábamos en la temporada alta, el carro que alquilamos era el último que quedaba en la oficina del Rent a Car y nos advirtieron además que el navegador estaba medio malogrado, que debíamos hacer lo contrario de lo que indicara. Así, si el navegador indicaba el sur, debíamos ir hacia el norte y si decía que teníamos que doblar a la derecha, debíamos hacerlo a la izquierda, lo cual, en vez de guiarnos por el buen camino, nos creaba una gran confusión. Para colmo, a la altura de Motobu, tal vez debido al salto que pegamos en un bache, el navegador parece que se arregló, pero como nosotros seguíamos dándole la contra, cuando señaló que debíamos doblar a la izquierda para entrar a la península de Motobu, nosotros hicimos lo contrario, y nos dirigimos hacia Ogimi. Y luego, como ya nos habíamos pasado, cuando el navegador indicó que debíamos girar en “U” y dar media vuelta, nosotros seguimos de frente y pronto llegamos a Kunigami, donde poco después, ya al pie de las montañas de Yanbaru, el carro fue perdiendo velocidad hasta que, después de toser dos o tres veces, se detuvo completamente. ¡Nos habíamos quedado sin gasolina! Recién en ese momento caí en la cuenta de que lo que decía el letrero del último grifo por el que habíamos pasado hacía más de una hora (“Last chance to fill your tank”), significaba “Última oportunidad para llenar su tanque” y no “Última oportunidad para achicar la bomba”, como erróneamente había pensado en ese momento, y, como cuando le pregunté a mi chica si quería ir al baño ella dijo que no, había seguido de largo. ¿Y ahora qué íbamos a hacer en medio de aquel paraje agreste y desolado? De pronto, de entre la espesura, apareció un individuo y, como no podía ser de otra manera, seguro que también se parecería a algún conocido o pariente: en los pocos días que estábamos en Okinawa, ya me había cruzado con la doble de mi obā (abuela) y el de mi ojī (abuelo) y los de varios conocidos, amigos y familiares. Conforme el hombre se fue acercando, me pareció notar que tenía un extraordinario parecido a Tico-tico, un amigo al que no había vuelto a ver desde que salimos del colegio hacía más de veinte años (habíamos estudiado en el colegio La Unión donde por lo menos la mitad de los alumnos era de origen okinawense y le decíamos así por su irrefrenable pasión por los Tico-ticos de Chipy, esas bolitas de maíz de todos los colores que traían de regalo unas rueditas ranuradas de plástico que se podían ensamblar hasta formar diversos objetos), pero, cuando estuvo frente a mí, descubrí que no se parecía a Tico-tico: ¡Era Tico-tico! No había nada qué hacer: el mundo era un pañuelo. Tico-tico y yo habíamos sido como uña y mugre-no me pregunten quién era quién-durante la primaria, pero luego nos habíamos alejado de golpe al lanzarle yo una piedra que le rompió la cabeza en mi afán por llamar su atención para que me soplara las respuestas durante un examen. Aún lucía la cicatriz en su frente, pero ahora su rostro estaba muy atezado por el sol tropical-lo cual acentuaba sus rasgos okinawenses-, y había echado cuerpo y parecía más seguro de sí mismo, aunque yo sospechaba que en el fondo seguía siendo el niño paliducho y flacuchento que yo había conocido. En un primer momento, pareció asustarse mucho y exclamó: “¡Mabuyā! ¡Mabuyā!” (fórmula mágica que los okinawenses emplean para devolver el alma al cuerpo después de un gran susto), pero luego me reconoció y se tranquilizó. Parecía muy contento de verme, aunque lo primero que me preguntó, después de los consabidos saludos y abrazos, fue: “¿A qué hora se quitan?”. Le explicamos nuestro problema y él, muy amable, ofreció darnos un bidón de gasolina, pero antes debíamos acompañarlo a recoger algunos implementos de trabajo. Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que era cazador de habu, la mortífera serpiente okinawense. Me dijo que las cazaba para extraerles el veneno y fabricar con él un antídoto contra su picadura. Se necesitaba el veneno de nueve habus para preparar una dosis. Le pregunté si luego lo vendía. Me dijo que esa era la idea, pero, como, de cada diez que cazaba, una le picaba, se veía obligado a destinar todo el antídoto que producía para su propio consumo. Las pieles las vendía a un artesano fabricante de sanshin (instrumento musical okinawense predecesor del shamisen japonés). Había construído además un pequeño escenario junto a la cabaña donde vivía en el que, todos los días-matiné, vermú y noche-, presentaba un show con Miss Jave, su habu amaestrada. Cuando le pregunté si no era peligroso, me dijo que no había problema, que Miss Jave era tan vieja que se le habían caído los colmillos y que él los había reemplazado con unos dientes de plástico de esos que usan los chibolos para disfrazarse de Drácula. Me dijo que, como el negocio no daba para invertir en publicidad, desde que había inaugurado su teatrín, haría un par de años, no había tenido todavía un solo espectador. Avanzábamos por una estrecha trocha, cuando sentí de pronto un vivo dolor en la pantorrilla de la pierna derecha: ¡Me había picado una habu! No me alarmé tanto sabiendo que Tico-tico y su antídoto estaban a mi lado.
–¡Rápido,
Tico-tico!-lo llamé-. ¡El antídoto! ¡Que me ha picado una habu!
-¡El
antídoto!-exclamó Tico-tico-. ¡Me he olvidado de traerlo!
-¡Cómo!-estaba
a punto de desmayarme.
-¡No
te asustes!-dijo Tico-tico sonriendo por primera vez desde que nos encontramos-.
¡Es una broma!
Solté
un suspiro de alivio.Buscó en su mochila y luego en sus bolsillos y no lo
encontró. ¡Lo había olvidado de verdad! Para entonces yo ya me había puesto de
un color rojo fosforescente y me daban tales convulsiones que parecía que
estaba bailando un ritmo inédito, una mezcla de hip hop con merengue.
Felizmente, a duras penas, entre mi chica y Tico-tico consiguieron arrastrarme
hasta su cabaña donde bebí el antídoto y me salvé por un pelo de una muerte
segura. Tico-tico puso frente a nosotros un plato con piqueo y, como la
aventura me había abierto el apetito, aproveché que mi chica estaba conversando
con él, para comerme todo el plato yo solo. Le pregunté a Tico-tico cómo hacía,
en aquel paraje dejado de la mano de Dios, para conseguir Chizitos. “¿Cuáles
Chizitos?, me dijo. “Esos son unos gusanos gordos que crecen en los troncos
podridos fritos en grasa de rata almizclera. Además, no son para comer. Se usan
para espantar a los zancudos”.
Antes
de despedirnos, le propuse a Tico-tico tomarnos una foto para perpetuar nuestro
reencuentro.
-¿Estás
loco?-me dijo visiblemente alarmado-. ¿No sabes que esas cosas-agregó señalando
la cámara-, te roban el alma?
De
esto ya han pasado varios años. A veces me pregunto qué habrá sido de su vida.
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