Doctor
honoris causa
Mientras que
la mayoría de mis ex compañeros de promoción del colegio exhibe con merecido
orgullo y debidamente enmarcados sus
diplomas de bachiller, licenciado, máster o hasta de doctor en las paredes de
sus elegantes bufetes, de sus bien iluminados estudios, de sus pulcros
consultorios, de sus modernas oficinas, o, si no ejercen, para consolarse
pueden pegarlos junto a la licencia de funcionamiento de su puesto en el
mercado, en la parte posterior del respaldar del asiento de su taxi o junto a
la foto de su esposa y de sus hijos en la puerta de su locker de la fábrica, o,
aunque los tengan refundidos o se hayan traspapelado entre otros documentos
inútiles, pueden al menos sentir la satisfacción y sacar pecho de haber cursado
estudios superiores y poseer un grado académico, yo a duras penas si puedo
mostrar-para probar que alguna vez pisé la universidad-, mi carnet universitario,
que ni siquiera fue obtenido por la vía ortodoxa.
Aquel
verano de 1983, mientras mis ex condiscípulos se preparaban para el examen de
admisión en academias preuniversitarias como la Trener o la San Ignacio de
Loyola, yo, siguiendo el consejo de mi hermano mayor-que en paz descanse (está
de vacaciones en Hawai)-, que en ese tiempo era lo que por aquel entonces se
conocía como un “alumno vitalicio de San Marcos”, quien me dijo que para qué
iba a perder mi tiempo yendo a una academia-que eran puro negocio-, si
podía-aunque siguiendo un método no tradicional, es cierto-, convertirme en un
alumno de facto, lo pasé en la playa soleándome, comiendo cebichito bien
picante y refrescándome con unas chelitas bien al polo mientras leía a mis
autores favoritos y, cuando llegó la hora del examen, recomendado por mi
hermano, fui a “El país de las maravillas”, una imprenta ubicada en la cuadra
10 del jirón Azángaro, en el centro de Lima (cuyo dueño, que respondía a los
apelativos de “Monseñor Bambarén”, “Don Trucho” o “San Trafa”, se jactaba de tener
la habilidad para confeccionar los más verídicos y auténticos títulos de
propiedad de Machu Picchu para vendérselos a los turistas despistados, de poder
fabricar con lana el testamento de Manco Cápac con la misma habilidad que el
más veterano quipucamayoc inca para quienes quisieran reclamar su herencia (por
cierto, ahora podría pasar por inca: Manco Takara) , de improvisar la letra de
Pizarro y de ser capaz de imitar con una perfección que superaba la del
original-o crearlo de la nada si éste no existía-, cualquier documento,
manuscrito o impreso, público o privado, con sus sellos, firmas y hasta huellas
digitales, si era necesario), y, por un precio módico que pagué con sencillo porque no quería
arriesgarme a que me dieran el vuelto en billetes falsos, obtuve, en menos de
10 minutos, mi flamante carnet universitario. Esa noche, cumpliendo con la
liturgia tradicional, algunos amigos del colegio, armados de una tijera que por
su tamaño parecía de jardinero, me volaron, entre risas y aplausos, algunos
mechones dejándome la cabeza como un erizo de mar medio mocho o una escoba
vieja y, al día siguiente, luego de que me raparan a cero en la peluquería,
pudo verse que mi cráneo no sólo era más voluminoso de lo aceptable sino que,
además, estaba tan lleno de protuberancias y cráteres que recordaba la
superficie lunar y que hubiera hecho las delicias del anatomista y fisiólogo
alemán Franz Joseph Gall, el padre de la frenología. Me presenté el primer día
de clases y como San Marcos era por entonces un caos total y de los sesenta
postulantes que “habíamos” ingresado al programa de literatura sólo se habían
presentado la mitad y como entre los ausentes dio la feliz casualidad que había
uno que se llamaba Javier Tacora, nadie dudó de que se trataba de un error
tipográfico y todos creyeron que yo era el susodicho. En nuestra primera clase,
el profesor, un renombrado poetastro de alcance nacional, que parecía uno de
los personajes de “Los geniecillos dominicales” del gran Julio Ramón Ribeyro,
frenó de golpe nuestro entusiasmo:
-Los
conozco como si los hubiera parido: ustedes son “arrancada de caballo, parada
de burro”.
Me prometí
graduarme aunque sólo fuera para no darle la razón y durante dos siglos-perdón,
quise decir ciclos, lo que pasa es que en San Marcos un ciclo, con las huelgas
(períodos que yo aprovechaba para irme a sembrar café a un pueblito de la ceja
de selva de Cerro de Pasco llamado Villa Rica, aunque lo que en realidad quería
era sembrar mi semilla en una pushuca),
podía alargarse ad infinitum-, me
esforcé y, a pesar de los múltiples contratiempos (a veces faltaban las
carpetas y/o las sillas porque los alumnos de otros programas se las llevaban;
si se quemaba el fluorescente, había que hacer “una chancha” para comprar uno y
una vez terminada la clase, sacarlo y esconderlo para que no se lo robaran;
había que ir a buscar a algunos profesores que por su bajo sueldo se habían
conseguido otros trabajos a la misma hora; los baños siempre estaban atorados),
rápidamente me convertí en uno de los primeros de la clase, lo cual tampoco
tenía mucho mérito porque la mayoría de mis compañeros, que sólo usaban
literatura como trampolín para luego pedir su traslado a otros programas, jamás
había leído un libro y, muchos de ellos, no porque no hubieran querido sino
porque eran casi analfabetos. Con un muchacho descendiente de italianos y otro
de origen alemán, conformamos un triunvirato al que el Camarada Aduce-un
aspirante a revolucionario que tenía predilección por la palabra aduce y que
solía repetir durante su discurso con una frecuencia sólo superada por la
regularidad con la que empleaba las palabras “capitalismo”, “imperialismo” y
“revolución”-, bautizó como “el Eje”, en alusión al pacto tripartito firmado
por Alemania, Italia y Japón durante la Segunda Guerra Mundial.
Todo iba
viento en popa. De seguir así, todo hacía presagiar que-aunque fuera para las
calendas griegas-algún día me graduaría summa cum
laude. Sin embargo, por uno de esos imponderables del destino, cuando
íbamos a empezar el tercer ciclo, aquel sujeto que respondía al improbable
nombre de Javier Tacora apareció de improviso para reclamar su puesto y a mi me
botaron de una patada en donde termina la espalda. Mientras parado en la puerta
de la ciudad universitaria blandía amenazadoramente mi dedo índice derecho-con
el cual escribo estas líneas-, ante el grupito que me había echado a la calle encabezado
por el rector, y con la mano izquierda-que ahora ya no tengo-me sobaba
disimuladamente mi adolorido trasero, les advertí:
-Ya verán cuando
quieran nombrarme Doctor honoris causa...
Ellos
recibieron mis palabras con una sonora carcajada y, dándose la vuelta,
regresaron al interior del campus.
Es extraño,
pero ya han pasado más de 30 años y aún no me han llamado.
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