jueves, 30 de julio de 2015

Durante el Obon

Durante el Obon

Hace unas noches, estábamos mi chica y yo dando vueltas en la cama amodorrados pero sin poder conciliar el sueño por el insoportable calor, cuando, para colmo de males, empezó a escucharse un golpeteo en una de las ventanas (las cuales estaban abiertas pero con unas mallas que evitan que se metan los zancudos y otros bichos). Mi chica, que, por ser cinturón negro de karate, se encarga de la autodefensa y la seguridad familiares, fue a ver qué pasaba y, apenas abrió la malla, algo empezó a volar en nuestra habitación en penumbra rozándonos la cara y produciéndonos escalofríos con su contacto. De un salto me puse de pie y encendí la luz: era nada menos que un murciélago. “¡Dios mío!”, pensé. “¡Esto sólo nos pasa a nosotros!”. Miré la hora para cuando tuviera que contarlo: eran las tres de la madrugada.
-Pero, ¿cómo se te ocurrió abrirle la malla?-le espeté a mi chica-. ¿No has visto Drácula? ¿No sabes que los vampiros no pueden entrar a la casa si alguien no los invita a pasar?
Mi chica no dejaba de gritar mientras, al mismo tiempo, empezaba a hacer una maleta para ir a pasar la noche a un hotel.
Por mi parte, yo cogí la vara con la que subí al monte Fuji con sus sellos de cada parada impresos al rojo vivo-que siempre dejo al alcance de mi mano a la hora de acostarme por si acaso entrara un ladrón-y me dispuse a espantar al intruso. No quería matarlo. Sólo quería que saliera por la ventana. Pero no fue tan fácil. Me tomó más de media hora sudando la gota gorda conseguirlo. A pesar de mis intentos por guiarlo con el palo hacia la salida (que costaron-dicho sea de paso-una lámpara y el vidrio de una vitrina), no sólo parecía molestarle la luz para volar sino que parecía firmemente determinado a quedarse. Hasta noté que-no sé si por la agitación o porque trataba de decirme algo-abría y cerraba mucho la boca. Finalmente, quizás temiendo que terminara por acertarle con el palo y dirigiéndome una última y resignada mirada, embocó la ventana y desapareció en la oscuridad.
Cuando estábamos por acostarnos nuevamente, la quietud de la noche se vio interrumpida por una sirena y poco después golpearon nuestra puerta: los vecinos habían llamado a la policía. No era para menos. Todo el vecindario había observado a través de nuestra ventana abierta-la única iluminada a aquella hora en todo el barrio-, como en un escenario, el drama que habíamos vivido y, al verme correteando por la habitación en calzoncillos esgrimiendo un palo y escuchar los gritos histéricos de mi chica, no era raro que se hubieran imaginado que se trataba de un caso de violencia doméstica (o, por lo menos, de la reconstrucción de un pasaje de "Cincuenta sombras de Grey"). Apenas abrí la puerta-sin saludar ni pedir permiso para entrar-, cuatro policías se abalanzaron sobre mí y, aunque opuse una tenaz resistencia, 5 segundos después me habían reducido y atado como a una chapana. Renunciaron a ponerme unas esposas porque por más que buscaron no encontraron mi mano izquierda. Sólo después de que mi chica les hubo relatado toda la historia-que escucharon con una visible incredulidad pintada en el rostro aunque cómodamente sentados sobre mí-, accedieron de mala gana a soltarme pero, antes de irse, me anunciaron que se llevarían el “arma contundente”. Protesté diciendo que era un recuerdo de mi ascensión al monte Fuji, pero me respondieron que era mejor prevenir que lamentar.
La verdad es que soy muy escéptico en relación a las creencias y leyendas populares, pero, por si acaso-y aunque ya estaba amaneciendo-, colgué unas cabezas de ajos en la puerta y en todas las ventanas y, después de unir dos reglas con cinta Scotch formando una cruz, la puse debajo de mi almohada y, debido a la trasnochada y a pesar del calor, pudimos por fin conciliar el sueño.
Al día siguiente, le conté la anécdota del murciélago a mi sensei de japonés y éste no se sorprendió: “Lo que pasa es que estamos en Obon y nuestros familiares fallecidos adoptan diferentes formas para visitarnos. Puede ser en forma de..., ¡qué sé yo!, una cigarra, una golondrina, una libélula o, como en tu caso, un murciélago. No te preocupes. Son familiares que vienen a visitarnos, no espíritus malignos que quieren hacernos daño. ¡Pero vaya recibimiento que le diste!”-se rió el sensei.
Aunque consideré bastante poética la explicación de mi profesor, no le di más importancia al asunto y por eso, grande fue mi sorpresa, cuando, aquella misma noche, al regresar a mi apāto y chequear mis mails, encontré uno titulado “Desde el más allá”. Lo abrí y decía:
“Ni más vuelvo a visitarte.
Lucho”.
¡Acabáramos! Había sido mi hermano mayor, que en paz descanse.
Ya decía yo que ese murciélago estaba más gordo de lo normal.

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