domingo, 16 de agosto de 2015

La tentación de la carne

La tentación de la carne

Siempre que viajo trato de probar los platos típicos de la región; sobre todo, si son a base de carne, porque, aunque mi chica ha hecho todo lo posible para que me vuelva vegetariano, la verdad es que yo sin carne no puedo vivir. Aún recuerdo con delectación la deliciosa carne de Ishigakijima (una de las islas de Okinawa) o la suave y jugosa carne de Matsusaka, en la prefectura de Mie. Por eso, ahora que fuimos en el Obon yasumi (las vacaciones de verano) a Takayama, en la prefectura de Gifu, para conocer la pintoresca aldea de casas tradicionales de estilo Gasshō-zukuri de Shirakawagō (que me recordó la aldea de Asterix), nombrada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1995, sólo la mala experiencia que viví hace unos meses en Kobe, adonde fui con mi chica durante el Golden week, hizo que titubeara, cuando el mozo del mejor restaurante especializado en carnes de la ciudad de Takayama me preguntó: “¿American beef o Hida beef?”.
Miré el menú y de un rápido vistazo comprobé que el Hida beef-la carne con Denominación de Origen de la zona-valía diez veces más que la carne americana. El mozo me miró desafiante esperando mi respuesta juzgando seguramente por nuestra pinta que éramos unos pobres mochileros. Pero no era por la plata por lo que dudaba.
Aquella vez, en Kobe, aunque ya habíamos discutido-mientras planéabamos el viaje-, si no era inmoral, habiendo tanta gente que se moría de hambre en el mundo, gastarse veinte mil yenes en un bistec, le había dicho a mi chica que no podíamos irnos sin probar el mundialmente famoso Kobe beef. Para llevar la fiesta en paz, ella accedió a acompañarme de mala gana a uno de los más afamados y, por lo tanto, más caros restaurantes de la ciudad no sin antes advertirme que ella no cometería el pecado mortal de pagar más de 150 dólares por un pedazo de carne habiendo tanta gente hambrienta en el mundo y, sobre todo, después de haber visto ayer nomás en pleno centro de Ōsaka, luego de haber visitado en el barrio de Shinsekai la Tsūtenkaku, la vieja torre metálica símbolo de la ciudad reedificada en 1956, en el emplazamiento de lo que había sido el gran parque de atracciones de Shinsekai Runa Pāku inaugurado en 1912 para reemplazar el destruido Runa Pāku de Tokio (ambos parques se habían inspirado en el Luna Park de Coney Island, Nueva York) y de atiborrarnos de los grasientos kushikatsu, en el Sankaku-kōen del pauperizado barrio de Kamagasaki (rebautizado en los años sesenta como Airinchiku y en sus buenos tiempos el mayor barrio de jornaleros de Japón pero que ahora tenía la mayor concentración de indigentes y homeless y donde, además, muchos yakuza  tenían su guarida), una larga fila de menesterosos esperando para recibir un plato de rāmen que una congregación católica les repartía gratuitamente. Alguien nos había dicho que allí encontraríamos alojamiento barato, pero, al llegar al barrio, descubrimos que se trataba de los antiguos doya-los minúsculos cuartitos que se alquilaban por día a los jornaleros-reconvertidos en hoteluchos baratos para los turistas mochileros. Nos metimos por unas callejuelas llenas de pequeñas cantinas donde pululaban los vagos y borrachines y, al salir de una de ellas, desembocamos en la triangular plaza que me recordó la Paradise Square (que en realidad también era triangular) de la zona de Five Points en Manhattan tal como la presentó Scorsese en Gangs of New York, aunque, luego de ver a muchos desarrapados ofreciendo en las aceras ropa y zapatos usados, medicinas y toda clase de cachivaches de dudoso origen, tuve por un momento la impresión de que no estábamos en el Japón del siglo XXI sino en la Tacora de los años ochenta.
_Aquí no me quedo ni muerta-declaró horrorizada mi chica, que le tiene miedo pánico a los borrachos. 
Mientras tratábamos de encontrar el camino hacia la estación de tren o de subway más cercana, se fue haciendo de noche y, para nuestra mala suerte (mi chica me acusaría luego de haberlo hecho a propósito), fuimos a parar a Tobita Shinchi, el barrio rojo más grande de Ōsaka y también, sin duda, el más peculiar, porque en él-de una forma que recuerda a las de la calle Reeperbahn de Hamburgo o a las del barrio de Rosse Buurt de Ámsterdam que se exhiben en vitrinas-, las prostitutas son ofrecidas en pequeños locales decorados como escenarios y abiertos a la vista de los transeúntes por sus alcahuetas o madamas que se encargan de atraer a los clientes, promocionar el talento de sus pupilas y de cerrar el trato. Mientras mi chica, escandalizada, me instaba a que nos alejáramos inmediatamente de allí, una de las viejas arpías empezó a darnos voces pensando tal vez que estábamos interesados en montar un ménage à trois...
Pero me he ido por las ramas. Les estaba contando de otra clase de apetito carnal. Volvamos a Kobe.
Antes de traerme la carne, para que no quedara ni la sombra de una duda sobre la procedencia del bistec que me iban a servir, el mozo me mostró unos papeles: se trataba nada menos que del kosekitōhon (registro familiar) de la vaca de donde procedía el corte desde 1910 (fecha en que el gobierno japonés prohibió el cruzamiento del ganado wagyū) donde-está demás decirlo-también figuraban sus ocho apellidos, y un certificado que garantizaba que había cumplido todos los requisitos: alimentada con forraje de cereal y cerveza, arrullada con música clásica y masajeada con sake y que tenía la suficiente cantidad de marmoleo y alcanzaba la puntuación cualitativa exigidas por la marca registrada.
Cuando el mozo trajo el humeante trozo de carne sobre un caliente plato de hierro fundido, me bastó oler su fragante aroma para que la boca se me hiciera agua y, durante unos segundos, me quedé como en éxtasis, con los orificios nasales muy abiertos y los ojos cerrados dirigidos hacia el firmamento como los toros después de olisquear a las vacas en celo y como ellos también pensé: “Como esto no hay en el cielo” y cuando, luego de cortar la blanda carne, me llevé el jugoso trozo a la boca y di el primer bocado, sentí un placer sólo equiparable al de un orgasmo largamente contenido o al que experimentaba cuando iba de niño a comer anticuchos donde Doña Julia, en Jesús María. A pesar de la manera severa y desaprobadora con la que me miraba, yo sabía que en el fondo mi chica estaba contenta de que alguien como yo-profundo conocedor de todo lo relativo a la industria cárnica (sólo superado por Jack el destripador) y al mismo tiempo poseedor de un refinado paladar de gourmet casi tan exquisito como el de Idi Amin Dada-tuviera la oportunidad de cometer este pecado de la carne y escuchaba con resignado estoicismo de vegetariana mis entusiastas comentarios sobre la calidad y el sabor de la misma, aunque por el exiguo tamaño del filete-como todo lo bueno-, duró muy poco. Al final, me preguntó si había valido la pena pagar cuarenta veces el precio del bistec barato que solía comer en nuestro apāto. A lo que respondí-dándomelas de conocedor-, que no había punto de comparación.
-Bueno-dijo ella-: al que quiera celeste, que le cueste.
Antes de salir del restaurante, mientras estaba buscando el baño, me metí por error en un cuarto donde había una gran cámara frigorífica. Estaba volviendo sobre mis pasos cuando en un rincón, apiladas hasta el techo, descubrí un cerro de cajas de cartón vacías similares a las que recogía cuando iba de compras al Costco que había cerca de mi apāto. Las cajas decían: “American Beef”.
Claro que cuando volví a la mesa no le conté nada a mi chica.
Después de esta experiencia, debería haber escarmentado. Pero no por nada dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Así que, cuando el petulante mozo del restaurante de Takayama volvió a hacerme la pregunta-“¿American beef o Hida beef”-, yo, sacando pecho, contesté:
-Hida beef.
Pero esta vez, por si acaso, no fui al baño después de comer, porque como dice el refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”.



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