La
tentación de la carne
Siempre que
viajo trato de probar los platos típicos de la región; sobre todo, si son a
base de carne, porque, aunque mi chica ha hecho todo lo posible para que me
vuelva vegetariano, la verdad es que yo sin carne no puedo vivir. Aún recuerdo
con delectación la deliciosa carne de Ishigakijima (una de las islas de
Okinawa) o la suave y jugosa carne de Matsusaka, en la prefectura de Mie. Por
eso, ahora que fuimos en el Obon yasumi (las vacaciones de verano) a
Takayama, en la prefectura de Gifu, para conocer la pintoresca aldea de casas
tradicionales de estilo Gasshō-zukuri de Shirakawagō (que me recordó la aldea de Asterix), nombrada Patrimonio de la Humanidad
por la UNESCO en 1995, sólo la mala experiencia que viví hace unos meses en
Kobe, adonde fui con mi chica durante el Golden
week, hizo que titubeara, cuando el mozo del mejor restaurante
especializado en carnes de la ciudad de Takayama me preguntó: “¿American beef o
Hida beef?”.
Miré el
menú y de un rápido vistazo comprobé que el Hida beef-la carne con Denominación
de Origen de la zona-valía diez veces más que la carne americana. El mozo me
miró desafiante esperando mi respuesta juzgando seguramente por nuestra pinta
que éramos unos pobres mochileros. Pero no era por la plata por lo que dudaba.
Aquella
vez, en Kobe, aunque ya habíamos discutido-mientras planéabamos el viaje-, si
no era inmoral, habiendo tanta gente que se moría de hambre en el mundo,
gastarse veinte mil yenes en un bistec, le había dicho a mi chica que no
podíamos irnos sin probar el mundialmente famoso Kobe beef. Para llevar la
fiesta en paz, ella accedió a acompañarme de mala gana a uno de los más
afamados y, por lo tanto, más caros restaurantes de la ciudad no sin antes advertirme
que ella no cometería el pecado mortal de pagar más de 150 dólares por un
pedazo de carne habiendo tanta gente hambrienta en el mundo y, sobre todo,
después de haber visto ayer nomás en pleno centro de Ōsaka, luego de haber visitado en el
barrio de Shinsekai la Tsūtenkaku, la vieja torre metálica símbolo de la ciudad reedificada en 1956,
en el emplazamiento de lo que había sido el gran parque de atracciones de Shinsekai
Runa Pāku inaugurado en 1912 para reemplazar el destruido Runa Pāku de Tokio (ambos parques se habían
inspirado en el Luna Park de Coney Island, Nueva York) y de atiborrarnos de los
grasientos kushikatsu, en el Sankaku-kōen del pauperizado barrio de
Kamagasaki (rebautizado en los años sesenta como Airinchiku y en sus buenos
tiempos el mayor barrio de jornaleros de Japón pero que ahora tenía la mayor
concentración de indigentes y homeless y donde, además, muchos yakuza tenían su guarida), una larga fila de menesterosos
esperando para recibir un plato de rāmen que una congregación católica les repartía
gratuitamente. Alguien nos había dicho que allí encontraríamos alojamiento
barato, pero, al llegar al barrio, descubrimos que se trataba de los antiguos doya-los minúsculos cuartitos que se
alquilaban por día a los jornaleros-reconvertidos en hoteluchos baratos para
los turistas mochileros. Nos metimos por unas callejuelas llenas de pequeñas
cantinas donde pululaban los vagos y borrachines y, al salir de una de ellas,
desembocamos en la triangular plaza que me recordó la Paradise Square (que en
realidad también era triangular) de la zona de Five Points en Manhattan tal
como la presentó Scorsese en Gangs of New York, aunque, luego de ver a muchos
desarrapados ofreciendo en las aceras ropa y zapatos usados, medicinas y toda
clase de cachivaches de dudoso origen, tuve por un momento la impresión de que
no estábamos en el Japón del siglo XXI sino en la Tacora de los años ochenta.
_Aquí no me
quedo ni muerta-declaró horrorizada mi chica, que le tiene miedo pánico a los
borrachos.
Mientras
tratábamos de encontrar el camino hacia la estación de tren o de subway más
cercana, se fue haciendo de noche y, para nuestra mala suerte (mi chica me
acusaría luego de haberlo hecho a propósito), fuimos a parar a Tobita Shinchi,
el barrio rojo más grande de Ōsaka y también, sin duda, el más peculiar, porque en él-de una forma que
recuerda a las de la calle Reeperbahn de Hamburgo o a las del barrio de Rosse
Buurt de Ámsterdam que se exhiben en vitrinas-, las prostitutas son ofrecidas
en pequeños locales decorados como escenarios y abiertos a la vista de los
transeúntes por sus alcahuetas o madamas que se encargan de atraer a los clientes,
promocionar el talento de sus pupilas y de cerrar el trato. Mientras mi chica,
escandalizada, me instaba a que nos alejáramos inmediatamente de allí, una de
las viejas arpías empezó a darnos voces pensando tal vez que estábamos
interesados en montar un ménage à trois...
Pero me he
ido por las ramas. Les estaba contando de otra clase de apetito carnal.
Volvamos a Kobe.
Antes de
traerme la carne, para que no quedara ni la sombra de una duda sobre la procedencia
del bistec que me iban a servir, el mozo me mostró unos papeles: se trataba
nada menos que del kosekitōhon (registro familiar) de la vaca de donde
procedía el corte desde 1910 (fecha en que el gobierno japonés prohibió el
cruzamiento del ganado wagyū) donde-está demás decirlo-también figuraban sus ocho apellidos, y un certificado que garantizaba que había cumplido
todos los requisitos: alimentada con forraje de cereal y cerveza, arrullada con
música clásica y masajeada con sake y que tenía la suficiente cantidad de
marmoleo y alcanzaba la puntuación cualitativa exigidas por la marca
registrada.
Cuando el
mozo trajo el humeante trozo de carne sobre un caliente plato de hierro
fundido, me bastó oler su fragante aroma para que la boca se me hiciera agua y,
durante unos segundos, me quedé como en éxtasis, con los orificios nasales muy
abiertos y los ojos cerrados dirigidos hacia el firmamento como los toros después
de olisquear a las vacas en celo y como ellos también pensé: “Como esto no hay
en el cielo” y cuando, luego de cortar la blanda carne, me llevé el jugoso
trozo a la boca y di el primer bocado, sentí un placer sólo equiparable al de
un orgasmo largamente contenido o al que experimentaba cuando iba de niño a
comer anticuchos donde Doña Julia, en Jesús María. A pesar de la manera severa
y desaprobadora con la que me miraba, yo sabía que en el fondo mi chica estaba
contenta de que alguien como yo-profundo conocedor de todo lo relativo a la
industria cárnica (sólo superado por Jack el destripador) y al mismo tiempo
poseedor de un refinado paladar de gourmet casi tan exquisito como el de Idi
Amin Dada-tuviera la oportunidad de cometer este pecado de la carne y escuchaba con resignado estoicismo de
vegetariana mis entusiastas comentarios sobre la calidad y el sabor de la misma,
aunque por el exiguo tamaño del filete-como todo lo bueno-, duró muy poco. Al
final, me preguntó si había valido la pena pagar cuarenta veces el precio del
bistec barato que solía comer en nuestro apāto. A lo que respondí-dándomelas de
conocedor-, que no había punto de comparación.
-Bueno-dijo
ella-: al que quiera celeste, que le cueste.
Antes de
salir del restaurante, mientras estaba buscando el baño, me metí por error en
un cuarto donde había una gran cámara frigorífica. Estaba volviendo sobre mis
pasos cuando en un rincón, apiladas hasta el techo, descubrí un cerro de cajas
de cartón vacías similares a las que recogía cuando iba de compras al Costco que
había cerca de mi apāto. Las cajas decían: “American Beef”.
Claro que
cuando volví a la mesa no le conté nada a mi chica.
Después de
esta experiencia, debería haber escarmentado. Pero no por nada dicen que el
hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Así que,
cuando el petulante mozo del restaurante de Takayama volvió a hacerme la
pregunta-“¿American beef o Hida beef”-, yo, sacando pecho, contesté:
-Hida beef.
Pero esta
vez, por si acaso, no fui al baño después de comer, porque como dice el refrán:
“Ojos que no ven, corazón que no siente”.
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