Contacto en
Colombia
No es la
primera vez que me he visto obligado a tomar medidas extremas para conseguir
trabajo: hace unos años-después de que se venciera mi seguro de desempleo y de
haber buscado infructuosamente trabajo durante varios meses-, la necesidad me
obligó a recurrir a un vecino-cuya escasez de modales y poco elegante forma de
hablar, su característico peinado, la perenne expresión de perdonavidas que
llevaba pintada en el rostro y su fornido cuerpo enteramente tatuado-,
delataban inmediatamente que pertenecía a la célebre organización criminal de
los yakuza. “Te advierto que primero
tendrás que pasar por unas duras pruebas de iniciación”-me dijo cuando le
expresé mi deseo de ingresar a la organización. Y que, una vez que hubiera
jurado fidelidad, respeto y obediencia al código yakuza, ya no podría salirme,
a no ser que fuera para irme al otro barrio. Después de pasar exitosamente por
una serie de pruebas (que incluían tanto exámenes teóricos como prácticos), que
el secreto profesional me impide describir detalladamente, fui aceptado en un
acto solemne que se celebró con gran pompa en un lujoso hotel de Roppongi Hills
durante el cual recibí muy orgulloso un puñalito simbólico que antiguamente se
utilizaba para hacer el yubitsume-cortarse
un dedo cuando uno fallaba en un trabajo-, costumbre que había quedado en
desuso por la falta de coraje y sentido del honor de los actuales miembros de
la mafia japonesa y que había sido reemplazada por el callejón oscuro, el
cargamontón y el apanado.
-Ten
paciencia-me dijo el oyabun mientras
me hacía personalmente a la altura del corazón mi primer tatuaje: el kanji de kokoro, que, aparte del significado simbólico, tenía por objeto
facilitarle el trabajo al sicario de turno, indicando la ubicación exacta del
corazón, en caso de traición-. Pronto te
llamaremos para un trabajo importante.
Ese
“pronto” demoró, en realidad, casi un año, durante el cual me dediqué-yo, que
había esperado vivir excitantes y peligrosas aventuras-, a vender yakitori, takoyaki y yakisoba en
los matsuris, mientras que,
paulatinamente, la superficie de mi cuerpo se iba cubriendo de coloridas y
llamativas figuras que acabaron por darme el aspecto de un abigarrado ukiyoe ambulante en el que proliferaban
los dragones, los tigres y las serpientes y entre las cuales destacaba, en
medio de la espalda, una que desconcertó a mis compinches: un surrealista reloj
blando de Dalí, y con las que me gané el respeto y la admiración de los otros
miembros de la banda por mi reciedumbre para aguantar el dolor. Sólo mi
compadre ñaja-ñaja (un barranquino
cuyo vacilón era el graffiti y que se recurseaba pintando letreros con “letras
incaicas” y decorando con machu picchus, líneas de Nazca y tumis los locales de
los restaurantes y discotecas peruanos) y yo sabíamos que no eran tatuajes sino
pinturas hechas con aerógrafo. Mi chica se sorprendió mucho de que de la noche
a la mañana me hubiera vuelto tan vergonzoso, cuando-para que no descubriera
que estaba “tatuado” de pies a cabeza-, dejé de desnudarme “en su delante”, de
bañarme con ella y me mostré dispuesto a “hacerlo” sólo de noche y con la luz
apagada y las cortinas bien cerradas.
Cuando el oyabun mandó decir que quería verme y me
citó en su oficina ubicada en lo alto de la Torre Mori de Roppongi Hills, supe
que el gran día había llegado: ¡por fin un trabajo importante!
El oyabun me recibió muy amablemente en su
oficina del piso 50, desde cuyo ventanal semicircular se tenía una visión
panorámica de 180 grados del centro de Tokio. Me dijo que el trabajo era simple
pero muy importante: sólo tenía que ir a Colombia, recoger “algo” y traerlo a
Japón. Agregó que me habían escogido porque hablaba español y porque era ligero
de peso. Ya me imaginaba yo qué era ese “algo”, pero no podía negarme. Además,
aprovecharía el viaje para asistir a un acto cultural con fines caritativos que
mis amigos Gabo, Botero y Shakira habían organizado en el Centro Cultural Skandia,
en Usaquén, al norte de Bogotá. Ante mi chica, justifiqué mi viaje diciéndole
que la empresa para la cual trabajaba quería vender no sólo yakitori y takoyaki
y yakisoba sino poner también puestos
de café caliente y que me estaban enviando a mí para que hiciera los primeros
contactos con los cafetaleros colombianos porque sabía español.
Después de
recibir el “encargo” en Cali (me pusieron una especie de chaleco antibalas
relleno del polvillo blanco destinado a animar la vida loca en las discotecas
de Roppongi que pesaba como 50 kilos y lo forraron con una película plástica
impermeable de color carne que sellaron herméticamente con un pegamento
especial en mi cuello, brazos y cintura, de modo que los perros aduaneros no
pudieran olfatearlo), me dirigí con grandes esfuerzos (de pesar 50 kilos, me
había convertido de pronto en un gordo de 100 kilos), a Bogotá, donde me
encontré con mis amigos, quienes al principio no me reconocieron. Botero, que
había pensado retratarme, al ver, sorprendido, lo mucho que había engordado,
exclamó frustrado: “¡Así ya no tiene gracia!”. Fuimos juntos al Centro Cultural
Skandia, que quedaba en el barrio de San Patricio y, después de que Gabo leyera
un cuento inédito, Botero expusiera unos bocetos y Shakira cantara Waka Waka
haciendo bailar a todo el mundo, tras lo cual los tres firmaron muchos
autógrafos, decidimos ir a comer algo por ahí. Gabo quería ir al Carbón de
Palo, Botero a La Estampa del Chalán y a Shakira le había provocado una mousse
de guanábana de Sabrosuras Pastelería Light, pero, al final, terminamos en un
restaurante de pescados y mariscos de cuyo nombre no quiero
acordarme-¿Pescaderías Maestre?-, donde degusté-o me disgusté-, de un “ceviche
colombiano” con su tomate y palta más. Al salir, con la barriga llena, pero el
corazón no tan contento, descubrí al lado un local, cuya colorida, alegre y
luminosa decoración me recordó los de Toys “R” Us (¿cómo chuma harán para poner
la “R” al resve?). Tenía un nombre muy extraño-Baobab o algo así- y, al
parecer, era un foto estudio para niños. Iba a continuar mi camino, cuando al
mirar al interior, a través de las puertas de cristal, me pareció ver un rostro
conocido. Casi me desmayo al reconocerla. Habían pasado casi 30 años desde la
última vez que la había visto, pero yo recordaba como si hubiera sido ayer
aquella tarde del undōkai en la que,
después del baile de la promoción, todos nos mezclamos y, cogidos de la mano,
posamos para la foto y a mí me había tocado la suerte de estar a su lado.
Varias horas después, como aún no la había soltado, ella se quejó:
-Suéltame
ya, tarado. ¿No ves que ya todos se han ido y que ya se está haciendo de noche?
Como
dice el refrán: “Donde hubo fuego, cenizas quedan”. De pronto, la llama de la
pasión empezó a arder más vigorosa que nunca. Mi corazón enpezó a latir como
loco. Traté de serenarme. La observé bien: estaba igualita. Por eso mismo, me
dije, no podía ser ella. El parecido era innegable, pero, si fuera ella, habría
envejecido. Sería ya una señora madura y no esta tierna jovencita que,
enfundada en una malla multicolor que hacía juego con la decoración y sobre
unos tacones de aguja No. 20 (misma Lady Gaga), iba de un lado a otro con una sonrisa
irresistible y una paciencia infinita atendiendo a sus pequeños clientes. Era
increíble que 30 años después todavía me asaltara su recuerdo. Me acordé de aquellos
versos del Poema 20 de Neruda:
Ya
no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es
tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Mis
amigos, que ya se habían adelantado, me llamaron. Me alejé de allí
preguntándome dónde estaría, qué habría sido de su vida...
Poco
después, mientras esperaba un taxi, después de despedirme de mis amigos, dos
aspirantes a sicario me cuadraron y, como me resistí, uno de ellos me hizo un
tajo en el abdomen con su cuchillo y, al ver salir el valioso polvo blanco,
abrió los ojos de sorpresa y luego, después de humedecerse con la lengua la
punta del dedo y llevárselo a la boca, saltó de alegría y le dijo algo a su
compinche, quien lanzó un largo silbido y pronto aparecieron tres individuos
más con sendos cuchillos y en pocos minutos me aligeraron de mi carga dejándome
desnudo de la cintura para arriba.
Cuando
regresé a Japón y le expliqué lo sucedido al oyabun, éste casi me parte en dos con una katana. “¿Sabía cuántos oku
de yenes valía esa remesa?”. Pero, gracias a Dios, se contuvo y me dijo que me
daría otra oportunidad: viajaría nuevamente. Sin embargo, por haber fallado,
merecía un castigo. Al escuchar esto, sus esbirros se frotaron las manos
preparándose para el apanado. Pero yo me adelanté y le dije al oyabun que en prueba de mi
arrepentimiento, como señal de respeto y para agradecer su generosidad por
haberme perdonado la vida, yo quería, como mandaba la antigua usanza, ofrecerle
un dedo. Todos me miraron admirados. Le rogué que me concediera tiempo hasta el
día siguiente para prepararme anímica y espiritualmente. El oyabun no sólo me lo concedió sino que
hasta me puso de ejemplo ante sus hombres. Apenas salí del cuartel general de
los yakuza, me comuniqué con Olluco-un amigo de mi compadre ñaja-ñaja del que se decía que era el
único que tenía koseki de Manco Cápac-que
trabajaba cortando muertos en un crematorio de la ciudad de Yamato y le dije
que necesitaba urgentemente un dedo meñique. Esa misma tarde me lo entregó
envuelto en un pedazo de papel periódico. Sin verlo-porque me daba asco-, lo
envolví en un fino pañuelo de hilo blanco y, al día siguiente, me presenté ante
el oyabun, quien me condujo hasta una
mesa baja como un kotatsu donde ya
estaba todo preparado para la ceremonia del yubitsume.
Apoyé la mano izquierda sobre una tabla como las que se usan para picar carne,
la tapé con una servilleta blanca de tela para que no salpicara la sangre e
hice el ademán de cortarme el dedo mientras fingía hacer un gran esfuerzo para
aguantar el dolor al mismo tiempo que pinchaba la bolsita de ketchup que tenía
preparada y embadurnaba con su contenido el dedo que había llevado envuelto en
el pañuelo. Me acerqué al oyabun y se
lo ofrecí, después de hacer una profunda reverencia. El oyabun me lo recibió evitando mirarlo y, con una mal disimulada
mueca de asco, inclinó ligeramente la cabeza en señal de que aceptaba mis
disculpas. Con un gesto, indicó a uno de sus hombres que se llevara el dedo y a
otro le dijo que me sirviera un vasito de sake.
Levantando nuestros vasos, brindamos en silencio. Apenas terminamos de beber,
pedí permiso para retirarme. Mientras me alejaba, vi que el hombre que se había
llevado el dedo aparecía corriendo y que le decía algo al oyabun, quien inmediatamente ordenó a gritos que me detuvieran,
pero logré escaparme por un pelo. No entendía cómo me habían descubierto. ¿Qué
había sucedido?
Esa
noche le invité unas chelas a Olluco para agradecerle por lo del dedo y,
mientras me preguntaba cómo habían hecho los yakuzas para descubrirme, casi lo
mato cuando me dijo que el dedo que me había dado pertenecía a un africano.