jueves, 3 de septiembre de 2015

Loro viejo sí aprende a hablar (aunque se demora más)

Loro viejo sí aprende a hablar (aunque se demora más)

Ayer terminó mi curso de japonés y-después del ajetreo que significó haber tenido que compaginar las labores propias de una ama de casa y las de chofer con cama adentro de mi chica con mis clases diarias de japonés durante más de 3 meses-, ahora me encuentro relajado, satisfecho y, al mismo tiempo, algo triste y vacío, como al terminar la lectura de una buena novela o como después de echar un buen polvo, porque como bien dice la sabia sentencia latina atribuida a Galeno: “triste est omne animal post coitum, praeter mulierem gallumque” (salvo la mujer y el gallo, todo animal queda triste después del coito).
Anoche, en la ceremonia de clausura, todos los participantes teníamos que decir un breve discurso de agradecimiento, pues el curso-auspiciado por el Ministerio de Trabajo, Salud y Bienestar para promover el empleo estable entre los residentes extranjeros-, es gratuito. Para ello, ayudados por los profesores, nos habíamos preparado concienzudamente la semana pasada. Pero una cosa era pronunciar el discurso entre las chacotas, burlas y las festivas carcajadas y aplausos de los compañeros de clase observados por los indulgentes y condescendientes profesores y otra muy diferente hacerlo bajo la adusta y severa mirada de las autoridades, entre las que se encontraba el alcalde de la ciudad, un representante de la Hello Work (la oficina pública de empleo) y el máximo encargado de la JICO (Japan International Cooperation Organization), la filial de la JICA encargada de dictar el curso, ante las cuales debíamos demostrar que no habíamos asistido a las clases sólo para calentar el asiento y que los impuestos de los contribuyentes-de donde salía la financiación de los cursos-no se habían gastado en vano.
Al contrario que la mayoría de mis compañeros, tan nerviosos que después de comerse las uñas de las manos querían hacer lo mismo con las de sus pies, yo estaba muy tranquilo porque no era la primera vez que iba a hablar en público. Hacía unos años había participado en el concurso de oratoria en japonés organizado por la MUDA (Asociación internacional de extranjeros sordos, mudos, sordomudos, tartamudos, gagos, ñaja-ñajas, personas con hipo crónico y callados de todo tipo de la prefectura de Kanagawa), en el que pude participar debido a que-después de tantos años de trabajar en las ruidosas fábricas japonesas-no oigo bien con el oído derecho. El tema era libre y había que hablar un mínimo de cinco minutos. Se tomaría en cuenta la elocuencia, dicción y riqueza de vocabulario. A mí me había tocado en último lugar después de que los demás participantes-la mayoría procedentes del sudeste asiático-despacharan rápidamente y sin mucha convicción ni habilidad sus discursos. En cambio, yo les ofrecí una clase magistral sobre nuestro país con mi discurso titulado “Wagakuni: Perú” (Mi país: Perú), que empezó a las nueve de la mañana con Manco Cápac y Mama Ocllo emergiendo de las aguas del lago Titicaca para fundar el Qosqo y continuó con los 14 incas, lo que produjo entre la concurrencia tal efecto narcótico que, una hora después, todos estaban durmiendo, de modo que no tuvieron que escuchar la parte sobre el Descubrimiento, la Conquista, la Colonia, Pizarro y Atahualpa, los 40 virreyes y la Perricholi, Túpac Amaru II, la Independencia y la República. Para cuando-hacia el mediodía-, estaba describiendo la flora, la fauna, la geología y la geografía del Perú citando a los sabios naturalistas Antonio Raimondi y Alexander von Humboldt y a sacar pecho por la auctoctonía de la papa y sus 4000 variedades y a tirar pana de Machu Picchu y las Líneas de Nazca y empecé a cantar “Mi Perú” y “Perú Campeón”, la mayoría se despertó y-como en el teatro Kabuki-, fue a comprar su obento al 7-Eleven de la esquina. Así se ahorraron la Época del guano, la Fiebre del caucho y la Guerra del Pacífico, entre otras cosas, y cuando regresaron y empezaron a comer en mi delante, provocándome, yo ya estaba en el primer gobierno de Belaúnde y la bonanza de la harina de pescado, después de haber narrado las luchas entre apristas y comunistas y los breves periodos democráticos interrumpidos por los frecuentes golpes de estado (ex profeso dejé de mencionar los saqueos y deportaciones sufridas por los japoneses en el Perú durante la Segunda guerra mundial en el primer gobierno de Prado). La gente empezó a quedarse dormida nuevamente cuando estaba contando que, para variar, a Belaúnde también lo habían sacado en pijama en plena madrugada de palacio y lo habían embarcado en un avión. Eran ya cerca de las tres cuando acabé con Velasco y los doce años de la dictadura militar y empecé a hablar sobre el segundo gobierno de Belaúnde y Sendero Luminoso. Faltando cinco minutos para las cinco de la tarde, cuando estaba por empezar a narrar las locuras de Caballo Loco Alan García y a explicar que gracias a su gobierno había tenido la oportunidad y el placer de venir a conocer el país de mis antepasados, el presidente de la asociación y presidente del jurado se puso de pie, se dirigió hacia donde yo estaba, me colgó del cuello una medalla que tenía grabada la efigie de un loro y me declaró vencedor absoluto con estas palabras que yo me he tomado la licencia de traducir libremente (aunque parte de lo dicho se pierde en la traducción):
-¡Mō ii!-dijo interrumpiéndome-. ¡Mō tsukarechatta! (¡Felicitaciones! ¡Has ganado!).
Y, como yo aduje tímidamente que aún no había terminado mi discurso, perdió la paciencia:
-¡Mō iitte! ¿Kikoenainokanaa? ¡Kaere! (¡Felicitaciones otra vez! ¡Maravilloso! ¡Bravo!)
Volviendo a la ceremonia de ayer, conforme iban pasando los minutos, el nerviosismo de mis compañeros se me fue contagiando-una peruana sufrió una crisis de nervios con llanto a moco tendido incluido y declaró que estaba perdidamente enamorada de uno de los profesores, un brasileño entró de pronto en trance y empezó a tirar patadas al aire y dar volatines hacia atrás como en una exhibición de capoeira y el único chino de la clase habló en una lengua que nadie supo si era japonés, chino o esperanto mal hablado)-, y cuando llegó mi turno sentí un nudo en la garganta (y no es que tuviera la corbata muy ajustada sino que-como dice la sabiduría popular-se me habían puesto los huevos de corbata) e, inexplicablemente, en vez de pronunciar el discurso que de tanto ensayar había memorizado, me puse a cantar en catalán-idioma que no hablo-el himno del Barça:
“Tot el camp
Es un clam
Som la gent Blau Grana...”.
Pero no importó porque, al final, igual nos entregaron nuestras flamantes diplomas a todos y pudimos posar sonrientes para la obligada foto para el Facebook.
Luego de la ceremonia, se nos ocurrió invitar a comer a un buen restaurante a los profesores y a la coordinadora, pero, como no nos poníamos de acuerdo porque los peruanos queríamos ir a comer anticuchos al restaurante peruano bépocah de Harajuku; los brasileños, a comer churrasco al rodízio Barbacoa Grill de Omotesandō; y los argentinos, a comer asado al restaurante argentino El Caminito ubicado frente a la Torre de Tokio (el chino, al estar en minoría absoluta, no tenía ni voz ni voto), terminamos yendo al Steak Gusto de Yamato, un restaurante de carnes barato donde pedir un plato principal-un bistec o una hamburguesa-te da derecho a comer todo lo que puedas de todo lo demás (menos las bebidas, que se pagan aparte). Como últimamente ando un poco bajo de fondos, aprovechando la confusión-éramos 22 comensales-, yo no pedí el plato principal y me atiborré gratis con el salad y soup bar y comí todo lo que pude de arroz con curry, frutas y postres, y ahora mismo, mientras escribo estas líneas, estoy desayunando con los panes con los que me llené los bolsillos del saco.

jueves, 20 de agosto de 2015

El ladrón de sake

El ladrón de sake

Hace ya varios meses que estoy buscando una casa para mudarnos porque-aunque a mí no me disgustaba la idea de seguir viviendo en nuestro viejo apāto (un estrecho 2K, que en la jerga profesional de las inmobiliarias japonesas significa un departamento de dos habitaciones con una pequeña cocina, que en su día yo escogí por su posición-está en un segundo piso y tiene grandes ventanas que dan por el norte a una casa de un solo piso, por el sur al parking, por el oeste a otro parking y sólo por el este carece de ellas ya que por ese lado limita con África, perdón, con nuestros vecinos de Ghana-tan oscuros como el cacao que exporta su país-, lo cual le da una luminosidad que ya hubiera querido Van Gogh para su Casa amarilla de Arles o Gauguin para su choza de Tahití) al que, por su vetustez -tiene ya más de 41 años (el promedio de vida útil de una casa japonesa de madera se estima en 35 años)-, mi chica y yo, llamamos, de cariño, “El cuchitril”-, mi chica ya se ha cansado-vivimos en él hace más de 18 años-de vivir apretada en apenas 36 metros cuadrados (incluyendo los closets) y, como donde manda capitán no manda marinero (sobre todo, si aquel no sólo es quien lleva los pantalones sino que, además, es cinturón negro en karate), decidimos por unanimidad (ya que mi voto no cuenta), comprar una casa 3LDK (tres habitaciones con sala-comedor-cocina) de unos 90 metros cuadrados con parking para un carro y, si es posible, un pequeño jardín para que-ahora que no trabajo-por lo menos pueda cultivar algunos vegetales.
Aunque algo en mi interior se resistía a echar raíces, no puedo negar que la idea de tener mi escritorio y poder escribir rodeado de mis pobres libros que ahora se encuentran por falta de espacio en cajas de cartón dentro de los closets, hacer mis necesidades cómodamente sentado en un inodoro occidental y no haciendo equilibrio en cuclillas como hasta ahora en un retrete estilo japonés y tener siempre al alcance de la mano culantro fresco para cocinar, caiguas y rocotos y, por qué no, un arbolito de pacae, ruda para la buena suerte y otras hierbas secretas que conocí en Pucallpa cuyo fin se imaginaran si les digo que tienen propiedades parecidas a las de la Viagra, terminó por seducirme, pero, como los bancos se negaron a darnos un préstamo por la mezquina razón de que yo no tengo trabajo y mi chica está empleada bajo contrato temporal, en vez de comprar la casa soñada, no nos quedó más remedio que buscar alguna casa en remate de las llamadas “Wake ari bukken”, casas que por alguna razón nadie quiere vivir en ellas y, entre las cuales, las más baratas, son las “Jikō bukken”: las casas donde ha habido una muerte violenta por accidente, suicidio o asesinato. La primera que vimos era grande y estaba bien conservada. Como el anuncio decía “A un minuto de la estación”, pensamos que lo único malo que tenía era el ruido del tren, pero cuando entramos, descubrimos que para ir al baño había que atravesar un túnel subterráneo como el que hizo Fujimori para rescatar a los rehenes de la embajada de Japón porque la casa estaba divida en dos por las vías del tren. En la segunda había tantos fantasmas que hubiésemos tenido que gastarnos un dineral contratando a los Ghostbusters o comprarla no para vivir en ella sino para poner una sucursal de The Haunted Mansion de Disney. La tercera quedaba al costado de una chanchería y no llegamos a conocerla por dentro porque mi chica-que es hipersensible a los malos olores-la descartó de plano. Después de una docena de intentos infructuosos en los que conocimos casas con los diseños más disparatados o que tenían una poderosa razón-vecino loco que tiene su casa llena hasta el techo de basura, casa en medio del cementerio, vecino aspirante a pianista profesional, casa junto al crematorio de muertos, casa junto a una fábrica de queso, etc.-que dificultaba o hacía imposible vivir en ellas, mi chica-cansada, aburrida y desilusionada-tiró la toalla y me encargó que yo siguiera solo con la búsqueda.
La última casa que vi, la semana pasada, quedaba al lado de la terraza de un bar de mala muerte que para colmo se llamaba Osake dorobō (“El ladrón de sake”). Apenas la vi, supe que la razón por la que la vendían barata era por su vecindad al bar: todavía era temprano, pero ya me la imaginaba un par de horas más tarde, hirviendo de borrachos hablando a voz en cuello, riéndose a carcajadas y lanzando improperios, colillas de cigarro y escupitajos por encima de la barandilla. Ni hablar: si le proponía vivir allí a mi chica, ella, que le tiene alergia a los borrachos, seguramente soltaría el primer “carajo” de su vida. Dando media vuelta, me disponía a regresar a mi apāto, cuando un individuo se quedó mirándome fijamente, me sonrió y finalmente se me acercó con los brazos abiertos:
-¡Hola, Chino!
No lo podía creer: era nada menos que Machucao, mi mejor amigo de la infancia. ¿No era chiquito el mundo y grandes las coincidencias? No nos veíamos desde hacía cuchumil años y veníamos a encontrarnos aquí, en este barrio perdido de la ciudad de Zama, prefectura de Kanagawa, Japón, nosotros, que apenas si osábamos salir de nuestro viejo barrio de la cuadra 11 de Arnaldo Márquez en Jesús María.
Quise probarlo:
-Un momentito, compadre: ¿qué es eso de “Chino”? ¿Quién soy yo?
-Papá-respondió sumisamente Machucao siguiéndome el juego como en aquel entonces.
-¿Con quién estás?
-Con Papá.
-Entonces, pues, hermano, de qué te preocupas...
No había cambiado: seguía siendo el mismo tímido muchacho de toda la vida con el que hacía más de 30 años había sido uña y carca y con el que parodiaba el recordado sketch de Adolfo Chuiman y Elmer Alfaro en Risas y salsa.
Nos fundimos en un fuerte abrazo exclamando las consabidas frases de siempre (“El mundo es un pañuelo”, “Parece mentira que hayan pasado más de 30 años”, “Estás igualito”, etc.).
-Pero, ¿qué hacemos aquí parados?- dije señalándole el bar-. ¡Vamos a tomarnos unos tragos!
Y, como notara cierta reticencia en él, agregué:
-¿O me vas a decir que te has vuelto abstemio?
Se dejó arrastrar con resignación hasta la terraza y allí, mientras picábamos edamame y yakitori y bebíamos grandes chops de cerveza helada, rememoramos todas nuestras mataperradas: como cuando le bajábamos la cortina metálica al Chifa Cena-La flor de Jesús María-y el chino salía a corretearnos blandiendo sobre su cabeza un gran cuchillo de cocina o cuando robábamos las bolsitas de ají de la pollería OK y luego hacíamos concursos para ver quién era capaz de comer más ají o cuando íbamos hasta el cine Alameda para ver las películas de Edwige Fenech después de sobornar al boletero con cigarrillos porque eran para mayores de 18 y nosotros sólo teníamos 12
Me contó que había llegado a Japón como nikkei bamba, pero que, después de casarse con una japonesa, había arreglado sus papeles y hasta se había nacionalizado.
-Ahora soy más japonés que tú, Chino-declaró orgulloso.
De pronto, se dió cuenta de mi prótesis y tuve que contarle lo del accidente y satisfacer su curiosidad explicándole cómo funcionaba y, como todos, también quiso que le diera un apretón, lo cual hice con mucho cuidado para no fracturarle la mano.
Mientras conversábamos, comprobé que-tal como me lo había imaginado-los borrachos hacían una bulla terrible. No sólo eso. Algunos ni siquiera se tomaban el trabajo de ir hasta el baño-que estaba en el interior del local-: orinaban a través de la baranda de la terraza en el jardín de la casa que había ido a ver. Sorprendentemente, esto pareció molestar mucho a Machucao porque se los recriminó y a punto estuvimos de ensarzarnos en una pelea de la que no hubiéramos salido bien parados con dos jóvenes y fornidos camioneros que tenían los brazos-y presumiblemente el resto del cuerpo-completamente tatuados.
Le pregunté qué le pasaba. ¿Quería ir a parar al hospital? ¿No se daba cuenta de que yo ya no podía pelear? Recién entonces Machucao me contó para mi sorpresa que la casa de al lado era su casa. La habían comprado hacía 10 años y todo había ido bien hasta que-hacía unos 5 años-abrieron el bar. Se habían quejado, pero en vano, porque el dueño del bar-y también la mayoría de sus clientes-era un ex yakuza al que hasta la policía le tenía miedo. Por eso, cansados y aburridos de que ninguna autoridad se hiciera cargo de su caso, habían decidido venderla. ¿Pero acaso había alguien tan tonto que quisiera comprarla?, se lamentó Machucao. Ahora comprendía por qué no había querido entrar a ese bar. Me causó tanta indignación que, de no ser porque existía el riesgo de quemar su propia casa y las demás casas vecinas, le hubiera propuesto incendiar el bar.
Me preguntó qué estaba haciendo yo por ahí y, mientras estaba pensando qué decirle porque no tenía valor para contarle que había ido a ver su casa, una mujer gorda en pijama apareció en el balcón de la casa y empezó a descolgar la ropa tendida a secar. De pronto, se nos quedó mirando con los ojos muy abiertos y una expresión de profundo asombro.
-¡Hora!-gritó la mujer. Machucao pareció de pronto fulminado por un rayo-.
¿Nani wo yatterundayo? (¡Hey! ¿Qué es lo que estás haciendo?).
-Es mi mujer-dijo Machucao poniéndose de pie-. Ya me tengo que ir: fue un gustazo verte.
Y se alejó con paso triste y vacilante.
Esa noche, cuando se lo conté a mi chica, ella se quedó pensativa durante un instante y luego dijo:
-Tal vez sea mejor seguir viviendo en El cuchitril.



domingo, 16 de agosto de 2015

La tentación de la carne

La tentación de la carne

Siempre que viajo trato de probar los platos típicos de la región; sobre todo, si son a base de carne, porque, aunque mi chica ha hecho todo lo posible para que me vuelva vegetariano, la verdad es que yo sin carne no puedo vivir. Aún recuerdo con delectación la deliciosa carne de Ishigakijima (una de las islas de Okinawa) o la suave y jugosa carne de Matsusaka, en la prefectura de Mie. Por eso, ahora que fuimos en el Obon yasumi (las vacaciones de verano) a Takayama, en la prefectura de Gifu, para conocer la pintoresca aldea de casas tradicionales de estilo Gasshō-zukuri de Shirakawagō (que me recordó la aldea de Asterix), nombrada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1995, sólo la mala experiencia que viví hace unos meses en Kobe, adonde fui con mi chica durante el Golden week, hizo que titubeara, cuando el mozo del mejor restaurante especializado en carnes de la ciudad de Takayama me preguntó: “¿American beef o Hida beef?”.
Miré el menú y de un rápido vistazo comprobé que el Hida beef-la carne con Denominación de Origen de la zona-valía diez veces más que la carne americana. El mozo me miró desafiante esperando mi respuesta juzgando seguramente por nuestra pinta que éramos unos pobres mochileros. Pero no era por la plata por lo que dudaba.
Aquella vez, en Kobe, aunque ya habíamos discutido-mientras planéabamos el viaje-, si no era inmoral, habiendo tanta gente que se moría de hambre en el mundo, gastarse veinte mil yenes en un bistec, le había dicho a mi chica que no podíamos irnos sin probar el mundialmente famoso Kobe beef. Para llevar la fiesta en paz, ella accedió a acompañarme de mala gana a uno de los más afamados y, por lo tanto, más caros restaurantes de la ciudad no sin antes advertirme que ella no cometería el pecado mortal de pagar más de 150 dólares por un pedazo de carne habiendo tanta gente hambrienta en el mundo y, sobre todo, después de haber visto ayer nomás en pleno centro de Ōsaka, luego de haber visitado en el barrio de Shinsekai la Tsūtenkaku, la vieja torre metálica símbolo de la ciudad reedificada en 1956, en el emplazamiento de lo que había sido el gran parque de atracciones de Shinsekai Runa Pāku inaugurado en 1912 para reemplazar el destruido Runa Pāku de Tokio (ambos parques se habían inspirado en el Luna Park de Coney Island, Nueva York) y de atiborrarnos de los grasientos kushikatsu, en el Sankaku-kōen del pauperizado barrio de Kamagasaki (rebautizado en los años sesenta como Airinchiku y en sus buenos tiempos el mayor barrio de jornaleros de Japón pero que ahora tenía la mayor concentración de indigentes y homeless y donde, además, muchos yakuza  tenían su guarida), una larga fila de menesterosos esperando para recibir un plato de rāmen que una congregación católica les repartía gratuitamente. Alguien nos había dicho que allí encontraríamos alojamiento barato, pero, al llegar al barrio, descubrimos que se trataba de los antiguos doya-los minúsculos cuartitos que se alquilaban por día a los jornaleros-reconvertidos en hoteluchos baratos para los turistas mochileros. Nos metimos por unas callejuelas llenas de pequeñas cantinas donde pululaban los vagos y borrachines y, al salir de una de ellas, desembocamos en la triangular plaza que me recordó la Paradise Square (que en realidad también era triangular) de la zona de Five Points en Manhattan tal como la presentó Scorsese en Gangs of New York, aunque, luego de ver a muchos desarrapados ofreciendo en las aceras ropa y zapatos usados, medicinas y toda clase de cachivaches de dudoso origen, tuve por un momento la impresión de que no estábamos en el Japón del siglo XXI sino en la Tacora de los años ochenta.
_Aquí no me quedo ni muerta-declaró horrorizada mi chica, que le tiene miedo pánico a los borrachos. 
Mientras tratábamos de encontrar el camino hacia la estación de tren o de subway más cercana, se fue haciendo de noche y, para nuestra mala suerte (mi chica me acusaría luego de haberlo hecho a propósito), fuimos a parar a Tobita Shinchi, el barrio rojo más grande de Ōsaka y también, sin duda, el más peculiar, porque en él-de una forma que recuerda a las de la calle Reeperbahn de Hamburgo o a las del barrio de Rosse Buurt de Ámsterdam que se exhiben en vitrinas-, las prostitutas son ofrecidas en pequeños locales decorados como escenarios y abiertos a la vista de los transeúntes por sus alcahuetas o madamas que se encargan de atraer a los clientes, promocionar el talento de sus pupilas y de cerrar el trato. Mientras mi chica, escandalizada, me instaba a que nos alejáramos inmediatamente de allí, una de las viejas arpías empezó a darnos voces pensando tal vez que estábamos interesados en montar un ménage à trois...
Pero me he ido por las ramas. Les estaba contando de otra clase de apetito carnal. Volvamos a Kobe.
Antes de traerme la carne, para que no quedara ni la sombra de una duda sobre la procedencia del bistec que me iban a servir, el mozo me mostró unos papeles: se trataba nada menos que del kosekitōhon (registro familiar) de la vaca de donde procedía el corte desde 1910 (fecha en que el gobierno japonés prohibió el cruzamiento del ganado wagyū) donde-está demás decirlo-también figuraban sus ocho apellidos, y un certificado que garantizaba que había cumplido todos los requisitos: alimentada con forraje de cereal y cerveza, arrullada con música clásica y masajeada con sake y que tenía la suficiente cantidad de marmoleo y alcanzaba la puntuación cualitativa exigidas por la marca registrada.
Cuando el mozo trajo el humeante trozo de carne sobre un caliente plato de hierro fundido, me bastó oler su fragante aroma para que la boca se me hiciera agua y, durante unos segundos, me quedé como en éxtasis, con los orificios nasales muy abiertos y los ojos cerrados dirigidos hacia el firmamento como los toros después de olisquear a las vacas en celo y como ellos también pensé: “Como esto no hay en el cielo” y cuando, luego de cortar la blanda carne, me llevé el jugoso trozo a la boca y di el primer bocado, sentí un placer sólo equiparable al de un orgasmo largamente contenido o al que experimentaba cuando iba de niño a comer anticuchos donde Doña Julia, en Jesús María. A pesar de la manera severa y desaprobadora con la que me miraba, yo sabía que en el fondo mi chica estaba contenta de que alguien como yo-profundo conocedor de todo lo relativo a la industria cárnica (sólo superado por Jack el destripador) y al mismo tiempo poseedor de un refinado paladar de gourmet casi tan exquisito como el de Idi Amin Dada-tuviera la oportunidad de cometer este pecado de la carne y escuchaba con resignado estoicismo de vegetariana mis entusiastas comentarios sobre la calidad y el sabor de la misma, aunque por el exiguo tamaño del filete-como todo lo bueno-, duró muy poco. Al final, me preguntó si había valido la pena pagar cuarenta veces el precio del bistec barato que solía comer en nuestro apāto. A lo que respondí-dándomelas de conocedor-, que no había punto de comparación.
-Bueno-dijo ella-: al que quiera celeste, que le cueste.
Antes de salir del restaurante, mientras estaba buscando el baño, me metí por error en un cuarto donde había una gran cámara frigorífica. Estaba volviendo sobre mis pasos cuando en un rincón, apiladas hasta el techo, descubrí un cerro de cajas de cartón vacías similares a las que recogía cuando iba de compras al Costco que había cerca de mi apāto. Las cajas decían: “American Beef”.
Claro que cuando volví a la mesa no le conté nada a mi chica.
Después de esta experiencia, debería haber escarmentado. Pero no por nada dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Así que, cuando el petulante mozo del restaurante de Takayama volvió a hacerme la pregunta-“¿American beef o Hida beef”-, yo, sacando pecho, contesté:
-Hida beef.
Pero esta vez, por si acaso, no fui al baño después de comer, porque como dice el refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”.



jueves, 30 de julio de 2015

Durante el Obon

Durante el Obon

Hace unas noches, estábamos mi chica y yo dando vueltas en la cama amodorrados pero sin poder conciliar el sueño por el insoportable calor, cuando, para colmo de males, empezó a escucharse un golpeteo en una de las ventanas (las cuales estaban abiertas pero con unas mallas que evitan que se metan los zancudos y otros bichos). Mi chica, que, por ser cinturón negro de karate, se encarga de la autodefensa y la seguridad familiares, fue a ver qué pasaba y, apenas abrió la malla, algo empezó a volar en nuestra habitación en penumbra rozándonos la cara y produciéndonos escalofríos con su contacto. De un salto me puse de pie y encendí la luz: era nada menos que un murciélago. “¡Dios mío!”, pensé. “¡Esto sólo nos pasa a nosotros!”. Miré la hora para cuando tuviera que contarlo: eran las tres de la madrugada.
-Pero, ¿cómo se te ocurrió abrirle la malla?-le espeté a mi chica-. ¿No has visto Drácula? ¿No sabes que los vampiros no pueden entrar a la casa si alguien no los invita a pasar?
Mi chica no dejaba de gritar mientras, al mismo tiempo, empezaba a hacer una maleta para ir a pasar la noche a un hotel.
Por mi parte, yo cogí la vara con la que subí al monte Fuji con sus sellos de cada parada impresos al rojo vivo-que siempre dejo al alcance de mi mano a la hora de acostarme por si acaso entrara un ladrón-y me dispuse a espantar al intruso. No quería matarlo. Sólo quería que saliera por la ventana. Pero no fue tan fácil. Me tomó más de media hora sudando la gota gorda conseguirlo. A pesar de mis intentos por guiarlo con el palo hacia la salida (que costaron-dicho sea de paso-una lámpara y el vidrio de una vitrina), no sólo parecía molestarle la luz para volar sino que parecía firmemente determinado a quedarse. Hasta noté que-no sé si por la agitación o porque trataba de decirme algo-abría y cerraba mucho la boca. Finalmente, quizás temiendo que terminara por acertarle con el palo y dirigiéndome una última y resignada mirada, embocó la ventana y desapareció en la oscuridad.
Cuando estábamos por acostarnos nuevamente, la quietud de la noche se vio interrumpida por una sirena y poco después golpearon nuestra puerta: los vecinos habían llamado a la policía. No era para menos. Todo el vecindario había observado a través de nuestra ventana abierta-la única iluminada a aquella hora en todo el barrio-, como en un escenario, el drama que habíamos vivido y, al verme correteando por la habitación en calzoncillos esgrimiendo un palo y escuchar los gritos histéricos de mi chica, no era raro que se hubieran imaginado que se trataba de un caso de violencia doméstica (o, por lo menos, de la reconstrucción de un pasaje de "Cincuenta sombras de Grey"). Apenas abrí la puerta-sin saludar ni pedir permiso para entrar-, cuatro policías se abalanzaron sobre mí y, aunque opuse una tenaz resistencia, 5 segundos después me habían reducido y atado como a una chapana. Renunciaron a ponerme unas esposas porque por más que buscaron no encontraron mi mano izquierda. Sólo después de que mi chica les hubo relatado toda la historia-que escucharon con una visible incredulidad pintada en el rostro aunque cómodamente sentados sobre mí-, accedieron de mala gana a soltarme pero, antes de irse, me anunciaron que se llevarían el “arma contundente”. Protesté diciendo que era un recuerdo de mi ascensión al monte Fuji, pero me respondieron que era mejor prevenir que lamentar.
La verdad es que soy muy escéptico en relación a las creencias y leyendas populares, pero, por si acaso-y aunque ya estaba amaneciendo-, colgué unas cabezas de ajos en la puerta y en todas las ventanas y, después de unir dos reglas con cinta Scotch formando una cruz, la puse debajo de mi almohada y, debido a la trasnochada y a pesar del calor, pudimos por fin conciliar el sueño.
Al día siguiente, le conté la anécdota del murciélago a mi sensei de japonés y éste no se sorprendió: “Lo que pasa es que estamos en Obon y nuestros familiares fallecidos adoptan diferentes formas para visitarnos. Puede ser en forma de..., ¡qué sé yo!, una cigarra, una golondrina, una libélula o, como en tu caso, un murciélago. No te preocupes. Son familiares que vienen a visitarnos, no espíritus malignos que quieren hacernos daño. ¡Pero vaya recibimiento que le diste!”-se rió el sensei.
Aunque consideré bastante poética la explicación de mi profesor, no le di más importancia al asunto y por eso, grande fue mi sorpresa, cuando, aquella misma noche, al regresar a mi apāto y chequear mis mails, encontré uno titulado “Desde el más allá”. Lo abrí y decía:
“Ni más vuelvo a visitarte.
Lucho”.
¡Acabáramos! Había sido mi hermano mayor, que en paz descanse.
Ya decía yo que ese murciélago estaba más gordo de lo normal.

sábado, 25 de abril de 2015

Contacto en Colombia

Contacto en Colombia

No es la primera vez que me he visto obligado a tomar medidas extremas para conseguir trabajo: hace unos años-después de que se venciera mi seguro de desempleo y de haber buscado infructuosamente trabajo durante varios meses-, la necesidad me obligó a recurrir a un vecino-cuya escasez de modales y poco elegante forma de hablar, su característico peinado, la perenne expresión de perdonavidas que llevaba pintada en el rostro y su fornido cuerpo enteramente tatuado-, delataban inmediatamente que pertenecía a la célebre organización criminal de los yakuza. “Te advierto que primero tendrás que pasar por unas duras pruebas de iniciación”-me dijo cuando le expresé mi deseo de ingresar a la organización. Y que, una vez que hubiera jurado fidelidad, respeto y obediencia al código yakuza, ya no podría salirme, a no ser que fuera para irme al otro barrio. Después de pasar exitosamente por una serie de pruebas (que incluían tanto exámenes teóricos como prácticos), que el secreto profesional me impide describir detalladamente, fui aceptado en un acto solemne que se celebró con gran pompa en un lujoso hotel de Roppongi Hills durante el cual recibí muy orgulloso un puñalito simbólico que antiguamente se utilizaba para hacer el yubitsume-cortarse un dedo cuando uno fallaba en un trabajo-, costumbre que había quedado en desuso por la falta de coraje y sentido del honor de los actuales miembros de la mafia japonesa y que había sido reemplazada por el callejón oscuro, el cargamontón y el apanado.
-Ten paciencia-me dijo el oyabun mientras me hacía personalmente a la altura del corazón mi primer tatuaje: el kanji de kokoro, que, aparte del significado simbólico, tenía por objeto facilitarle el trabajo al sicario de turno, indicando la ubicación exacta del corazón, en caso de traición-. Pronto te llamaremos para un trabajo importante.
Ese “pronto” demoró, en realidad, casi un año, durante el cual me dediqué-yo, que había esperado vivir excitantes y peligrosas aventuras-, a vender yakitori, takoyaki y yakisoba en los matsuris, mientras que, paulatinamente, la superficie de mi cuerpo se iba cubriendo de coloridas y llamativas figuras que acabaron por darme el aspecto de un abigarrado ukiyoe ambulante en el que proliferaban los dragones, los tigres y las serpientes y entre las cuales destacaba, en medio de la espalda, una que desconcertó a mis compinches: un surrealista reloj blando de Dalí, y con las que me gané el respeto y la admiración de los otros miembros de la banda por mi reciedumbre para aguantar el dolor. Sólo mi compadre ñaja-ñaja (un barranquino cuyo vacilón era el graffiti y que se recurseaba pintando letreros con “letras incaicas” y decorando con machu picchus, líneas de Nazca y tumis los locales de los restaurantes y discotecas peruanos) y yo sabíamos que no eran tatuajes sino pinturas hechas con aerógrafo. Mi chica se sorprendió mucho de que de la noche a la mañana me hubiera vuelto tan vergonzoso, cuando-para que no descubriera que estaba “tatuado” de pies a cabeza-, dejé de desnudarme “en su delante”, de bañarme con ella y me mostré dispuesto a “hacerlo” sólo de noche y con la luz apagada y las cortinas bien cerradas.
Cuando el oyabun mandó decir que quería verme y me citó en su oficina ubicada en lo alto de la Torre Mori de Roppongi Hills, supe que el gran día había llegado: ¡por fin un trabajo importante!
El oyabun me recibió muy amablemente en su oficina del piso 50, desde cuyo ventanal semicircular se tenía una visión panorámica de 180 grados del centro de Tokio. Me dijo que el trabajo era simple pero muy importante: sólo tenía que ir a Colombia, recoger “algo” y traerlo a Japón. Agregó que me habían escogido porque hablaba español y porque era ligero de peso. Ya me imaginaba yo qué era ese “algo”, pero no podía negarme. Además, aprovecharía el viaje para asistir a un acto cultural con fines caritativos que mis amigos Gabo, Botero y Shakira habían organizado en el Centro Cultural Skandia, en Usaquén, al norte de Bogotá. Ante mi chica, justifiqué mi viaje diciéndole que la empresa para la cual trabajaba quería vender no sólo yakitori y takoyaki y yakisoba sino poner también puestos de café caliente y que me estaban enviando a mí para que hiciera los primeros contactos con los cafetaleros colombianos porque sabía español.
Después de recibir el “encargo” en Cali (me pusieron una especie de chaleco antibalas relleno del polvillo blanco destinado a animar la vida loca en las discotecas de Roppongi que pesaba como 50 kilos y lo forraron con una película plástica impermeable de color carne que sellaron herméticamente con un pegamento especial en mi cuello, brazos y cintura, de modo que los perros aduaneros no pudieran olfatearlo), me dirigí con grandes esfuerzos (de pesar 50 kilos, me había convertido de pronto en un gordo de 100 kilos), a Bogotá, donde me encontré con mis amigos, quienes al principio no me reconocieron. Botero, que había pensado retratarme, al ver, sorprendido, lo mucho que había engordado, exclamó frustrado: “¡Así ya no tiene gracia!”. Fuimos juntos al Centro Cultural Skandia, que quedaba en el barrio de San Patricio y, después de que Gabo leyera un cuento inédito, Botero expusiera unos bocetos y Shakira cantara Waka Waka haciendo bailar a todo el mundo, tras lo cual los tres firmaron muchos autógrafos, decidimos ir a comer algo por ahí. Gabo quería ir al Carbón de Palo, Botero a La Estampa del Chalán y a Shakira le había provocado una mousse de guanábana de Sabrosuras Pastelería Light, pero, al final, terminamos en un restaurante de pescados y mariscos de cuyo nombre no quiero acordarme-¿Pescaderías Maestre?-, donde degusté-o me disgusté-, de un “ceviche colombiano” con su tomate y palta más. Al salir, con la barriga llena, pero el corazón no tan contento, descubrí al lado un local, cuya colorida, alegre y luminosa decoración me recordó los de Toys “R” Us (¿cómo chuma harán para poner la “R” al resve?). Tenía un nombre muy extraño-Baobab o algo así- y, al parecer, era un foto estudio para niños. Iba a continuar mi camino, cuando al mirar al interior, a través de las puertas de cristal, me pareció ver un rostro conocido. Casi me desmayo al reconocerla. Habían pasado casi 30 años desde la última vez que la había visto, pero yo recordaba como si hubiera sido ayer aquella tarde del undōkai en la que, después del baile de la promoción, todos nos mezclamos y, cogidos de la mano, posamos para la foto y a mí me había tocado la suerte de estar a su lado. Varias horas después, como aún no la había soltado, ella se quejó:
-Suéltame ya, tarado. ¿No ves que ya todos se han ido y que ya se está haciendo de noche?
Como dice el refrán: “Donde hubo fuego, cenizas quedan”. De pronto, la llama de la pasión empezó a arder más vigorosa que nunca. Mi corazón enpezó a latir como loco. Traté de serenarme. La observé bien: estaba igualita. Por eso mismo, me dije, no podía ser ella. El parecido era innegable, pero, si fuera ella, habría envejecido. Sería ya una señora madura y no esta tierna jovencita que, enfundada en una malla multicolor que hacía juego con la decoración y sobre unos tacones de aguja No. 20 (misma Lady Gaga), iba de un lado a otro con una sonrisa irresistible y una paciencia infinita atendiendo a sus pequeños clientes. Era increíble que 30 años después todavía me asaltara su recuerdo. Me acordé de aquellos versos del Poema 20 de Neruda:
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Mis amigos, que ya se habían adelantado, me llamaron. Me alejé de allí preguntándome dónde estaría, qué habría sido de su vida...
Poco después, mientras esperaba un taxi, después de despedirme de mis amigos, dos aspirantes a sicario me cuadraron y, como me resistí, uno de ellos me hizo un tajo en el abdomen con su cuchillo y, al ver salir el valioso polvo blanco, abrió los ojos de sorpresa y luego, después de humedecerse con la lengua la punta del dedo y llevárselo a la boca, saltó de alegría y le dijo algo a su compinche, quien lanzó un largo silbido y pronto aparecieron tres individuos más con sendos cuchillos y en pocos minutos me aligeraron de mi carga dejándome desnudo de la cintura para arriba.
Cuando regresé a Japón y le expliqué lo sucedido al oyabun, éste casi me parte en dos con una katana. “¿Sabía cuántos oku de yenes valía esa remesa?”. Pero, gracias a Dios, se contuvo y me dijo que me daría otra oportunidad: viajaría nuevamente. Sin embargo, por haber fallado, merecía un castigo. Al escuchar esto, sus esbirros se frotaron las manos preparándose para el apanado. Pero yo me adelanté y le dije al oyabun que en prueba de mi arrepentimiento, como señal de respeto y para agradecer su generosidad por haberme perdonado la vida, yo quería, como mandaba la antigua usanza, ofrecerle un dedo. Todos me miraron admirados. Le rogué que me concediera tiempo hasta el día siguiente para prepararme anímica y espiritualmente. El oyabun no sólo me lo concedió sino que hasta me puso de ejemplo ante sus hombres. Apenas salí del cuartel general de los yakuza, me comuniqué con Olluco-un amigo de mi compadre ñaja-ñaja del que se decía que era el único que tenía koseki de Manco Cápac-que trabajaba cortando muertos en un crematorio de la ciudad de Yamato y le dije que necesitaba urgentemente un dedo meñique. Esa misma tarde me lo entregó envuelto en un pedazo de papel periódico. Sin verlo-porque me daba asco-, lo envolví en un fino pañuelo de hilo blanco y, al día siguiente, me presenté ante el oyabun, quien me condujo hasta una mesa baja como un kotatsu donde ya estaba todo preparado para la ceremonia del yubitsume. Apoyé la mano izquierda sobre una tabla como las que se usan para picar carne, la tapé con una servilleta blanca de tela para que no salpicara la sangre e hice el ademán de cortarme el dedo mientras fingía hacer un gran esfuerzo para aguantar el dolor al mismo tiempo que pinchaba la bolsita de ketchup que tenía preparada y embadurnaba con su contenido el dedo que había llevado envuelto en el pañuelo. Me acerqué al oyabun y se lo ofrecí, después de hacer una profunda reverencia. El oyabun me lo recibió evitando mirarlo y, con una mal disimulada mueca de asco, inclinó ligeramente la cabeza en señal de que aceptaba mis disculpas. Con un gesto, indicó a uno de sus hombres que se llevara el dedo y a otro le dijo que me sirviera un vasito de sake. Levantando nuestros vasos, brindamos en silencio. Apenas terminamos de beber, pedí permiso para retirarme. Mientras me alejaba, vi que el hombre que se había llevado el dedo aparecía corriendo y que le decía algo al oyabun, quien inmediatamente ordenó a gritos que me detuvieran, pero logré escaparme por un pelo. No entendía cómo me habían descubierto. ¿Qué había sucedido?
Esa noche le invité unas chelas a Olluco para agradecerle por lo del dedo y, mientras me preguntaba cómo habían hecho los yakuzas para descubrirme, casi lo mato cuando me dijo que el dedo que me había dado pertenecía a un africano.


domingo, 19 de abril de 2015

Buscando trabajo

Buscando trabajo

Si ya es bastante complicado para un joven apuesto y bien preparado encontrar en el competitivo mundo actual un puesto de trabajo, imagínense lo que será para alguien como yo que está a punto de cumplir la cincuentena, que en su currículum sólo puede poner poco más que su foto (foto que denota además una no muy buena presencia y que algunos hasta confunden con su huella digital), que es un extranjero casi analfabeto buscando trabajo en el xenófobo mercado laboral japonés y que, encima, todas las mañanas, para levantarse de la cama, sólo puede apoyarse en su mano derecha. Les aseguro que es una misión casi imposible, porque-si bien es cierto que hasta antes del accidente yo era conocido gracias a mis polifacéticas habilidades como Javier Almighty Takara-, ahora-para los empleadores-, al parecer, no sirvo ni como trabajador manual ni como intelectual.
En la última entrevista de trabajo a la que había acudido antes de tener la mano biónica-respondiendo a un aviso que decía: “Se necesita una persona muy hábil y rápida con las manos”-, declaré que yo con una sola mano podía trabajar tan rápido como si tuviera dos. El jefe de personal me dijo que lo sentía mucho, pero que necesitaba una persona que tuviera dos manos y pudiera trabajar tan rápido como si tuviera tres. No se animó a contratarme ni siquiera cuando resalté como una ventaja inigualable frente a los otros aspirantes-por el gran ahorro que significaría para la empresa-el hecho de que yo gastaría la mitad de guantes que los demás trabajadores.
Y la cosa no mejoró mucho cuando por fin recibí la mano biónica, porque, aunque ésta puede aventajar a la mano natural en asuntos puntuales como cascar nueces, estrujar una lata de bebida hasta dejarla como un churro o dejarle la mano hecha puré a alguien que no te cae bien y que te dice; “A ver, aprieta duro”; en general, no se puede comparar de ninguna manera con la versátil capacidad de la mano humana, sobre todo, en asuntos delicados y de importancia vital como, por ejemplo, acariciar a una mujer.
Después de haber sido rechazado en innumerables entrevistas-en algunos casos simplemente por ser extranjero, en otros por pasarme de maduro, en otros por ser analfabestia en japonés, en otros por federico y en todos los casos por ser, además, inválido, discapacitado, minusválido o bueno para nada-, revisando una mañana una revista de empleos de distribución gratuita llamada Town Work-que había recogido en el supermercado del barrio-, encontré un aviso que llamó poderosamente mi atención. Decía: “Trabajo fácil y liviano: sólo hay que apretar un botón”. Pensé que era el típico anuncio engañabobos y que se trataba en realidad de un duro trabajo en fábrica operando alguna máquina, pero leyendo más detenidamente el anuncio, me enteré de que el trabajo era de ascensorista y no de cualquier edificio sino del local principal de la tienda por departamentos Isetan. ¿No era el trabajo ideal para mí? No había que cargar peso ni se requería una gran habilidad manual ni rapidez. Lo único que había que hacer era preguntar al usuario el número del piso en el que deseaba bajar, oprimir el botón correspondiente y listo: cualquiera lo podía hacer. Es cierto, eso de estar subiendo y bajando todo el santo día debía hacer que nuestra masa encefálica rebotara dentro del cráneo entre su base y la tapa como si estuviera dentro de una coctelera, algo que a la larga algún perjuicio debía causar al cerebro y también que aquel trabajo no era el más adecuado para una persona con el alto coeficiente intelectual, el dilatado bagaje cultural, la fértil creatividad y la hipersensibilidad artística de Yoni Pacheco, pero, como decía Shakira-la colombiana que conocí en el hospital y que se ganaba el pan con el sudor no precisamente de su frente-: de algún modo había que ganarse los fríjoles. Entusiasmado, llamé inmediatamente, pero grande fue mi decepción cuando el encargado me dijo que el aviso estaba dirigido exclusivamente a las mujeres. Yo, que ya me hacía trabajando en el elegante ambiente de Isetan, me había quedado con la mirada perdida en el vacío, cuando-en el estante de libros que tenía enfrente-mis ojos enfocaron una foto en el canto de un viejo cassette de VHS: Dustin Hoffman vestido con traje de noche rojo y de fondo la bandera de los Estados Unidos. Era Tootsie, una de mis películas favoritas. Entonces se me prendió el foco. Pero, claro, ahí estaba la solución: si el narizón de Dustin Hoffman había podido hacerse pasar por una mujer, ¿por qué yo no?
No hacía mucho había visto la película “Her” y, sin pensarlo dos veces, volví a llamar al número del anuncio, pero esta vez lo hice imitando la sensual voz de Scarlett Johansson. El encargado me contestó con un tonito muy acaramelado y me dio cita para esa misma tarde, a las tres. El problema ahora era: ¿cómo hacía para disfrazarme de mujer? Entonces me acordé de Fito, un espigado muchacho argentino al que había conocido en mi vía crucis por las fábricas japonesas y con el que me había vuelto a encontrar hacía pocas semanas en la puerta de la estación de Minami-Rinkan, después de no habernos visto durante por lo menos 10 años (encuentro que para ambos había sido traumático: para él, por verme manco y, para mí, por verlo vestido de mujer). Qué duda cabía que los designios del Señor eran inescrutables: este muchacho que-cuando lo conocí-soñaba en convertirse en futbolista profesional, que no se perdía nunca la pichanguita de los fines de semana con los muchachos de la fábrica y que hablaba de fútbol con la pasión y la sabiduría con las que sólo saben hacerlo los argentinos, trabajaba ahora cantando y bailando, vestido de geisha, en el Newhalf show de un cabaret de Shinjuku.
-Pero, che, ¿vos sos boludo o te hacés?- me aclaró con su perdonavidas tonito porteño-. Lo del fútbol era sólo para ver a la muchachada en pelota.
Por otro lado, la verdad es que no estaba nada mal: un par de pechereques como se pide chumbeque y un ta bien culantro pero no tanto bastante apetecible. Lo que no podía entender era cómo hacía para cantar con aquella voz de narrador de fútbol argentino hasta que Fito me explicó que era pura finta, que sólo hacía fonomímica. No pudimos conversar mucho porque lo había pescado camino a su trabajo, de modo que, entre otras cosas, no me enteré si bajo el acampanado vuelo de su corta falda aún colgaba el badajo. Me había dado su tarjeta de presentación, un par de entradas gratis para su show y, después de ofrecerme la mejilla para que la besara, lo vi alejarse y subir las escaleras de la estación contoneando sus caderas como si lo hiciera al ritmo de Wipe Out de The Surfaris (como Jennifer Grey en Dirty Dancing). Me había deshecho de las entradas apenas se marchó, pero, felizmente, había conservado su tarjeta: la encontré en uno de los compartimientos de mi billetera. Lo llamé y le conté mi problema. Me dijo que no me preocupara, que conocía a alguien que podría ayudarme y me dio un número de teléfono.
Llamé y pregunté-como me había indicado Fito-por María José pensando por el nombre que era una mujer, pero me contestó una varonil voz con acento español. Me dijo que acaba de recibir un mensaje de Fito, que estaba dispuesto a ayudarme y me citó en la salida principal de la estación de Shinjuku, donde, por una feliz coincidencia, también quedaba el local principal de la tienda por departamentos Isetan donde se realizaría mi entrevista de trabajo.
Lo primero que hizo María José cuando nos encontramos en Shinjuku fue felicitarme por haberme animado a salir del armario y, aunque le aclaré que quería disfrazarme de mujer sólo por motivos laborales, no pareció quedar muy convencido. Al igual que su vozarrón, su varonil aspecto-se parecía un poco al futbolista Sergio Ramos-en nada dejaba sospechar que se le escapaba el aire. Vestía sencillamente: noté que toda su ropa era de la marca española Mango. Mientras me guiaba por las callejuelas de Shinjuku, que parecía conocer como la palma de su mano, me contó que hacía mucho que estaba en Japón y que, aunque ya había perdido su esbelta silueta y lucía ahora, como la mayoría de los cuarentones, una redondeada cintura de huevo, había sido bailarín y enseñado flamenco en una afamada escuela de danzas de Tokio. También había trabajado como profesor de español en la Berlitz Japan y puesto después un pequeño restaurante de comida española llamado Pa’ ella y Pa’ el, cuya especialidad-cómo no-era la paella, pero donde también se podía degustar-algo más raro en Japón-lo mejor de la comida andaluza, como unos huevos a la flamenca, un pescaito frito o un gazpacho andaluz, y donde los fines de semana ofrecía shows en vivo en los que él mismo cantaba y bailaba, y al que acudían sus ex alumnos de flamenco y español. Finalmente-la vida daba muchas vueltas-, había terminado por convertirse en el estilista más reputado de Shinjuku 2-chōme, el internacionalmente conocido barrio gay de Tokio famoso por tener la mayor concentración de bares gay del mundo. Para ser atendido en su centro de estética y belleza El Macho Menos-donde sus musculosas “muchachonas” trabajaban al ritmo de Macho Man de Village People-había que hacer la reservación con varios meses de anticipación. Pero María José me condujo directamente a la sala VIP del quinto piso de su edificio-que estaba decorada con pósteres de las películas de Almodóvar-donde atendía personalmente a sus clientes más importantes y, antes de empezar a trabajar en mi transformación-como buen hijo de la Movida Madrileña que era-, puso para animar el ambiente rock español de los ochenta.
Primero me cortó el pelo muy corto y me afeitó, luego me depiló casi hasta hacerlas desaparecer mis tupidas cejas okinawenses y con un lápiz volvió a dibujarlas imprimiéndoles una seductora curva, después de lo cual me tarrajeó la cara hasta que quedó tan lisa como cuando tenía 12 años (antes de que el acné convirtiera mi cutis en algo parecido a la superficie lunar) y me puso un poco de rubor bajo los pómulos para que no se viera tan paliducha y también para adelgazarla un poco- mientras por los parlantes salía la canción de Mecano “Maquillaje”:
“Sombra aquí y sombra allá
maquíllate, maquíllate...”
Después me delineó los ojos, me puso unas largas pestañas postizas y las embadurnó de rímel y finalmente me puso unas sombras para ojos que les dieron un aire misterioso.
-Miarma, con esa mirada matadora no habrá tío que se te resista.
Luego me encasquetó una peluca de largos, brillantes y ligeramente ondulados cabellos negro azabache-tan negros que lanzaban reflejos azulados y que-según María José-estaba hecha con auténticos pelos de gitana importados del sevillano barrio de Las Tres Mil Viviendas.
-Joder, quillo, qué lástima que tengas tan poca nariz sino estarías exacto a la Pe-exclamó María José  orgulloso de su arte.
Me observé en el espejo: yo no estaba tan seguro de que mi parecido con Penélope Cruz fuera tan extraordinario; pero, por la cantidad de maquillaje, una p sí que lo parecía.
Como el protocolo de la tienda exigía el uso obligatorio de falda, tuve que depilarme las piernas-lo más peludo que tengo-, aunque tomé la precaución de guardar los pelitos-como había hecho también con los de las cejas- para volver a pegármelos más tarde antes de regresar a mi apāto, porque, a estas alturas del partido, mi chica-que no aguanta pulgas-no me iba a atracar que me hubiera dado por volverme metrosexual (que no es, por si acaso, tenerla de a metro sino la tendencia masculina a preocuparse exageradamente por el cuidado personal y la apariencia física ejemplificada por el metrosexual por antonomasia: el futbolista David Beckham) y mucho menos que me travistiera para ir a trabajar. ¡Ay de mí si se enteraba!
María José me prestó también un calzón levanta poto con cámara inflable incorporada que permitía regular el volumen del trasero a voluntad en una escala que iba desde un discreto tamaño Keira Knightley hasta el máximo posible: el Jennifer López size, unos sostenes con relleno de silicona a prueba de balas con los que podías hacerle la competencia a Sofía Vergara, unas pantis negras, una blusa blanca y un traje sastre con una falda más ceñida y corta de lo normal que con los rellenos me quedaba al cuete (muy entusiasmado, María José había sacado primero un traje de flamenca rojo con lunares blancos y un mantón de Manila que más parecía un capote con el cual hizo un par de verónicas muy toreras, pero tuve que recordarle-cosa que lo entristeció-que yo estaba yendo a una entrevista de trabajo y no a la Feria de Abril). Por último, hizo que me calzara unos zapatos de tacones muy altos (“para que te levanten más las ancas, criatura”) y yo, que no había vuelto a usar tacos desde los makarios con tacos de 10 centímetros de mi adolescencia ocultos por mis amplios pantalones palazzo, tuve que ejercitarme con paso titubeante por más de media hora antes de llegar a caminar como una modelo de pasarela.
Ya camino al lugar de la entrevista había tenido pruebas del milagro obrado por María José-los hombres se quedaban mirándome con la boca abierta, se volteaban sin disimulo para mirarme el trasero, un conductor estuvo a punto de chocarse por seguirme con la mirada-, pero sólo cuando llegué al local de la elegante y exclusiva tienda por departamentos Isetan y sentí cómo el jefe de personal me comía con los ojos y vi cómo se le caía la baba apreciando mis exuberantes atributos, fui consciente de lo que eran capaces de hacer un poco de maquillaje y algo de relleno.
El jefe de personal-un viejo verde que apenas me tuvo al alcance de sus desvergonzadas manos me pellizcó el poto como acostumbrado a comprobar el grado de potabilidad de las futuras empleadas-me dijo que, aunque era un poco madurita, serviría, especialmente para las primeras horas de la mañana, horario en el que acudían a comprar muchos ancianos algunos de los cuales se sentían intimidados por las empleadas demasiado jovencitas y que mi conocimiento del español podría suponer una gran ventaja con los clientes extranjeros, sobre todo, de cara a los próximos juegos olímpicos a celebrarse en Tokio (“si es que aún estaba viva la viejita” me contaron que había comentado el supervisor de las ascensoristas, quien-como la mayoría de mis compañeras de trabajo-se puso celoso por el trato de favor que recibía por parte del jefe de personal). Para disimular la prótesis, me había puesto unos largos guantes de algodón que me llegaban hasta por encima del codo cuyo uso justifiqué aduciendo tener una fea cicatriz causada por una quemadura con agua caliente, pero el viejo libidinoso ni se preocupó por ello ocupado como estaba en observarme el pecho y las piernas.
Tenía que ir muy temprano al establecimiento de María José para que me maquillara, me pusiera la peluca y me ayudara a vestirme y volver en las tardes, después del trabajo, para quitarme la peluca, lavarme la cara, ducharme, pegarme los pelos de las cejas y las piernas y cambiarme, para poder regresar a mi apāto antes de que mi chica volviera del trabajo.
-¿Qué te pasó en la cabeza?-se sorprendió al verme la primera noche.
Le dije que había ido a una de esas peluquerías económicas en las que te cortaban el pelo en 10 minutos por 1000 yenes y que me había tocado un principiante.
Luego, durante la cena, se me quedó mirando y comentó:
-Tus cejas cada día se parecen más a las del abuelo de los Monsters.
Los primeros cinco días me enseñaron a dar la bienvenida, agradecer y despedirme de los clientes en lenguaje honorífico así como todas las fórmulas de cortesía y etiqueta comercial y los gestos y posturas que las acompañaban, haciendo mucho hincapié en la forma y el ángulo en que uno debía inclinarse para reverenciar a los clientes, ya que-como es bien sabido-aquí, en Japón, el cliente es Dios. También me enseñaron todo lo concerniente al funcionamiento del ascensor y qué debía hacer en caso de emergencia. Hasta recibí un cursillo acelerado de primeros auxilios que no entendí por qué el jefe de personal se empeñó en impartírmelo personalmente hasta que llegó el momento de aprender a hacer la respiración artificial boca a boca y el masaje cardíaco, que el viejo mañoso aprovechó para meterme un chape con lengua y ganarse con mis tetas. Una vez que hube terminado mi entrenamiento, me dijeron que descansara el sábado y que el domingo-el día más ocupado de la semana-sería mi prueba de fuego. Si la pasaba, empezaría oficialmente el lunes.
El domingo tuve la oportunidad de comprobar en carne propia lo que ya me habían advertido mis compañeras: el flujo de gente era tan constante que no se podía ni respirar. La marea de viejos encopetados y viejas petulantes era interminable. ¿De dónde salía tanto carcamal? Por turnos, para que las demás chicas pudieran tomar su descanso de diez minutos cada dos horas o ir al baño, una hacía de volante y, si ésta estaba ocupada, como último recurso, podíamos recurrir al supervisor que siempre estaba por los alrededores vigilándonos. Pero ahora hasta él había desaparecido. Llevaba ya bastante tiempo con ganas de ir al baño y no aparecían ni la volante ni el supervisor. ¿Y ahora qué hacía? Aunque la primera regla decía que el servicio no se abandonaba ni muerta, no pudiendo aguantar más, fui corriendo al baño y una vez adentro, apenas si tuve tiempo de levantarme la falda frente al urinario. Cerré los ojos mientras sentía un gran alivio y cuando volví a abrirlos me di cuenta de que no estaba solo, de que alguien orinaba a mi lado. Sólo en ese momento me di cuenta de que en mi desesperación por llegar a tiempo, en vez de entrar al baño de damas, me había metido al de caballeros. Presintiendo una desgracia, me volví lentamente: era el jefe de personal, quien al reconocerme, abrió mucho los ojos y se quedó mudo de la impresión. Me miró a la cara con incredulidad y luego allá abajo, volvió a mirarme a la cara y otra vez abajo, y, como yo-no sabiendo qué hacer-me la seguía sacudiendo maquinalmente, se quedó subiendo y bajando la cabeza-como si estuviera asintiendo-al ritmo de mis sacudidas mientras seguía con una mirada estupefacta las oscilaciones del cuerpo del delito.
Ni yo mismo sé cómo conseguí salir vivo de allí. Lo que sí sé es que-aunque el 2020 no estaré en Isetan como quería el jefe de personal-tal vez sí pueda participar en los Paralímpicos de Tokio en la carrera de 400 metros con vallas con falda y sobre tacones de 15 centímetros, y que, aunque no pude cobrar la semana trabajada y vuelvo a estar desempleado, en vez de quejarme, debería dar gracias a Dios, porque, al menos, no se enteró mi chica.




lunes, 13 de abril de 2015

Yo fui ambulante

Yo fui ambulante

Ahora que estoy desempleado y que es tan difícil encontrar trabajo, he sentido una vez más la tentación de “ganarme alguito” de vendedor ambulante, pero el recuerdo de mi estrepitoso fracaso hace más de 15 años, me disuade de ello. Aquella vez, me había dicho que, si por la estación de Shinjuku pasaban tres millones y medio de personas al día, no era descabellado pensar que unas veinte personas (sólo el 0.0005%), me comprara algo. No hacía mucho, a mi chica le habían mandado de Perú unos aretes artesanales muy bonitos. Estaban hechos con semillas, conchas, espinas, piedras no preciosas y todo tipo de materiales naturales. Se veían muy exóticos. Pensé que harían furor entre las kōkōsei. Puestos aquí, con los gastos de envío incluídos, me costaban unos 500 yenes cada par. Calculé que, si conseguía vender 20 pares a 1000 yenes cada uno, ganaría 10000 yenes, casi lo mismo que en una fábrica.
Sin embargo, no era tan fácil.
El primer día estuve parado desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde y no vendí nada. Ya me iba a ir, cuando llegó Caupolicán, también conocido por su flacura y su rala barba como Jesucristo Pobre, un trotamundos chileno que se ganaba la vida vendiendo quenas por todo el mundo, y me dijo: “Los peruanos son unos huevones, mi hijo. Nosotros les hemos robado el Pisco sour y el cebiche y mira: yo vendo quenas y tú aretes”. Le bastó darme una ojeada para saber por qué no había vendido nada. Me dijo que, si quería vender algo artesanal en la calle, tenía que cambiar de look, debía disfrazarme de indio o de hippie. Así que esa noche-después de sufrir las burlas de mi chica por no haber vendido nada-, saqué de su encierro el poncho y el chullo que me habían servido para darle la sorpresa a mi chica en Narita cuando regresé de Perú y, al día siguiente, fui con mi nuevo look-chullo, poncho colorinche, yanquis, una zampoña colgada del cuello-, y me instalé en el mismo sitio del día anterior. Había llevado unos alicates y unas pinzas para hacer la finta que estaba armando los aretes. Pero igual no vendí nada. Caupolicán llegó al atardecer y se rió a carcajadas al verme: el hábito no hacía al monje. No se sorprendió cuando le dije que no había vendido nada. Me dijo que el problema era mi cara. “¿Qué pasa con mi cara?”, le dije. “¿Tan feo soy?”. Me dijo que no era eso sino que tenía cara de japonés y por más que me disfrazara no iba a pasar por un indio. Para probarme que todo se debía a la pinta, al día siguiente, cambiamos de puesto. Él se puso a vender los aretes y yo las quenas. En menos de dos horas, vendió más de veinte pares de aretes y yo no vendí ninguna quena (él, en un par de horas, vendía 5 quenas a tres mil yenes y ganaba dos mil por cada quena; o sea, diez mil yenes en total). La noche anterior ya me había advertido sobre los policías y esa noche me estaba diciendo que también tuviera cuidado con los yakuzas, cuando en ese preciso momento, sentí unos golpecitos en el hombro y, al girarme, me encontré con dos mafiosos. “¿Cuánto vendes al día?”, me preguntó el que parecía el jefe. “¡Pero si hasta ahora no he vendido nada!”, me quejé. Ambos matones miraron mi mercancía, me miraron a mí y luego se partieron de la risa. “Me pregunto si habrá alguien tan tonto para comprar esta basura!, reflexionó el que mandaba y luego me dijo: “Como no has vendido nada, sólo te cobraré 1000 yenes”. Estuve en total un mes desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y no vendí ni un solo arete. Caupolicán llegaba, vendía sus 5 quenas, cerraba su chiringuito y me esperaba hasta que terminara para tomarnos un trago antes de que tomara mi tren. A veces teníamos que escaparnos de la policía y todas las noches, sin falta, aparecían los yakuzas para cobrar sus mil yenes. “No te cobramos más, porque estamos seguros de que no has vendido ni uno”, se burlaban antes de irse.
A pesar de lo ocurrido, aún no renuncié a ganarme la vida de esta manera, pero una vez que me hube convencido de mi estrepitoso fracaso como vendedor ambulante en la estación de Shinjuku, Caupolicán, que conocía el mercado callejero japonés como la palma de su mano, me recomendó ir a Harajuku. Aunque me advirtió que mi objetivo no serían las Gothic Lolitas, los punks o los rocanroleros que bailaban al lado del Yoyogi kōen sino las chicas pitucas de la Aoyama Gakuin Daigaku que, después de sus clases, bajaban callejeando desde Omotesandō hasta Harajuku antes de regresar a sus casas. Caupolicán me aconsejó que me instalara en Omotesandō dōri, a la altura de la Tokyo Union Church, porque frente a la puerta de la iglesia cristiana tanto la policía como los yakuzas eran más permisivos. Omotesandō dōri, aunque ya por entonces era conocida como los Champs-Elysées de Tokio y era el lugar donde la gente bohemia y esnob iba a pasear bajo sus árboles o a tomar algo en sus cafés con mesitas al aire libre-pobre imitación de los de París-, aún no se había convertido en la meca del glamour y la elegancia que es ahora ni en la avenida donde las marcas famosas pondrían sus lujosas tiendas una vez que salió Omotesandō Hills. Que yo recuerde, apenas si estaba el Oriental Bazaar-donde alguna vez compré algún omiyage para mandar a Perú-, y en la misma avenida, yendo hacia Harajuku, en la esquina con Meiji dōri, Condomania, la tienda especializada en condones donde podías encontrarlos de toda clase: desde los ya clásicos condones con sabor a frutas (¿para qué? ¿alguien podría explicármelo?), pasando por los psicodélicos, luminosos, con crestas y protuberancias estimulantes, orgánicos (hechos de tripa), hasta unos con hueco para los que les gusta el riesgo y la aventura (la primera vez que fui pensé que por fin allí encontraría unos de mi talla, pero, cuando, con el dedo índice y el pulgar ligeramente separados, le indiqué el tamaño a una de las vendedoras, me dijo que todavía no habían salido los condones para bebes, así que me tuve que resignar a seguir usando dedales de goma), y “El Pollo Loco”, donde podías comer lo más parecido a un pollo a la brasa que se podía encontrar en Japón en ese tiempo.
Como ya había fracasado tratando de pasar por indio, esta vez adopté un aspecto entre hippie y rastafari bastante llamativo. Las chicas de la Aoyama Gakuin pasaban, se detenían a mirar un momento, alguna hasta me pidió permiso para tomarnos una foto juntos y, en un par de ocasiones, con un par de ellas que estaban estudiando en la facultad de arte y literatura y que me habían sorprendido leyendo La casa verde o una biografía de Van Gogh, nos enzarzamos en un debate sobre Vargas Llosa o el impresionismo, pero luego todas seguían de largo y nadie me compraba nada. Hasta hubo una señora ya mayor, elegante, muy bien conservada y bastante ebria que me abordó con propósitos indudablemente equívocos y a la que tuve que aclararle que yo no estaba en venta.
Me quejé con Caupolicán de mi mala suerte y éste me dijo que, como parecía que lo de las ventas no era mi fuerte, debíamos pensar en otra cosa. Fue así como se le ocurrió que me volviera adivino.
-¿Adivino yo?-le dije cuando me lo propuso. ¡Pero si ni siquiera sé lo que voy a comer más tarde!
-No te preocupes-me tranquilizó-. Lo único que tienes que hacer es aprender a escribir unos cuantos kanjis.
Kanjis!-exclamé sin entender la relación.
-Sí-confirmó él-. Los kanjis de amor, salud, dinero, suerte...
-¿Y qué tienen que ver los kanjis con volverme adivino?-quise saber.
Entonces Caupolicán me lo explicó: esta vez tendría que adoptar un aspecto “esotérico” e instalarme en la calle con una mesita, un tétrico lamparín forrado con celofán rojo, una resma de papel grueso y barato, un pedazo de carbón, una botella llamativa (usé una de esas botellas de pisco Inca en forma de huaco que tenía en mi apāto) y un letrerito con la palabra “uranai” (adivinación). Cuando la víctima...este...perdón, quise decir el cliente, cuando éste solicitara mis servicios, tomaría un trago de ayahuasca (en realidad ginger ale Canada dry), fingiría entrar en trance y en este supuesto estado escribiría un kanji, el de amor, por ejemplo: luego, fingiría volver en mí mismo y no acordarme de nada, así evitaría tener que asumir la responsabilidad de la predicción y sólo me limitaría a sugerir que si había salido el kanji de amor era porque el cliente sería afortunado en el amor. Pensé que no funcionaría, pero, contra toda probabilidad, inexplicablemente, no había transcurrido aún una semana cuando ya la gente hacía cola delante de mi mesita. Para evitar aglomeraciones y que mucha gente esperara en vano y se quedara sin ser atendida, puse un cuaderno para que la gente hiciera su reservación. Sólo el primer día, la gente reservó citas para los próximos tres meses. Algunas personas adineradas y poderosas solicitaron mis servicios particulares, pero, como yo no había conseguido aprender a escribir ningún kanji y para poder hacerlo los había escrito en grandes caracteres en la pared-como si fueran un grafiti-, de donde los copiaba con trazo tembleque sin que nadie se diera cuenta amparado en mis perennes anteojos oscuros, no era capaz de obrar el milagro en otro lugar.
Trabajaba desde las diez de la mañana hasta las diez de la noche y sólo paraba unos minutos para comer algo o para ir al baño. Atendía a unas cien personas diarias y por cada consulta sólo cobraba mil yenes (Caupolicán me reprendió por cobrar tan barato). Aún así, todas las noches regresaba con la mochila llena de billetes y en mi apāto se estaba juntando tanto dinero que ya parecía la Casa de la moneda.
Pronto, otros adivinos empezaron a imitarme dando inicio a lo que las revistas sensacionalistas y los programas de moda bautizaron como el fenómeno de los “karisuma uranai”, que, en realidad, no eran más que otros jóvenes vagonetas como yo, que se limitaban a decirle a la gente lo que ésta quería escuchar. Pero yo no me preocupé por la competencia, porque, a pesar de la creciente proliferación de adivinos, mi clientela no disminuía.
Todo iba viento en popa hasta que al cabeza de la “familia” yakuza que controlaba la zona-un poderoso hombre de negocios-, se le antojó solicitar mis servicios. Una noche, cuando acababa de atender a mi último cliente del día, una enorme limusina negra con las lunas polarizadas se detuvo con un gran chirrido de frenos, bajaron cuatro tipos enternados, con lentes oscuros y grandes como sumotoris, y, ante la estupefacción de la gente que pasaba por allí en ese momento, me levantaron en peso con toda mi parafernalia y me introdujeron en el vehículo, cuyo interior era tan amplio como una casa. En el camino, me informaron que su jefe-el yakuza más poderoso de la zona-,  requería mis servicios, que éste tenía muy malas pulgas y me advirtieron que, por mi propio bien, mi pronóstico fuera de buen agüero, por que él mantenía la antigua usanza de matar a los portadores de malas noticias. No querían verse obligados a sembrarme en el fondo de la bahía de Tokio con una base de concreto en los pies. Poco después, de la misma abrupta manera, me introdujeron en un galpón abandonado desde el cual se veía el Rainbow Bridge. En medio del amplio local-completamente vacío-, esperaba sentado un hombre que, cuando me descargaron frente a él, pude darme cuenta de que tenía un gran parecido con el actor Toshiro Mifune.
El hombre se limitó a ordenarme con una voz grave y perentoria:
Hayaku yare!
Con mano temblorosa cogí la botella, bebí un largo trago de la falsa ayahuasca, hice la finta de entrar en trance poniendo los ojos en blanco y me revolví en mi asiento como si estuviera poseído por el demonio. El hombre me miraba fijamente esperando que escribiera su kanji. Busqué con la mirada mis modelos en la pared para copiarlos y sólo al no hallarlos recordé que no estaba en mi sitio. ¡Estaba perdido! ¡Sin mis modelos, nunca podría escribir un kanji! El hombre parecía impacientarse. Su mirada era tan penetrante que pensé que me leería el pensamiento. Haciendo de tripas corazón, traté de recordar el kanji de dinero, que-supuse-era lo que más le interesaba, pero me confundí y, sin querer, escribí el de muerte.
El hombre primero pareció no impresionarse, pero luego se puso de pie, me señaló y les gritó a sus hombres:
-¡Mátenlo!
Tuve que correr para salvar la vida: perseguido por los cuatro hombres, llegué a unos muelles y, al quedar acorralado, no me quedó más remedio que arrojarme a las frías aguas y no sé cómo-porque yo no sé nadar-, llegué a lo que ahora es Odaiba y que en aquellos días recién estaba en construcción.

Después de eso-para felicidad de mi chica-, se me quitaron las ganas de volverme ambulante y ahora, cuando voy a Omotesandō dōri, me disfrazo, por si acaso.

miércoles, 8 de abril de 2015

Doctor honoris causa

Doctor honoris causa

Mientras que la mayoría de mis ex compañeros de promoción del colegio exhibe con merecido orgullo y debidamente enmarcados sus diplomas de bachiller, licenciado, máster o hasta de doctor en las paredes de sus elegantes bufetes, de sus bien iluminados estudios, de sus pulcros consultorios, de sus modernas oficinas, o, si no ejercen, para consolarse pueden pegarlos junto a la licencia de funcionamiento de su puesto en el mercado, en la parte posterior del respaldar del asiento de su taxi o junto a la foto de su esposa y de sus hijos en la puerta de su locker de la fábrica, o, aunque los tengan refundidos o se hayan traspapelado entre otros documentos inútiles, pueden al menos sentir la satisfacción y sacar pecho de haber cursado estudios superiores y poseer un grado académico, yo a duras penas si puedo mostrar-para probar que alguna vez pisé la universidad-, mi carnet universitario, que ni siquiera fue obtenido por la vía ortodoxa.
Aquel verano de 1983, mientras mis ex condiscípulos se preparaban para el examen de admisión en academias preuniversitarias como la Trener o la San Ignacio de Loyola, yo, siguiendo el consejo de mi hermano mayor-que en paz descanse (está de vacaciones en Hawai)-, que en ese tiempo era lo que por aquel entonces se conocía como un “alumno vitalicio de San Marcos”, quien me dijo que para qué iba a perder mi tiempo yendo a una academia-que eran puro negocio-, si podía-aunque siguiendo un método no tradicional, es cierto-, convertirme en un alumno de facto, lo pasé en la playa soleándome, comiendo cebichito bien picante y refrescándome con unas chelitas bien al polo mientras leía a mis autores favoritos y, cuando llegó la hora del examen, recomendado por mi hermano, fui a “El país de las maravillas”, una imprenta ubicada en la cuadra 10 del jirón Azángaro, en el centro de Lima (cuyo dueño, que respondía a los apelativos de “Monseñor Bambarén”, “Don Trucho” o “San Trafa”, se jactaba de tener la habilidad para confeccionar los más verídicos y auténticos títulos de propiedad de Machu Picchu para vendérselos a los turistas despistados, de poder fabricar con lana el testamento de Manco Cápac con la misma habilidad que el más veterano quipucamayoc inca para quienes quisieran reclamar su herencia (por cierto, ahora podría pasar por inca: Manco Takara) , de improvisar la letra de Pizarro y de ser capaz de imitar con una perfección que superaba la del original-o crearlo de la nada si éste no existía-, cualquier documento, manuscrito o impreso, público o privado, con sus sellos, firmas y hasta huellas digitales, si era necesario), y, por un precio módico que pagué con sencillo porque no quería arriesgarme a que me dieran el vuelto en billetes falsos, obtuve, en menos de 10 minutos, mi flamante carnet universitario. Esa noche, cumpliendo con la liturgia tradicional, algunos amigos del colegio, armados de una tijera que por su tamaño parecía de jardinero, me volaron, entre risas y aplausos, algunos mechones dejándome la cabeza como un erizo de mar medio mocho o una escoba vieja y, al día siguiente, luego de que me raparan a cero en la peluquería, pudo verse que mi cráneo no sólo era más voluminoso de lo aceptable sino que, además, estaba tan lleno de protuberancias y cráteres que recordaba la superficie lunar y que hubiera hecho las delicias del anatomista y fisiólogo alemán Franz Joseph Gall, el padre de la frenología. Me presenté el primer día de clases y como San Marcos era por entonces un caos total y de los sesenta postulantes que “habíamos” ingresado al programa de literatura sólo se habían presentado la mitad y como entre los ausentes dio la feliz casualidad que había uno que se llamaba Javier Tacora, nadie dudó de que se trataba de un error tipográfico y todos creyeron que yo era el susodicho. En nuestra primera clase, el profesor, un renombrado poetastro de alcance nacional, que parecía uno de los personajes de “Los geniecillos dominicales” del gran Julio Ramón Ribeyro, frenó de golpe nuestro entusiasmo:
-Los conozco como si los hubiera parido: ustedes son “arrancada de caballo, parada de burro”.
Me prometí graduarme aunque sólo fuera para no darle la razón y durante dos siglos-perdón, quise decir ciclos, lo que pasa es que en San Marcos un ciclo, con las huelgas (períodos que yo aprovechaba para irme a sembrar café a un pueblito de la ceja de selva de Cerro de Pasco llamado Villa Rica, aunque lo que en realidad quería era sembrar mi semilla en una pushuca), podía alargarse ad infinitum-, me esforcé y, a pesar de los múltiples contratiempos (a veces faltaban las carpetas y/o las sillas porque los alumnos de otros programas se las llevaban; si se quemaba el fluorescente, había que hacer “una chancha” para comprar uno y una vez terminada la clase, sacarlo y esconderlo para que no se lo robaran; había que ir a buscar a algunos profesores que por su bajo sueldo se habían conseguido otros trabajos a la misma hora; los baños siempre estaban atorados), rápidamente me convertí en uno de los primeros de la clase, lo cual tampoco tenía mucho mérito porque la mayoría de mis compañeros, que sólo usaban literatura como trampolín para luego pedir su traslado a otros programas, jamás había leído un libro y, muchos de ellos, no porque no hubieran querido sino porque eran casi analfabetos. Con un muchacho descendiente de italianos y otro de origen alemán, conformamos un triunvirato al que el Camarada Aduce-un aspirante a revolucionario que tenía predilección por la palabra aduce y que solía repetir durante su discurso con una frecuencia sólo superada por la regularidad con la que empleaba las palabras “capitalismo”, “imperialismo” y “revolución”-, bautizó como “el Eje”, en alusión al pacto tripartito firmado por Alemania, Italia y Japón durante la Segunda Guerra Mundial.
Todo iba viento en popa. De seguir así, todo hacía presagiar que-aunque fuera para las calendas griegas-algún día me graduaría summa cum laude. Sin embargo, por uno de esos imponderables del destino, cuando íbamos a empezar el tercer ciclo, aquel sujeto que respondía al improbable nombre de Javier Tacora apareció de improviso para reclamar su puesto y a mi me botaron de una patada en donde termina la espalda. Mientras parado en la puerta de la ciudad universitaria blandía amenazadoramente mi dedo índice derecho-con el cual escribo estas líneas-, ante el grupito que me había echado a la calle encabezado por el rector, y con la mano izquierda-que ahora ya no tengo-me sobaba disimuladamente mi adolorido trasero, les advertí:
-Ya verán cuando quieran nombrarme Doctor honoris causa...
Ellos recibieron mis palabras con una sonora carcajada y, dándose la vuelta, regresaron al interior del campus.
Es extraño, pero ya han pasado más de 30 años y aún no me han llamado.