Buscando trabajo
Si ya es bastante complicado para un joven
apuesto y bien preparado encontrar en el competitivo mundo actual un puesto de
trabajo, imagínense lo que será para alguien como yo que está a punto de cumplir
la cincuentena, que en su currículum sólo puede poner poco más que su foto
(foto que denota además una no muy buena
presencia y que algunos hasta confunden con su huella digital), que es un
extranjero casi analfabeto buscando trabajo en el xenófobo mercado laboral
japonés y que, encima, todas las mañanas, para levantarse de la cama, sólo
puede apoyarse en su mano derecha. Les aseguro que es una misión casi
imposible, porque-si bien es cierto que hasta antes del accidente yo era
conocido gracias a mis polifacéticas habilidades como Javier Almighty Takara-, ahora-para los
empleadores-, al parecer, no sirvo ni como trabajador manual ni como
intelectual.
En la última entrevista de trabajo a la que
había acudido antes de tener la mano biónica-respondiendo a un aviso que decía:
“Se necesita una persona muy hábil y rápida con las manos”-, declaré que yo con
una sola mano podía trabajar tan rápido como si tuviera dos. El jefe de
personal me dijo que lo sentía mucho, pero que necesitaba una persona que
tuviera dos manos y pudiera trabajar tan rápido como si tuviera tres. No se
animó a contratarme ni siquiera cuando resalté como una ventaja inigualable
frente a los otros aspirantes-por el gran ahorro que significaría para la
empresa-el hecho de que yo gastaría la mitad de guantes que los demás
trabajadores.
Y la cosa no mejoró mucho cuando por fin recibí
la mano biónica, porque, aunque ésta puede aventajar a la mano natural en
asuntos puntuales como cascar nueces, estrujar una lata de bebida hasta dejarla
como un churro o dejarle la mano hecha puré a alguien que no te cae bien y que
te dice; “A ver, aprieta duro”; en general, no se puede comparar de ninguna
manera con la versátil capacidad de la mano humana, sobre todo, en asuntos
delicados y de importancia vital como, por ejemplo, acariciar a una mujer.
Después de haber sido rechazado en innumerables
entrevistas-en algunos casos simplemente por ser extranjero, en otros por
pasarme de maduro, en otros por ser analfabestia en japonés, en otros por
federico y en todos los casos por ser, además, inválido, discapacitado, minusválido
o bueno para nada-, revisando una mañana una revista de empleos de distribución
gratuita llamada Town Work-que había recogido en el supermercado del barrio-,
encontré un aviso que llamó poderosamente mi atención. Decía: “Trabajo fácil y
liviano: sólo hay que apretar un botón”. Pensé que era el típico anuncio
engañabobos y que se trataba en realidad de un duro trabajo en fábrica operando
alguna máquina, pero leyendo más detenidamente el anuncio, me enteré de que el
trabajo era de ascensorista y no de cualquier edificio sino del local principal
de la tienda por departamentos Isetan. ¿No era el trabajo ideal para mí? No
había que cargar peso ni se requería una gran habilidad manual ni rapidez. Lo
único que había que hacer era preguntar al usuario el número del piso en el que
deseaba bajar, oprimir el botón correspondiente y listo: cualquiera lo podía
hacer. Es cierto, eso de estar subiendo y bajando todo el santo día debía hacer
que nuestra masa encefálica rebotara dentro del cráneo entre su base y la tapa
como si estuviera dentro de una coctelera, algo que a la larga algún perjuicio
debía causar al cerebro y también que aquel trabajo no era el más adecuado para
una persona con el alto coeficiente intelectual, el dilatado bagaje cultural,
la fértil creatividad y la hipersensibilidad artística de Yoni Pacheco, pero,
como decía Shakira-la colombiana que conocí en el hospital y que se ganaba el
pan con el sudor no precisamente de su frente-: de algún modo había que ganarse los fríjoles. Entusiasmado, llamé
inmediatamente, pero grande fue mi decepción cuando el encargado me dijo que el
aviso estaba dirigido exclusivamente a las mujeres. Yo, que ya me hacía trabajando
en el elegante ambiente de Isetan, me había quedado con la mirada perdida en el
vacío, cuando-en el estante de libros que tenía enfrente-mis ojos enfocaron una
foto en el canto de un viejo cassette de VHS: Dustin Hoffman vestido con traje
de noche rojo y de fondo la bandera de los Estados Unidos. Era Tootsie, una de
mis películas favoritas. Entonces se me prendió el foco. Pero, claro, ahí
estaba la solución: si el narizón de Dustin Hoffman había podido hacerse pasar
por una mujer, ¿por qué yo no?
No hacía mucho había visto la película “Her” y,
sin pensarlo dos veces, volví a llamar al número del anuncio, pero esta vez lo
hice imitando la sensual voz de Scarlett Johansson. El encargado me contestó con
un tonito muy acaramelado y me dio cita para esa misma tarde, a las tres. El
problema ahora era: ¿cómo hacía para disfrazarme de mujer? Entonces me acordé
de Fito, un espigado muchacho argentino al que había conocido en mi vía crucis
por las fábricas japonesas y con el que me había vuelto a encontrar hacía pocas
semanas en la puerta de la estación de Minami-Rinkan, después de no habernos
visto durante por lo menos 10 años (encuentro que para ambos había sido traumático:
para él, por verme manco y, para mí, por verlo vestido de mujer). Qué duda
cabía que los designios del Señor eran inescrutables: este muchacho que-cuando
lo conocí-soñaba en convertirse en futbolista profesional, que no se perdía
nunca la pichanguita de los fines de semana con los muchachos de la fábrica y
que hablaba de fútbol con la pasión y la sabiduría con las que sólo saben
hacerlo los argentinos, trabajaba ahora cantando y bailando, vestido de geisha, en el Newhalf show de un cabaret de Shinjuku.
-Pero, che, ¿vos sos boludo o te hacés?- me
aclaró con su perdonavidas tonito porteño-. Lo del fútbol era sólo para ver a la
muchachada en pelota.
Por otro lado, la verdad es que no estaba nada
mal: un par de pechereques como se pide chumbeque y un ta bien culantro pero
no tanto bastante apetecible. Lo que no podía entender era cómo hacía para cantar
con aquella voz de narrador de fútbol argentino hasta que Fito me explicó que
era pura finta, que sólo hacía fonomímica. No pudimos conversar mucho porque lo
había pescado camino a su trabajo, de modo que, entre otras cosas, no me enteré
si bajo el acampanado vuelo de su corta falda aún colgaba el badajo. Me había
dado su tarjeta de presentación, un par de entradas gratis para su show y,
después de ofrecerme la mejilla para que la besara, lo vi alejarse y subir las
escaleras de la estación contoneando sus caderas como si lo hiciera al ritmo de
Wipe Out de The Surfaris (como
Jennifer Grey en Dirty Dancing). Me
había deshecho de las entradas apenas se marchó, pero, felizmente, había
conservado su tarjeta: la encontré en uno de los compartimientos de mi
billetera. Lo llamé y le conté mi problema. Me dijo que no me preocupara, que
conocía a alguien que podría ayudarme y me dio un número de teléfono.
Llamé y pregunté-como me había indicado Fito-por
María José pensando por el nombre que era una mujer, pero me contestó una
varonil voz con acento español. Me dijo que acaba de recibir un mensaje de
Fito, que estaba dispuesto a ayudarme y me citó en la salida principal de la estación
de Shinjuku, donde, por una feliz coincidencia, también quedaba el local
principal de la tienda por departamentos Isetan donde se realizaría mi
entrevista de trabajo.
Lo primero que hizo María José cuando nos
encontramos en Shinjuku fue felicitarme por haberme animado a salir del armario y, aunque le aclaré
que quería disfrazarme de mujer sólo por motivos laborales, no pareció quedar
muy convencido. Al igual que su vozarrón, su varonil aspecto-se parecía un poco
al futbolista Sergio Ramos-en nada dejaba sospechar que se le escapaba el aire.
Vestía sencillamente: noté que toda su ropa era de la marca española Mango. Mientras me guiaba por las
callejuelas de Shinjuku, que parecía conocer como la palma de su mano, me contó
que hacía mucho que estaba en Japón y que, aunque ya había perdido su esbelta silueta
y lucía ahora, como la mayoría de los cuarentones, una redondeada cintura de
huevo, había sido bailarín y enseñado flamenco en una afamada escuela de danzas
de Tokio. También había trabajado como profesor de español en la Berlitz Japan y puesto después un
pequeño restaurante de comida española llamado Pa’ ella y Pa’ el, cuya
especialidad-cómo no-era la paella, pero donde también se podía degustar-algo
más raro en Japón-lo mejor de la comida andaluza, como unos huevos a la
flamenca, un pescaito frito o un gazpacho andaluz, y donde los fines de semana
ofrecía shows en vivo en los que él mismo cantaba y bailaba, y al que acudían
sus ex alumnos de flamenco y español. Finalmente-la vida daba muchas vueltas-,
había terminado por convertirse en el estilista más reputado de Shinjuku 2-chōme, el
internacionalmente conocido barrio gay de Tokio famoso por tener la mayor
concentración de bares gay del mundo. Para ser atendido en su centro de
estética y belleza El Macho Menos-donde
sus musculosas “muchachonas” trabajaban al ritmo de Macho Man de Village People-había que hacer la reservación con
varios meses de anticipación. Pero María José me condujo directamente a la sala
VIP del quinto piso de su edificio-que estaba decorada con pósteres de las
películas de Almodóvar-donde atendía personalmente a sus clientes más
importantes y, antes de empezar a trabajar en mi transformación-como buen hijo
de la Movida Madrileña que era-, puso para animar el ambiente rock español de
los ochenta.
Primero me cortó el pelo muy corto y me afeitó,
luego me depiló casi hasta hacerlas desaparecer mis tupidas cejas okinawenses y
con un lápiz volvió a dibujarlas imprimiéndoles una seductora curva, después de
lo cual me tarrajeó la cara hasta que quedó tan lisa como cuando tenía 12 años
(antes de que el acné convirtiera mi cutis en algo parecido a la superficie
lunar) y me puso un poco de rubor bajo los pómulos para que no se viera tan
paliducha y también para adelgazarla un poco- mientras por los parlantes salía
la canción de Mecano “Maquillaje”:
“Sombra aquí y sombra allá
maquíllate, maquíllate...”
Después me delineó los ojos, me puso unas
largas pestañas postizas y las embadurnó de rímel y finalmente me puso unas
sombras para ojos que les dieron un aire misterioso.
-Miarma, con esa mirada matadora no habrá tío
que se te resista.
Luego me encasquetó una peluca de largos,
brillantes y ligeramente ondulados cabellos negro azabache-tan negros que
lanzaban reflejos azulados y que-según María José-estaba hecha con auténticos
pelos de gitana importados del sevillano barrio de Las Tres Mil Viviendas.
-Joder, quillo, qué lástima que tengas tan poca
nariz sino estarías exacto a la Pe-exclamó María José orgulloso de su arte.
Me observé en el espejo: yo no estaba tan
seguro de que mi parecido con Penélope Cruz fuera tan extraordinario; pero, por
la cantidad de maquillaje, una p sí que lo parecía.
Como el protocolo de la tienda exigía el uso
obligatorio de falda, tuve que depilarme las piernas-lo más peludo que tengo-,
aunque tomé la precaución de guardar los pelitos-como había hecho también con
los de las cejas- para volver a pegármelos más tarde antes de regresar a mi apāto, porque, a estas alturas del
partido, mi chica-que no aguanta pulgas-no me iba a atracar que me hubiera dado
por volverme metrosexual (que no es, por si acaso, tenerla de a metro sino la
tendencia masculina a preocuparse exageradamente por el cuidado personal y la
apariencia física ejemplificada por el metrosexual por antonomasia: el
futbolista David Beckham) y mucho menos que me travistiera para ir a trabajar.
¡Ay de mí si se enteraba!
María José me prestó también un calzón levanta poto
con cámara inflable incorporada que permitía regular el volumen del trasero a voluntad
en una escala que iba desde un discreto tamaño Keira Knightley hasta el máximo
posible: el Jennifer López size, unos sostenes con relleno de silicona a prueba
de balas con los que podías hacerle la competencia a Sofía Vergara, unas pantis
negras, una blusa blanca y un traje sastre con una falda más ceñida y corta de
lo normal que con los rellenos me quedaba al
cuete (muy entusiasmado, María José había sacado primero un traje de
flamenca rojo con lunares blancos y un mantón de Manila que más parecía un
capote con el cual hizo un par de verónicas muy toreras, pero tuve que
recordarle-cosa que lo entristeció-que yo estaba yendo a una entrevista de
trabajo y no a la Feria de Abril). Por último, hizo que me calzara unos zapatos
de tacones muy altos (“para que te levanten más las ancas, criatura”) y yo, que
no había vuelto a usar tacos desde los makarios con tacos de 10 centímetros de mi
adolescencia ocultos por mis amplios pantalones palazzo, tuve que ejercitarme
con paso titubeante por más de media hora antes de llegar a caminar como una
modelo de pasarela.
Ya camino al lugar de la entrevista había
tenido pruebas del milagro obrado por María José-los hombres se quedaban
mirándome con la boca abierta, se volteaban sin disimulo para mirarme el
trasero, un conductor estuvo a punto de chocarse por seguirme con la mirada-,
pero sólo cuando llegué al local de la elegante y exclusiva tienda por
departamentos Isetan y sentí cómo el jefe de personal me comía con los ojos y
vi cómo se le caía la baba apreciando mis exuberantes atributos, fui consciente
de lo que eran capaces de hacer un poco de maquillaje y algo de relleno.
El jefe de personal-un viejo verde que apenas
me tuvo al alcance de sus desvergonzadas manos me pellizcó el poto como acostumbrado
a comprobar el grado de potabilidad de las futuras empleadas-me dijo que, aunque
era un poco madurita, serviría, especialmente para las primeras horas de la
mañana, horario en el que acudían a comprar muchos ancianos algunos de los
cuales se sentían intimidados por las empleadas demasiado jovencitas y que mi
conocimiento del español podría suponer una gran ventaja con los clientes
extranjeros, sobre todo, de cara a los próximos juegos olímpicos a celebrarse
en Tokio (“si es que aún estaba viva la viejita” me contaron que había
comentado el supervisor de las ascensoristas, quien-como la mayoría de mis
compañeras de trabajo-se puso celoso por el trato de favor que recibía por
parte del jefe de personal). Para disimular la prótesis, me había puesto unos
largos guantes de algodón que me llegaban hasta por encima del codo cuyo uso
justifiqué aduciendo tener una fea cicatriz causada por una quemadura con agua
caliente, pero el viejo libidinoso ni se preocupó por ello ocupado como estaba
en observarme el pecho y las piernas.
Tenía que ir muy temprano al establecimiento de
María José para que me maquillara, me pusiera la peluca y me ayudara a vestirme
y volver en las tardes, después del trabajo, para quitarme la peluca, lavarme
la cara, ducharme, pegarme los pelos de las cejas y las piernas y cambiarme, para
poder regresar a mi apāto antes de que mi chica volviera del trabajo.
-¿Qué te pasó en la cabeza?-se sorprendió al
verme la primera noche.
Le dije que había ido a una de esas peluquerías
económicas en las que te cortaban el pelo en 10 minutos por 1000 yenes y que me
había tocado un principiante.
Luego, durante la cena, se me quedó mirando y
comentó:
-Tus cejas cada día se parecen más a las del
abuelo de los Monsters.
Los primeros cinco días me enseñaron a dar la
bienvenida, agradecer y despedirme de los clientes en lenguaje honorífico así
como todas las fórmulas de cortesía y etiqueta comercial y los gestos y
posturas que las acompañaban, haciendo mucho hincapié en la forma y el ángulo
en que uno debía inclinarse para reverenciar a los clientes, ya que-como es
bien sabido-aquí, en Japón, el cliente es Dios. También me enseñaron todo lo
concerniente al funcionamiento del ascensor y qué debía hacer en caso de
emergencia. Hasta recibí un cursillo acelerado de primeros auxilios que no
entendí por qué el jefe de personal se empeñó en impartírmelo personalmente
hasta que llegó el momento de aprender a hacer la respiración artificial boca a
boca y el masaje cardíaco, que el viejo mañoso aprovechó para meterme un chape
con lengua y ganarse con mis tetas. Una vez que hube terminado mi entrenamiento,
me dijeron que descansara el sábado y que el domingo-el día más ocupado de la
semana-sería mi prueba de fuego. Si la pasaba, empezaría oficialmente el lunes.
El domingo tuve la oportunidad de comprobar en
carne propia lo que ya me habían advertido mis compañeras: el flujo de gente
era tan constante que no se podía ni respirar. La marea de viejos encopetados y
viejas petulantes era interminable. ¿De dónde salía tanto carcamal? Por turnos,
para que las demás chicas pudieran tomar su descanso de diez minutos cada dos
horas o ir al baño, una hacía de volante y, si ésta estaba ocupada, como último
recurso, podíamos recurrir al supervisor que siempre estaba por los alrededores
vigilándonos. Pero ahora hasta él había desaparecido. Llevaba ya bastante tiempo
con ganas de ir al baño y no aparecían ni la volante ni el supervisor. ¿Y ahora
qué hacía? Aunque la primera regla decía que el servicio no se abandonaba ni
muerta, no pudiendo aguantar más, fui corriendo al baño y una vez adentro,
apenas si tuve tiempo de levantarme la falda frente al urinario. Cerré los ojos
mientras sentía un gran alivio y cuando volví a abrirlos me di cuenta de que no
estaba solo, de que alguien orinaba a mi lado. Sólo en ese momento me di cuenta
de que en mi desesperación por llegar a tiempo, en vez de entrar al baño de
damas, me había metido al de caballeros. Presintiendo una desgracia, me volví
lentamente: era el jefe de personal, quien al reconocerme, abrió mucho los ojos
y se quedó mudo de la impresión. Me miró a la cara con incredulidad y luego
allá abajo, volvió a mirarme a la cara y otra vez abajo, y, como yo-no sabiendo
qué hacer-me la seguía sacudiendo maquinalmente, se quedó subiendo y bajando la
cabeza-como si estuviera asintiendo-al ritmo de mis sacudidas mientras seguía
con una mirada estupefacta las oscilaciones del cuerpo del delito.
Ni yo mismo sé cómo conseguí salir vivo de
allí. Lo que sí sé es que-aunque el 2020 no estaré en Isetan como quería el
jefe de personal-tal vez sí pueda participar en los Paralímpicos de Tokio en la
carrera de 400 metros con vallas con falda y sobre tacones de 15 centímetros, y
que, aunque no pude cobrar la semana trabajada y vuelvo a estar desempleado, en
vez de quejarme, debería dar gracias a Dios, porque, al menos, no se enteró mi
chica.