martes, 5 de julio de 2016

La botella de awamori

La botella de awamori.

Cada vez que pasa el camioncito del reciclaje ofreciendo llevarse gratis las cosas viejas, malogradas o en desuso (que, de otra manera, habría que pagar para botar), me acuerdo del ropavejero que en la Jesús María de mi infancia-hace cuchumil años- pasaba un par de veces por semana frente a la casa de mi obā gritando: “Compro ropa usada, catres viejos, boteeellas”. No sólo compraba sino también canjeaba por baldes, bateas y otros objetos de plástico y también por juguetes baratos toda clase de cosas. Yo nunca le presté atención hasta que apareció con una máscara de Batman. Era una máscara formidable: era de plástico azul y cubría toda la cabeza y el cuello hasta los hombros. Le prengunté al ropavejero cuánto costaba y él me respondió:
-¿Cuánto tienes?
Entré corriendo a la casa y, después de romper mi chanchito, le entregué todo su contenido, pero me dijo que faltaba.
-Si me traes unas cuantas botellas vacías-dijo sonriendo-, te la doy.
Entré nuevamente a la casa y, en dos o tres viajes, le llevé al ropavejero una docena de botellas vacías, pero aún no estaba satisfecho. ¿Qué podía hacer? Ya no había más botellas en toda la casa. Entonces me acordé del aparador del comedor donde se guardaban los licores, el ocha, el nori y otras cosas importadas de Japón. Lo abrí sintiendo que estaba cometiendo una especie de sacrilegio y tuve la buena suerte de encontrar una botella vacía que debía ser de awamori. La gran botella de vidrio marrón con la etiqueta colorinche llena de letras japonesas terminaron de convencer al ropavejero y, por fin, accedió a darme la máscara y, cuando la tuve en mis manos, me sentí el niño más feliz de la Tierra.
En ese momento apareció mi obā, que regresaba del mercado, y, dejando sus compras en el suelo, se abalanzó hacia el ropavejero mientras le gritaba algo en uchināguchi y le arranchó de las manos la botella de awamori, que éste se había quedado observando con satisfacción. El ropavejero empezó a protestar, pero mi obā lo calló arrojándole un billete y a mí me jaló hasta la casa.
Fue la única vez que la vi furiosa y también la única en que estuvo a punto de pegarme. No comprendí por qué se había molestado tanto por una botella vacía hasta que una de esas noches, cuando mi ojī ya se había ido a dormir, la vi llenar la botella a hurtadillas. ¿Con qué la había llenado?, no sabría decirlo. Supongo que con un licor más barato. Tal vez la marca que le gustaba a mi ojī era difícil de conseguir o no se la podían permitir. ¡Qué se yo!
Pero, al día siguiente, comprobé lo valiosa que era para mi obā aquella botella vacía, cuando la vi observando desde la puerta del comedor, con una amorosa mirada y una sonrisa de satisfación dibujada en los labios, a mi ojī y a sus amigos que, ajenos a sus miradas y a su piadosa mentira, brindaban alegremente.

Sólo entonces comprendí que aquella botella vacía era tan valiosa para mi obā porque le permitía darle un momento de felicidad a su esposo.

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