jueves, 30 de junio de 2016

Luna de miel en Okinawa

Luna de miel en Okinawa.

Cuando mi chica y yo nos casamos, no tuvimos que pensarlo dos veces ni discutir para decidir que pasaríamos nuestra Luna de miel en Okinawa. Playas paradisíacas de arena blanca y mar turquesa, cielo azul celeste, la rica comida okinawense que preparaba nuestra obā y no sólo eso sino que además conoceríamos la tierra de nuestros antepasados y a una tía que todavía teníamos allí. ¿Se podía pedir más?
El día señalado salimos de Haneda y en poco más de dos horas y media ya estábamos en Naha, donde abordamos un avioncito que media hora después nos dejó en Kumejima. “Así que de aquí partió mi abuelo”, pensé cuando salimos del aeropuerto y la claridad de la luz tropical nos deslumbró. Me imaginé la odisea que debía suponer en aquellos días ir en barco primero hasta hontō, de allí a Yokohama, luego a San Francisco y por fin, tras cuarenta y cinco días de travesía, llegar al Callao, un viaje tan largo que uno podía enfermar y morir en el camino, y me dije que, en comparación, las veinticuatro horitas de nuestro viaje de vuelta habían sido sólo un juego de niños.
En el taxi que nos conducía del aeropuerto al hotel, el taxista, cuando nos escuchó hablar en español, empezó a mirarnos por el espejo retrovisor y por fin no pudo reprimir su curiosidad y nos preguntó de dónde éramos. Le dijimos que éramos peruanos pero que nuestro abuelo había sido de Kumejima y que veníamos a conocer a una tía.
_¿Y cómo se llama su tía?-inquirió.
Se lo dijimos y exclamó deteniendo el coche:
-¡Pero si yo la conozco! ¡Es mi vecina! Inmediatamente los llevo a su casa.
Le dijmos que queríamos bañarnos y descansar un poco, que ya mañana iríamos a darle la sorpresa. Algo frustrado, el taxista arrancó y nos llevó al hotel.
Me dí cuenta de que ya estábamos en Okinawa cuando al registrarnos en el hotel el empleado de la recepción no tuvo problemas para escribir mi apellido y no asomó a su cara esa expresión de profunda extrañeza que aparece en la de los de naichi cuando me preguntan mi nombre, como si en vez de decirles cómo me llamo, les estuviera pidiendo algo imposible como deletrear “Kuczynski” al revés.
El Kumejima Eef Beach Hotel era uno de los mejores de Kumejima y, también, uno de los más caros, pero nosotros habíamos decidido tirar la casa por la ventana para celebrar nuestra Luna de miel y, cuando abrimos la de nuestra habitación y salimos al balcón, el espectáculo del mar, en el que podían hallarse todos los tonos de verde, desde el turquesa hasta el esmeralda, y del cielo, con toda la gama del azul, desde el celeste hasta el cobalto, nos bastó para justificar su precio.
Una hora más tarde, cuando-después de disfrutar de un relajante hidromasaje en el jacuzzi-nos disponíamos a poner a prueba la resistencia de los resortes de la cama para ver si había valido la pena pagar el dinero extra por la suite matrimonial de lujo, un inoportuno timbrazo del teléfono no sólo hizo que perdiera mi acrobática postura sino, además, que me cayera de la cama.
Maldiciendo, cogí el teléfono y contesté: era el empleado de la recepción anunciando que teníamos visitas.
-¿Visitas?-le comenté a mi chica-. Pero si aquí nadie nos conoce.
Nos vestimos a prisa y bajamos. Y grande fue nuestra sorpresa cuando en el hall del hotel nos encontramos con el taxista que nos esperaba con una sonrisa de oreja a oreja. Detrás de él estaba una pareja de edad y un hombre joven.
Haciéndose a un lado, el taxista exclamó:
-¡Aquí está su tía!
No había podido contenerse y había ido a buscarla y allí estaba mi tía, su esposo y su hijo, vestidos con sus mejores ropas, modestos agricultores cohibidos por el tamaño, la excesiva iluminación y el lujo de aquel hotel, que era seguro que pisaban por primera vez. A pesar de que tuvimos cierta dificultad para comunicarnos, porque tanto mi chica como yo no hablábamos mucho japonés y porque, además, de uchināguchi la única palabra que sabíamos era gachimayā, el encuentro fue muy emotivo. Mi tía había nacido en el Perú, pero, por ser la única mujer entre muchos hermanos varones, de pequeña la habían mandado a Okinawa creyendo tal vez que allí estaría más segura hasta que regresara toda la familia. Lo cierto es que, paradójicamente, ella fue la única que vivió la guerra. Por otro lado, el que hubiera nacido en Perú no ayudaba mucho, porque una de las pocas palabras de español que recordaba era “panetón”.
Como los tíos parecían impresionados con la elegancia del hotel, decidimos agasajarlos invitándolos a comer en el restaurante del hotel comida occidental (mi ansiado banquete de comida okinawense tendría que esperar hasta el día siguiente). Mi primo, que no hablaba mucho, pero que, en cambio, tomaba el awamori como si fuera agua, me animó a probar el kumesen, el famoso awamori de Kumejima, uno de los que tiene la mayor concentración alcohólica (sólo superado por el hanazake de Yonaguni que no sólo sirve para beber sino que también puede usarse para desinfectar heridas y como combustible). No quise quedarme atrás y por tratar de seguir su ritmo terminé en tal estado que no me fue posible inaugurar la cama matrimonial aquella noche.
Al día siguiente, después de desayunar, fuimos a la casa de la tía y encontramos pegado en la puerta un papel que decía: “Estamos en la chacra. Volveremos a mediodía. Está abierto. Pasen”. Entramos y lo primero que nos sorprendió fue el tamaño del butsudan que ocupaba casi toda la pared de la sala. Mi chica se acordó que aparte del panetón la tía había mencionado el lomo saltado y decidimos darle una sorpresa preparándoselo. Fuimos a una pequeña tienda del barrio y nos abastecimos de carne, cebollas, papas y tomates, y cuando los tíos y el primo llegaron a las doce, cansados y sudorosos, los recibimos con una gran sartén de lomo saltado que les encantó. Apenas terminado el almuerzo, nos dijeron que tenían que regresar a la chacra porque estaban en plena cosecha. Decidimos acompañarlos para conocer la chacra. No sé si sería por los tifones, pero las cañas estaban curvadas y tiradas en el suelo formando lo que parecía un gran plato de tallarines o una inmensa orgía de culebras. El tío y el primo, agachados y armados con una especie de hoces, iban cortando las cañas y la tía las recogía y las metía en una máquina trozadora. Los trozos iban cayendo dentro de una gran bolsa de malla y cuando ésta se llenaba había que ponerla a un lado de la pista, de donde la recogerían los de la empresa azucarera. Los tíos y el primo sudaban la gota gorda y a mi chica y a mí nos dio vergüenza estar de brazos cruzados y nos ofrecimos a ayudar. Yo me puse a trabajar con el tío y el primo y mi chica con la tía. No pasó mucho y mi chica y yo ya estábamos sacando la lengua; además, había que tener mucho cuidado con esa hoz porque no era difícil volarse un dedo. A las cinco, cuando el tío dio la señal de que la faena del día había concluido, me costó mucho incorporarme y volver a caminar erguido. Cuando regresamos a la casa y ya nos estábamos despidiendo porque nuestro paquete turístico incluía la comida, la tía nos dijo que antes debíamos rezar. ¿Rezar? Fue así cómo nos enteramos de que ellos eran miembros devotos de Mahikari. Rezamos en coro una oración que terminaba en la palabra “oshizumari” repetida cada vez más bajo por tres veces, la última alargándose como el resoplido de un globo al desinflarse: “Oshizumaaariiiii”. Las fuerzas apenas si nos alcanzaron para regresar al hotel, bañarnos y comer y nunca hubo una cama tan inmóvil (salvo, tal vez, la de la canción “Cuando ya me empiece a quedar solo” de Sui Generis) en noche de luna de miel, porque apenas nos echamos nos quedamos dormidos como troncos.
Los cuatro días que estuvimos allí transcurrieron de la misma manera: temprano en la mañana a la chacra, a medio día almuerzo peruano preparado por nosotros, en la tarde nuevamente a la chacra y al regresar la infaltable sesión de Mahikari que terminaba con la imposición de la mano (que de nada servía para aliviar mi dolor de cintura ni el dolor de cabeza de mi chica ocasionado por el calor) y el “Oshizumaaariiiii” final que debía equivaler a un “Que la paz sea contigo”.
En la noche regresábamos a nuestro hotel colorados por la insolación y con las manos llenas de ampollas, agotados, adoloridos y, como es de suponer, sin fuerzas ni ganas de ocuparnos del asunto principal por el cual habíamos ido a Okinawa. La última tarde, cuando nos despedimos frente a la puerta de su casa, la tía insistió en que recibiéramos un sobre (cuando lo abrimos en el avión nos dimos con la sorpresa de que contenía cien mil yenes) y nos conminó a que al regresar no dejáramos de ir al dōjō. Al dōjō nunca hemos ido, pero siempre le mandamos por Navidad un panetón (calculo que aún nos faltan unos 85 panetones para compensar el gordo sobre que nos dió).
Al año siguiente, para resarcirnos por nuestra frustrada Luna de miel, decidimos ir nuevamente a Okinawa. Pero esta vez, para que ningún feliz aunque inoportuno encuentro nos impidiera consumar nuestros amorosos propósitos, decidimos ir a Ishigaki, otra hermosa isla ubicada más al sudoeste y donde, se suponía, no teníamos parientes. En el taxi que nos conducía desde el aeropuerto de Ishigaki al hotel volvió a repetirse la misma escena que en Kumejima, pero esta vez, a último momento, cuando ya estaba a punto de decirle mi nombre al taxista, pensé que era mejor no arriesgarse y decidí darle un nombre falso. Pero en ese momento, como no se me ocurría ninguno y el taxista estaba esperando, mirando por casualidad el panfleto turístico que había recogido en el aeropuerto vi el anuncio de un concierto de Beto Shiroma y los Diamantes y, sin pensarlo muy bien, dije:
-Me llamo Alberto Shiroma.

Fue peor. En vez de llevarnos directamente al hotel, el taxista, muy emocionado, nos llevó a su casa para presentarnos a su familia, fueron apareciendo los vecinos trayendo comida y bebida, la noticia se difundió y pronto aquello se convirtió en una especie de matsuri. Tuve que firmar muchos autógrafos y posar con todo el mundo para las fotos y sólo me dejaron ir al anochecer después que accedí a cantar todo el repertorio de los Diamantes desde “Gambateando” hasta “Okinawa mi amor”. Demás está decir que terminé tan cansado que esa noche en el hotel de “aquello” tampoco hubo nada.

1 comentario: