lunes, 20 de junio de 2016

De cómo me enteré de que yo era uchinānchu

Un amigo me escribió para preguntarme si iba a ir al 6to. Sekai no Uchinānchu Taikai que se realizará entre el 27 y el 30 de octubre de este año en Okinawa (Le respondí que no pensaba asistir hasta que aprendiera alguna palabra más de uchināguchi aparte de gachimayā). Entonces me pidió que volviera a publicar las notas que escribí para el grupo de facebook “Hijos de Okinawa”. Espero que sean de su agrado.

De cómo me enteré de que yo era uchinānchu

Yo vivía tranquilo con mis abuelos en mi barrio de la cuadra 11 de Arnaldo Márquez en Jesús María (donde el que no tenía de inga, tenía de mandinga), cuando mis padres decidieron mandarme al colegio. Entrar a Jishuryo (Colegio Santa Beatriz) y verme de pronto rodeado de “chinos” me produjo un shock del que tardé un tiempo en recuperarme (hasta ese momento todos mis amigos, a pesar de las advertencias de mi obā de que no me juntara con los dojin, habían sido peruanos).
Poco después de entrar al colegio, en uno de los recreos, ya no me acuerdo de qué estaríamos hablando, pero en un determinado momento yo dije “jōri” (refiriéndome a las sandalias que en Perú llamamos “sayonaras”) y el niño con el que estaba conversando se me quedó mirando.
-¿Has escuchado?-le dijo mi interlocutor escandalizado a otro compañero mientras me señalaba-. ¡Ha dicho “jōri”!
-¿Jōri?-exclamó el otro con extrañeza.
Y los dos empezaron a reírse a carcajadas. Yo no sabía de qué se reían. Luego, el primero, lanzándome una severa mirada de desaprobación, me dijo:
-¡No se dice “jōri”! ¡Se dice “zōri!
Yo me había criado con mis abuelos maternos y en su casa siempre habían dicho “jōri”, estaba seguro. Sentí algo parecido a lo que debían de sentir los “recién bajados” de la sierra cuando llegaban a Lima y eran el blanco de las burlas por su motosa forma de hablar.
Como yo, aunque ya me había ido a vivir con mis padres, todos los fines de semana los pasaba en la casa de mis abuelos, ese sábado lo consulté con mi obā y ella, antes de responderme, me preguntó cómo se llamaban los chicos. Se lo dije y ella exclamó:
-¡Ah, son naichā!
Y como yo no entendiera, me explicó:
-Nosotros somos uchinānchu, de Okinawa y ellos, naichā, de Tōkyō, por eso hablan más bonito (me lo dijo así: no que ellos hablaban otro idioma sino que hablaban “más bonito”).
Fue así como me enteré de que yo era uchinanchū.
A partir de entonces, cada fin de semana, al mismo tiempo que yo, orgulloso, le mostraba mis progresos en nihongo, ella me iba diciendo, según los apellidos, quiénes entre mis compañeros eran mis paisanos y quiénes eran naichā. Si ella tenía algo contra los naichā, nunca lo supe. Nunca fomentó en mí el odio o el rencor hacia ellos, pero parecía aceptar con una especie de triste resignación que yo me estuviera “naichicizando”.
En el colegio había gente proveniente de todas partes de Japón aunque creo que la mayoría éramos de Okinawa, pero no hablábamos de estas cosas. Después de estudiar más de diez años juntos, llegamos a formar un grupo bastante unido dentro del cual se forjaron grandes y bonitas amistades sin importar el lugar de procedencia de nuestros padres o abuelos.
Por eso, durante mucho tiempo, no volví a ser consciente ni a darle importancia al hecho de que yo era uchinānchu. Ni siquiera cuando, en 1989 y bajo el auspicio de Alan García, llegué a Japón. ¿Era ésta la tierra de mis antepasados? No lo sentí así. No me gustó la fría cortesía de los japoneses ni el robotizado comportamiento de los obreros en las fábricas, no me impresionó su moderna infraestructura ni me gustó el frío de sus inviernos ni tampoco su comida. Sólo cuando, unos años después, fui por primera vez a Okinawa y sentí su calorcito y conocí sus playas de arena blanca, mar turquesa y cielo azul celeste, sólo cuando reconocí en las calles las mismas caras de las obasanes y ojisanes de Perú y su andar relajado y despreocupado, sólo cuando ví sus casas con la pintura desconchada por la humedad como las del Callao, sólo cuando el soki soba, el gōyā champurū y los sātāandāgī me recordaron los que preparaba mi obā, sólo cuando la música y los bailes me recordaron la algarabía de mi ojī y de sus amigos cuando se emborrachaban y terminaban bailando acompañados de fuertes silbidos, sólo entonces sentí que había “regresado”. También me dí cuenta de que una cara más típicamente okinawense que la mía sólo la de los shīsā. No sé cuánto tengo de peruano y cuánto de okinawense. Lo que sí sé es que no tengo nada de japonés (y me alegro). 
A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida si en vez de nacer en el Perú hubiera nacido en Okinawa. ¿Estaría yo también en Kumejima cultivando la caña de azúcar como mis tíos y mis primos o igualmente hubiera venido a naichi de dekasegi y ahora estaría trabajando de denkiya en Tsurumi y emborrachándome los sábados por la noche en alguno de los bares de Little Okinawa?

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