Un amigo me
escribió para preguntarme si iba a ir al 6to. Sekai no Uchinānchu Taikai que se realizará entre
el 27 y el 30 de octubre de este año en Okinawa (Le respondí que no pensaba
asistir hasta que aprendiera alguna palabra más de uchināguchi aparte
de gachimayā). Entonces me pidió que volviera a publicar las notas que escribí para
el grupo de facebook “Hijos de Okinawa”. Espero que sean de su agrado.
De cómo me enteré de que yo era uchinānchu
Yo vivía tranquilo con mis abuelos en mi barrio de la cuadra 11 de Arnaldo Márquez en Jesús María (donde el que no tenía de inga, tenía de mandinga), cuando mis
padres decidieron mandarme al colegio. Entrar a Jishuryo (Colegio Santa Beatriz) y verme de pronto rodeado de
“chinos” me produjo un shock del que tardé un tiempo en recuperarme (hasta ese
momento todos mis amigos, a pesar de las advertencias de mi obā de que no me juntara con los dojin, habían sido peruanos).
Poco después de entrar al colegio, en uno de los
recreos, ya no me acuerdo de qué estaríamos hablando, pero en un determinado
momento yo dije “jōri” (refiriéndome a
las sandalias que en Perú llamamos “sayonaras”) y el niño con el que estaba
conversando se me quedó mirando.
-¿Has escuchado?-le dijo mi interlocutor escandalizado
a otro compañero mientras me señalaba-. ¡Ha dicho “jōri”!
-¿Jōri?-exclamó el otro
con extrañeza.
Y los dos empezaron a reírse a carcajadas. Yo no sabía
de qué se reían. Luego, el primero, lanzándome una severa mirada de
desaprobación, me dijo:
-¡No se dice “jōri”! ¡Se dice “zōri!
Yo me había criado con mis abuelos maternos y en su
casa siempre habían dicho “jōri”, estaba seguro.
Sentí algo parecido a lo que debían de sentir los “recién bajados” de la sierra
cuando llegaban a Lima y eran el blanco de las burlas por su motosa forma de
hablar.
Como yo, aunque ya me había ido a vivir con mis
padres, todos los fines de semana los pasaba en la casa de mis abuelos, ese
sábado lo consulté con mi obā y ella, antes de
responderme, me preguntó cómo se llamaban los chicos. Se lo dije y ella
exclamó:
-¡Ah, son naichā!
Y como yo no entendiera, me explicó:
-Nosotros somos uchinānchu, de Okinawa y
ellos, naichā, de Tōkyō, por eso hablan
más bonito (me lo dijo así: no que ellos hablaban otro idioma sino que hablaban
“más bonito”).
Fue así como me enteré de que yo era uchinanchū.
A partir de entonces, cada fin de semana, al mismo tiempo
que yo, orgulloso, le mostraba mis progresos en nihongo, ella me iba diciendo, según los apellidos, quiénes entre
mis compañeros eran mis paisanos y quiénes eran naichā. Si ella tenía algo contra los naichā, nunca lo supe.
Nunca fomentó en mí el odio o el rencor hacia ellos, pero parecía aceptar con
una especie de triste resignación que yo me estuviera “naichicizando”.
En el colegio había gente proveniente de todas partes
de Japón aunque creo que la mayoría éramos de Okinawa, pero no hablábamos de estas
cosas. Después de estudiar más de diez años juntos, llegamos a formar un grupo
bastante unido dentro del cual se forjaron grandes y bonitas amistades sin
importar el lugar de procedencia de nuestros padres o abuelos.
Por eso, durante mucho tiempo, no volví a ser
consciente ni a darle importancia al hecho de que yo era uchinānchu. Ni siquiera cuando, en 1989 y bajo el auspicio de Alan García, llegué
a Japón. ¿Era ésta la tierra de mis antepasados? No lo sentí así. No me gustó
la fría cortesía de los japoneses ni el robotizado comportamiento de los
obreros en las fábricas, no me impresionó su moderna infraestructura ni me
gustó el frío de sus inviernos ni tampoco su comida. Sólo cuando, unos años
después, fui por primera vez a Okinawa y sentí su calorcito y conocí sus playas
de arena blanca, mar turquesa y cielo azul celeste, sólo cuando reconocí en las
calles las mismas caras de las obasanes
y ojisanes de Perú y su andar
relajado y despreocupado, sólo cuando ví sus casas con la pintura desconchada
por la humedad como las del Callao, sólo cuando el soki soba, el gōyā champurū y los sātāandāgī me recordaron los
que preparaba mi obā, sólo cuando la
música y los bailes me recordaron la algarabía de mi ojī y de sus amigos cuando se emborrachaban y terminaban bailando
acompañados de fuertes silbidos, sólo entonces sentí que había “regresado”.
También me dí cuenta de que una cara más típicamente okinawense que la mía sólo
la de los shīsā. No sé cuánto tengo de peruano y cuánto de
okinawense. Lo que sí sé es que no tengo nada de japonés (y me alegro).
A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida si en vez de nacer en el Perú hubiera nacido en Okinawa. ¿Estaría yo también en Kumejima cultivando la caña de azúcar como mis tíos y mis primos o igualmente hubiera venido a naichi de dekasegi y ahora estaría trabajando de denkiya en Tsurumi y emborrachándome los sábados por la noche en alguno de los bares de Little Okinawa?
A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida si en vez de nacer en el Perú hubiera nacido en Okinawa. ¿Estaría yo también en Kumejima cultivando la caña de azúcar como mis tíos y mis primos o igualmente hubiera venido a naichi de dekasegi y ahora estaría trabajando de denkiya en Tsurumi y emborrachándome los sábados por la noche en alguno de los bares de Little Okinawa?
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