Carta de Okinawa
Ahora que la tecnología nos
permite-mediante aplicaciones como Skype o Face Time-, no sólo conversar cuando
nos da la gana con nuestros familiares que están al otro lado del mundo sino
hasta verles la cara, no podemos hacernos la más mínima idea de lo que
significaba para nuestros abuelos recibir una carta de Okinawa (una carta que
tardaba semanas o meses en llegar, si es que llegaba). Quien sí lo sabía era el
cartero de mi barrio de Jesús María y se aprovechaba de ello entregando las
cartas no directamente en la casa sino en la panadería de mis abuelos, que
quedaba al frente, porque sabía que-a diferencia de la antigua Grecia-,
independientemente de que la noticias fueran buenas o malas, igual lo
premiarían con una bolsa llena de panes y una buena ración de jamón. Si las
noticias eran buenas, mi ojī se ponía
de buen humor y convocaba para esa noche a sus paisanos y aquello terminaba
siempre en kachāshī entre brindis con
awamori, risas, aplausos y silbidos.
Pero, si las noticias eran malas, mi ojī
ponía entonces una música muy triste en el tocadiscos y se ponía a beber solo.
En esas ocasiones, bebía copitas de pisco (como si el awamori estuviera reservado para las celebraciones o quisiera
emborracharse más rápido), y, cabizbajo y meditabundo, descargaba cada tanto un
fuerte golpe con el puño cerrado sobre la gran mesa del comedor.
Hasta que las cataratas de mi ojī empeoraron y terminaron por
impedirle leer. A partir de entonces, era mi obā la que le leía el Perú Shimpo y las cartas de Okinawa.
Mi obā
recibía en la puerta de la casa la carta que algún muchacho del barrio le traía
de la panadería y, mientras avanzaba por el largo pasadizo, desgarraba el sobre
y la iba leyendo, y yo me daba cuenta si la carta traía buenas noticias porque
en esos casos a mi obā el rostro se
le iluminaba de alegría y recorría los últimos metros casi corriendo y desde la
puerta del comedor, agitando el sobre, le anunciaba a mi ojī:
-¡Carta de Okinawa!
Luego se la leía y tenía que hacerlo
varias veces porque mi ojī no se
cansaba de escuchar las buenas nuevas..
En cambio, cuando las noticias eran malas
(al final, la mayoría de las veces, creo), su rostro se ensombrecía y dos
gruesos lagrimones caían rodando por su arrugado rostro mientras avanzaba con
paso triste por el pasadizo.
Pero mi obā era una mujer muy fuerte y tenía los nervios de acero (cada vez
que releo “Cien años de soledad”, el personaje de Úrsula Iguarán me la
recuerda), que no se dejaba vencer por las dificultades. Antes de entrar al
comedor, se enjugaba las lágrimas, respiraba hondo y, poniendo la mejor de sus
sonrisas, gritaba agitando el sobre:
-¡Carta de Okinawa!
Luego yo era testigo de cómo mi obā, mientras le “leía” la carta a mi ojī, iba improvisando una serie de
buenas noticias que él celebraba muy contento, y mi obā debía tener mucho cuidado qué le contaba para no contradecirse
porque, fiel a su costumbre, mi ojī
le pedía una y otra vez que volviera a leérsela.
De esta manera, mi ojī nunca más volvió a tener malas noticias de Okinawa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario