Cómo hacer unos ricos sātāandāgī
Una vez más he intentado hacer sātāandāgī y, si antes ya era una
empresa difícil para mí, imagínense ahora con una sola mano. Me han salido tan
deformes, que una amiga-a la que le mandé unas fotos-pensó que eran camotes. Me
pregunto qué diría mi obā si los
viera: ¿me reñiría por mi falta de pericia o, comprensiva, me diría una vez
más, como cuando intentaba hacerlos de niño, que ya aprendería con la práctica?
Que los sātāandāgī se llamaban así recién lo supe la primera vez que fui a
Okinawa. En la casa de mi obā siempre
los habían llamado simplemente tempura
o, si había que diferenciarla de la tempura
de camote o de verduras, tempura dulce; pero nunca sātāandāgī.
Cada vez que, para las grandes ocasiones,
mis tías ya casadas acudían en tropel a la casa de mi obā llevando a sus hijos y la cocina entraba en febril actividad y
se convertía en una atareada fábrica de deliciosos manjares okinawenses y nos
enterábamos de que ya estaban haciendo los sātāandāgī
(¿hay acaso algo más rico que un sātāandāgī
recién hecho, ligeramente tostado por fuera y esponjoso por dentro?), mis
primos y yo, una docena de chiquillos de entre cinco y diez años, tomábamos por
asalto la cocina y a mi obā le
faltaba mano para satisfacer nuestra voraz demanda, y eso que nadie en la
familia era tan hábil ni tan rápido como ella para hacerlos. A mí me
maravillaba ver la facilidad con que formaba las bolas: cogía un puñado de
masa, apretaba el puño y cortaba la masa con un ohashi con la uniforme y efectiva infalibilidad de una máquina y,
aunque ella prefería la masa bien aguada, ni siquiera parecía embarrarse las
manos.
Yo era tan impaciente que no podía esperar
a que estuvieran listos y metía el dedo en el tazón de la masa y me la comía
cruda (a veces comía tanta que se me aflojaba la barriga).
-¡Mira!-decía mi obā señalando su gran perol de picaronera-. Solitos se dan la
vuelta.
Yo miraba y era cierto: los sātāandāgī, una vez que se había dorado
la parte sumergida, se daban automáticamente la vuelta. A mí aquello me parecía
prodigioso. Ahora que tengo ciertas nociones de Física atómica, de Mecánica
cuántica y de la Teoría de cuerdas, el fenómeno ya no me llama la atención,
pero en aquel entonces me parecía milagroso y no me cansaba de observarlo
mientras esperaba que se dorasen.
Al principio, yo sólo me comía los sātāandāgī más perfectos, aquellos
completamente redondos y sin ninguna rajadura. Hasta que un día mi obā se dio cuenta y me dijo que me
equivocaba, que los rajados eran los mejores:
-Tú sólo come los bonito. Bonito tú no
sabe cómo está dentro: puede estar crudo. En cambio, rajado, tú puede ver si
está bien cocinado.
No sé si aquello era una estratagema de mi
obā para que me comiera los sātāandāgī defectuosos o una parábola
para enseñarme que, a veces, las apariencias engañan; lo cierto es que, a
partir de entonces y para sorpresa de mis primos, con quienes me peleaba por
encontrar los sātāandāgī más
perfectos, empecé a preferir los rajados.
Esa misma filosofía es la que me ha
permitido comer los que yo preparo y, aunque no me crean, les aseguro que tan feos
no estaban, aunque, claro, en modo alguno pueden comparase con los riquísimos sātāandāgī que hacía mi obā.
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