Recordando a mi ojī
Mi abuelo se llamaba Kunta Kinte...Perdón,
me equivoqué de historia. Voy a empezar de nuevo:
Mi abuelo materno se llamaba Tokusuke
Takaesu y era oriundo del pueblo de Miwa, en la actual ciudad de Itoman, al
extremo sur de hontō, la isla
principal de Okinawa.
Era chiquito y cabezón y tan trinchudo
como Manolito (el de Mafalda. Yo soy su viva imagen). También era callado y
tenía, además, muy malas pulgas. A pesar de haber pasado la mayor parte de su
vida en el Perú, una de las pocas palabras en español que había aprendido era carajo (quizás porque para un japonés era
fácil de pronunciar o porque en su época de jornalero en la hacienda había
comprobado en carne propia que no hay otra mejor para poner a un hombre en
movimiento). Por ello, por la exclusividad con que la usaba, se podría decir
que mi ojī no hablaba sino que
carajeaba.
Los panaderos de su panadería le tenían
terror.
Normalmente, para mitigar un poco la
dureza del trabajo, los panaderos trabajaban en un ambiente de relajación y
jolgorio, entre bromas y risas. Pero, cuando mi ojī aparecía de improviso en el taller de la panadería y los
sorprendía in fraganti o-como sería más apropiado decir en este caso-“con las
manos en la masa” y soltaba un sonoro ¡CARAJO!, todos enmudecían y, si no
estaban en la amasadora, en la sobadora, en la cortadora o labrando los panes,
inmediatamente se ponían a raspar la masa seca de la enorme mesa de madera, a
limpiar las latas para hornear, a arreglar las grandes canastas donde se
echaban los panes una vez horneados o a barrer el piso, y todo lo hacían con
gran premura, como si en ello les fuera la vida.
En realidad, bastaba que uno de los
panaderos escuchara el ruido que hacían los jōri
de mi ojī al rozar con el piso
(siempre andaba en jōri, sólo se
ponía zapatos para ir de visita o para las grandes ocasiones y, cuando lo
hacía, parecía sumamente incómodo con sus anchos y callosos pies de campesino
calzados con esos duros y pesados zapatos de cuero), para que diera la voz de
alarma:
-¡Yara
que allí viene el viejo!
Y todos se ponían a trabajar como locos
para que mi ojī no soltara uno de sus
temidos carajos.
Supongo que en uchināguchi existe alguna palabra equivalente, pero mi ojī parecía haberse encariñado con ésta
y la usaba también en la casa. Cuando se molestaba, soltaba un carajo golpeando
la mesa con el puño y nadie se atrevía a decir ni pío hasta que se le pasara el
colerón. Pero no sólo mi ojī la
usaba. Muchas veces se la oí mencionar a sus amigos okinawenses cuando venían a
visitarlo.
Por eso, se me comprenderá si digo que
sólo cuando empecé a salir a la calle y-haciendo caso omiso de las
exhortaciones de mi obā-hice mis
primeros amigos dojin, descubrí con
sorpresa que carajo no era uchināguchi como erróneamente había
creído hasta ese momento.