miércoles, 20 de julio de 2016

Recordando a mi ojī

Recordando a mi ojī

Mi abuelo se llamaba Kunta Kinte...Perdón, me equivoqué de historia. Voy a empezar de nuevo:
Mi abuelo materno se llamaba Tokusuke Takaesu y era oriundo del pueblo de Miwa, en la actual ciudad de Itoman, al extremo sur de hontō, la isla principal de Okinawa.
Era chiquito y cabezón y tan trinchudo como Manolito (el de Mafalda. Yo soy su viva imagen). También era callado y tenía, además, muy malas pulgas. A pesar de haber pasado la mayor parte de su vida en el Perú, una de las pocas palabras en español que había aprendido era carajo (quizás porque para un japonés era fácil de pronunciar o porque en su época de jornalero en la hacienda había comprobado en carne propia que no hay otra mejor para poner a un hombre en movimiento). Por ello, por la exclusividad con que la usaba, se podría decir que mi ojī no hablaba sino que carajeaba.
Los panaderos de su panadería le tenían terror.
Normalmente, para mitigar un poco la dureza del trabajo, los panaderos trabajaban en un ambiente de relajación y jolgorio, entre bromas y risas. Pero, cuando mi ojī aparecía de improviso en el taller de la panadería y los sorprendía in fraganti o-como sería más apropiado decir en este caso-“con las manos en la masa” y soltaba un sonoro ¡CARAJO!, todos enmudecían y, si no estaban en la amasadora, en la sobadora, en la cortadora o labrando los panes, inmediatamente se ponían a raspar la masa seca de la enorme mesa de madera, a limpiar las latas para hornear, a arreglar las grandes canastas donde se echaban los panes una vez horneados o a barrer el piso, y todo lo hacían con gran premura, como si en ello les fuera la vida.
En realidad, bastaba que uno de los panaderos escuchara el ruido que hacían los jōri de mi ojī al rozar con el piso (siempre andaba en jōri, sólo se ponía zapatos para ir de visita o para las grandes ocasiones y, cuando lo hacía, parecía sumamente incómodo con sus anchos y callosos pies de campesino calzados con esos duros y pesados zapatos de cuero), para que diera la voz de alarma:
Yara que allí viene el viejo!
Y todos se ponían a trabajar como locos para que mi ojī no soltara uno de sus temidos carajos.
Supongo que en uchināguchi existe alguna palabra equivalente, pero mi ojī parecía haberse encariñado con ésta y la usaba también en la casa. Cuando se molestaba, soltaba un carajo golpeando la mesa con el puño y nadie se atrevía a decir ni pío hasta que se le pasara el colerón. Pero no sólo mi ojī la usaba. Muchas veces se la oí mencionar a sus amigos okinawenses cuando venían a visitarlo.

Por eso, se me comprenderá si digo que sólo cuando empecé a salir a la calle y-haciendo caso omiso de las exhortaciones de mi obā-hice mis primeros amigos dojin, descubrí con sorpresa que carajo no era uchināguchi como erróneamente había creído hasta ese momento.

viernes, 15 de julio de 2016

Cómo hacer unos ricos sātāandāgī

Cómo hacer unos ricos sātāandāgī

Una vez más he intentado hacer sātāandāgī y, si antes ya era una empresa difícil para mí, imagínense ahora con una sola mano. Me han salido tan deformes, que una amiga-a la que le mandé unas fotos-pensó que eran camotes. Me pregunto qué diría mi obā si los viera: ¿me reñiría por mi falta de pericia o, comprensiva, me diría una vez más, como cuando intentaba hacerlos de niño, que ya aprendería con la práctica?
Que los sātāandāgī se llamaban así recién lo supe la primera vez que fui a Okinawa. En la casa de mi obā siempre los habían llamado simplemente tempura o, si había que diferenciarla de la tempura de camote o de verduras, tempura dulce; pero nunca sātāandāgī.
Cada vez que, para las grandes ocasiones, mis tías ya casadas acudían en tropel a la casa de mi obā llevando a sus hijos y la cocina entraba en febril actividad y se convertía en una atareada fábrica de deliciosos manjares okinawenses y nos enterábamos de que ya estaban haciendo los sātāandāgī (¿hay acaso algo más rico que un sātāandāgī recién hecho, ligeramente tostado por fuera y esponjoso por dentro?), mis primos y yo, una docena de chiquillos de entre cinco y diez años, tomábamos por asalto la cocina y a mi obā le faltaba mano para satisfacer nuestra voraz demanda, y eso que nadie en la familia era tan hábil ni tan rápido como ella para hacerlos. A mí me maravillaba ver la facilidad con que formaba las bolas: cogía un puñado de masa, apretaba el puño y cortaba la masa con un ohashi con la uniforme y efectiva infalibilidad de una máquina y, aunque ella prefería la masa bien aguada, ni siquiera parecía embarrarse las manos.
Yo era tan impaciente que no podía esperar a que estuvieran listos y metía el dedo en el tazón de la masa y me la comía cruda (a veces comía tanta que se me aflojaba la barriga).
-¡Mira!-decía mi obā señalando su gran perol de picaronera-. Solitos se dan la vuelta.
Yo miraba y era cierto: los sātāandāgī, una vez que se había dorado la parte sumergida, se daban automáticamente la vuelta. A mí aquello me parecía prodigioso. Ahora que tengo ciertas nociones de Física atómica, de Mecánica cuántica y de la Teoría de cuerdas, el fenómeno ya no me llama la atención, pero en aquel entonces me parecía milagroso y no me cansaba de observarlo mientras esperaba que se dorasen.
Al principio, yo sólo me comía los sātāandāgī más perfectos, aquellos completamente redondos y sin ninguna rajadura. Hasta que un día mi obā se dio cuenta y me dijo que me equivocaba, que los rajados eran los mejores:
-Tú sólo come los bonito. Bonito tú no sabe cómo está dentro: puede estar crudo. En cambio, rajado, tú puede ver si está bien cocinado.
No sé si aquello era una estratagema de mi obā para que me comiera los sātāandāgī defectuosos o una parábola para enseñarme que, a veces, las apariencias engañan; lo cierto es que, a partir de entonces y para sorpresa de mis primos, con quienes me peleaba por encontrar los sātāandāgī más perfectos, empecé a preferir los rajados.

Esa misma filosofía es la que me ha permitido comer los que yo preparo y, aunque no me crean, les aseguro que tan feos no estaban, aunque, claro, en modo alguno pueden comparase con los riquísimos sātāandāgī que hacía mi obā.

domingo, 10 de julio de 2016

Sólo para uchinānchus

Sólo para uchinānchus

Aunque hayas nacido en Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay, Perú o Kazajistán, sabrás que eres uchinānchu si...
1.- Eres cejón y velludo.
2.- De chico, tu obā y tu ojī te decían que no te juntaras con dojin (o gaijin).
3.- Los naichā ponen cara de poto cuando tienen que escribir tu nombre.
4.- La primera vez que fuiste a Okinawa, todo el mundo te parecía conocido.
5.- El tōfu y el kamaboko de naichi te parecen una “eme”.
6.- Alguna vez te dijeron gachimayā.
7.- Mueres por el sōki soba, el gōyā chanpurū y los sātāandāgī.
8.- Cuando escuchas la canción “Tōshin dōi”, aunque nunca lo hayas hecho antes, los pies y las manos te pican por bailar kachāshī y te dan ganas de silbar metiéndote los dedos a la boca.
9.- Te dijeron “chino”, “japonés”, “coreano”, “vietnamita” y hasta “filipino” (como a mí), pero nunca “okinawense”.
10.- Y si, aparte de todo lo anterior, encima te apellidas Higa (con perdón de los Kinjō, Kanashiro, Kaneshiro, Kanagusuku, Kanegusuku, Kanagushiku o Kanegushiku), entonces puedes estar completamente seguro de que eres un uchinānchu de pies a cabeza.


viernes, 8 de julio de 2016

Carta de Okinawa

Carta de Okinawa

Ahora que la tecnología nos permite-mediante aplicaciones como Skype o Face Time-, no sólo conversar cuando nos da la gana con nuestros familiares que están al otro lado del mundo sino hasta verles la cara, no podemos hacernos la más mínima idea de lo que significaba para nuestros abuelos recibir una carta de Okinawa (una carta que tardaba semanas o meses en llegar, si es que llegaba). Quien sí lo sabía era el cartero de mi barrio de Jesús María y se aprovechaba de ello entregando las cartas no directamente en la casa sino en la panadería de mis abuelos, que quedaba al frente, porque sabía que-a diferencia de la antigua Grecia-, independientemente de que la noticias fueran buenas o malas, igual lo premiarían con una bolsa llena de panes y una buena ración de jamón. Si las noticias eran buenas, mi ojī se ponía de buen humor y convocaba para esa noche a sus paisanos y aquello terminaba siempre en kachāshī entre brindis con awamori, risas, aplausos y silbidos. Pero, si las noticias eran malas, mi ojī ponía entonces una música muy triste en el tocadiscos y se ponía a beber solo. En esas ocasiones, bebía copitas de pisco (como si el awamori estuviera reservado para las celebraciones o quisiera emborracharse más rápido), y, cabizbajo y meditabundo, descargaba cada tanto un fuerte golpe con el puño cerrado sobre la gran mesa del comedor.
Hasta que las cataratas de mi ojī empeoraron y terminaron por impedirle leer. A partir de entonces, era mi obā la que le leía el Perú Shimpo y las cartas de Okinawa.
Mi obā recibía en la puerta de la casa la carta que algún muchacho del barrio le traía de la panadería y, mientras avanzaba por el largo pasadizo, desgarraba el sobre y la iba leyendo, y yo me daba cuenta si la carta traía buenas noticias porque en esos casos a mi obā el rostro se le iluminaba de alegría y recorría los últimos metros casi corriendo y desde la puerta del comedor, agitando el sobre, le anunciaba a mi ojī:
-¡Carta de Okinawa!
Luego se la leía y tenía que hacerlo varias veces porque mi ojī no se cansaba de escuchar las buenas nuevas..
En cambio, cuando las noticias eran malas (al final, la mayoría de las veces, creo), su rostro se ensombrecía y dos gruesos lagrimones caían rodando por su arrugado rostro mientras avanzaba con paso triste por el pasadizo.
Pero mi obā era una mujer muy fuerte y tenía los nervios de acero (cada vez que releo “Cien años de soledad”, el personaje de Úrsula Iguarán me la recuerda), que no se dejaba vencer por las dificultades. Antes de entrar al comedor, se enjugaba las lágrimas, respiraba hondo y, poniendo la mejor de sus sonrisas, gritaba agitando el sobre:
-¡Carta de Okinawa!
Luego yo era testigo de cómo mi obā, mientras le “leía” la carta a mi ojī, iba improvisando una serie de buenas noticias que él celebraba muy contento, y mi obā debía tener mucho cuidado qué le contaba para no contradecirse porque, fiel a su costumbre, mi ojī le pedía una y otra vez que volviera a leérsela.
De esta manera, mi ojī nunca más volvió a tener malas noticias de Okinawa.


martes, 5 de julio de 2016

La botella de awamori

La botella de awamori.

Cada vez que pasa el camioncito del reciclaje ofreciendo llevarse gratis las cosas viejas, malogradas o en desuso (que, de otra manera, habría que pagar para botar), me acuerdo del ropavejero que en la Jesús María de mi infancia-hace cuchumil años- pasaba un par de veces por semana frente a la casa de mi obā gritando: “Compro ropa usada, catres viejos, boteeellas”. No sólo compraba sino también canjeaba por baldes, bateas y otros objetos de plástico y también por juguetes baratos toda clase de cosas. Yo nunca le presté atención hasta que apareció con una máscara de Batman. Era una máscara formidable: era de plástico azul y cubría toda la cabeza y el cuello hasta los hombros. Le prengunté al ropavejero cuánto costaba y él me respondió:
-¿Cuánto tienes?
Entré corriendo a la casa y, después de romper mi chanchito, le entregué todo su contenido, pero me dijo que faltaba.
-Si me traes unas cuantas botellas vacías-dijo sonriendo-, te la doy.
Entré nuevamente a la casa y, en dos o tres viajes, le llevé al ropavejero una docena de botellas vacías, pero aún no estaba satisfecho. ¿Qué podía hacer? Ya no había más botellas en toda la casa. Entonces me acordé del aparador del comedor donde se guardaban los licores, el ocha, el nori y otras cosas importadas de Japón. Lo abrí sintiendo que estaba cometiendo una especie de sacrilegio y tuve la buena suerte de encontrar una botella vacía que debía ser de awamori. La gran botella de vidrio marrón con la etiqueta colorinche llena de letras japonesas terminaron de convencer al ropavejero y, por fin, accedió a darme la máscara y, cuando la tuve en mis manos, me sentí el niño más feliz de la Tierra.
En ese momento apareció mi obā, que regresaba del mercado, y, dejando sus compras en el suelo, se abalanzó hacia el ropavejero mientras le gritaba algo en uchināguchi y le arranchó de las manos la botella de awamori, que éste se había quedado observando con satisfacción. El ropavejero empezó a protestar, pero mi obā lo calló arrojándole un billete y a mí me jaló hasta la casa.
Fue la única vez que la vi furiosa y también la única en que estuvo a punto de pegarme. No comprendí por qué se había molestado tanto por una botella vacía hasta que una de esas noches, cuando mi ojī ya se había ido a dormir, la vi llenar la botella a hurtadillas. ¿Con qué la había llenado?, no sabría decirlo. Supongo que con un licor más barato. Tal vez la marca que le gustaba a mi ojī era difícil de conseguir o no se la podían permitir. ¡Qué se yo!
Pero, al día siguiente, comprobé lo valiosa que era para mi obā aquella botella vacía, cuando la vi observando desde la puerta del comedor, con una amorosa mirada y una sonrisa de satisfación dibujada en los labios, a mi ojī y a sus amigos que, ajenos a sus miradas y a su piadosa mentira, brindaban alegremente.

Sólo entonces comprendí que aquella botella vacía era tan valiosa para mi obā porque le permitía darle un momento de felicidad a su esposo.