martes, 24 de marzo de 2015

Mi amigo Gustón


Mi amigo Gustón

Una vez más y por más que Gustón me rogó que asistiera-adjuntos a la invitación, me mandó dos pasajes en primera clase, que, para no pasar por maleducado, he decidido no devolver y que voy a destinar a una mejor causa: irme con mi chica de segunda Luna de miel a Bora Bora-, me he negado a participar en aquel aquelarre gastronómico llamado Mixtura. Aunque hace tiempo que insiste en que me incorpore al G9-el elitista grupo integrado por los más renombrados exponentes de la gastronomía mundial, que también forman parte del Consejo del Basque Culinary Center con sede en San Sebastián-, que conmigo se convertiría en G10, yo le vengo, como se dice, "tirando arroz", porque sé que "no es amor al chancho sino a los chicharrones": lo que en realidad pretende obtener de mí con tanto halago es arrebatarme la receta secreta de la chanfainita de mi compadre Huerequeque para ofrecérsela a los pitucos de todo el mundo.
Conocí a Gustón hace ya casi treinta años, cuando ambos éramos todavía adolescentes y estábamos rompiendo nuestra primeras lanzas culinarias. En ese entonces, Gustón y yo compartíamos ideales revolucionarios y creíamos en la justicia social. Nos parecía algo inconcebible que mientras un pobre tuviera que conformarse con un plato de sangrecita, un millonario pudiera darse el lujo de ir al Pabellón de caza y comerse una patita con maní, pero hecha ¡con pata de elefante! Pero nosotros cambiaríamos las cosas, soñábamos en convertirnos en grandes chefs y poner al alcance de nuestros compatriotas más pobres lo mejor de la comida francesa, italiana, española, china y japonesa, y, del mismo modo, llevar la rica cocina peruana a los rincones más alejados y pobres del planeta. Alucinábamos imaginándonos a los usuarios de los comedores populares, a los clientes habituales de los puestos de comida ambulante, a los pobladores de los más aislados caseríos de la puna y a los indígenas de las más primitivas tribus de la amazonía peruana deleitándose con los más refinados platos de la haute cuisine française: unas ostras frescas, unos escargots, foie gras, una bouillabaisse, una ratatouille o un boeuf bourguignon, o a los más pobres habitantes de África, de la India o Haití disfrutando con lo más selecto de la variada y sabrosa cocina peruana: un cebiche, unos anticuchos o una papa a la huancaína. ¡Liberté, égalité, fraternité, ou la mort! ¡Patria libre o muerte!
Nos conocimos en la Parada, cerca de Tacora, en una calle conocida como La calle de la muerte lenta, donde, una vez al año, los más prestigiosos chefs de los más escondidos huariques de Lima se reunían durante una semana para celebrar una especie de feria de la comida popular ambulante al que, por su abigarrada mezcla de sabores, olores y colores, habían denominado como "Sancochao" (feria en la que se inspiraría Gustón para crear muchos años después su prestigiosa Feria Gastronómica Internacional Mixtura). Habíamos ido a ver en acción, en vivo y en directo, a aquellos artistas del arte culinario de kiosko y carretilla, que ejercían su profesión en plena calle, en contacto directo con el veleidoso público que, así como los aclamaba, manteaba o llevaba en hombros como a un torero, por un exceso de sal o de ají, los podía linchar.  ¿Podía haber algo más emocionante que eso? Eran nuestros ídolos. Gustón y yo los observábamos con envidiosa y respetuosa admiración. ¡Algún día seríamos como ellos!
Allí conocimos a los grandes genios de la cocina popular, achorada y subterránea-hombres adelantados a su época, precoces pioneros del ecologismo y del reciclaje imperantes en la actualidad-, como el Gordo Chafancho, el renombrado inventor del apanado de cartón; Culancho, el afamado creador de la Carapulcra de Nicovita; el Flaco Culepe, el creador de los novedosos "marcianos" hechos aprovechando los condones usados que rescataba de la basura de la casa de citas "El Túnel del Amor" (eso sí, bien lavados, aunque tampoco había que preocuparse demasiado porque por aquel entonces aún no se había inventado el SIDA); o el Chino Langoi, especialista en carne de "lata" e inventor del exquisito plato "Colas de cuy saltadas en salsa de ostión" (la salsa la hacía hirviendo unos huesos de pescado que le regalaban en el mercado en un poco de Coca Cola que le juntaba el mozo de un restaurante de lo que dejaban sin beber los clientes) y alguno de cuyos platos, como su "Arroz chaufa de camarones"-hecho con puchos de cigarro ingeniosamente disfrazados-eran tan deliciosos que causaban no sólo furor sino también adicción-por la nicotina de las colillas-entre los numerosos comensales que acudían a comer a su afamado chifa ambulante "El bien Taipá". Pero fue mi compadre Huerequeque quien me reveló-eso sí, haciéndome jurar antes que no se lo revelaría a nadie más hasta que él hubiera muerto-, el ingrediente secreto de su chanfainita, que él, por lo demás, como todos los grandes descubrimientos, había descubierto acuciado por la necesidad-en una ocasión en la que, debido al Fenómeno del Niño, la placenta de lobo marino, el sucedáneo que él utilizaba en vez del bofe, escaseaba en el mercado-, y casi por casualidad, mientras observaba a su nieto mordisquear un pedazo de llanta en vez de chicle: jebe de llanta vieja aderezado con ajos molidos, ají panca molido, sal, pimienta, comino y vinagre, y dejado macerar durante una semana. Su puesto de comida ambulante "El último suspiro" se convirtió de la noche a la mañana en el huarique más concurrido de la zona y en lugar obligado de peregrinación para los amantes de la chanfainita. Mi compadre no se daba abasto para atender a su numerosa clientela, quienes a veces se veían obligados a formar largas colas de más de una cuadra y a esperar varias horas para satisfacer su antojo. Se dice que hasta don Fernando Belaúnde Terry, el ex presidente de la república, mandaba de vez en cuando a uno de sus edecanes por una porción de la inigualable chanfainita de mi compadre Huerequeque.
Gustón, que cocinaba desde los cinco años, había experimentado con ingredientes exóticos y caros, y que, a los trece años, atesoraba ya en su recetario algunos platos de fantasía de su propia cosecha, era, sin embargo, para algunas cosas, de una ignorancia supina. Yo, que soy un par de años mayor, tuve que enseñarle lo básico.
"¿Acaso crees tú que gente como Picasso sólo sabía pintar esos cuadros colorinches que parecen hechos por un niño de primaria? No, él, si quería, podía hacer una pintura del realismo clásico más tradicional. Para llegar a ser un consumado pirotécnico y lanzar tus fuegos de artificio al cielo, primero es necesario que sepas encender un buen fuego con el pedernal", le dije mientras me disponía a enseñarle los principios fundamentales de la cocina.
Por ejemplo, no sabía hacer un huevo frito. Le dije que el único truco era una sartén bien quemada y aceite compuesto al granel bien caliente (en ese tiempo todavía no se habían puesto de moda mariconadas como el teflón, el aceite vegetal o el de oliva), pero, por más que lo intentaba, no conseguía freir un huevo decentemente. Se le pegaban a la sartén o los sacaba cuando la clara estaba todavía cruda o la yema ya se había cocido. Ese día, cuando ya estaba anocheciendo-llevábamos friendo huevos sin parar desde las seis de la mañana y ya sólo quedaba un huevo en la jaba-, me vi obligado a darle un poco de desahuevina antes de alcanzárselo:
-Oye, huevón, déjate de huevadas, si no fries bien este huevo, darás pie a que se cree el dicho popular: "¿Eres huevón... o te llamas Gustón?" y más que fijo que ingresas al Guinness Book of World Records como el más grande huevón de la historia de todos los tiempos.
Picado en su orgullo, Gustón tomó aire, se concentró y, antes de que terminara de recitar el nombre de los catorce incas-un pequeño truco para medir el tiempo-, puso ante mis ojos el huevo frito más bonito que había visto en mi vida: tenía la pureza lineal, la aerodinámica esbeltez y la perfecta simetría de un platillo volador diseñado por Ferrari, sólo que blanco. Y, cuando hinqué la yema con un tenedor y ésta se derramó como la lava ardiente de un volcán en erupción, tiñendo de un anaranjado casi rojo, azarcón-pues era un huevo de gallina de chacra-, la blanquísima clara, el espectáculo fue tan grandioso que se me hizo un nudo en la garganta por la emoción y, sin poder decir palabra, me limité a abrazar a Gustón para felicitarlo mientras me parecía escuchar las notas de "We are the champions" y que nos bañaba una lluvia de confeti. Además, los cuatrocientos intentos fallidos de huevo frito no se perdieron porque, aprovechando que esa noche se jugaba el Clásico Alianza-U, fuimos al estadio y, en un santiamén, vendimos cuatrocientos panes con huevo frito, empresa que, a la postre, sería, entre todos nuestros utópicos proyectos, la única que llevaríamos a cabo juntos.
A pesar de que su genio para la cocina iba aflorando poco a poco y de que ya había superado con creces a su maestro-que es como me llamaba por haberle enseñado la manera correcta de freír un huevo-, de la férrea amistad que nos unía y del mutuo respeto que sentíamos el uno por el otro, Gustón nunca me perdonó que mi compadre Huerequeque-con quien ambos compartíamos una gran amistad-, me hubiera elegido como el depositario y guachimán de su gran secreto y aunque muchas veces Gustón trató de arrancármelo aprovechando algún momento de debilidad-como cuando nos íbamos de copas y bebíamos hasta morir-, yo me empeñaba en guardarlo celosamente obligado por mi juramento.
Mientras yo estudiaba literatura en San Marcos y Gustón, derecho en la Católica, continuábamos preparándonos para la encomiable tarea que nos habíamos propuesto y, cuando, siguiendo nuestros designios revolucionarios, Gustón partió para España con la excusa de continuar sus estudios de derecho en la Universidad Complutense de Madrid, pero, en realidad, con el secreto propósito de aprender todo lo relativo al cocido madrileño, la paella y la cocina vasca, tuve el presentimiento de que nunca más nos volveríamos a ver y de que nuestros románticos y altruistas planes quedarían en nada. Y, lamentablemente, estuve en lo cierto. Como decía Mafalda: "Hay que cambiar el mundo, antes de que el mundo lo cambie a uno".
De España, Gustón se fue a estudiar al Cordon Bleu de París y cuando regresó de Francia con su flamante Grand Diplôme de cuisine et pâtisserie françaises y su también flamante esposa Ustrid y abrieron en Lima el primer "Ustrid & Gustón", ya era demasiado tarde: Gustón se había olvidado de los pobres y había decidido cocinar para los ricos.
Yo también me vi obligado a abandonar a nuestros pobres impelido por la crisis durante el último año del primer gobierno de Alan García y a emigrar al Japón, donde, pudiendo trabajar de chef en algún lujoso restaurante ahora que, gracias a mi amigo Gustón-es de justicia reconocerlo-, la comida peruana se ha puesto de moda en todo el mundo y que hasta en Tokio empiezan a abrirse los primeros locales de categoría-sobrevivo malamente con mi puesto ambulante de comida en el que vendo lo que por razones de marketing me he visto obligado a comercializar como "Peruvian Kebab: The Inca's Sacred Food" (que no es otra cosa más, en realidad, que nuestro modesto pan con jamón del país), pero dispuesto a morir sin traicionar mis principios.

2 comentarios:

  1. Me abrio el apetito vivir escenas de comida peruana. La narracion es tan fluida y cautivante. Que orgullo saber que el arte culinario Peruano se ha difundido a nivel mundial.

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    1. Los primeros restaurantes peruanos aquí en Japón se abrieron con la llegada de los inmigrantes peruanos hace 25 años, pero eran pequeños y modestos restaurantes ubicados generalmente dentro de los guetos peruanos y teniendo por clientela casi exclusiva a los mismos peruanos. Ahora, en cambio, empiezan a abrirse en Tokio los primeros restaurantes peruanos de categoría cuya clientela está conformada en su mayor parte por japoneses y residentes extranjeros de otras nacionalidades.

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