El ladrón de sake
Hace ya varios meses que estoy buscando una
casa para mudarnos porque-aunque a mí no me disgustaba la idea de seguir
viviendo en nuestro viejo apāto (un estrecho 2K, que en la jerga profesional de las inmobiliarias
japonesas significa un departamento de dos habitaciones con una pequeña cocina,
que en su día yo escogí por su posición-está en un segundo piso y tiene grandes
ventanas que dan por el norte a una casa de un solo piso, por el sur al
parking, por el oeste a otro parking y sólo por el este carece de ellas ya que
por ese lado limita con África, perdón, con nuestros vecinos de Ghana-tan
oscuros como el cacao que exporta su país-, lo cual le da una luminosidad que
ya hubiera querido Van Gogh para su Casa amarilla de Arles o Gauguin para su
choza de Tahití) al que, por su vetustez -tiene ya más de 41 años (el promedio
de vida útil de una casa japonesa de madera se estima en 35 años)-, mi chica y
yo, llamamos, de cariño, “El cuchitril”-, mi chica ya se ha cansado-vivimos en
él hace más de 18 años-de vivir apretada en apenas 36 metros cuadrados
(incluyendo los closets) y, como donde manda capitán no manda marinero (sobre
todo, si aquel no sólo es quien lleva los pantalones sino que, además, es
cinturón negro en karate), decidimos por unanimidad (ya que mi voto no cuenta),
comprar una casa 3LDK (tres habitaciones con sala-comedor-cocina) de unos 90
metros cuadrados con parking para un carro y, si es posible, un pequeño jardín
para que-ahora que no trabajo-por lo menos pueda cultivar algunos vegetales.
Aunque algo en mi interior se resistía a echar
raíces, no puedo negar que la idea de tener mi escritorio y poder escribir
rodeado de mis pobres libros que ahora se encuentran por falta de espacio en
cajas de cartón dentro de los closets, hacer mis necesidades cómodamente
sentado en un inodoro occidental y no haciendo equilibrio en cuclillas como
hasta ahora en un retrete estilo japonés y tener siempre al alcance de la mano
culantro fresco para cocinar, caiguas y rocotos y, por qué no, un arbolito de
pacae, ruda para la buena suerte y otras hierbas secretas que conocí en Pucallpa
cuyo fin se imaginaran si les digo que tienen propiedades parecidas a las de la
Viagra, terminó por seducirme, pero, como los bancos se negaron a darnos un
préstamo por la mezquina razón de que yo no tengo trabajo y mi chica está empleada
bajo contrato temporal, en vez de comprar la casa soñada, no nos quedó más
remedio que buscar alguna casa en remate de las llamadas “Wake ari bukken”,
casas que por alguna razón nadie quiere vivir en ellas y, entre las cuales, las
más baratas, son las “Jikō bukken”: las casas donde ha habido una muerte violenta por accidente, suicidio
o asesinato. La primera que vimos era grande y estaba bien conservada. Como el
anuncio decía “A un minuto de la estación”, pensamos que lo único malo que
tenía era el ruido del tren, pero cuando entramos, descubrimos que para ir al
baño había que atravesar un túnel subterráneo como el que hizo Fujimori para
rescatar a los rehenes de la embajada de Japón porque la casa estaba divida en
dos por las vías del tren. En la segunda había tantos fantasmas que hubiésemos
tenido que gastarnos un dineral contratando a los Ghostbusters o comprarla no
para vivir en ella sino para poner una sucursal de The Haunted Mansion de Disney. La tercera quedaba al
costado de una chanchería y no llegamos a conocerla por dentro porque mi
chica-que es hipersensible a los malos olores-la descartó de plano. Después de
una docena de intentos infructuosos en los que conocimos casas con los diseños más
disparatados o que tenían una poderosa razón-vecino loco que tiene su casa
llena hasta el techo de basura, casa en medio del cementerio, vecino aspirante
a pianista profesional, casa junto al crematorio de muertos, casa junto a una
fábrica de queso, etc.-que dificultaba o hacía imposible vivir en ellas, mi
chica-cansada, aburrida y desilusionada-tiró la toalla y me encargó que yo
siguiera solo con la búsqueda.
La última casa que vi, la semana pasada, quedaba
al lado de la terraza de un bar de mala muerte que para colmo se llamaba Osake dorobō (“El ladrón de sake”). Apenas la vi, supe que la razón por la que la
vendían barata era por su vecindad al bar: todavía era temprano, pero ya me la
imaginaba un par de horas más tarde, hirviendo de borrachos hablando a voz en
cuello, riéndose a carcajadas y lanzando improperios, colillas de cigarro y
escupitajos por encima de la barandilla. Ni hablar: si le proponía vivir allí a
mi chica, ella, que le tiene alergia a los borrachos, seguramente soltaría el
primer “carajo” de su vida. Dando media vuelta, me disponía a regresar a mi apāto, cuando un individuo se quedó
mirándome fijamente, me sonrió y finalmente se me acercó con los brazos
abiertos:
-¡Hola, Chino!
No lo podía creer: era nada menos que Machucao,
mi mejor amigo de la infancia. ¿No era chiquito el mundo y grandes las
coincidencias? No nos veíamos desde hacía cuchumil años y veníamos a
encontrarnos aquí, en este barrio perdido de la ciudad de Zama, prefectura de
Kanagawa, Japón, nosotros, que apenas si osábamos salir de nuestro viejo barrio
de la cuadra 11 de Arnaldo Márquez en Jesús María.
Quise probarlo:
-Un momentito, compadre: ¿qué es eso de
“Chino”? ¿Quién soy yo?
-Papá-respondió sumisamente Machucao siguiéndome
el juego como en aquel entonces.
-¿Con quién estás?
-Con Papá.
-Entonces, pues, hermano, de qué te preocupas...
No había cambiado: seguía siendo el mismo tímido
muchacho de toda la vida con el que hacía más de 30 años había sido uña y carca
y con el que parodiaba el recordado sketch de Adolfo Chuiman y Elmer Alfaro en
Risas y salsa.
Nos fundimos en un fuerte abrazo exclamando las
consabidas frases de siempre (“El mundo es un pañuelo”, “Parece mentira que
hayan pasado más de 30 años”, “Estás igualito”, etc.).
-Pero, ¿qué hacemos aquí parados?- dije
señalándole el bar-. ¡Vamos a tomarnos unos tragos!
Y, como notara cierta reticencia en él,
agregué:
-¿O me vas a decir que te has vuelto abstemio?
Se dejó arrastrar con resignación hasta la
terraza y allí, mientras picábamos edamame
y yakitori y bebíamos grandes chops
de cerveza helada, rememoramos todas nuestras mataperradas: como cuando le
bajábamos la cortina metálica al Chifa Cena-La flor de Jesús María-y el chino
salía a corretearnos blandiendo sobre su cabeza un gran cuchillo de cocina o
cuando robábamos las bolsitas de ají de la pollería OK y luego hacíamos
concursos para ver quién era capaz de comer más ají o cuando íbamos hasta el
cine Alameda para ver las películas de Edwige Fenech después de sobornar al
boletero con cigarrillos porque eran para mayores de 18 y nosotros sólo
teníamos 12
Me contó que había llegado a Japón como nikkei bamba, pero que, después de casarse con una japonesa, había
arreglado sus papeles y hasta se había nacionalizado.
-Ahora soy más japonés que tú, Chino-declaró
orgulloso.
De pronto, se dió cuenta de mi prótesis y tuve
que contarle lo del accidente y satisfacer su curiosidad explicándole cómo
funcionaba y, como todos, también quiso que le diera un apretón, lo cual hice
con mucho cuidado para no fracturarle la mano.
Mientras conversábamos, comprobé que-tal como
me lo había imaginado-los borrachos hacían una bulla terrible. No sólo eso.
Algunos ni siquiera se tomaban el trabajo de ir hasta el baño-que estaba en el
interior del local-: orinaban a través de la baranda de la terraza en el jardín
de la casa que había ido a ver. Sorprendentemente, esto pareció molestar mucho
a Machucao porque se los recriminó y a punto estuvimos de ensarzarnos en una
pelea de la que no hubiéramos salido bien parados con dos jóvenes y fornidos camioneros
que tenían los brazos-y presumiblemente el resto del cuerpo-completamente
tatuados.
Le pregunté qué le pasaba. ¿Quería ir a parar
al hospital? ¿No se daba cuenta de que yo ya no podía pelear? Recién entonces
Machucao me contó para mi sorpresa que la casa de al lado era su casa. La
habían comprado hacía 10 años y todo había ido bien hasta que-hacía unos 5
años-abrieron el bar. Se habían quejado, pero en vano, porque el dueño del bar-y
también la mayoría de sus clientes-era un ex yakuza al que hasta la policía le
tenía miedo. Por eso, cansados y aburridos de que ninguna autoridad se hiciera
cargo de su caso, habían decidido venderla. ¿Pero acaso había alguien tan tonto
que quisiera comprarla?, se lamentó Machucao. Ahora comprendía por qué no había
querido entrar a ese bar. Me causó tanta indignación que, de no ser porque existía
el riesgo de quemar su propia casa y las demás casas vecinas, le hubiera
propuesto incendiar el bar.
Me preguntó qué estaba haciendo yo por ahí y,
mientras estaba pensando qué decirle porque no tenía valor para contarle que
había ido a ver su casa, una mujer gorda en pijama apareció en el balcón de la
casa y empezó a descolgar la ropa tendida a secar. De pronto, se nos quedó
mirando con los ojos muy abiertos y una expresión de profundo asombro.
-¡Hora!-gritó la mujer. Machucao pareció de
pronto fulminado por un rayo-.
¿Nani wo yatterundayo? (¡Hey! ¿Qué es lo que
estás haciendo?).
-Es mi mujer-dijo Machucao poniéndose de pie-.
Ya me tengo que ir: fue un gustazo verte.
Y se alejó con paso triste y vacilante.
Esa noche, cuando se lo conté a mi chica, ella
se quedó pensativa durante un instante y luego dijo:
-Tal vez sea mejor seguir viviendo en El cuchitril.