Durante el Obon
Hace unas
noches, estábamos mi chica y yo dando vueltas en la cama amodorrados pero sin
poder conciliar el sueño por el insoportable calor, cuando, para colmo de
males, empezó a escucharse un golpeteo en una de las ventanas (las cuales
estaban abiertas pero con unas mallas que evitan que se metan los zancudos y
otros bichos). Mi chica, que, por ser cinturón negro de karate, se encarga de
la autodefensa y la seguridad familiares, fue a ver qué pasaba y, apenas abrió
la malla, algo empezó a volar en nuestra habitación en penumbra rozándonos la
cara y produciéndonos escalofríos con su contacto. De un salto me puse de pie y
encendí la luz: era nada menos que un murciélago. “¡Dios mío!”, pensé. “¡Esto
sólo nos pasa a nosotros!”. Miré la hora para cuando tuviera que contarlo: eran
las tres de la madrugada.
-Pero,
¿cómo se te ocurrió abrirle la malla?-le espeté a mi chica-. ¿No has visto
Drácula? ¿No sabes que los vampiros no pueden entrar a la casa si alguien no
los invita a pasar?
Mi chica no
dejaba de gritar mientras, al mismo tiempo, empezaba a hacer una maleta para ir
a pasar la noche a un hotel.
Por mi
parte, yo cogí la vara con la que subí al monte Fuji con sus sellos de cada
parada impresos al rojo vivo-que siempre dejo al alcance de mi mano a la hora
de acostarme por si acaso entrara un ladrón-y me dispuse a espantar al intruso.
No quería matarlo. Sólo quería que saliera por la ventana. Pero no fue tan
fácil. Me tomó más de media hora sudando la gota gorda conseguirlo. A pesar de
mis intentos por guiarlo con el palo hacia la salida (que costaron-dicho sea de
paso-una lámpara y el vidrio de una vitrina), no sólo parecía molestarle la luz
para volar sino que parecía firmemente determinado a quedarse. Hasta noté
que-no sé si por la agitación o porque trataba de decirme algo-abría y cerraba
mucho la boca. Finalmente, quizás temiendo que terminara por acertarle con el
palo y dirigiéndome una última y resignada mirada, embocó la ventana y
desapareció en la oscuridad.
Cuando
estábamos por acostarnos nuevamente, la quietud de la noche se vio interrumpida
por una sirena y poco después golpearon nuestra puerta: los vecinos habían
llamado a la policía. No era para menos. Todo el vecindario había observado a
través de nuestra ventana abierta-la única iluminada a aquella hora en todo el
barrio-, como en un escenario, el drama que habíamos vivido y, al verme
correteando por la habitación en calzoncillos esgrimiendo un palo y escuchar
los gritos histéricos de mi chica, no era raro que se hubieran imaginado que se
trataba de un caso de violencia doméstica (o, por lo menos, de la reconstrucción de un pasaje de "Cincuenta sombras de Grey"). Apenas abrí la puerta-sin saludar ni
pedir permiso para entrar-, cuatro policías se abalanzaron sobre mí y, aunque
opuse una tenaz resistencia, 5 segundos después me habían reducido y atado como
a una chapana. Renunciaron a ponerme
unas esposas porque por más que buscaron no encontraron mi mano izquierda. Sólo
después de que mi chica les hubo relatado toda la historia-que escucharon con una
visible incredulidad pintada en el rostro aunque cómodamente sentados sobre
mí-, accedieron de mala gana a soltarme pero, antes de irse, me anunciaron que
se llevarían el “arma contundente”. Protesté diciendo que era un recuerdo de mi
ascensión al monte Fuji, pero me respondieron que era mejor prevenir que
lamentar.
La verdad
es que soy muy escéptico en relación a las creencias y leyendas populares,
pero, por si acaso-y aunque ya estaba amaneciendo-, colgué unas cabezas de ajos
en la puerta y en todas las ventanas y, después de unir dos reglas con cinta Scotch
formando una cruz, la puse debajo de mi almohada y, debido a la trasnochada y a
pesar del calor, pudimos por fin conciliar el sueño.
Al día
siguiente, le conté la anécdota del murciélago a mi sensei de japonés y éste no se sorprendió: “Lo que pasa es que
estamos en Obon y nuestros familiares
fallecidos adoptan diferentes formas para visitarnos. Puede ser en forma de...,
¡qué sé yo!, una cigarra, una golondrina, una libélula o, como en tu caso, un
murciélago. No te preocupes. Son familiares que vienen a visitarnos, no
espíritus malignos que quieren hacernos daño. ¡Pero vaya recibimiento que le
diste!”-se rió el sensei.
Aunque
consideré bastante poética la explicación de mi profesor, no le di más
importancia al asunto y por eso, grande fue mi sorpresa, cuando, aquella misma noche,
al regresar a mi apāto y chequear mis mails, encontré uno titulado “Desde el más allá”. Lo
abrí y decía:
“Ni más
vuelvo a visitarte.
Lucho”.
¡Acabáramos!
Había sido mi hermano mayor, que en paz descanse.
Ya decía yo
que ese murciélago estaba más gordo de lo normal.