¡El demonio afuera! ¡La suerte
adentro!
A pesar de que ya tenemos más de 30 años en Japón, una de las pocas
tradiciones japonesas que mi chica y yo cumplimos religiosamente todos los años
es ir a la playa Southern Beach de Chigasaki a ver el hatsu hinode, la primera salida de sol del año, para que el año
nuevo nos sea propicio. Pero, como este año no pudimos ver el sol porque el 1.o
de enero amaneció nublado y mi chica se había quedado preocupada por si eso no
sería una señal de mal agüero, se empecinó en que este año debíamos celebrar sin
falta el setsubun, festividad con la
que los japoneses despiden el invierno y dan la bienvenida a la primavera y
durante la cual se realiza la ceremonia del mame
maki que sirve para espantar a los demonios y atraer la buena suerte y en la que también se comen
los ehoumaki, rollos de sushi
rellenos con 7 ingredientes que representan a los 7 dioses de la fortuna. (Ahora que me acuerdo, a los rollos de sushi, mis amigos de infancia en Jesús María los
llamaban “rollos de arroz envuelto en gutapercha”).
Así que a mediados de enero, siguiendo las indicaciones de mi chica,
compré los granos tostados de soja para el mame
maki en un 100 yen shop e
hice el pedido de los ehoumaki en una
tienda de sushi del barrio.
Llegado el día-que este año tocó 3 de febrero-, mientras mi chica iba a
recoger los makis, yo me encargué del
trabajo sucio o, mejor dicho, apestoso: tuve que colocar en la entrada de la
casa el hiiragi iwashi, una especie
de talismán que-al igual que las calaveras empaladas que algunas tribus de
África ponían a la entrada de sus aldeas a modo de advertencia disuasoria a los
forasteros-los japoneses colocan en la entrada de sus casas para impedir la
entrada a los demonios durante el setsubun.
Basada en la antigua creencia de que a los demonios no les gusta el olor de las
sardinas asadas, esta costumbre consiste en colocar un arreglo hecho con cabezas
de sardina ensartadas en una rama de acebo (Algo parecido a la costumbre que
tenían en Transilvania de colgar olorosas ristras de ajos del dintel de puertas
y ventanas para impedir la entrada a los vampiros). Se dice también que los demonios tienen
miedo de que les pinchen los ojos y que por eso les aterran las espinosas hojas de
acebo.
Ignoraba qué tan efectivo sería el olor de las sardinas para espantar a
los demonios, pero, cuando mis vecinos se ponen a asar sardinas en los hornitos
de sus cocinas, a mí sí que me dan ganas de largarme a otra parte porque huele
a mil demonios. Ya no digamos mi chica cuyo olfato es tan sensible que es capaz
de sentir el olor de las sardinas en lata ¡antes de abrir la lata! y que
detesta tanto el pescado que dejó de comer gelatina cuando se enteró de que el
colapez estaba hecho de las vejigas
natatorias de ciertos peces, ¡qué
asco!
Cuando mi chica regresó con los makis,
me alarmaron su grosor y tamaño y se me hizo un nudo en la garganta, porque mi
chica me había explicado que había que comerlos enteros, sin hablar y sin parar
y pensé que comerse semejantes makis de
un solo tiro sin atragantarse sería una misión imposible hasta para Linda
Lovelace. Había que hacerlo, además, mirando hacia cierta dirección-la
dirección de la suerte-que cambiaba cada año y que este año, según había
averiguado ella, era el suroeste. Estaba pensando cómo diablos íbamos a hacer
para saber dónde exactamente quedaba el suroeste y ya me disponía a buscar mi
vieja brújula de mi época de boy scout,
cuando ella, que, como siempre, parecía tenerlo todo previsto, se me adelantó
y, utilizando la aplicación de brújula de su iPhone, me señaló hacia la esquina donde estaba el televisor.
A eso de las 8 de
la noche, nos dispusimos a llevar a cabo el mame
maki.
El paquete de
granos de soja tostados que había comprado venía con una máscara de oni (demonio). Se supone que el cabeza de familia debía ponerse la
máscara para interpretar el papel del demonio y el resto de la familia debía
lanzarle los granos de soja para espantarlo mientras decían alternadamente: ¡Oni wa soto! (¡El demonio afuera!), ¡Fuku wa uchi!” (¡La suerte adentro!). Y
luego había que comer tantos granos de soja como años de edad se tenía más uno,
para que el presente año también fuera de buena suerte. Pero, como en nuestro
hogar no estaba bien claro quién era el cabeza de familia (sobre todo ahora que
yo ya no trabajaba) y como además no teníamos hijos, renunciamos a ponernos la
máscara.
Sin embargo, apenas
mi chica dijo: “¡Oni wa soto! (¡El
demonio afuera!), a mí me empezaron a dar unas fuertes convulsiones que presagiaban
una metamorfosis espectacular mientras mi cuerpo adquiría la musculosa
corpulencia del Increíble Hulk pero no verde sino rojo y mi
pecho se cubría de una hirsuta pelambrera negra, el pelo se me volvía amarillo
y ensortijado y de la cabeza me brotaban 2 cuernos y de la mandíbula inferior 2
largos colmillos que apuntaban hacia arriba y que se me salían de la boca como
los de los jabalíes, y mis uñas me crecían hasta convertirse en enormes y
filudas garras. Además, aparecí de pronto vestido con apenas un breve taparrabos de piel
de tigre y portando una colosal maza de madera con puntiagudas incrustaciones de
metal. Parecía el Cíclope de la película "Simbad y la princesa" (The 7th Voyage of Sinbad, 1958) solo que con 2 ojos y 2 cuernos.
En un primer
momento, mi chica solo creyó que me había puesto la máscara,
pero, cuando se
dio cuenta de que yo ya no era yo, empezó a ametrallarme con los granos
tostados de soja, de modo que no me quedó otra que huir saltando por la ventana
que da al jardín antes de que perdiera la paciencia y pusiera en práctica sus conocimientos de karate (es cinturón negro).
Como mi chica
cerró inmediatamente las contraventanas-que en nuestra casa son cortinas
metálicas como las de las tiendas-para que no pudiera volver a entrar, me
dirigí a la entrada de la casa para entrar por la puerta, pero una vez allí algo me
detuvo: ¡eran las malditas cabezas de sardina que yo mismo había puesto en la tarde! Ahora sabía lo que debía sentir Drácula frente a los ajos y el crucifijo.
Lo único que se
me ocurrió en ese momento fue pedir auxilio al padre Humberto de la iglesia
católica de Yamato. Cuando llegué, la iglesia estaba cerrada. Así que fui a la
casa contigua a la iglesia, donde vivía el padre. Cuando abrió la
puerta y me vio, al padre casi le da un patatús. Su rozagante rostro rosado-que
se parecía al de Fernando Fernán Gómez-fue poniéndose cada vez más blanco
mientras retrocedía esgrimiendo ante él con mano temblorosa un gran crucifijo
de madera, aunque tuvo la suficiente presencia de ánimo para exclamar:
-¡Vade retro, Satanás!
No era para menos.
Imagínense: abrir la puerta y ver al diablo calato, o casi calato, vestido con apenas
un taparrabos atigrado.
-¡Padre, no se
asuste! ¡Soy yo! ¡Javier, el exmonaguillo de la iglesia San José
de Jesús María, Lima, Perú!
El padre se quedó
mirándome con desconfianza durante un rato mientras hacía memoria.
-¡Ah, sos vos, el
que se afanó la bolsa de las limosnas!-dijo sonriendo aliviado-. Así que al
final te llegó el castigo divino.
-Padre, por
favor, que eso es secreto de confesión-lo conminé a guardar discreción
asombrado por su prodigiosa memoria, porque era algo que yo le había contado
hacía más de 20 años, la única vez que fui a la iglesia-. Además, acuérdese de
que le dije que había sido un malentendido, que yo era inocente.
-Todos decís lo
mismo. Pero no te preocupés que lo importante es el arrepentimiento.
Iba a protestar,
pero el padre me interrumpió:
-Bueno, hijo, ¿en
qué puedo servirte?
-Cómo que en qué
puede servirme, padre. ¿No ve esta cara de diablo? ¡Ayúdeme por favor! ¡Hágame
un exorcismo o por lo menos páseme el huevo o el cuy! ¡Haga algo, padre!
-¡Pará, hijo,
pará, no te confundás, que yo no soy ningún chamán de tu tierra.
Le conté todo lo
que había pasado y el padre Humberto me explicó que al estar yo poseído por un
demonio japonés el asunto escapaba a su jurisdicción y que le correspondía a un
sacerdote japonés solucionar el problema.
-¿No te diste
cuenta de que no te espantó el crucifijo?
Sin embargo, ante
mi insistencia, accedió a probar con Agua bendita.
Fuimos a la
iglesia pero, como la pila de agua bendita estaba vacía, el padre me condujo a
un local anexo donde había un lavadero y se dispuso a prepararla. Llenó un
balde de agua y me ordenó meter la cabeza en él, pero yo protesté:
-Pero, padre, si
esta es solo agua de caño y encima sin hervir...
-¡Tenés razón,
hijo! Me había olvidado de bendecirla-dijo el padre haciendo la señal de la
cruz sobre el balde mientras le agregaba un poco de sal.
Pero, tal como
había supuesto el padre, no tuvo ningún efecto.
Entonces el padre
tuvo una idea desesperadamente audaz. Luego de vaciar todo el contenido de una
botella de lejía en el balde, me ordenó nuevamente meter la cabeza. Demás está
decir que no consiguió quitarme la cara de diablo. Ni siquiera logró desteñirme
un poco la cara, roja como un tomate.
Para que no
anduviera por las calles casi calato y no asustara a la gente con mi aspecto,
el padre Humberto me prestó un viejo hábito con capucha y me despidió en la
puerta de su casa con un beatífico “Que la paz sea contigo...”.
Vestido así-parecía
uno de los monjes benedictinos de la versión cinematográfica de El Nombre de la
Rosa-y tratando de pasar desapercibido entre la gente-las pocas personas con
las que me crucé seguro pensaron que estaba disfrazado-recorrí a pie los casi 8
kilómetros que me separaban del templo más cercano, a donde llegué cerca de la
medianoche cuando el setsubun ya
había terminado. Avanzaba por el recinto a oscuras hacia el edificio principal
cuando tropecé con una cuerda o alambre del cual pendían unos cascabeles o
campanillas que empezaron a repiquetear y, de pronto, quedé deslumbrado por la
luz de un potente reflector mientras una voz gritaba:
-¡Al ladrón! ¡Al
ladrón!
Inmediatamente me
vi rodeado por varios jóvenes monjes rapados que parecían salidos de la serie Kung fu, pero que, al verme, huyeron
despavoridos. Y cuando, armado con una vara de bambú y dando grandes voces,
apareció el viejo sacerdote-que se parecía a Pat Morita-y me vio, enmudeció y se puso tan pálido como el
padre Humberto solo que como era japonés no se notaba tanto.
Tan confiados
están los monjes japoneses de que los demonios nunca osarán asomar sus narices
por un templo que, a diferencia de la gente de a pie, cuando llevan a cabo el ritual
del mame maki no dicen “¡Oni wa soto!” (¡El demonio afuera!)
sino que se limitan a decir: “¡Fuku wa
uchi!” (¡La suerte adentro!). De allí el desconcierto del sacerdote que no
atinaba a reaccionar ante mi inexplicable presencia. Para que me reconociera tuve
que recordarle que hacía 5 años él me había hecho el servicio de purificar y
bendecir la casa donde vivo (después de los infructuosos intentos del padre
Humberto), que yo había comprado a precio de ganga sin saber que el letrero que
había sobre la puerta decía: “Obake
yashiki” (Casa embrujada).
-¡Dios mío! ¡Qué
susto me has dado!-exclamó el sacerdote-. Y yo que pensé que eras el ladrón de
las ofrendas...
Por segunda vez
en mi vida, las circunstancias hacían que se sospechase de mí.
Luego de contarme
que desde hacía ya varios meses, un ladrón extraía las monedas del cepillo de
las ofrendas durante la noche, lo cual los tenían en estado de alarma, me
invitó a pasar adentro del templo y, una vez allí, después de escuchar mis
explicaciones y meditar durante unos minutos, me dijo que el mío era un caso
singular: en vez de estar poseído por el demonio en cuyo caso conservaría mi
forma humana, parecía más bien que mi espíritu se había encarnado en el cuerpo
de un demonio.
Me hizo sentar en
la posición del loto sobre el piso de tatami
delante de una mesita sobre la cual había un incensario y con un abanico
empezó a aventarme el fragante humo del incienso mientras con una voz muy grave
recitaba un mantra monótono y repetitivo que resonaba en toda la estancia. Cuando
ya estaba a punto de dormirme aletargado por la somnífera letanía, el sacerdote
tomó su vara de bambú y, parándose detrás de mí, la emprendió a golpes con mis
hombros y cabeza al mismo tiempo que pronunciaba un conjuro en una lengua que me sonó a
sánscrito (aunque no lo podría afirmar con certeza, también podía haber sido pali o magadhi antiguo). Por último, me dio a beber una taza de un mejunje que resultó ser nada más que té matcha muy espeso, amargo y caliente.
Con los ojos y la
nariz irritados por el humo del incienso y el cuerpo adolorido por la apaleada,
empezaba ya a dudar de la efectividad de la terapia, cuando, en eso, las
manecillas de un enorme y vetusto reloj de péndulo marcaron las 12 y, mientras
sonaban las campanadas, fui recobrando rápidamente mi aspecto habitual de modo
que, cuando terminaron de sonar, era otra vez el mismo de siempre (salvo mi
pelo que, seguramente por efecto de la lejía del padre Humberto, tenía ahora el
mismo tono gris plateado que el de Richard Gere). Hasta estaba vestido con la
misma ropa que llevaba puesta antes de la transformación.
Lo que no sabía era
si se debía al tratamiento o a que, como en el caso de la Cenicienta, el
maleficio terminaba automáticamente al concluir las 12 campanadas, pero igual
el sacerdote me presentó la cuenta. ¡20 mil yenes por devolverme al mismo
estado sin ni siquiera una sola mejora! Aduje que no había llevado la
billetera, pero el sacerdote me dijo que no me preocupara y me entregó un impreso
con código de barras que podía pagar en el 7-Eleven o cualquier otra tienda de conveniencia dentro del plazo
de 15 días.
Me acompañó hasta
la puerta del templo y me despidió con un ”Maido
arigatō gozaimashita” (frase de etiqueta comercial con la que los
comerciantes japoneses agradecen a sus clientes habituales, que se podría
traducir como “Muchas gracias por comprar siempre aquí” o "Muchas gracias por usar siempre nuestros servicios".
Cuando llegué de
vuelta a mi casa, ya eran cerca de las 2 de la madrugada.
Parece que mi
chica había considerado que las cabezas de sardina no eran suficientes para
impedirme la entrada y se había asegurado llamando a uno de esos servicios de
cerrajería que atienden las 24 horas, porque cuando intenté abrir la puerta con
mi llave descubrí que habían cambiado la cerradura.
Estuve tocando el
timbre durante largo rato hasta que mi chica se despertó y, aunque pudo
constatar a través de la cámara del intercomunicador que era yo, me sometió a un
minucioso interrogatorio para probar mi identidad y solo cuando le mostré el daifuku (mochi relleno de anko con
una fresa entera dentro que es el pastelillo japonés que más le gusta a mi
chica) que le había comprado en el 7-Eleven
con la única moneda que tenía, accedió a abrirme la puerta.