40 aniversario de Grease
El otro día fui con mi chica a la función conmemorativa que por el
cuadragésimo aniversario del estreno de la película Grease organizó en Japón la
cadena de cines Toho.
Hace 40 años-al igual que millones de jóvenes en todo el mundo-, yo
también había caído presa del ritmo contagioso de su música, sucumbido al
encanto angelical de Olivia Newton-John y soñado con ser John Travolta. Todavía
recuerdo como si fuera ayer ese sábado de hace 40 años en que fui a ver la
película. Por aquellos días, yo ya vivía con mis padres en su casa de San
Isidro, pero todos los fines de semana los pasaba en la casa de mis abuelos en
Jesús María, con los que había vivido hasta los cinco años. Así que fui al cine
Diamante de la Av. Brasil que quedaba a pocas cuadras de la casa de mis abuelos.
Se formó una larga cola desde muy temprano para comprar las entradas y antes de
cada función los revendedores hacían un gran negocio. La película me gustó
tanto que ese día fui a las tres funciones: matiné, vermú y noche. Como
propaganda, en la entrada te regalaban un frasquito de brillantina marca Glostora.
Peinado con tupé, con mi infaltable peine negro de plástico en el bolsillo trasero
del pantalón y vestido con una casaca negra de cuero heredada de mi hermano
mayor que me quedaba enorme y en cuya espalda había mandado bordar “T-Birds”, y que aún conservo,
yo me quedaba parado en la puerta del cine después de la función con la ilusión
de que alguien comentara señalándome: “Mira: igualito a Travolta”. Pero en todo
el tiempo que la película estuvo en cartelera-yo fui a verla todos los fines de
semana-nadie lo hizo porque, por lo demás, el cine se llenaba de falsos Travoltas:
había Travoltas blanquiñosos, Travoltas cobrizos, Travoltas negros y hasta
Travoltas amarillos como yo, y todos nos poníamos verdes de envidia cuando el
verdadero Travolta desaparecía con Olivia en la última escena de la película.
La vi tantas veces que me aprendí de memoria las letras de las canciones y hasta
los diálogos, y llegué a juntar varias docenas de frasquitos de Glostora.
Y no hablemos de mi chica: baste con decir que ella había sido una de
las Pink Ladies del colegio Andino y una de las fundadoras del Grease Fan Club
de Huancayo.
Por todo ello, no podíamos faltar a la celebración de su 40 aniversario.
Para la ocasión, yo me teñí el pelo de negro azabache, sufrí un poco
para hacerme el tupé (porque, como decía Tulio Loza, ya se me está “destejiendo
el chullo”), rescaté del fondo del clóset-bajo la mirada reprobatoria de mi chica que, desde que
es miembro activa de PETA, no se pone ninguna prenda de origen animal-aquella
vieja casaca negra de cuero modelo Elvis Presley mientras que ella fue
corriendo a H & M a comprarse una de imitación. El día de la función, mi chica
fue a la peluquería con su aspecto sencillo de siempre y, cuando regresó, había
sufrido la misma radical transformación que la Sandy ingenua en la Sandy sexy del final de la película. Regresó con el pelo ondulado y teñido de rubio, los ojos delineados
con lápiz negro y las pestañas untadas de rímel, los labios y las uñas de manos
y pies pintadas del mismo tono rojo que sus zapatos de tacón de aguja y vestida
con una camiseta negra que dejaba sus hombros al aire, un pantalón de cuero de
imitación al cuete también negro tan ceñido que debía habérselo puesto con calzador y la casaca negra con forro rojo de H & M.
En la boca-ella, que no nunca había fumado-, tenía un cigarrillo electrónico.
Antes de partir al cine del shopping mall Vina Walk de Ebina en nuestro
pequeño auto azul de escaso cilindraje, pensé que lo único que nos faltaba para que todo estuviera
perfecto era el carrazo descapotable rojo con el capó transparente que salía en
la película. Cuando llegamos, el cine estaba repleto. Aparte de que era la
última función, supuse que lo que había animado a tanta gente a ir al cine un
día de semana en horario de trabajo era la peregrina esperanza de encontrarse
en persona con sus ídolos. Días antes de la función, había circulado el rumor
de que John Travolta y Olivia Newton-John aparecerían por sorpresa en alguna de
las salas donde se proyectaba la película y, aunque yo estaba seguro de que si el
rumor era cierto irían a alguna de las grandes salas de Tokio o Yokohama y no a
una pequeña sala de una anodina ciudad como Ebina, muchos no perdían la
esperanza de encontrarse con ellos. La noticia había corrido como reguero de
pólvora o-como diríamos ahora-se había vuelto viral y convertido en trending
topic en las redes sociales de Japón (entre los cincuentones). Bueno, al menos
esa era la edad que aparentaba la mayoría de los presentes. Creo que-salvo la vez que fuimos a ver Mamma mia!-nunca había visto tanto cocho junto. En mi conteo
personal, yo me había quedado en los cuarenta y ocho y se me hacía algo extraño
verme rodeado de tantos tíos panzones y canosos o medio calvos, pero ese día descubrí con estupor que yo también
ya era cincuentón. Fue a la hora de comprar las entradas. Normalmente, mi chica
y yo obtenemos un descuento en el precio de las entradas presentando mi Tarjeta
de inválido, pero ese día me había olvidado de llevarla y siendo el último día,
no me quedaba más remedio que pagar la entrada completa. Pero entonces la
boletera me dijo:
-Sr. cliente, ¿Ud. debe tener más de 50 años, no?
La pregunta me había arragado por sorpresa y no pude contestar
inmediatamente. Lamentando no tener una calculadora a la mano, tardé en sacar
la cuenta y sólo cuando lo hube hecho descubrí con alarmada sorpresa que ya era
cincuentón como la mayoría de los que me rodeaba. Asentí resignadamente con la
cabeza.
-Entonces tiene derecho al descuento de parejas de más de 50 años-dijo
sonriendo la boletera.
La verdad es que no supe si alegrarme o no con la noticia.
La función transcurrió muy animada. La gente se había esmerado con los
disfraces, coreaba las canciones, aplaudía y algunos hasta se animaban a
bailar. Cuando terminó la película, a diferencia de lo que sucedía
habitualmente, nadie se movió de su asiento y todos se quedaron viendo los
créditos hasta el final como queriendo aprovechar hasta la última gota y,
cuando se encendieron las luces, un grito de asombro estalló al fondo de la
sala. ¡Dios mío! ¡No lo podía creer! Aunque estábamos un poco lejos, los
reconocimos de inmediato: ¡Eran John Travolta y Olivia Newton-John! Salieron de
la sala saludando con las manos y lanzando besos volados deslumbrados por los
flashes y escoltados por la multitud que alargaba las manos para tocarlos, les
pedía autógrafos y se hacían selfies con ellos. Todos salimos detrás de ellos
como en procesión.
Sin embargo, grande fue nuestra decepción, cuando-luego de hacer cola
durante más de media hora en el vestíbulo del cine-, llegamos por fin frente a
nuestros ídolos para pedirles sus autógrafos y tomarnos juntos la foto de rigor
y descubrimos que no eran los verdaderos John Travolta y Olivia Newton-John
sino unos imitadores. A pesar de los disfraces, los reconocimos inmediatamente:
era una pareja de gringos sesentones que tienen una pequeña academia de inglés
llamada Grace English School cerca de nuestra casa y que, ayudados por la penumbra
de la sala (ya se sabe: de noche, todos los gatos son pardos), estaban
aprovechando su vago parecido con los protagonistas (o que para los japoneses
todos los gringos son iguales) y que Grace en japonés suena parecido a Grease para
promocionar sus clases de inglés.
Salvo por este incidente, la función fue memorable. Lo único que eché en
falta fue que no me regalaran mi frasquito de Glostora.