El robo
del monte Fuji
Sí, fui yo el que robó el monte Fuji. El que hay ahora no
es más que una burda imitación del original, una maqueta de tamaño natural
hecha con papel maché, cartón piedra y tecnopor, cuyas imágenes son retocadas
con photoshop o reemplazadas por computer graphics.
Todo empezó con una de esas fiebres recurrentes que cada
cierto tiempo me atacan, a las que me entrego con una pasión desmedida y que
luego abandono con sorprendente displicencia, razón por la cual, mi hermano
mayor me llamaba “Flor—de—un—día”, lo que en Japón llaman “Mikka bouzu”
(monje por tres días); es decir, inconstante.
Aquella vez, era la fotografía.
Me habían regalado un libro de fotografías del monte
Fuji. Decenas de fotografías tomadas por distintos fotógrafos, desde diversos
ángulos, a diferentes horas y en distintas épocas del año: el Fuji, acompañado
de unos sakura,
en primavera; pelado, en verano; con las hojas rojas del momiji,
en otoño; completamente blanco, en invierno; alumbrado por la luna llena; con
el sol naciente engastado en su cráter brillando como si fuera un diamante de
un millón de kilates; reflejado en uno de sus cinco lagos formando un doble
juego de imágenes. Para cuando terminé de leer el libro, estaba enamorado del
monte Fuji y quería, yo también, materializar, a través de una cámara, las
fotografías que ya tenía en la cabeza.
Lo primero que tenía que hacer era conseguir una cámara.
Fui a Akihabara y casi me vuelvo loco por la inmensa variedad de marcas,
modelos y precios que había. Estaban las cámaras compactas con lente fijo y
flash incorporado; las reflex de 35mm con lentes intercambiables y empezaban a
aparecer, aunque a precios prohibitivos y con una calidad de resolución tan
mala que sus fotos parecían mosaicos o cuadros pintados con la técnica del
puntillismo de Georges Seurat, las primeras cámaras digitales. Aunque yo era
consciente de que, si quería aprender de verdad, necesitaba una cámara reflex
de 35mm, de lentes intercambiables y totalmente manual, como la Nikon FM2, me
había bastado una sola mirada a la Nikon F5 para enamorarme de ella. La F5, una
automática con función manual, concebida para uso profesional, no era una
cámara sino un camarón, una camaraza, el orgullo de la marca Nikon y el sueño
de cualquier fotógrafo. Fue un amor a primera vista fulminante: me bastó verla,
para saber que la compraría. Medio millón de yenes por el cuerpo y un lente de
50mm era caro, pero con ella me sentía capaz de hacer cualquier cosa, ella me
permitiría plasmar en el papel toda la belleza que yo llevaba dentro, porque, para
mí, fotografiar podía llegar a ser casi como pintar, arte para el cual poseía
un talento innato y al que me hubiera dedicado de no ser porque me aqueja un
ligero temblor en el pulso —grado 9 en la escala de Parkinson—, secuela de un
largo romance con doña Manuela Pajares —sólo superado en intensidad y
frecuencia por el protagonista de “El lamento de Portnoy”, creo—, debido al cual lo más
aproximado a una línea recta que soy capaz de dibujar es una en zigzag. Fui
corriendo al banco y saqué el dinero, pero, en el último momento, un ataque de
cordura me impidió realizar la compra. Me di una semana para pensarlo bien. Esa
noche soñé con la F5 y estuve a punto de tener una polución nocturna.
A mitad de semana, pasé por casualidad frente al local de
un prestamista que había en una callejuela cerca de la estación de Minami
Rinkan, donde los viciosos del pachinko de la esquina iban a empeñar sus joyas y
relojes cuando se quedaban sin dinero para seguir jugando. Iba en bicicleta,
así que sólo la vi de pasada, pero algo en su vitrina llamó poderosamente mi
atención. Regresando sobre mis pasos, me detuve frente al pequeño
establecimiento y, grande fue mi sorpresa cuando descubrí, entre el más
heterogéneo revoltijo de cachivaches, una F5 y a sólo ¡cien mil yenes! Fui corriendo
a traer el dinero, pero, cuando regresé, ya no estaba. El prestamista, un viejo
enjuto y encorvado, de mirada rapaz y aspecto ladino y taimado, como un buitre
al acecho, que, a pesar de tener los ojos rasgados, los pómulos salientes, la
nariz ñata y la piel amarilla, algo tenía del arquetípico usurero judío, me
dijo que su propietario acababa de recuperarla hacía sólo cinco minutos.
Maldije mi suerte.
—Tal vez le interese esto —dijo alcanzándome un estuche
de cuero—. Me lo dejó un marine borracho hace ya más de un año y nunca más
volvió.
Abrí el estuche y me encontré con un objeto de una forma
muy peculiar, una mezcla de cámara y filmadora, que tenía una robustez inusual
y el aire típico —acabado tosco, de aparente fabricación casera— de los
prototipos, de los modelos de prueba, cuya forma recordaba vagamente la un
teodolito.
—Como no creo que nadie quiera esa cosa y yo sólo quiero
recuperar mi dinero, déme diez mil yenes y es suya —dijo el prestamista
frotándose las manos con una sonrisa mefistofélica en los labios.
Iba a devolvérsela, cuando vi que la especie de manual
manuscrito que acompañaba a la cámara estaba firmado por Stephen Hawking. Como
no hacía mucho yo había leído su libro “Agujeros negros y pequeños universos” y
aquella cámara no era a todas luces una cámara convencional, sentí una gran
curiosidad por saber de qué se trataba. Así que la compré.
Ya en mi apartamento, después de leer el manual, quedé
anonadado. Si había entendido bien la jerigonza cientificista y la enmarañada
“letra de doctor” de Hawking —en cuyo caso, los postulados de la grafología
según los cuales la letra de una persona refleja no sólo los rasgos de su
personalidad sino hasta su aspecto físico, sí se cumplían—, y si mis
conocimientos de inglés —que, aunque es cierto que eran muy superiores a los
del comunero quechua hablante monolingüe promedio de las alturas de Uchuraccay,
me parece que no alcanzaban para ser considerado bilingüe, pues mi vocabulario
sólo constaba de unas treinta palabras—, habían sido suficientes, la cámara
contenía una partícula de una estrella colapsada, es decir, un pequeño agujero
negro cuyo poder de absorción estaba regulado, al igual que en una
cámara convencional, por la apertura del diafragma, la velocidad de
obturación y la sensibilidad ISO, capaz de capturar no imágenes sino los
objetos en sí mismos. Indudablemente, había sido concebida con fines bélicos y
por eso había llegado a manos de aquel marine. Hawking advertía del peligro que implicaba
“fotografiar” con ella a seres humanos. Poniendo como ejemplo su propio caso,
reconocía que su discapacidad se debía a los años de experimentación con la
cámara en los que en muchas ocasiones se había expuesto a los efectos de la
misma “autorretratándose” y no a la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), como
se había divulgado públicamente. Me sentí, de pronto, en posesión de un poder
ilimitado. Según el dictum de Acton, “El poder corrompe, y el poder absoluto
corrompe de modo absoluto”. Sin que pudiera evitarlo, empezó a afluir lo peor
de mí.
Hasta cierto punto era comprensible que en el Perú me
hubiesen tratado despectivamente por ser “chino”, pero que aquí, en la tierra
de mis abuelos, fuera discriminado por ser extranjero era algo que escapaba a
mi entendimiento. Ahora podía vengarme del maltrato recibido, los golpearía
donde más les dolía: en el orgullo. ¡Les robaría el monte Fuji!
En el libro que me habían regalado, al pie de cada foto,
no sólo figuraban los datos técnicos como modelo de la cámara empleada, tipo de
lente, sensibilidad de la película, velocidad de obturación y tamaño de la
apertura del diafragma sino también, desde dónde habían sido tomadas y hasta
cómo llegar a esos lugares en tren o automóvil. Estuve observando las
fotografías y después de decidirme por una, reservé por teléfono una plaza en
el camping del lago Motosuko, uno de los cinco lagos del Fuji, desde donde se
accedía al Panorama Dai, un observatorio natural situado a 1325 metros de
altura, desde el cual había sido tomada la foto que más me había gustado. El
viernes por la noche, metí en una mochila el libro, la cámara, un trípode, una
bolsa de dormir y una tienda de campaña unipersonal, y el sábado temprano salí
hacia la prefectura de Yamanashi. Esa noche, en el campamento, después de una
frugal comida consistente en un trozo de carne y unas papas asadas en una
parrilla portátil, me dormí temprano abrigado por los rescoldos de la fogata,
y, al alba del domingo, ya estaba apostado en la cima de la colina aguardando
la salida del sol. Apenas alumbrado por la tenue luz sonrosada de la aurora,
como una insinuante bailarina de la sensual Danza de los siete velos, el monte
Fuji se fue despojando lentamente, con provocadora indolencia, del sutil y
vaporoso manto que lo cubría y fue mostrando, poco a poco, sus encantos, sus
curvas, sus redondeados contornos, dejando entrever su difuminada y esbelta
silueta, y, cuando el sol llegó a su cenit, se mostró, de pronto, en todo su
desnudo y hermoso esplendor, y yo quedé obnubilado por la majestad de su serena
belleza. El blanco veteado que, como cera derretida, bajaba del casquete de
nieve que lo coronaba, contrastaba vivamente con el azulado gris de sus faldas
y con el azul celeste del cielo, como en un colorido ukiyoe de Hokusai.
Había llegado el momento. No había ni una sola nube.
Saqué la cámara de su estuche, la monté en el trípode y,
para asegurarme de que no se moviera, le conecté un cable disparador de aguja.
Como lo que me interesaba era “capturar” al Fuji, pensé
que lo mejor era hacer un enfoque selectivo limitando la profundidad de campo,
así que escogí una gran apertura (f1.2), y, como había mucha luz, me pareció
necesaria una velocidad de obturación alta, así que giré la rueda hasta 1/4000
Mirando a través del visor, compuse el encuadre y, haciendo girar el anillo del
lente, ajusté el enfoque: el monte Fuji se veía con una nitidez irreal, parecía
al alcance de mi mano. Conteniendo la respiración, apreté el disparador y
entonces el tiempo se congeló: aquellas 25 cienmilésimas de segundo parecieron
transcurrir en cámara lenta. Pude ver como el Fuji se dividía en pequeños
fragmentos, como en la pintura “Desintegración de la persistencia de la
memoria” de Dalí, que fueron ingresando por el objetivo de la cámara como un
enjambre de abejas regresando a su colmena, acompañados por un ruido de succión
como el que produce el agua de una tina al irse por el desagüe, y por un fuerte
viento que peinó mis cabellos hacia atrás. Era increíble: el monte Fuji había
desaparecido. En su lugar sólo quedaba una enorme meseta de piedra volcánica
llena de pequeños cráteres, que recordaba un paisaje lunar y donde no quedaba
ni siquiera el consuelo de un pedruzco.
Cuando me repuse del shock, miré la pequeña pantalla de
la cámara y, aunque lo estaba viendo, no lo podía creer: ahí estaba el monte
Fuji tal como lo había visto antes de apretar el disparador. Fui presa del
pánico y, antes de que alguien me viera, huí de la escena del crimen.
***
Demasiado concentrados en sus trabajos o porque estaban
acostumbrados a que se hallase oculto tras una espesa capa de nubes, los
japoneses tardaron increíblemente más de una semana en darse cuenta de que el
Fuji, el monte sagrado, había desaparecido. En realidad, había sido un
extranjero, Mr. Smith, un fotógrafo americano que había venido al Japón con el
único propósito de fotografiarlo, quien había dado la voz de alarma. Después de
haberlo acechado sin éxito desde todos los lugares desde los cuales le dijeron
que se podía verlo, y, equipado con su mapa, su brújula y sus binoculares,
haberlo buscado por todas partes sin encontrarlo, a Mr. Smith no le había
quedado más remedio que ir a la Oficina de información turística de la estación
de Fujiyoshida, uno de los puntos de partida para la ascensión del monte Fuji,
donde, después de consultar su Pocket interpreter, pues no confiaba mucho en el inglés
de los japoneses, dijo en un japonés perfecto: “¡Se me perdió el Fuji!”
“¡Mierda!”, suspiró Yamamoto Manabu, el encargado de la
oficina. “Por más señales que ponemos y panfletos en inglés que repartimos,
estos extranjeros tontos no logran encontrar lo que buscan”.
Sin embargo, dos horas después, cuando, exasperado ante
la insistencia de Mr. Smith, decidió, para darle una lección, acompañarlo
personalmente, el funcionario no pudo creer lo que veía: el monte Fuji, con sus
3776 metros de altura y sus más de mil millones de toneladas de peso, había,
efectivamente, desaparecido y, en su lugar, sólo había quedado una meseta
pelada en la que se estaban soleando unas lagartijas.
La noticia conmocionó al país. Muchos murieron de la impresión. Otros optaron por el suicidio haciéndose el harakiri. Al día siguiente, cientos de miles de personas se congregaron frente al Palacio Imperial para esperar las palabras del Emperador. Sin embargo, a éste no se le ocurrió otra cosa que repetir las mismas palabras que su padre había pronunciado cincuenta años antes en su discurso de rendición:
La noticia conmocionó al país. Muchos murieron de la impresión. Otros optaron por el suicidio haciéndose el harakiri. Al día siguiente, cientos de miles de personas se congregaron frente al Palacio Imperial para esperar las palabras del Emperador. Sin embargo, a éste no se le ocurrió otra cosa que repetir las mismas palabras que su padre había pronunciado cincuenta años antes en su discurso de rendición:
—Hemos de soportar lo insoportable.
Lo primero que se pensó fue que era una represalia del
MRTA por Chavín de Huántar, la exitosa operación de rescate efectuada en la
residencia del embajador japonés en Lima en la que murieron los catorce
miembros del grupo terrorista. Isaac Velazco, el portavoz internacional de la
agrupación, declaró en Hamburgo que, aunque no había sido informado al
respecto, ésta era sin duda una operación digna de la audacia de sus camaradas.
“Les advertí que la sangre derramada jamás sería olvidada”, dijo. Por su parte,
la jefa del comando sur del MRTA, Aída Ochoa, presa en Bolivia, anunció, desde
la cárcel, que la primera letra de la Deuda de sangre había sido cobrada.
“¡Comandante Cerpa, descansa en paz!”, exclamó.
Otros responsabilizaron al Aum Shinrikyou de lo sucedido.
Pronto comenzó a circular el rumor de que los miembros de la Secta de la Verdad
Suprema exigían la libertad de su líder a cambio de la devolución del monte.
Sin embargo, Shoukou Asahara dijo que él no sabía nada al respecto, pero que no
descartaba la posibilidad de que fuera cierto. “Mis amigos son tan locos”,
declaró en un perfecto español que desconcertó a los miembros del tribunal que
lo estaba juzgando.
Los okinawenses por su parte le echaron la culpa a los
militares americanos. Los acusaban de haber desaparecido el monte con el único
propósito de tener un terreno donde instalar una base más.
Se sospechaba también del prefecto de Shizuoka, quien,
presionado por poderosos grupos económicos que deseaban que Shizuoka
fuera una de las sedes del Campeonato mundial de fútbol del 2002, había
estado buscando desesperadamente un terreno apropiado para construir un
estadio.
También volvió a salir a la luz, una vez más, la versión
según la cual los Yakuza
cobraban una prima de protección sobre el monte. Se especulaba que debido a la
recesión, el gobierno no había podido pagar la cuota correspondiente a ese año
y que los mafiosos habían cumplido su amenaza. Se decía que el aumento del
impuesto a las ventas había sido un último intento desesperado por recaudar
fondos para pagar la prima y que el Primer Ministro responsabilizaba a los
miembros de la Dieta no sólo de haber demorado la aprobación del proyecto con
inútiles debates sino también de haberlo modificado postergando su poder
ejecutivo al año en curso en vez del plan inicial según el cual hubiera tenido
una retroactividad de seis meses. Es decir, que la gente hubiera tenido que
pagar la diferencia de los bienes adquiridos en ese lapso de tiempo, única
forma de la que se habría podido recaudar la suma requerida por los mafiosos.
Algunas personas responsabilizaron a David Copperfield,
que hacía unos días había estado de gira por Japón. Cuando fue interrogado, el
conocido ilusionista norteamericano estuvo tentado por un momento a responder
afirmativamente, pero recordando que le pedirían que volviera a hacerlo
aparecer, reconoció apenado que él no había sido.
Incluso Mr. Marikku, famoso mago japonés conocido también
por sus apariciones en un programa de televisión en las que hacía alarde de su
famosa “Tejikara”
(el poder de sus manos), fue citado para ser interrogado. Dijo que se trataba
de un truco muy sencillo, pero que por ética profesional se veía imposibilitado
de revelar el secreto.
El propietario de una joyería de la ciudad de Isesaki, en
la prefectura de Gunma, afirmó que sin duda los responsables de la desaparición
del Fuji eran los dekasegi
peruanos (su negocio había sido asaltado por peruanos en tres oportunidades).
Los primeros afectados económicamente por la desaparición
del Fuji habían sido los propietarios de los bienes inmuebles y terrenos de los
alrededores. Aunque su valor se depreciaba cada día más, los propietarios se
negaban a vender, pues pensaban que sólo se trataba de una maniobra de las
grandes inmobiliarias para comprar sus propiedades a precios irrisorios y luego
volverlas a vender, una vez hubieran devuelto el monte a su lugar, quedándose
con una apreciable diferencia.
Pero hubo también gente que se benefició. La desaparición
del Fuji generó una ola de inseguridad tan grande (porque se pensaba que, si
habían podido robarse un monte, de qué cosa no serían capaces), que la gente,
presa del pánico, había ido corriendo a comprar candados, cerraduras, cadenas,
cercos, alambradas, alarmas, reflectores, etc.
***
Casi un mes después de la desaparición del monte, la
policía no había descubierto absolutamente nada, pues no tenían ninguna pista
que seguir.
—Debe haber habido un testigo —rugió el teniente de
policía en la reunión que celebraba todas las mañanas con los oficiales
encargados del caso—. Nadie puede haberse robado el monte sin que haya habido
un testigo. Quiero ese testigo. Búsquenlo.
El teniente de policía se llamaba Yamashita y, debido a
su inoperancia, los medios de comunicación empezaban a burlarse de él.
Aprovechando que los kanji
de su apellido significan “monte” y “abajo”, un diario sensacionalista había
publicado una caricatura en la que el teniente aparecía mirando en todas las
direcciones mientras el monte estaba sobre su cabeza.
Pocos días después, un anciano se había presentado en un puesto policial diciendo que tenía algo que tal vez fuera una pista. Inmediatamente, había sido conducido donde el teniente Yamashita. Sin decir nada, el anciano le entregó una fotografía. El teniente la miró y sólo vio una mancha oscura, de forma alargada y aguzada en uno de sus extremos, que le hizo recordar la escultura que adorna el edificio de la cerveza Asahi en Asakusa, más conocido como “Edificio de la caca”.
Pocos días después, un anciano se había presentado en un puesto policial diciendo que tenía algo que tal vez fuera una pista. Inmediatamente, había sido conducido donde el teniente Yamashita. Sin decir nada, el anciano le entregó una fotografía. El teniente la miró y sólo vio una mancha oscura, de forma alargada y aguzada en uno de sus extremos, que le hizo recordar la escultura que adorna el edificio de la cerveza Asahi en Asakusa, más conocido como “Edificio de la caca”.
—¿Qué es esto? —inquirió, perplejo, el teniente—. ¿Una
nube?
—No —dijo el anciano sin inmutarse—. Es el monte Fuji. La
tomé el día que desapareció. No había una sola nube. En ese momento creí que
había sido víctima de una ilusión óptica, pero no fue así. Estoy seguro, porque
estuve esperando el momento propicio para tomar la fotografía. Busqué el ángulo
apropiado, escogí la apertura del diafragma y la velocidad de obturación
adecuadas y enfoqué. Todo estaba perfecto. Sin embargo, en el preciso momento
en el que disparaba, alguien aspiró el monte. Yamashita se fijó nuevamente
en la fotografía. En efecto, la mancha se alargaba hacia un lado perdiendo su
forma original como si hubiera sido aspirada. ¿Pero era el monte Fuji? Parecía
más bien un enorme genio salido de las Mil y una noches volviendo a su lámpara.
—Ésta fue tomada un minuto antes —dijo el anciano
alcanzándole otra fotografía.
El teniente Yamashita las comparó. Había sido tomada sin
duda desde el mismo ángulo. Todos los detalles secundarios coincidían. Pero en
ésta el monte Fuji aparecía con una nitidez sobrenatural, más que una
fotografía aquella parecía una ventana y al teniente Yamashita le vinieron muy
gratos recuerdos a la memoria, porque en uno de los hoteles con vista al Fuji
había pasado su luna de miel. ¿Hacía cuánto? ¿Quince, dieciséis años?
—Como le dije hace un momento —lo regresó al presente el
anciano—, ese día no había una sola nube.
El teniente Yamashita le pidió al anciano que lo llevara
hasta el lugar desde donde había tomado la fotografía. Desde ahí, el teniente
observó que si alguien había, como decía el anciano, “aspirado” el Fuji, debía
haberlo hecho desde el este, desde la zona comprendida entre los lagos Shojiko
y Motosuko, y, probablemente, desde un lugar alto, tal vez, desde alguna de las
montañas de la zona.
En una operación bautizada con el nombre de “La
aspiradora”, miles de agentes de la policía rastrearon la zona durante los
siguientes días en busca del más mínimo indicio.
La encargada del Camping del lago Motosuko declaró a uno
de los agentes que la tarde del sábado 3 de mayo, un hombre había solicitado un
lote para acampar y que había preguntado insistentemente por el Panorama Dai,
un punto de observación del monte Fuji, porque quería tomar algunas
fotografías. Había preguntado, además, a qué hora salía el sol, porque quería
hacerlo a esa hora. Al día siguiente, en la mañana, su tienda de campaña ya no
estaba.
—Me olvidaba de algo —agregó la mujer—. El hombre, aunque
tenía cara de japonés, no hablaba bien el japonés, lo hablaba como… como un
extranjero.
***
El primer ministro chino, a su paso por Tokio, declaró
con sorna que, si el ladrón del monte Fuji se animaba a ir a la China, sería
detenido por la Gran Muralla. Sin embargo, pocas semanas después, los chinos
reportaron que la Gran Muralla China, la única construcción humana que se
distinguía a simple vista desde la Luna, había desaparecido.
Pero, como para el resto del mundo, los chinos y los
japoneses eran prácticamente la misma cosa, nadie los tomó en serio. Se habló
de fiebre amarilla.
Perdidas las esperanzas de recuperar el Fuji, los
japoneses necesitaban llenar el vacío que éste había dejado. Justo cuando
estaban por culminar las negociaciones para la adquisición y posterior traslado
a suelo japonés del monte Everest, por la fabulosa suma de 900 billones de
yenes (11 millones de millones de dólares), el presupuesto japonés de 10 años,
llegó a Tokio la noticia de que no sólo el Everest sino que toda la cadena
montañosa del Himalaya, con los catorce ocho miles, había desaparecido, lo cual
desplazó el eje de rotación de la tierra haciendo que girara más rápido, de
manera que los días se acortaron en un microsegundo (una millonésima de
segundo), hecho que alegró a algunos, especialmente a los que no les gusta su
trabajo, porque vieron recortarse su jornada laboral de forma significativa.
Sólo después de que desaparecieron el Taj Mahal de la
India, la Esfinge y las Pirámides de Egipto, el resto del mundo tomó en serio
la amenaza.
En Nueva York, la Estatua de la Libertad fue cubierta con
una cúpula de una fibra transparente capaz de resistir una explosión atómica
diez veces mayor que las de Hiroshima y Nagasaki juntas. Mientras que en París,
la Torre Eiffel era electrificada para que nadie pudiera tocarla. Todas las
ciudades que poseían algo valioso tomaron las medidas necesarias para evitar
que el ladrón se llevara sus tesoros. El presidente del Perú, Alberto Fujimori,
que no dejaba escapar ninguna oportunidad para aumentar su popularidad con miras
a las Elecciones del año 2000, declaró en Lima que, a partir de ese momento, le
encargaba la presidencia de la república a su primer vicepresidente para asumir
personalmente el cargo que acababa de crear: Guachimán de Machu Picchu.
***
Habiéndome convertido en el Enemigo público número uno
del mundo y siendo buscado no sólo por la policía nacional de varios países
sino también por la Interpol, yo me escudaba en mi no hacía mucho adquirida
nacionalidad japonesa. Mientras todo el mundo se hallaba tras la pista de aquel
misterioso extranjero que —según las declaraciones de la encargada del Camping
del lago Motosuko—, había pernoctado en sus instalaciones aquella noche y que
era, hasta ese momento, el principal sospechoso, yo viajaba tranquilamente,
porque gracias a mi cara y a mi pasaporte japonés —mientras no hablase—, era
considerado para todos los efectos como japonés.
Por eso, el día que fui a visitar las Líneas de Nazca,
María Reiche no sospechó nada y hasta me felicitó por hablar tan bien el
español y sólo cuando me acompañó hasta la avioneta desde la que tomaría las
fotos, no pudo dejar de observar que era la primera vez que veía una cámara tan
rara, aunque no vivió lo suficiente para contarlo.
Y, por eso, he podido llegar sin problemas hasta el Cuzco
y ahora me encuentro frente a la ciudadela de Machu Picchu (“La ciudad
suspendida en el aire”, como la llaman los japoneses) y estoy a punto de
presionar el disparador.